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La verdadera crítica


El proyecto más general de Nietzsche consiste en esto: introducir en filosofía los conceptos de sentido y valor. Es evidente que la filosofía moderna, en gran parte, ha vivido y vive aun de Nietzsche. Pero no quizás como él hubiera deseado.Nietzsche no oculto nunca que la filosofía del sentido y de los valores tenía que ser una crítica. Revelar que Kant no realizó la verdadera crítica, porque no supo plantear el problema en términos de valores, es precisamente uno de los móviles relevantes de la obra de Nietzsche. Pero lo que le sucedió a la filosofía moderna es que la teoría de los valores engendró un nuevo conformismo y nuevas sumisiones. Incluso la fenomenología ha contribuido con su método de trabajo a poner una inspiración nietzscheana, a menudo presente en ella, al servicio del conformismo moderno. Pero cuando se trata de Nietzsche, tenemos por el contrario que partir del hecho siguiente: la filosofía de los valores, como él la instaura y la concibe, es la verdadera realización de la crítica, la única manera de realizar la crítica total, es decir, de hacer filosofía a martillazos.
El concepto de valor, en efecto, implica una inversión crítica.
Por una parte, los valores aparecen o se ofrecen como principios: una valoración supone valores a partir de los cuales esta aprecia los fenómenos. Pero, por otra parte y con mayor profundidad, son los valores los que suponen valoraciones, puntos de vista de apreciación, de losque deriva su valor intrínseco.



El problema crítico es el valor de los valores, la valoración de la que procede su valor, o sea, el problema de su creación. La evaluación se define como el elemento diferencial de los valores correspondientes: a la vez elemento crítico y creador. Las valoraciones, referidas a su elemento, no son valores, sino maneras de ser, modos de existencia de los que juzgan y valoran, sirviendo precisamente de principios a los valores en relación a los cuales juzgan. Esta es la razón por la que tenemos siempre las creencias, los sentimientos y los pensamientos que merecemos en función de nuestro modo de ser o de nuestro estilo de vida. Hay cosas que no pueden decirse, sentir o concebirse, valores en los que solo puede creerse a condición de valorar bajo,de vivir y de pensarbajamente. He aquí lo esencial: lo alto y lo bajo, lo noble y lo vil no son valores, sino representación del elemento diferencial del que deriva el valor de los propios valores. Deleuze: Nietzsche y la filosofía. 

De las fuerzas

Todo lo que separe una fuerza de lo que puede hacer, es reactivo.



Toda fuerza que vaya hasta el límite de su potencia, es activa.



Pensamiento al aire libre


Quienes leen a Nietzsche sin reírse mucho y con frecuencia, sin sufrir de vez en cuando de ataques de risa, es como si no lo hubiesen leído. Y esto no vale sólo para Nietzsche, sino para todos los autores que constituyen ese preciso horizonte de nuestra contra-cultura. Lo que manifiesta nuestra decadencia, nuestra degeneración, es la manera en que tenemos necesidad de recurrir a la angustia, a la soledad, a la culpabilidad, al drama de la comunicación y a todo lo que hay de trágico en la interioridad. Sin embargo, hasta el propio Max Brod nos cuenta que el auditorio no podía evitar partirse de risa mientras Kafka leía El proceso. Y es como mínimo difícil leer a Beckett sin reírse, sin ir de un rato de alegría a otro. La risa, y no el significante. Risa, esquizofrénica o revolucionaria, es lo que emana de estos grandes libros, y no la angustia de nuestro narcisismo privado o de los terrores de nuestra culpabilidad. Podemos llamar a esto «la comicidad de lo sobrehumano» o «el payaso de Dios», pero los grandes libros siempre irradian una indescriptible alegría, aunque hablen de cosas horribles, desesperantes o terroríficas. Todo gran libro opera en sí una transmutación y constituye una salud futura. No es posible dejar de reír mientras se desbaratan los códigos. Al poner el pensamiento en relación con el exterior, surgen momentos de risa dionisíaca, y en eso consiste el pensamiento al aire libre.

Devenir intenso


La intensidad tiene que ver con los nombres propios, y éstos no son ni representaciones de cosas (o de personas) ni representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los presocráticos, los romanos, los judíos, Jesucristo, el Anticristo, César Borgia, Zaratustra, todos esos nombres propios que aparecen y reaparecen en los textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino designaciones de intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del libro, pero también el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres de la historia… Hay una especie de nomadismo, de desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas por los nombres propios, que penetran unas en otras a la vez que son experimentadas por un cuerpo pleno. La intensidad sólo puede vivirse por la relación entre su inscripción móvil en un cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre propio es siempre una máscara, la máscara de un agente.

Ecce homo


Yo no soy en modo alguno un espantajo, un monstruo de moral; yo soy incluso una naturaleza antitética de esa especie de hombres venerada hasta ahora como virtuosa. Dicho entre nosotros, a mí me parece que justo esto forma parte de mi orgullo. Yo soy un discípulo del filósofo Dioniso, preferiría ser un sátiro antes que un santo. Pero léase este escrito. Tal vez haya conseguido expresar esa antítesis de un modo jovial y afable, tal vez no tenga este escrito otro sentido que ése. La última cosa que yo pretendería sería «mejorar» a la humanidad. Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos («ídolos» es mi palabra para decir «ideales»), eso sí forma ya parte de mi oficio. A la realidad se la ha despojado de su valor, de su sentido, de su veracidad en la medida en que se ha fingido mentirosamente un mundo ideal. El «mundo verdadero» y el «mundo aparente»; dicho con claridad: el mundo fingido y la realidad. Hasta ahora la mentira del ideal ha constituido la maldición contra la realidad, la humanidad misma ha sido engañada y falseada por tal mentira hasta en sus instintos más básicos hasta llegar a adorar los valores inversos de aquellos solos que habrían garantizado el florecimiento, el futuro, el elevado derecho al futuro.

Friedrich Wilhelm Nietzsche
Ecce homo

Leyendo el Nietzsche de Gilles: Nietzsche y la dialéctica


Tenemos plenos motivos para suponer en Nietzsche un conocimiento profundo del movimiento hegeliano, desde Hegel hasta el propio Stirner. Los conocimientos filosóficos de un autor no se valoran por las citas que utiliza, ni según la relación de bibliotecas siempre fantasistas y conjeturales, sino según las direcciones apologéticas o polémicas de su obra. No entenderemos bien el conjunto de la obra de Nietzsche si no vemos «contra quién» van dirigidos los principales conceptos. Los temas hegelianos están presentes en esta obra como el enemigo que se combate. Nietzsche denuncia sin cesar: el carácter teológico y cristiano de la filosofía alemana (el «seminario de Tubingue») - la impotencia de esta filosofía para salir de la perspectiva nihilista (nihilismo negativo de Hegel, nihilismo reactivo de Feuerbach, nihilismo extremo de Stirner) - la incapacidad de esta filosofía para desembocar en algo que no sea el yo, el hombre o los fantasmas de lo humano (el superhombre nietzscheano contra la dialéctica) - el carácter mixtificador de las pretendidas transformaciones dialécticas (la transvaloración contra la reapropiación, contra las permutaciones abstractas). Es cierto que en todo esto, Stirner juega el papel de revelador. Él es quien lleva la dialéctica a sus últimas consecuencias, mostrando hacia dónde conduce y cuál es su motor. Pero precisamente, por pensar todavía como dialéctico, por no salir de las categorías de la propiedad, de la alienación y de su supresión, Stirner se arroja él mismo en la nada que hunde bajo los pasos de la dialéctica. ¿Quién es hombre? Yo, sólo yo. Utiliza la pregunta ¿quién? pero sólo para disolver la dialéctica en la nada de este yo. Es incapaz de formular esta pregunta en otras perspectivas que no sean las de lo humano, bajo otras condiciones que no sean las del nihilismo; no puede dejar que esta pregunta se desarrolle por sí misma, ni formularla en otro elemento que la de una respuesta afirmativa. Carece de método, el tipológico, que correspondería al problema. La labor de Nietzsche es positiva en un doble sentido: el superhombre y la transvaloración. En lugar de ¿quién es hombre esta otra pregunta, ¿quién supera al hombre? «Los más preocupados se preguntan hoy: ¿cómo conservar al hombre? Pero Zarathustra pregunta lo que es el único y el primero en preguntar: ¿cómo será superado el hombre? El superhombre me preocupa enormemente, él es para mí el Único, y no el hombre: no el prójimo, no el más miserable, no el más afligido, no el mejor». Superar se opone a conservar, pero también a apropiar, reapropiar. Transvalorar se opone a los valores en curso, pero también a las pseudotransformaciones dialécticas. El superhombre no tiene nada en común con el ser genérico de los dialécticos, con el hombre en tanto que especie, ni con el yo. No soy yo quien soy el único, ni el hombre. El hombre de la dialéctica es el más miserable, porque no es nada más que un hombre, que ha aniquilado todo lo que no era él. El mejor también, porque ha suprimido la alienación, reemplazado a Dios, recuperado sus propiedades. No creamos que el superhombre de Nietzsche sea un afán de emulación: difiere en naturaleza con el hombre, con el yo. El superhombre se define por una nueva manera de sentir: otro sujeto que el hombre, otro tipo que el tipo humano. Una nueva manera de pensar, otros predicados que el divino; porque lo divino sigue siendo una manera de conservar al hombre, y de conservar lo esencial de Dios, Dios como atributo. Una nueva manera de valorar: no un cambio de valores, no una permutación abstracta o una inversión dialéctica, sino un cambio y una inversión en el elemento del que deriva el valor de los valores, una «transvaloración». Desde el punto de vista de esta labor positiva todas las intenciones críticas de Nietzsche hallan su unidad. La amalgama, procedimiento grato a los hegelianos, se vuelve contra los propios hegelianos. En una misma polémica, Nietzsche engloba el cristianismo, el humanismo, el egoísmo, el socialismo, el nihilismo, las teorías de la historia y de la cultura, la dialéctica en persona. Todo esto, tomado como decisión, forma la teoría del hombre superior: objeto de la crítica nietzscheana. En el hombre superior la disparidad se manifiesta como el desorden y la indisciplina de los mismos momentos dialécticos, como la amalgama de las ideologías humanas y demasiado humanas. El grito del hombre superior es múltiple: «Era un grito largo, extraño y múltiple, y Zarathustra distinguía perfectamente que se componía de muchas voces; aunque a distancia se parecía al grito de una sola boca». Pero la unidad del hombre superior es también la unidad crítica: hecho de piezas y de trozos que la dialéctica ha recogido por su cuenta, tiene por unidad la del hilo que sostiene el conjunto, hilo del nihilismo y de la reacción»



Lectura anterior: Los avatares de la dialéctica
Próxima lectura:  
Teoría del hombre superior



Pintura: Antoni TàpiesGrafismos.

Leyendo el Nietzsche de Gilles: Los avatares de la dialéctica

En la historia de la dialéctica Stirner ocupa un lugar aparte, el último, el lugar extremo. Stirner fue aquel dialéctico audaz que intentó conciliar la dialéctica con el arte de los sofistas. Supo hallar el camino de la pregunta: ¿Quién? Supo convertirla en la pregunta esencial contra Hegel, Bauer, y Feuerbach contemporáneamente. «La pregunta: ¿Qué es el hombre? se convierte en: ¿Quién es el hombre? y eres Tú el que debe responder. ¿Qué es? apuntaba hacia el concepto a realizar; empezando por quién es, la pregunta desaparece, ya que la respuesta está personalmente presente en el que interroga». En otras palabras, basta formular la pregunta: ¿Quién? para conducir a la dialéctica a su verdadera salida: saltus mortalis. Feuerbach anunciaba al Hombre en lugar de Dios. Pero yo ya no soy el hombre o el ser genérico, ya no soy la esencia del hombre que no era Dios y la esencia de Dios. Se hace la permutación del Hombre y de Dios; pero el trabajo de lo negativo, una vez desencadenado, está ahí para decirnos: Todavía no eres Tú. «Yo no soy ni Dios ni Hombre, no soy ni la esencia suprema ni mi esencia, y en el fondo es lo mismo que conciba la esencia en mí o fuera de mí». «Como el hombre no representa más que otro ser supremo, el ser supremo, en definitiva, sólo ha sufrido una simple metamorfosis, y el temor del Hombre es sólo un aspecto diferente del temor de Dios». Nietzsche dirá: el hombre más abominable, habiendo matado a Dios porque no soportaba su piedad, sigue siendo el blanco de la piedad de los Hombres. El motor especulativo de la dialéctica es la contradicción y su solución. Pero su motor práctico es la alienación y la supresión de la alienación, la alienación y la reapropiación. La dialéctica revela aquí su verdadera naturaleza: arte sumarial entre todos, arte de discutir sobre las propiedades y cambiar de propietarios, arte del resentimiento. Una vez más Stirner ha alcanzado la verdad de la dialéctica en el título de su libro: Lo único y su propiedad. Considera que la libertad hegeliana aparece como un concepto abstracto; «no tengo nada contra la libertad, pero te deseo algo más que la libertad. Tú, no sólo tendrías que ser desembarazado de lo que no quieres, también tendrías que poseer lo que quieres, no tendrías solamente que ser un hombre libre, tendrías que ser igualmente un propietario». Pero, ¿quién se apropia o se reapropia? ¿cuál es la instancia reapropiadora? El espíritu objetivo de Hegel, el saber absoluto, ¿no siguen siendo una alienación, una forma espiritual y refinada de alienación? ¿La conciencia de sí mismo de Bauer, la crítica humana, pura o absoluta? ¿El ser genérico de Feuerbach, el hombre en tanto que especie, esencia y ser sensible? No soy nada de todo esto. Stirner demuestra sin dificultad que la idea, la conciencia o la especie, son otras tantas alienaciones como lo era la teología tradicional. Las reapropiaciones relativas siguen siendo alienaciones absolutas. Rivalizando con la teología, la antropología hace de mí la propiedad del Hombre. Pero la dialéctica no se detendrá hasta que yo no me convierta en propietario... Libre de desembocar en la nada, si es necesario. Al mismo tiempo que la instancia reapropiadora disminuye en altura, anchura y profundidad, el acto de reapropiar cambia de sentido, ejerciéndose sobre una base cada vez más exigua. En Hegel, se trataba de una reconciliación: la dialéctica estaba dispuesta a reconciliarse con la religión, con el Estado, con la Iglesia, con todas las fuerzas que alimentaban la suya. Sabemos lo que significan las famosas transformaciones hegelianas: no olvidan conservar piadosamente. La trascendencia permanece como trascendencia en el seno de lo inmanente. Con Feuerbach, el sentido de «reapropiar» cambia: menos reconciliación que recuperación, recuperación humana de las propiedades trascendentes. Nada se conserva, excepto lo humano «como ser absoluto y divino». Pero esta conservación, esta última alienación, desaparece con Stirner: el Estado y la religión, pero también la esencia humana, se niegan en el YO, que no se reconcilia con nada porque lo aniquila todo, por su propio «poder», por su propio «comercio», por su propio «placer». Superar la alienación significa entonces, pura y simplemente, aniquilación, recuperación que no deja subsistir nada de lo que recupera: «El yo no es todo, pero lo destruye todo». El yo que todo lo aniquila es también el yo que no es nada: «Sólo el yo que se descompone, el yo que nunca es realmente yo». «Soy el dueño de mi poder, y lo soy cuando me sé único. En lo único el poseedor retorna al nada creador del que ha surgido. Cualquier ser superior a mí, sea Dios u Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad y palidece frente al sol de esta conciencia. Si baso mi causa en mí, el único, ésta reposa sobre su creador efímero y perecedero que se devora a sí mismo, y yo puedo decir: no he basado mi causa sobre Nada». El libro de Stirner tenía un triple interés: un profundo análisis de la insuficiencia de las reapropiaciones en sus predecesores; el descubrimiento de la relación esencial entre la dialéctica y una teoría del yo, siendo únicamente el yo la instancia reapropiadora; una visión profunda de lo que era la conclusión de la dialéctica, con el yo, en el yo. La historia en general y el hegelianismo en particular hallaban su salida, pero también su mayor disolución, en un nihilismo triunfante. La dialéctica ama y controla la historia, pero ella misma tiene historia por la que sufre y que no controla. El sentido de la historia y de la dialéctica reunidas no es la realización de la razón, de la libertad ni del hombre en tanto que especie, sino el nihilismo, nada más que el nihilismo. Stirner es el dialéctico que revela el nihilismo como verdad de la dialéctica. Le basta formular la pregunta: ¿Quién? El yo único restituye a la nada todo lo que no es él, y esta nada es precisamente su propia nada, la propia nada del yo. Stirner es demasiado dialéctico para pensar en términos que no sean de propiedad, de alienación y de reapropiación. Pero demasiado exigente para no ver a dónde conduce este pensamiento: al yo que no es nada, al nihilismo. Entonces el problema de Marx, en la Ideología alemana, halla uno de sus sentidos más importantes: para Marx se trata de detener este fatal deslizamiento. Acepta el descubrimiento de Stirner, la dialéctica como teoría del yo. En un punto, da la razón a Stirner: la especie humana de Feuerbach sigue siendo una alienación. Pero el yo de Stirner, a su vez, es una abstracción, una proyección del egoísmo burgués. Marx elabora su famosa doctrina del yo condicionado: la especie y el individuo, el ser genérico y el particular, lo social y el egoísmo, se reconcilian en el yo condicionado según las relaciones históricas y sociales. ¿Es suficiente? ¿qué es la especie y quién es individuo? ¿ha encontrado la dialéctica un punto de equilibrio y de llegada, o únicamente un último avatar, el avatar socialista antes de la conclusión nihilista?  Realmente es difícil detener a la dialéctica y a la historia sobre la pendiente común por la que se arrastran la una a la otra ¿hace otra cosa Marx que señalar una última etapa antes del fin, la etapa proletaria?

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Próxima lectura: Nietzsche y la dialéctica
Lo que buscaba, o incluso lo que buscábamos, junto a Félix, era una especie de dimensión verdaderamente inmanente del inconsciente. Ahora bien, por ejemplo, todo el psicoanálisis está lleno de elementos transcendentes: la ley, el padre, la madre, en fin, todo eso. Mientras que un campo de inmanencia, que permitiría definir el inconsciente, es el dominio... la vía en la que tal vez Spinoza pudo haberse adentrado más que ningún otro con anterioridad, tal vez Nietzsche pudo haberse adentrado más que ningún otro... No me parece que suponga tanta provocación, sino que Spinoza y Nietzsche forman en filosofía tal vez la mayor liberación del pensamiento, casi como si se tratara de un explosivo, vaya. Sí, y tal vez los conceptos más insólitos, porque sus problemas son problemas que en cierto modo eran problemas malditos, sí, que nadie se atrevía a plantear, en la época de Spinoza desde luego, pero también en la época de Nietzsche.

De la intensidad

 El estado vivido no es algo subjetivo, o al menos no necesariamente. Tampoco es individual. Es el flujo, y la interrupción del flujo, ya que cada intensidad está necesariamente en relación con otra intensidad cuando pasa algo. Eso es lo que sucede bajo los códigos, lo que escapa de ellos y lo que los códigos quieren traducir, convertir, canjear. Pero Nietzsche, con su escritura de intensidades, nos dice: no cambiéis la intensidad por representaciones. La intensidad no remite a significados, que serían como representaciones de cosas, ni a significantes, que serían como representaciones de palabras. ¿Cuál es entonces su consistencia, como agente y a la vez como objeto de descodificación? Esto es lo más misterioso de Nietzsche. La intensidad tiene que ver con los nombres propios, y éstos no son ni representaciones de cosas (o de personas) ni representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los presocráticos, los romanos, los judíos, Jesucristo, el Anticristo, César Borgia, Zaratustra, todos esos nombres propios que aparecen y reaparecen en los textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino designaciones de intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del libro, pero también el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres de la historia… Hay una especie de nomadismo, de desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas por los nombres propios, que penetran unas en otras a la vez que son experimentadas por un cuerpo pleno. La intensidad sólo puede vivirse por la relación entre su inscripción móvil en un cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre propio es siempre una máscara, la máscara de un agente.

Tierra nueva

Lo importante es que el movimiento de desterritorialización no es simplemente susceptible de ser retomado en la reterritorialización perversa, sea psicoanalítica o perversa propiamente dicha, sino que el movimiento de desterritorialización es tan potente como para, desposando sus líneas de fuga revolucionarias, crear el mismo un nuevo tipo de tierra. Quizá eso es lo que Nietzsche quiere decir cuando dice que un día la tierra será un lugar de curación, puede ser que en lugar de reterritorializarse sobre tierras facticias, el movimiento de desterritorialización en condiciones determinadas, pueda devenir creador de una tierra nueva, en todo caso eso estaría bien.

Nietzsche: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral


En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño —pero también los efectos más particulares llevan consigo algo del mismo carácter—.
El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad? 
En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?
Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman “sonido”, así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.
Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada “honestidad”, pero sí de una serie numerosa de acciones individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el nombre de “honestidad”.
La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros, sino solamente una x que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan demostrable como su contraria.
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad—. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”, otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por mor de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda —pero no ciertamente por su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas—. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello, declaro: “he aquí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir; es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera a las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y con su desgracia, así también un investigador tal considera que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata, como objetos puros. Por tanto, olvida que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.
Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” —es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto— me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar. La palabra “fenómeno” encierra muchas seducciones, por lo que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que en el mundo empírico. La misma relación de un impulso nervioso con la imagen producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad como consecuencia cada vez del mismo motivo, acaba por llegar a tener para el hombre el mismo significado que si fuese la única imagen necesaria, como si la relación del impulso nervioso original con la imagen producida fuese una relación de causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la petrificación de una metáfora no garantizan para nada en absoluto la necesidad y la legitimación exclusiva de esta metáfora.
Sin duda, todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza hacia todo idealismo de este tipo, cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de concordar entre sí y no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un producto de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en alguna parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente, podríamos percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es, en suma, para nosotros una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos resultan completamente incomprensibles en su esencia; en realidad sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso, lo que precisamente nos asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo, reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas solamente bajo esas formas, entonces no es ninguna maravilla el que, a decir verdad, sólo captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número, y el número es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de modo que, con esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de aquí resulta que esta producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda percepción, supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una imitación, sobre la base de las metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.
Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas.
Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no queda en verdad sujeto y apenas si domado por el hecho de que con sus evanescentes productos, los conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y otro cauce y lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas y metonimias; continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan inconexo, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de los sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente adquiere conciencia de que está despierto por medio del rígido y regular tejido de los conceptos y, justamente por eso, cuando en alguna ocasión un tejido de conceptos es desgarrado de repente por el arte llega a creer que sueña. Tenía razón Pascal cuando afirmaba que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: “Si un artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce horas completas, que es rey, creo —dice Pascal— que sería tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano”. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los antiguos griegos, es, de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal y como el mito supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro —y esto el honrado ateniense lo creía—, entonces, en cada momento, como en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los hombres bajo todas las figuras.
Pero el hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el cómico, haciendo el papel de rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro del fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus Saturnales. Jamás es tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz: poseído de placer creador, arroja las metáforas sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que, por ejemplo, designa el río como el camino en movimiento que lleva al hombre allí donde habitualmente va. Ahora ha arrojado de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba con triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un pobre individuo que ansía la existencia y se lanza, como un siervo, en buscar de presa y botín para su señor, ahora se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia. Todo lo que él hace ahora conlleva, en comparación con sus acciones anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas espectrales, las abstracciones; la palabra no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante concatenaciones conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador, aunque sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual.
Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa especie. Ni la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas algún tipo de felicidad; mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya, gracias a sus intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de claridad, animación y liberación. Es cierto que sufre con más vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no encuentra consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.

Del ojo distinto

En su propio descubrimiento, Nietzsche entrevió como en un sueño el medio de hollar la tierra, de acariciarla, de bailar y de devolver a la superficie lo que quedaba de los monstruos del fondo y de las figuras del cielo. Pero es cierto que se impuso una exigencia más profunda, más grandiosa, más peligrosa: en su descubrimiento vio un nuevo medio de explorar el fondo, de mirar con un ojo distinto, de discernir mil voces en sí mismo, de hacer hablar a todas estas voces, con el riesgo de ser atrapado por ese fondo que interpretaba y poblaba como nadie antes que él lo había hecho. No soportaba permanecer sobre la frágil superficie, cuyo trazado sin embargo había realizado a través de los hombres y los dioses. Reconquistar un sin-fondo que él renovaba, que ahondaba, es así como Nietzsche a su modo pereció. O mejor, «casi-pereció»; porque la enfermedad o la muerte son el acontecimiento mismo, y como tal sometido a una doble causalidad: la de los cuerpos, estados de cosas y mezclas, y también la de la casi-causa que representa el estado de organización o desorganización de la superficie incorporal. Así pues, Nietzsche se volvió loco y murió de parálisis general, al parecer, mezcla corporal sifilítica. Pero, la andadura que seguía este acontecimiento, esta vez respecto de la casi-causa que inspiraba toda la obra y co-inspiraba la vida, todo esto no tiene nada que ver con la parálisis general, con las migrañas oculares y los vómitos que le aquejaban, excepto para darles una nueva causalidad, es decir, una verdad eterna independientemente de su efectuación corporal, un estilo en una obra en lugar de una mezcla en el cuerpo. No se puede plantear el problema de las relaciones entre la obra y la enfermedad sino bajo esta doble causalidad.

Leyendo el Nietzsche de Gilles: Contra el hegelianismo

A lo largo de esta filosofía de la historia y de la religión no vamos a encontrar ninguna cita, ni siquiera ninguna caricatura de las concepciones de Hegel. La relación es más profunda, la diferencia es más profunda. Dios ha muerto, Dios se ha hecho Hombre, el Hombre se ha hecho Dios: Nietzsche, a diferencia de sus predecesores, no cree en esta muerte. No apuesta sobre esta cruz. Es decir: no hace de esta muerte un acontecimiento que posea santidad en sí. La muerte de Dios tiene tanto sentido como fuerzas capaces de apoderarse de Cristo y de hacerlo morir; pero, precisamente, aún esperamos a las fuerzas o al poder que llevarían a esta muerte hasta su grado superior, y harían de esta muerte algo distinto a una muerte aparente y abstracta. Contra todo el romanticismo, contra toda la dialéctica, Nietzsche desconfía de la muerte de Dios. Con él desaparece la edad de la ingenua confianza, en la que tan pronto se celebraba la reconciliación del hombre con Dios, como la sustitución de Dios por el hombre. Nietzsche no tiene fe en los grandes hechos febriles. Un hecho requiere mucho silencio y tiempo hasta que halla finalmente las fuerzas que le proporcionan una esencia. Sin duda, también para Hegel, se requiere tiempo para que un hecho consiga su verdadera esencia. Pero este tiempo sólo es necesario para que el sentido, tal como es «en sí», se convierta también en «por sí». La muerte de Cristo interpretada por Hegel significa la oposición superada, la reconciliación de lo finito y de lo infinito, la unidad de Dios y del individuo, de lo inmutable y de lo particular; y la conciencia cristiana tendrá que pasar por otras figuras de la oposición hasta que esta unidad se convierta también por sí misma en lo que ya es en sí. El tiempo del que habla Nietzsche, al contrario, es necesario para la formación de fuerzas que concedan a la muerte de Dios un sentido que no poseía en sí, que le aporten una esencia determinada como el espléndido regalo de la exterioridad. En Hegel, la diversidad de los sentidos, la elección de la esencia, la necesidad del tiempo, son otras tantas apariencias. Universal y singular, inmutable y particular, infinito y finito, ¿qué es todo esto? Sólo síntomas. ¿Quién es este particular, este singular, este finito? y, ¿qué es este universal, este inmutable, este infinito? Uno es sujeto, pero, ¿quién es este sujeto, qué fuerzas? Otro es predicado u objeto, pero, ¿de qué voluntad es «objeto»? La dialéctica no llega ni siquiera a aflorar la interpretación, no sobrepasa jamás el ámbito de los síntomas. Confunde la interpretación con el desarrollo del síntoma no interpretado. Por eso, en materia de desarrollo y de cambio, no concibe nada más profundo que una permutación abstracta, en la que el sujeto se convierte en predicado, y el predicado pasa a ser sujeto. Pero el que es sujeto y el que es predicado no han cambiado, al final aparecen tan poco determinados como al principio, lo menos interpretados posible; todo ha sucedido en las regiones medias. No podemos asombrarnos de que la dialéctica proceda por oposición, desarrollo de la oposición o contradicción. La dialéctica ignora el elemento real del que proceden las fuerzas, sus cualidades y sus relaciones; de este elemento conoce tan sólo la imagen invertida que se refleja en los síntomas considerados en abstracto. La oposición puede ser la ley de la relación entre los productos abstractos, pero la diferencia es el único principio de génesis o de producción, el que produce la oposición como simple apariencia. La dialéctica se nutre de oposiciones porque ignora los mecanismos diferenciales diversamente sutiles y subterráneos: los desplazamientos topológicos, las variaciones tipológicas. En un ejemplo grato a Nietzsche se observa con mucha claridad: toda su teoría de la mala conciencia debe ser entendida como una reinterpretación de la conciencia infeliz hegeliana; esta conciencia, aparentemente destrozada, halla su sentido en las relaciones diferenciales de fuerzas que se ocultan bajo fingidas oposiciones. De igual modo, la relación del cristianismo con el judaísmo no deja subsistir la oposición, más que como cubierta y como pretexto. Destituida de todas sus ambiciones, la oposición deja de ser formativa, motriz y coordinadora: un síntoma, sólo un síntoma para interpretar. Destituida de su pretensión de rendir cuentas de la diferencia, la contradicción aparece tal cual es: perpetuo contrasentido sobre la propia diferencia, confusa inversión de la genealogía. En verdad, desde el punto de vista del genealogista, el trabajo de lo negativo es sólo una grosera aproximación a los juegos de la voluntad de poder. Al considerar los síntomas en abstracto, al hacer del movimiento de la apariencia la ley genética de las cosas, al no retener del principio más que una imagen invertida, toda la dialéctica opera y se mueve en el elemento de la ficción. ¿Cómo no van a ser ficticias sus soluciones, si los propios problemas son ficticios? De ninguna ficción deja de hacerse un momento del espíritu, uno de sus propios momentos. Andar con los pies en el aire no es algo que un dialéctico pueda reprochar a otro, es el carácter fundamental de la propia dialéctica. En esta posición, ¿cómo puede conservar una mirada crítica? La obra de Nietzsche va dirigida contra la dialéctica de tres maneras: la dialéctica desconoce el sentido, porque ignora la naturaleza de las fuerzas que se apropian concretamente de los fenómenos; desconoce la esencia, porque ignora el elemento real del que derivan las fuerzas, sus cualidades y sus relaciones; desconoce el cambio y la transformación, porque se contenta con operar permutaciones entre términos abstractos e irreales. Todas estas insuficiencias tienen un mismo origen: la ignorancia de la pregunta: ¿Quién? Siempre el mismo desprecio socrático por el arte de los sofistas. Se nos anuncia a la manera hegeliana que el hombre y Dios se reconcilian, y también que la religión y la filosofía se reconcilian. Se nos anuncia a la manera de Feuerbach que el hombre ocupa el lugar de Dios, que recupera lo divino como su propio bien o su esencia, y también que la teología se convierte en antropología. Pero, ¿quién es hombre y qué es Dios? ¿quién es particular, qué es lo universal? Feuerbach dice que el hombre ha cambiado, que se ha hecho Dios; Dios ha cambiado, la esencia de Dios se ha convertido en la esencia del hombre. Pero el que es Hombre no ha cambiado; el hombre reactivo, el esclavo, que no deja de ser esclavo por presentarse como Dios, siempre el esclavo, máquina de fabricar lo divino. Lo que es Dios tampoco ha cambiado: siempre lo divino, siempre el Ser supremo, máquina de fabricar esclavos. Lo que ha cambiado, o mejor dicho, lo que ha intercambiado sus determinaciones es el concepto intermediario, son los términos medios que lo mismo pueden ser sujeto o predicado uno de otro: Dios o el Hombre. Dios se hace Hombre, el Hombre se convierte en Dios. Pero, ¿quién es Hombre? Siempre el ser reactivo, el representante, el sujeto de una vida débil y depreciada. ¿Qué es Dios? Siempre el Ser supremo como medio de depreciar la vida, «objeto» de la voluntad de la nada, «predicado» del nihilismo. Antes y después de la muerte de Dios, el hombre sigue siendo «quién es» como Dios sigue siendo «lo que es»: fuerzas reactivas y voluntad de la nada. La dialéctica nos anuncia la reconciliación del Hombre con Dios. Pero, ¿qué es esta reconciliación, sino la vieja complicidad, la vieja afinidad de la voluntad de la nada con la vida reactiva? La dialéctica nos anuncia la sustitución de Dios por el Hombre. Pero, ¿qué es esta sustitución, sino la vida reactiva en el lugar de la voluntad de la nada, la vida reactiva produciendo ahora sus propios valores? En este punto, parece que toda la dialéctica se mueva en los límites de las fuerzas reactivas, que evolucione totalmente hacia la perspectiva nihilista. Precisamente, existe un punto de vista desde el que la oposición aparece como el elemento genético de la fuerza; es el punto de vista de las fuerzas reactivas. Visto desde el lado de las fuerzas reactivas, el elemento diferencial está invertido, reflejado al revés, convertido en oposición. Existe una perspectiva que opone la ficción a lo real, que desarrolla la ficción como el medio por el que triunfan las fuerzas reactivas; es el nihilismo, la perspectiva nihilista. El trabajo de lo negativo está al servicio de una voluntad. Basta preguntar: ¿cuál es esta voluntad? para presentir la esencia de la dialéctica. El descubrimiento grato a la dialéctica es la conciencia infeliz, el profundizamiento de la conciencia infeliz, la solución de la conciencia infeliz, la glorificación de la conciencia infeliz y de sus recursos. Las fuerzas reactivas son las que se expresan en la oposición, la voluntad de la nada la que se expresa en el trabajo de lo negativo. La dialéctica es la ideología natural del resentimiento, de la mala conciencia. Es el pensamiento en la perspectiva del nihilismo y desde el punto de vista de las fuerzas reactivas. Del principio al fin está fundamentalmente pensada como cristiana: impotente para crear nuevas formas de pensar, nuevas maneras de sentir. La muerte de Dios, gran acontecimiento dialéctico y ardiente; pero acontecimiento que se queda en el estrépito de las fuerzas reactivas, en el humo del nihilismo.




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Próxima lectura: Los avatares de la dialéctica

Nietzsche y la filosofía

“Afirmar no significa hacerse responsable de lo que es, hacerse cargo de lo que es, sino liberar, dejar libre lo que vive. Afirmar es descargar, no cargar la vida con el peso de los valores más elevados, sino crear nuevos valores que son los de la vida, los que hacen que la vida sea liviana y activa”
G.D

De lo sano y enfermo

Planteo aquí una serie de estados psicológicos como signos de una vida plena y floreciente y a los que hoy en día se ha convenido en considerarlos mórbidos. Ahora bien, en el intervalo, hemos olvidado hablar de un contraste entre lo que es sano y lo que es enfermo: se trata de grados –por mi parte, afirmo que lo que actualmente se considera ‘sano’ representa un nivel más bajo de lo que sería considerado sano en condiciones favorables, estamos relativamente enfermos... El artista pertenece a una raza mucho más fuerte. Lo que en nosotros sería dañino y mórbido, constituye su naturaleza.

Nietzsche

Doble causalidad Nietzscheana

Fueron siempre momentos extraordinarios aquellos en los que la filosofía hizo hablar al Sin-fondo y encontró el lenguaje místico de su furia, su informídad, su ceguera: Boehme, Schelling, Schopenhauer. En principio Nietzsche era uno de ellos, discípulo de Schopenhauer, en El nacimiento de la Tragedia, cuando hace hablar a Dionisos sin fondo, oponiéndolo a la individuación divina de Apolo, y no menos a la persona humana de Sócrates. Es el problema fundamental de «¿Quién habla en filosofía?» o ¿Cuál es el «sujetó» del discurso filosófico? Pero, aun con el riesgo de hacer hablar al fondo informe o el abismo indiferenciado, con toda su voz de ebriedad y de cólera, no se sale de la alternativa impuesta tanto por la filosofía trascendental como por la metafísica: fuera de la persona y del individuo, nada se distingue... El descubrimiento de Nietzsche está también en otro sitio, cuando, liberado de Schopenhauer y de Wagner, explora un mundo de singularidades impersonales y preindividuales, mundo al que ahora llama dionisíaco o de la voluntad de poder, energía libre y no ligada. Singularidades nómadas que ya no están aprisionadas en la indidualidad fija del Ser infinito (la famosa inmutabilidad de Dios) ni en los límites sedentarios del sujeto finito (los famosos límites del conocimiento). Algo que no es ni individual ni personal, y sin embargo es singular, en absoluto un abismo indiferenciado, sino que salta de una singularidad a otra, emitiendo siempre una tirada de dados que forma parte de un mismo tirar siempre fragmentado y reformado en cada tirada. Máquina dionisíaca de producir sentido, y en la que el sinsentido y el sentido no están ya en oposición simple, sino copresentes uno en el otro en un nuevo discurso. Este nuevo discurso ya no es el de la forma, pero tampoco es el de lo informe: es más bien lo informal puro. «Seréis un monstruo y un caos»... Nietzsche responde: «Hemos realizado esta profecía.» Y el sujeto de este nuevo discurso, aunque ya no hay sujeto, no es el Hombre o Dios, todavía menos el hombre en el lugar de Dios. Es esta singularidad libre, anónima y nómada que recorre tanto los hombres como las plantas y los animales independientemente de las materias de su individuación y de las formas de su personalidad; superhombre no quiere decir otra cosa, el tipo superior de todo lo que existe. Extraño discurso que renovaría la filosofía, y que finalmente trata el sentido no como predicado, como propiedad, sino como acontecimiento. En su propio descubrimiento, Nietzsche entrevió como en un sueño el medio de hollar la tierra, de acariciarla, de bailar y de devolver a la superficie lo que quedaba de los monstruos del fondo y de las figuras del cielo. Pero es cierto que se impuso una exigencia más profunda, más grandiosa, más peligrosa: en su descubrimiento vio un nuevo medio de explorar el fondo, de mirar con un ojo distinto, de discernir mil voces en sí mismo, de hacer hablar a todas estas voces, con el riesgo de ser atrapado por ese fondo que interpretaba y poblaba como nadie antes que él lo había hecho. No soportaba permanecer sobre la frágil superficie, cuyo trazado sin embargo había realizado a través de los hombres y los dioses. Reconquistar un sin-fondo que él renovaba, que ahondaba, es así como Nietzsche a su modo pereció. O mejor, «casi-pereció»; porque la enfermedad o la muerte son el acontecimiento mismo, y como tal sometido a una doble causalidad: la de los cuerpos, estados de cosas y mezclas, y también la de la casi-causa que representa el estado de organización o desorganización de la superficie incorporal. Así pues, Nietzsche se volvió loco y murió de parálisis general, al parecer, mezcla corporal sifilítica. Pero, la andadura que seguía este acontecimiento, esta vez respecto de la casi-causa que inspiraba toda la obra y co-inspiraba la vida, todo esto no tiene nada que ver con la parálisis general, con las migrañas oculares y los vómitos que le aquejaban, excepto para darles una nueva causalidad, es decir, una verdad eterna independientemente de su efectuación corporal, un estilo en una obra en lugar de una mezcla en el cuerpo. No se puede plantear el problema de las relaciones entre la obra y la enfermedad sino bajo esta doble causalidad.

G. Deleuze, Lógica del sentido. De las singularidades.

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