Padres e hijos. Por Marcelo Percia

A partir de la célebre Carta que Franz Kafka le escribió a su padre, el autor comenta la relación padre-hijo, en las primeras décadas del siglo XX y en el siglo XXI: “El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro”.

Franz Kafka nació en Praga en 1883, en la atmósfera cultural de una minoría judía de lengua alemana; murió de tuberculosis en 1924. A los treinta y seis años le escribió una carta a su padre, de sesenta y siete. Los tiempos de Kafka eran los de Freud: los tiempos de los hijos que sufren por los ideales frustrados de sus padres. El padre europeo de la pequeña burguesía del siglo XIX es un señor feudal menoscabado, que sólo gobierna su pequeña familia y su mínimo negocio, mientras protege y espera satisfacciones de los suyos. Si al siervo no le pertenecen las tierras ni los frutos de su trabajo, al niño de la familia pequeñoburguesa no le pertenecen sus pasiones: está obligado a tributar su futuro. La crianza es una experiencia de endeudamiento. La herencia pequeñoburguesa es sutil transferencia de identificaciones. Una especie de feudalismo emocional. El padre pregunta desconcertado: “¿A quién saliste así?”. El hijo admite: “No soy lo que esperabas de mí”. El padre sufre como si le violaran una caja de seguridad. Extraña culpa la del desencanto. Walter Benjamin observó que “en las extrañas familias de Kafka, el padre vive del hijo y pesa sobre él como un enorme parásito”. La Carta al padre de Kafka relata esa sumisión histórica en tiempos del amor. El problema de la familia fue, desde sus comienzos, el poder del padre enquistado como deuda de amor. Pero nuestros tiempos ya no son los del amor al padre como deuda moral, sino como perplejidad compartida de un desencuentro civilizatorio.
Carta al padre está más cerca de Edipo que de Homero Simpson: si Edipo, como padre, es un joven heroico y protector que toma como esposa a una pobre reina viuda –que resulta luego ser su propia madre–, Simpson es un padre frágil adoptado por una mujer complaciente como si fuera su niño grande. La Carta de Kafka comienza así: “Querido Padre: Una vez me preguntaste por qué afirmaba yo que te temía. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo que me infundes y en parte porque en el fundamento de ese miedo intervienen muchos detalles, demasiados para que pueda coordinarlos medianamente en una conversación”.
Si el padre de Kafka causa miedo, el padre de Bart, risa. Homero es la caricatura sin autoridad del padre temido. No representa al superyó freudiano, sino al yo pequeño del hombre norteamericano sometido al mundo del consumo. Un tipo fanático y mezquino que asume una crueldad con la misma racionalidad que una buena acción. Un empleado irresponsable en la planta nuclear de Springfield que se llena de televisión, cervezas, hamburguesas o cualquier cosa que ha de comer con voracidad. Suele dar estos consejos al hijo: “Nunca digas nada a menos que estés seguro de que todos los demás piensen lo mismo”. “Dale justo en las partes nobles. Ese movimiento ha sido marca de los Simpson por generaciones”. Marge, su esposa, le pregunta: “¿Estás cuidando a los niños?”. “Sí, por supuesto”, asegura, mirando la tele mientras los chicos se tiran por la ventana. Ya en La familia, Lacan pensaba en el debilitamiento y declinación social de la figura del padre.
Carta al padre puede leerse como reclamo a un hombre rudo, como queja por una vida familiar ingrata, como desahogo de un temeroso, como protesta de un escritor que desea liberarse de la culpa que siente por ser diferente al que debería ser. El destino de una carta es el de la palabra: no alcanza a suprimir la distancia. “Es sabido (o casi) que el padre de Kafka no leyó la carta”, escribe Carlos Correas (Kafka y su padre. Leviatán. Buenos Aires, 2004).
El malentendido (o el sobreentendido, que es el malentendido exitoso) es la figura de la proximidad amorosa. La palabra del hijo tartamudea, el miedo inmoviliza su lengua, no termina de decir lo que quiere decir, ni de explicar lo que le pasa ni de declarar los sentimientos plegados en sus dolores. El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro.
Correas relata que Oscar Masotta le dio la Carta de Kafka a su propio padre, un empleado bancario, para hacerse comprender: “Claro, el entendimiento buscado (soñado) por Oscar era que su padre gozosamente lo mantuviera para que él gozosamente cumpliera su obra”. Masotta quiere que su padre entienda, leyendo la Carta, que debería liberarlo de la obligación de trabajar en algo que no sea leer y escribir. El amor es un entendimiento soñado, pero el padre y el hijo no tienen el mismo sueño. Masotta espera que su padre valore la obra que todavía no tiene. Asistimos a la escena del hijo escritor post-Kafka: demanda que el padre se sacrifique por él como prueba de que su obra es posible. El sacrificio del padre por la obra del hijo es uno de los mitos fundadores de la clase media intelectual argentina.
Después de Kafka, los hijos del siglo XX, cada tanto, asumen una posición mesiánica: vienen a componer un mal, a limpiar una culpa, a liberar una potencia, a realizar una obra que mejore el mundo. Asumen la misión de salvar a los padres de la vida que tienen. (En 1903, M’hijo el dotor, de Florencio Sánchez, es una figura rioplatense del mesianismo familiar de las primeras décadas del siglo XX.) Otras veces, la obra del hijo impugna el mundo del padre, que es la historia social habitada por esa pequeña biografía que envejece. Tener un hijo, después de Kafka, es poner en cuestión la propia vida y ser padre es ofrecerse a ese cuestionamiento. Carta al padre suele leerse como protesta dolorida ante la autoridad paterna o como confesión de un hijo avergonzado por sus debilidades; el texto de Kafka atraviesa ambas posiciones sin encallar en esos lugares. Escriben Deleuze y Guattari (Kafka. Para una literatura menor, Editora Nacional, Madrid, 2002): “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación con él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró. La hipótesis de una inocencia común, de una angustia común del padre y del hijo es, por lo tanto, la peor de todas: el padre aparece en ella como un hombre que tuvo que renunciar a su propio deseo y a su propia fe (...) y que conmina al hijo a someterse sólo porque él mismo se sometió al orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida. (...) En suma, no es Edipo el que produce la neurosis, es la neurosis –es decir, el deseo ya sometido y que busca comunicar su propia sumisión– la que produce a Edipo”. Para Deleuze y Guattari, en Carta al padre no sólo se leen reclamos y acusaciones de un hijo que responsabiliza a su padre por el sentimiento de inseguridad en sí mismo que ha desarrollado, sino que se advierten tramas micropolíticas del deseo. El padre pretende algo peor que someter al hijo: propagar su propia sumisión.
Un hijo podría defenderse y hasta rebelarse ante un padre injusto y dominante, pero ¿qué hacer ante un padre que difunde tiernamente su propia derrota?, ¿cómo responde el hijo obligado al conformismo como prueba de gratitud?, ¿cómo se rehúsa al servilismo, sin traicionar ese amor? Ese rechazo pone a la vista la miserabilidad del padre, como si le dijera “no quiero tu vida”. El hijo no puede evitar ser cruel con quien tanto lo ama. El hijo suele decir al padre: “No quiero ser como vos”; como si temiera o rechazara la posibilidad de una identificación. Tal vez se trata de enunciar otra proposición: “No quiero el mundo que te hizo vivir así”.
La idea de encontrar una salida en donde el otro no la encontró plantea una tristeza de comienzo: el hijo viene al mundo para denunciar el encierro del padre. Tener un hijo no es precisamente tenerlo (como se tiene un auto o un dolor de muelas); tener un hijo es tener un testigo: dar lugar a otra conciencia que denuncia la mentira del convicto que pinta su estrecha celda como paraíso del deseo. La fantasía paranoica de los padres, en la literatura (Layo o el rey Basilio de La vida es sueño) puede leerse como súplica disfrazada de que el hijo desee lo que el padre tiene.
Escribe Kafka en la Carta, a propósito de los efectos terribles de la ira del padre en su infancia, que el sentimiento de culpa del niño “ha sido reemplazado por nuestro mutuo desamparo”. El rechazo del mundo del padre, su sometimiento, no es triunfo sobre su vida ni gesto de superioridad. Tampoco es expresión de una rivalidad esencial, sino salida del dominio de lo instituido, a la vez que entrada en una intemperie compartida. Padre e hijo son dos edades de un mismo desamparo.
¿Por qué para el padre las preocupaciones del hijo son problemas menores comparados con los que él tuvo que enfrentar a su edad? Transcribe Kafka en la Carta estas expresiones de su padre: “Quisiera tener yo tus preocupaciones” o “No tengo una cabeza tan descansada”. Como si para el padre, los temores, inquietudes, angustias del hijo fueran bagatelas: cosas sin importancia. El problema se puede describir así: el padre necesita asegurarse, en la conciencia del hijo, del valor de su vida haciendo de su persona la medida de toda experiencia posible, pero uno de los efectos de esa supremacía comparativa es el sentimiento de nulidad de sí que inocula en el hijo. Escribe Kafka en la Carta: “Gracias a tu esfuerzo la situación había cambiado y ya no había oportunidad de sobresalir como lo habrías hecho tú (...) nuestra desventaja radica en que no podemos jactarnos de nuestras penurias, ni humillar a nadie con ellas”.
El mito del padre pequeñoburgués es el de un hombre de origen humilde que, tras padecer privaciones y soportar injusticias, se eleva con esfuerzo por sobre su condición inicial, para poder más que su propio padre y darle a su hijo lo que él no tuvo. La construcción familiar nacida con el capitalismo es conservadora: si el padre es la medida de la experiencia posible, la necesaria transformación del mundo social queda inmovilizada.

Una media sucia

El teatro familiar es un espacio de exageración emocional. Cosas mínimas adquieren el valor y la trascendencia de asuntos épicos: el terror nocturno del hijo, la enuresis de la niña, la negativa a tomar la sopa, el capricho de llevar una media sucia al jardín, el dolor de que el amiguito no quiera venir a jugar a su casa, la obstinación de ponerse el dedo en la boca o comerse las uñas o tocarse el pelo o juntar las piernas en forma indebida. La experiencia familiar es la de la desmesura pasional: la amenaza de un castigo, una sentencia verbal, la preferencia injusta de un hermano, la observación de una fealdad física; cada cosa puede causar un sufrimiento mayor y requerir de conductas heroicas para sobrellevarlo. El dramatismo familiar hace olvidar que la vida pasional es aventura de un flujo social inabarcable.
Escribe Kafka en la Carta: “Así uno se convertía en un niño hosco, distraído, desobediente, que buscaba siempre una huida, especialmente una huida interior”. Kafka relata la invención de la interioridad como territorio propicio para una huida. La interioridad es su escondite: se oculta para tener una vida. La literatura es su secreto.
El psicoanálisis es un consuelo posible para una civilización que no sabe qué hacer con la experiencia interior. Suele compararse el desahogo del analizante con la confesión religiosa del pecador; es cierto, quizás, en lo que respecta a la caricatura moral que aproxima al psicoanalista con el confesor; pero no es lo mismo en cuanto al lugar de la interioridad: una interioridad sin dios es una soledad que pide ser relatada a un semejante. La existencia de dios aportaba el Otro imprescindible del mundo interior; dado que es condición de la interioridad ser dialógica y reflexiva.
Así describe Kafka, en su Carta, el ideal burgués de un padre en los últimos tiempos del imperio: “Casarse, fundar una familia, aceptar los hijos que lleguen, sostenerlos en este mundo inseguro y hasta conducirlos un poco es, en mi opinión, el máximo a lo que puede aspirar un hombre” (el final de ese ideal familiar es una crueldad histórica: las tres hermanas de Kafka (Gabrielle, Valery y Ottla, su favorita) fueron asesinadas en Auschwitz. Franz ya había muerto en 1924, Herman, su padre, en 1931, y Julie, su madre, en 1934. Padres e hijo están enterrados juntos en el nuevo cementerio judío de Praga; los restos de las hermanas, quemados en un gran incinerador. Sin embargo, esa razonable aspiración se le niega. Agrega más adelante: “En tal caso, ¿por qué no me casé entonces? Había, como siempre, algunos obstáculos, pero la vida consiste justamente en superar tales obstáculos. El obstáculo básico, independiente por desgracia de los casos en sí, es que, con toda evidencia, soy espiritualmente incapaz de casarme. Esto es ostensible por el hecho de que a partir del momento en que me decido a casarme ya no puedo dormir, la cabeza me arde de día y de noche, mi vida ya no es mi vida y, desesperado, me tambaleo de uno a otro lado”.
Esa decisión lo lleva hasta el límite de perder su vida (“mi vida ya no es mi vida”). Parece atrapado en una paradoja de amor: quiere salvar a su padre pareciéndosele, pero salvándolo se pierde a sí mismo.
Continúa enseguida: “Sin duda, el casamiento es un garantía para la más extrema autoliberación e independencia. Yo tendría una familia, lo más alto que en mi opinión puede lograrse, por lo tanto lo más alto que tú también has logrado; yo sería tu igual, y todas tus afrentas y tiranías antiguas y siempre renovadas ya sólo serían historia. Esto ciertamente resultaría un cuento de hadas, algo fantástico, pero en ello precisamente reside ya lo problemático. Es demasiado, tanto no puede conseguirse. Es como si uno estuviera prisionero, y no sólo tuviera el propósito de fugarse, cosa que tal vez sería factible, sino, además, al mismo tiempo, el propósito de reconstruir la prisión convirtiéndola en un fastuoso castillo para sí. Si huye, no podrá reconstruir y si reconstruye, no podrá fugarse”.
Kafka parece dispuesto a sacrificarse para no abandonar el mundo del padre. Presenta como fracaso personal su incapacidad para el matrimonio y la vida familiar. No denuncia del todo el encierro que, sin embargo, describe. No ostenta su salida, no exhibe su plan, no enrostra su partida. Kafka es un escritor que contempla la posibilidad de quemar su obra. (“Sólo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa”, escribe en su Diario.)
La disyuntiva instalada en la cultura, en gran parte del siglo XX psicoanalítico, tuvo esta forma: matar al padre para ocupar su lugar o salvarlo pareciéndosele o servirse de él para desprenderse del encierro materno. Tal vez se trata de dejar morir el mundo que lo somete. La paradoja del amor entre padre e hijo es que alcanzan máxima cercanía en el momento de la despedida. El hijo debe partir cuando el padre no puede seguir. La escena se ha visto en películas: dos hombres huyen unidos, uno de ellos está herido, el más joven lo carga sobre sus espaldas, pero el mayor no puede seguir ni siquiera así; entonces, consciente de su límite, pide que lo deje, el joven no acepta, insiste en transportarlo, pero el otro lo convence de que no puede más y se queda en un refugio, tal vez con un arma para resistir a los perseguidores o para matarse. El joven sigue, avanza desgarrado, solo, se adelanta hacia no sabe dónde. Acepta que el otro no puede acompañarlo. No lo abandona, parte sin él: marcha desamparado. Se escucha un disparo o muchos. Enseguida, silencio.
* Fragmentos del trabajo “Kafka, partidas del sentido”, incluido en Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico, de M. Percia y otros autores (ed. La Cebra).

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Mil mesetas

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