Leyendo el Nietzsche de Gilles: Ambivalencia del sentido y de los valores
Un devenir distinto del que conocemos: un devenir activo de las fuerzas, un devenir activo de las fuerzas reactivas. La valoración de un devenir semejante plantea varios problemas, y debe servirnos una vez más para comprobar la coherencia sistemática de los conceptos nietzscheanos en la teoría de la fuerza. Aparece una primera hipótesis. Nietzsche llama fuerza activa a aquélla que llega hasta el límite de sus consecuencias; una fuerza activa, separada de lo que puede por la fuerza reactiva, se convierte a su vez en reactiva; pero esta fuerza reactiva, a su manera, ¿no va hasta el límite de lo que puede? Si la fuerza activa al ser separada, se convierte en reactiva, la fuerza reactiva, inversamente, ¿no se convertirá en activa, al separar? ¿No será ésta su forma de ser activa? Concretamente: ¿no hay una bajeza, una vileza, una tontería, etc., que se convierten en activas a fuerza de ir hasta el limite de lo que pueden? «Rigurosa y grandiosa tontería...», escribirá Nietzsche. Esta hipótesis recuerda la objeción socrática, pero de hecho se distingue de ella. Aquí no se dice, como en Sócrates, que las fuerzas inferiores sólo triunfan formando una fuerza mayor; se dice que las fuerzas reactivas sólo triunfan yendo hasta el límite de sus consecuencias, o sea, formando una fuerza activa. Es evidente que una fuerza reactiva puede ser considerada desde diversos puntos de vista. La enfermedad, por ejemplo, me separa de lo que puedo: fuerza reactiva, me convierte en reactivo, limita mis posibilidades y me condena a un medio empequeñecido al que no puedo hacer menos que adaptarme. Pero, por otra parte, me revela un nuevo poder, me dota de una nueva voluntad que puedo hacer mía, yendo hasta el final de un extraño poder. (Este extraño poder pone en juego muchas cosas, entre otras ésta: «Observar conceptos más sanos, valores más sanos, situándose en el punto de vista del enfermo...»). Aquí advertimos una ambivalencia grata a Nietzsche: éste confiesa algunas páginas o algunas líneas más adelante, que todas las fuerzas de las que denuncia el carácter reactivo lo fascinan, que son sublimes por el punto de vista que nos abren y por la inquietante voluntad de poder de la que dan fe. Nos separan de nuestro poder, pero nos dan en cambio otro poder, tan «peligroso», tan «interesante». Nos aportan nuevas afecciones, nos enseñan nuevas formas de ser afectado. En el devenir reactivo de las fuerzas hay algo admirable, admirable y peligroso. No sólo el hombre enfermo, incluso el hombre religioso presenta este doble aspecto: por una parte, hombre reactivo; por otra, hombre de un nuevo poder. «A decir verdad, la historia de la humanidad sería algo muy inepto sin el espíritu del que la han animado los impotentes». Cada vez que Nietzsche hable de Sócrates, de Cristo, del judaísmo o del cristianismo, de una forma de decadencia o de degeneración, descubrirá esta misma ambivalencia de las cosas, de los seres y de las fuerzas. De todas maneras: ¿Es exactamente la misma fuerza la que me separa de lo que puedo y la que me dota de un nuevo poder? ¿Es la misma enfermedad, es el mismo enfermo, el que es esclavo de su enfermedad y el que la utiliza como un medio de explorar, de dominar, de ser poderoso? ¿Es la misma religión, la de los fieles que son como ovejas dando balidos y la de ciertos curas que son como nuevas «aves de presa»? De hecho, las fuerzas reactivas no son las mismas y cambian de matiz según desarrollan más o menos su grado de afinidad con la voluntad nihilista. Una fuerza reactiva que obedece y se resiste a la vez; una fuerza reactiva que separa a la fuerza activa de lo que puede; una fuerza reactiva que contamina a la fuerza activa, que la arrastra hasta el límite del devenir-reactivo, a la voluntad nihilista; una fuerza reactiva que primero fue activa, pero que se convirtió en reactiva, separada de su poder, después arrastrada al abismo y volviéndose contra sí misma: he aquí los distintos matices, las diferentes afecciones, los diferentes tipos que debe interpretar el genealogista y que nadie más sabría interpretar. «¿Es preciso decir que poseo la experiencia de todos los problemas referentes a la decadencia?La he deletreado en todos los sentidos, por el final y por el principio. Este arte de la filigrana, este sentido del tacto y de la comprensión, este instinto del matiz, esta psicología del desvío, todo lo que me caracteriza...». Problema de la interpretación: interpretar en cada caso el estado de las fuerzas reactivas, es decir el grado de desarrollo que han alcanzado en su relación con la negación, con la voluntad nihilista. El mismo problema de interpretación se plantearía de cara a las fuerzas activas. En cada caso, interpretar su matiz o su estado, es decir, el grado de desarrollo de la relación entre la acción y la afirmación. Hay fuerzas reactivas que se convierten en grandiosas y fascinantes a fuerza de seguir la voluntad nihilista; pero hay fuerzas activas que caen, debido a que no saben seguir los poderes de afirmación (veremos que es el problema de lo que Nietzsche llama la «cultura» o el «hombre superior»). Finalmente, la valoración presenta ambivalencias aún más profundas que las de la interpretación. Juzgar a la afirmación desde el punto de vista de la negación, y a la negación desde el punto de vista de la afirmación; juzgar la voluntad afirmativa desde el punto de vista de la voluntad nihilista, y la voluntad nihilista desde el punto de vista de la voluntad que afirma: este es el arte del genealogista, y el genealogista es médico. «Observar conceptos más sanos, valores más sanos, situándose en el punto de vista del enfermo, e inversamente, consciente de la plenitud y del sentimiento de sí mismo que posee la vida sobreabundante, sumergir la mirada en la secreta labor del instinto de decadencia...» Pero, sea cual sea la ambivalencia del sentido y de los valores, no podemos concluir que una fuerza reactiva se convierte en activa yendo hasta el final de lo que puede. Ya que «ir hasta el final», «ir hasta las últimas consecuencias», tiene dos sentidos, según se afirme o niegue, según se afirme su propia diferencia o se niegue la que difiere. Cuando una fuerza reactiva desarrolla sus últimas consecuencias, es siempre en relación con la negación, con la voluntad nihilista sirviéndole de motor. El devenir-activo, al contrario, supone la afinidad de la acción con la afirmación; para que se convierta en activa, no basta con que una fuerza vaya hasta el final; de lo que puede, tiene que hacer de lo que puede un objeto de afirmación. El devenir-activo es afirmador y afirmativo, del mismo modo que el devenir-reactivo es negador y nihilista.
Lectura anterior: El devenir-reactivo de las fuerzas
Próxima lectura: Segundo aspecto del eterno retorno, como pensamiento ético y selectivo
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Libro: Michel Foucault y sus contemporáneos
EPÍLOGO
Al término de un viaje que nos ha hecho recorrer las regiones más diversas de la vida, la carrera y la obra de Foucault, indudablemente habrá lectores sorprendidos por la ausencia de algunos de sus “contemporáneos”.
Cada cual, con arreglo a sus propios centros de interés,
pensará que falta tal o cual nombre. Lo he dicho desde el comienzo: no me proponía hacer una historia exhaustiva por la sencilla razón de que se trata de una labor imposible.
Soy consciente, empero, de que falta un capítulo sobre Gilles Deleuze, quien es ciertamente un contemporáneo capital. Deleuze fue uno de los interlocutores filosóficos privilegiados de Foucault, y en momentos
tan diferentes, que sería totalmente apasionante reconstituir los
efectos de ese diálogo sobre sus obras respectivas. Pues no se trata meramente de una influencia recíproca, sino de una discusión permanente,
libro tras libro, artículo tras artículo. Por lo tanto, primero había
pensado —aunque no poseo ningún documento nuevo para producir—
que sería útil retrazar al menos los caminos, las diferentes etapas
de ese intercambio emplazado tanto bajo el signo de Nietzsche a
comienzos de los años sesenta, como marcado por la impronta de las
“luchas” y de la crítica del psicoanálisis en los años setenta. Finalmente
renuncié. La razón es sencilla: ya había tratado extensamente las
relaciones de Foucault y Deleuze en mi biografía. Había entrevistado a
Deleuze en varias ocasiones y había utilizado su testimonio para
construir mi trabajo. Pronto me di cuenta de que en el fondo no tenía
gran cosa para agregar a lo que ya había escrito, o que ya no fuera
conocido.
Volveré a considerar las relaciones entre Foucault y Deleuze en el
marco de una obra ulterior que tratará específicamente el debate
filosófico de los años sesenta y setenta.
A lo largo de todo este libro, evité entregarme al juego de las interpretaciones.
Quise describir una serie de procesos complejos en los
que la vida y la obra se hallan anudados en una apretada red de interconexiones.
En ella se puede ver tanto a un Foucault producido por su
tiempo (cuando adhiere al Partido Comunista, cuando se compromete
con la izquierda), cuanto a un Foucault que conmueve su época
(cuando se apoya en la misma dependencia para interrogar y hacer
vacilar las certidumbres: La voluntad de saber sigue siendo la mejor
ilustración al respecto). Dicho de otro modo, ante todo había tratado
de mostrar cómo surge una obra, cómo se elabora, se desarrolla, en
qué pertenece a los momentos que la vieron nacer y en qué se sustrae
de ellos y los supera.
Lo cual acaso nos permitirá comprender mejor por qué esta filosofía
—que se ha empeñado en pensar su presente— puede hoy
sobrevivir a sus condiciones de emergencia y constituir un elemento de
nuestra actualidad.
Cada cual, con arreglo a sus propios centros de interés,
pensará que falta tal o cual nombre. Lo he dicho desde el comienzo: no me proponía hacer una historia exhaustiva por la sencilla razón de que se trata de una labor imposible.
Soy consciente, empero, de que falta un capítulo sobre Gilles Deleuze, quien es ciertamente un contemporáneo capital. Deleuze fue uno de los interlocutores filosóficos privilegiados de Foucault, y en momentos
tan diferentes, que sería totalmente apasionante reconstituir los
efectos de ese diálogo sobre sus obras respectivas. Pues no se trata meramente de una influencia recíproca, sino de una discusión permanente,
libro tras libro, artículo tras artículo. Por lo tanto, primero había
pensado —aunque no poseo ningún documento nuevo para producir—
que sería útil retrazar al menos los caminos, las diferentes etapas
de ese intercambio emplazado tanto bajo el signo de Nietzsche a
comienzos de los años sesenta, como marcado por la impronta de las
“luchas” y de la crítica del psicoanálisis en los años setenta. Finalmente
renuncié. La razón es sencilla: ya había tratado extensamente las
relaciones de Foucault y Deleuze en mi biografía. Había entrevistado a
Deleuze en varias ocasiones y había utilizado su testimonio para
construir mi trabajo. Pronto me di cuenta de que en el fondo no tenía
gran cosa para agregar a lo que ya había escrito, o que ya no fuera
conocido.
Volveré a considerar las relaciones entre Foucault y Deleuze en el
marco de una obra ulterior que tratará específicamente el debate
filosófico de los años sesenta y setenta.
A lo largo de todo este libro, evité entregarme al juego de las interpretaciones.
Quise describir una serie de procesos complejos en los
que la vida y la obra se hallan anudados en una apretada red de interconexiones.
En ella se puede ver tanto a un Foucault producido por su
tiempo (cuando adhiere al Partido Comunista, cuando se compromete
con la izquierda), cuanto a un Foucault que conmueve su época
(cuando se apoya en la misma dependencia para interrogar y hacer
vacilar las certidumbres: La voluntad de saber sigue siendo la mejor
ilustración al respecto). Dicho de otro modo, ante todo había tratado
de mostrar cómo surge una obra, cómo se elabora, se desarrolla, en
qué pertenece a los momentos que la vieron nacer y en qué se sustrae
de ellos y los supera.
Lo cual acaso nos permitirá comprender mejor por qué esta filosofía
—que se ha empeñado en pensar su presente— puede hoy
sobrevivir a sus condiciones de emergencia y constituir un elemento de
nuestra actualidad.
Didier Eribon
Fabricar conceptos
Sería muy fácil decir: todo el mundo sabe que la filosofía está próxima, lista, para reflexionar sobre cualquier cosa. Entonces ¿por qué no reflexionaría sobre el cine? Sin embrago, esa es una idea indigna; la filosofía no está hecha para reflexionar sobre cualquier cosa. No está hecha para reflexionar sobre “otra” cosa. Quiero decir: tratando la filosofía como un poder para “reflexionar sobre”, siento que se le asigna mucho, pero siento también que se le quita todo. Pues nadie necesita la filosofía para reflexionar. Es decir, los únicos capaces efectivamente de reflexionar sobre cine, son los cineastas, o los críticos de cine o los que aman el cine. La idea de que los matemáticos tendrían necesidad de la filosofía para reflexionar sobre matemática es una idea cómica. Si la filosofía debiera reflexionar sobre cualquier cosa, no tendría razón de existir. Si la filosofía existe, es por que tiene su propio contenido. Si nos preguntamos: ¿cuál es el contenido de la filosofía? La respuesta es muy simple: la filosofía es también una disciplina creativa, tan inventiva como cualquier otra disciplina. La filosofía es una disciplina que consiste en crear conceptos. Y los conceptos no existen ya hechos, no existen en una especie de cielo en donde esperan que un filósofo los tome. Los conceptos, es necesario fabricarlos. Y no se fabrican así como así, uno no se dice un día: “Bueno, voy a hacer tal concepto, voy a inventar tal concepto” como tampoco un pintor se dice un día: “Bueno, voy a hacer tal cuadro”. Es imprescindible que exista una necesidad. Esto es tanto en filosofía como en otras disciplinas, así como el cineasta no se dice: “bueno, voy a hacer tal película”. Tiene que haber una necesidad, si no, no hay nada.Resta que esta necesidad que es una cosa muy compleja, si existe, haga que un filósofo (yo al menos sé de qué se ocupa) no se ocupe de reflexionar sobre el cine. Él se propone inventar, crear conceptos. Yo digo que hago filosofía, es decir, yo intento inventar conceptos. No trato de reflexionar sobre otra cosa.
Frases para armar un botiquín: Cuerpo sin órganos-Deseo
El Cs0 es deseo, él y gracias a él se desea. No sólo porque es el plan de consistencia o el campo de inmanencia del deseo, sino porque, incluso cuando cae en en el vacío de la desestratificación brutal, o bien en la proliferación del estrato canceroso sigue siendo deseo. El deseo va hasta ese extremo: unas veces desear su propio aniquilamiento, otras desear lo que tiene el poder de aniquilar. Deseo de dinero, deseo de ejército, de policía y de Estado, deseo-fascista, incluso el fascismo es deseo. Hay deseo cada vez que hay constitución de un Cs0 bajo una relación o bajo otra. No es un problema de ideología, sino de pura materia, fenómeno de materia física, biológica, psíquica, social o cósmica.
Gilles Deleuze Kant y el tiempo
Otra sorpresa de los amigos de
Editorial Cactus
Editorial Cactus
Lo escribí como un libro acerca de un enemigo cuyo funcionamiento deseaba mostrar, cuyos engranajes quería poner al descubierto, dice Deleuze de La filosofía crítica de Kant (1967).
En estas clases, en cambio, más de diez años después de la edición de aquél libro, vuelve sobre el filósofo alemán movido por un ánimo distinto: Kant es como un trueno. Después siempre podremos hacernos los listos... Incluso habrá que hacerlo. Pero antes, habrá que reconocer la primera operación para dar un estatuto filosófico a la experiencia moderna del tiempo. Detrás de los conceptos de Kant se agita jadeante un tiempo que, liberado del movimiento, acosa internamente al pensamiento y marca el ritmo que separa al conocimiento de las experiencias que lo desbordan.
INDICE
Prólogo - Manual del usuario
Prólogo - Manual del usuario
Kant y el tiempo
Clase I. Liberación del tiempo. Los a priori, el fenómeno y el juicio sintético a priori
Clase II. Tres fórmulas para pensar el tiempo en Kant
Clase III. Tiempo y pensamiento: la síntesis de la percepción y lo sublime
Clase IV. Tiempo y pensamiento: el esquema y el simbolismo
Leyendo el Nietzsche de Gilles: El devenir-reactivo de las fuerzas
Pero, realmente, la dinámica de las fuerzas nos conduce a una desoladora conclusión. Cuando la fuerza reactiva separa a la fuerza activa de lo que ésta puede, ésta se convierte a su vez en reactiva. Las fuerzas activas devienen reactivas. Y la palabra devenir debe tomarse en su sentido más total: el devenir de las fuerzas aparece como un devenir-reactivo. ¿No hay otros devenires? Por lo menos no sentimos, no experimentamos, no conocemos otro devenir que el devenir-reactivo. No comprobamos solamente la existencia de fuerzas reactivas, comprobamos su triunfo por doquier. ¿Por qué triunfan? Por la voluntad nihilista, gracias a la afinidad de la reacción con la negación. ¿Qué es la negación? Es una cualidad de la voluntad de poder, es la que cualifica la voluntad de poder como nihilismo o voluntad de la nada, es la que constituye el devenir-reactivo de las fuerzas. No hay que decir que la fuerza activa se convierte en reactiva porque triunfan las fuerzas reactivas; al contrario, las fuerzas reactivas triunfan porque, al separar la fuerza activa de lo que ésta puede, la abandonan a la voluntad de la nada como a un devenir reactivo más profundo que ellas mismas. Por eso las figuras del triunfo de las fuerzas reactivas (resentimiento, mala conciencia, ideal ascético) son, en primer lugar, las fuerzas del nihilismo. El devenir-reactivo de la fuerza, el devenir nihilista, he aquí lo que parece esencialmente incluir la relación de la fuerza con la fuerza. ¿Hay otro devenir? Todo nos invita a «pensarlo» quizá. Pero haría falta otra sensibilidad; como dice a menudo Nietzsche, otra forma de sentir. Todavía no podemos responder a esta pregunta, sino apenas presentirla. Pero podemos preguntar por qué sólo sentimos y conocemos un devenir-reactivo. ¿No será que el hombre es esencialmente reactivo? ¿Qué el devenir-reactivo es constitutivo del hombre? El resentimiento, la mala conciencia, el nihilismo no son rasgos psicológicos, sino algo así como el fundamento de la humanidad en el hombre. Son el principio del ser humano como tal. El hombre, «enfermedad de la piel» de la tierra, reacción de la tierra... Es en esté sentido que Zarathustra habla del «gran desprecio» por los hombres, y del «gran hastío». Otra sensibilidad, otro devenir, ¿pertenecerían aún al hombre? Esta condición del hombre es de la mayor importancia para el eterno retorno. Parece comprometerlo o contaminarlo tan gravemente, que lo convierte en objeto de angustia, de repulsión o de hastío. Incluso si las fuerzas activas retornan, retornarán reactivas, eternamente reactivas. El eterno retorno de las fuerzas reactivas, aún más: el retorno del devenir-reactivo de las fuerzas. Zarathustra no presenta el pensamiento del eterno retorno únicamente como misterioso y secreto, sino como descorazonador, difícil de soportar. A la primera descripción del eterno retorno sucede una extraña visión: la de un pastor «que se retuerce, gritando y convulso, con la cara descompuesta, con una pesada serpiente negra asomando por su boca. Más tarde el propio Zarathustra explica la visión: «El gran hastío del hombre, esto era lo que me ahogó y lo que se me metió en el gaznate... Volverá eternamente, el hombre del que estás harto, el pequeño hombre... ¡Ay! el hombre volverá eternamente. Y el eterno retorno, hasta del más pequeño - era la causa de mi cansancio por toda la existencia! ¡Ay! ¡hastío, hastío, hastío!». El eterno retorno del hombre pequeño, mezquino, reactivo, no sólo hace del eterno retorno algo insoportable; hace del eterno retorno algo imposible, introduce la contradicción en el eterno retorno. La serpiente es un animal del eterno retorno; pero la serpiente se desenrolla, se convierte en «una pesada serpiente negra» y cuelga de la boca que se disponía a hablar, en la medida en que el eterno retorno es el de las fuerzas reactivas. Porque, ¿cómo el eterno retorno, ser del devenir, podría afirmarse en un devenir nihilista? Para afirmar el eterno retorno hay que cortar y arrojar la cabeza de la serpiente. Entonces el pastor ya no es ni hombre ni pastor: «estaba transformado, aureolado, ¡reía! Nunca un hombre había reído sobre la tierra como aquél». Otro devenir, otra sensibilidad: el superhombre.
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La vida como encuentro
¿Qué buscamos cuando vamos a una exposición o a un concierto? Esperamos que suceda un encuentro, que lo que vemos u oímos nos presente un mundo que deseamos capturar y hacerlo nuestro. Anhelamos poder decir ante un cuadro o un ritmo hasta entonces desconocidos: “¡esto es para mí, es mío!”. Y la vida se amplía y se hace más hermosa, porque gracias al arte resistimos frente a las opiniones corrientes, escapamos a la vulgaridad y al aburrimiento.
Así hay que hacer cuando abrimos un libro de filosofía. No hay nada que entender, sólo hay que observar si se produce el encuentro, si nos contagiamos con sus conceptos, si gracias a esos conceptos nuestro pensamiento se mueve y nos permite acceder a una vida más intensa, más elevada. Y del mismo modo que no todos nos sentimos emocionados por los mismos perceptos, tampoco nos dejaremos atraer por los mismos conceptos. Buscaremos aquellos que se combinen con nosotros, que establezcan un encuentro positivo con nuestras fuerzas vitales.
Al igual que sucede en el terreno del arte, un experto podrá entender además de contagiarse, pero el entendimiento no mediatiza el acceso al arte. Tampoco a la filosofía. La filosofía es fundamentalmente para profanos. Deleuze propone que entremos a la filosofía dispuestos a encontrar lo que convenga a nuestras vidas. A la filosofía así concebida la llama “filosofía pop” y establece entre ella y la filosofía académica la misma relación que existe entre la música pop y la clásica. Hoy en día, en un concierto de música clásica se exige de los espectadores un comportamiento eminente pasivo: la atención se manifiesta en forma de silencio extremo y máxima quietud. Sería del todo reprobable que la gente oyera a Vivaldi, por ejemplo, siguiendo el ritmo con el pie. Pero este mismo comportamiento, trasladado a un concierto de música rock, determinaría su fracaso. La filosofía tiene que ser capaz de contagiar su propio movimiento, hacer que las ideas y las mentes se muevan, como los cuerpos se agitan al ritmo de la música popular que los invade.
Una puerta de entrada a la filosofía de Deleuze consiste en entenderla como una filosofía vitalista. Pero no basta pensar que un vitalista es alguien que ama la vida; es demasiado ambiguo, incluso trivial y anodino: a primera vista todos los humanos parecen amar la vida, puesto que se aferran a ella. Así que tomaremos prestada una idea de Nietzsche y definiremos a los vitalistas como aquellos que aman la vida no porque están acostumbrados a vivir, sino porque están acostumbrados a amar. Estar acostumbrado a vivir significa que la vida es algo ya conocido, que sus presencias o sus gestos o sus desarrollos se repiten y ya no sorprenden. Amar la vida porque estamos acostumbrados a vivir es un querer lo ya vivido. En cambio amar la vida porque estamos acostumbrados a amar no nos remite a una vida repetitiva. Lo que se repite es el impulso por el que nos unimos a las ideas, a las cosas y a las personas; no podemos vivir sin amar, sin desear, sin dejarnos arrastrar por el movimiento mismo de la vida. Amar la vida es aquí amar el cambio, la corriente, el perpetuo movimiento. El vitalista no ha domesticado la vida con sus hábitos, porque sabe que la vida es algo mucho más fuerte que uno mismo.La vida es aquello en lo que nos encontramos metidos, lo que nos empuja. Es más fuerte que cualquiera, porque nace más acá de nosotros y nos lleva más allá de nosotros. Un flujo, una corriente, un viento. La vida, así vivida, es una vida gozosa, es una vida que se mueve por deseos y por alegría. Una alegría del crecimiento, no edificada sobre el resentimiento, ni sobre el odio, ni sobre las desgracias ajenas; una alegría que no necesita la tristeza de los otros para existir.
Así hay que hacer cuando abrimos un libro de filosofía. No hay nada que entender, sólo hay que observar si se produce el encuentro, si nos contagiamos con sus conceptos, si gracias a esos conceptos nuestro pensamiento se mueve y nos permite acceder a una vida más intensa, más elevada. Y del mismo modo que no todos nos sentimos emocionados por los mismos perceptos, tampoco nos dejaremos atraer por los mismos conceptos. Buscaremos aquellos que se combinen con nosotros, que establezcan un encuentro positivo con nuestras fuerzas vitales.
Al igual que sucede en el terreno del arte, un experto podrá entender además de contagiarse, pero el entendimiento no mediatiza el acceso al arte. Tampoco a la filosofía. La filosofía es fundamentalmente para profanos. Deleuze propone que entremos a la filosofía dispuestos a encontrar lo que convenga a nuestras vidas. A la filosofía así concebida la llama “filosofía pop” y establece entre ella y la filosofía académica la misma relación que existe entre la música pop y la clásica. Hoy en día, en un concierto de música clásica se exige de los espectadores un comportamiento eminente pasivo: la atención se manifiesta en forma de silencio extremo y máxima quietud. Sería del todo reprobable que la gente oyera a Vivaldi, por ejemplo, siguiendo el ritmo con el pie. Pero este mismo comportamiento, trasladado a un concierto de música rock, determinaría su fracaso. La filosofía tiene que ser capaz de contagiar su propio movimiento, hacer que las ideas y las mentes se muevan, como los cuerpos se agitan al ritmo de la música popular que los invade.
Una puerta de entrada a la filosofía de Deleuze consiste en entenderla como una filosofía vitalista. Pero no basta pensar que un vitalista es alguien que ama la vida; es demasiado ambiguo, incluso trivial y anodino: a primera vista todos los humanos parecen amar la vida, puesto que se aferran a ella. Así que tomaremos prestada una idea de Nietzsche y definiremos a los vitalistas como aquellos que aman la vida no porque están acostumbrados a vivir, sino porque están acostumbrados a amar. Estar acostumbrado a vivir significa que la vida es algo ya conocido, que sus presencias o sus gestos o sus desarrollos se repiten y ya no sorprenden. Amar la vida porque estamos acostumbrados a vivir es un querer lo ya vivido. En cambio amar la vida porque estamos acostumbrados a amar no nos remite a una vida repetitiva. Lo que se repite es el impulso por el que nos unimos a las ideas, a las cosas y a las personas; no podemos vivir sin amar, sin desear, sin dejarnos arrastrar por el movimiento mismo de la vida. Amar la vida es aquí amar el cambio, la corriente, el perpetuo movimiento. El vitalista no ha domesticado la vida con sus hábitos, porque sabe que la vida es algo mucho más fuerte que uno mismo.La vida es aquello en lo que nos encontramos metidos, lo que nos empuja. Es más fuerte que cualquiera, porque nace más acá de nosotros y nos lleva más allá de nosotros. Un flujo, una corriente, un viento. La vida, así vivida, es una vida gozosa, es una vida que se mueve por deseos y por alegría. Una alegría del crecimiento, no edificada sobre el resentimiento, ni sobre el odio, ni sobre las desgracias ajenas; una alegría que no necesita la tristeza de los otros para existir.
El deseo según Gilles Deleuze
de Maite Larrauri, Editorial Tándem
Devenir Matisse de Henry Miller
Hasta después, por la tarde, cuando me encuentro en la galería de arte de la rue de Sèze, rodeado por hombres y mujeres de Matisse, no vuelvo a estar dentro de los límites auténticos del mundo humano. En el umbral de esa gran sala cuyas paredes están ahora en llamas, me detengo un momento para recobrarme de la conmoción que experimenta uno cuando el gris habitual del mundo se desgarra y el color de la vida salta y salpica en canciones y poemas. Me encuentro en un mundo tan natural, tan completo, que me siento perdido. Tengo la sensación de estar inmerso en el plexo mismo de la vida, en el centro, cualquiera que sea el lugar o posición en que me sitúe o la actitud que adopte. Perdido como cuando en cierta ocasión me hundí en las profundidades de un bosquecillo en flor y, sentado en el comedor de ese mundo gigantesco de Balbec, capté por primera vez el profundo significado de esos silencios interiores que manifiestan su presencia mediante el exorcismo de la vista y del tacto. Parado en el umbral de ese mundo que Matisse ha creado, vuelvo a experimentar el poder de esa revelación que permitió a Proust deformar la imagen de la vida de tal modo, que quienes, como él, son sensibles a la alquimia del sonido y de los sentidos, son capaces de transformar la realidad negativa de la vida en las formas sustanciales y significativas del arte. Sólo quienes pueden admitir la luz en sus entrañas pueden expresar lo que hay en el corazón. Ahora recuerdo claramente que el fulgor y el centelleo de la luz que reflejaban las imponentes arañas se desintegraba en gotas de sangre, veteando las puntas de las olas que azotan monótonamente el oro empañado del exterior. En la playa, mástiles y chimeneas entrelazados y, como una sombra fuliginosa, la figura de Albertine deslizándose a través del oleaje, fundiéndose en la profundidad misteriosa y en el prisma de un reino protoplasmático, uniendo su sombra al sueño y presagio de la muerte. Con el fin del día, el dolor alzándose de la tierra como bruma, la pena cercando todo, tapando la infinita perspectiva del mar y el cielo. Dos manos de cera reposando indolentemente sobre la cama y a lo largo de las pálidas venas el murmullo aflautado de una concha que repite la leyenda de su nacimiento.
En todos los poemas de Matisse figura la historia de una partícula de carne humana que rechazó la consumación de la muerte. Toda la extensión de carne, desde el cabello hasta las uñas, expresa el milagro de la respiración, como si el ojo interior, en su anhelo de una realidad más grandiosa, hubiera convertido los poros de la carne en bocas hambrientas y dotadas de vista. Sea cual fuere la visión por la que pasemos, percibimos el olor y el sonido del viaje. Es imposible contemplar ni siquiera un rincón de sus sueños sin sentir el ascenso de la ola y el frescor de las salpicaduras. Va al timón mirando con sus azules ojos fijos la carpeta del tiempo. ¿En qué rincones distantes no ha echado su larga y oblicua mirada? Desde lo alto del vasto promontorio de su nariz ha contemplado todo: las cordilleras que caen en el Pacífico, la historia de la Diáspora escrita en pergamino, los postigos que aflautan el susurro de la playa, el piano arqueado como una caracola, corolas que emiten diapasones de luz, camaleones que se retuercen bajo la prensa, serrallos que expiran en océanos de polvo, música que brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor, espora y madrépora que fructifican la tierra, ombligos que vomitan sus brillantes semillas de angustia... Es un sabio brillante, un adivino danzarín que, de una pincelada, elimina el terrible cadalso al que el cuerpo del hombre está encadenado por los hechos incontrovertibles de la vida.
En todos los poemas de Matisse figura la historia de una partícula de carne humana que rechazó la consumación de la muerte. Toda la extensión de carne, desde el cabello hasta las uñas, expresa el milagro de la respiración, como si el ojo interior, en su anhelo de una realidad más grandiosa, hubiera convertido los poros de la carne en bocas hambrientas y dotadas de vista. Sea cual fuere la visión por la que pasemos, percibimos el olor y el sonido del viaje. Es imposible contemplar ni siquiera un rincón de sus sueños sin sentir el ascenso de la ola y el frescor de las salpicaduras. Va al timón mirando con sus azules ojos fijos la carpeta del tiempo. ¿En qué rincones distantes no ha echado su larga y oblicua mirada? Desde lo alto del vasto promontorio de su nariz ha contemplado todo: las cordilleras que caen en el Pacífico, la historia de la Diáspora escrita en pergamino, los postigos que aflautan el susurro de la playa, el piano arqueado como una caracola, corolas que emiten diapasones de luz, camaleones que se retuercen bajo la prensa, serrallos que expiran en océanos de polvo, música que brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor, espora y madrépora que fructifican la tierra, ombligos que vomitan sus brillantes semillas de angustia... Es un sabio brillante, un adivino danzarín que, de una pincelada, elimina el terrible cadalso al que el cuerpo del hombre está encadenado por los hechos incontrovertibles de la vida.
Henry Miller
Todo es Acontecimiento: Leibniz-Whitehead
Whitehead es un gran filósofo que ha sufrido la influencia de Leibniz. Pero lo que esperamos no es una simple comparación, y en la medida en que Whitehead es un gran filósofo, forzosamente, nos propone una claridad sobre Leibniz que nos puede servir fundamentalmente. Y al menos nosotros sabemos en que dirección eso puede y va a servirnos. Es como esa especie de grito sobre el cual reposa toda la filosofía de Whitehead, a saber: todo es acontecimiento. "todo es acontecimiento", ¿qué quiere decir? Quiere decir que estoy presto a invertir el esquema llamado categorial, presto a invertir el esquema categorial sujeto y atributo. Es una inversión del esquema sujeto/atributo del tipo: el cielo es azul. Ustedes me dirán que no es el primero en invertirlo. Y no, justamente nos alegramos de que no sea el primero en haberlo hecho. Pues que sea el segundo ? qué significa para nosotros? Que quizá Leibniz fuese el primero. Y les diré, los contrasentidos están en el comienzo. Cuando ustedes inician la lectura de un gran pensador o la aprehensión de una gran obra de arte, al inicio es que están las dificultades, después todo va bien. Es al comienzo que los contrasentidos los alcanzan como una especie de cangrejos, que están prestos a cogerte, y los contrasentidos nunca nos faltan, es toda una tradición que pesa sobre nosotros, es todo lo que se nos ha dicho, es todo lo que se nos ha hecho creer. Es todo un sistema del juicio del que es necesario deshacerse cuando se quiere tener una relación inmediata con una gran obra. Ahora bien, les decía, qué ha sido mas ruinoso en la comprensión de toda la obra de Leibniz que la idea de que la gran tesis de Leibniz: todo predicado está en el sujeto, que esta idea este conforme precisamente, y aún más que implique el esquema sujeto/atributo. Se ha considerado como yendo de sí el que la inclusión del predicado en el sujeto, en Leibniz, significaba e implicaba la reducción de cualquier juicio a un juicio de atribución. Y que si Leibniz nos decía: el predicado está en el sujeto, eso quería decir que las proposiciones eran del tipo "el cielo es azul", es decir eran del tipo de un juicio de atribución. Y yo les decía que si se parte de una lectura de Leibniz "ingenua", olvidamos todo eso, en la cual olvidamos todo lo que se nos ha dicho, percibimos, de hecho, lo contrario, y es una agradable sorpresa, percibir exactamente lo contrario. Y cito el texto Discurso de metafísica en el que Leibniz dice: el predicado o acontecimiento. El predicado o acontecimiento. Entonces eso que está en el sujeto, a saber el predicado, no es un atributo. Y más aún no comprendemos nada de la filosofía de Leibniz si no vemos que, de un lado a otro de esta filosofía, permanentemente rompe con el esquema categorial sujeto/atributo, y que el esquema categorial sujeto/atributo es, al contrario, la cosa de Descartes. Y que si Leibniz es completamente anti-cartesiano es porque rehúsa la idea de que el juicio sea un juicio de atribución. Y que ese rechazo de que el juicio sea un juicio de atribución, eso es lo que nos quiere decir diciéndonos que el predicado está en el sujeto, y que cuando nos dice que el predicado está en el sujeto, lejos de que eso quiera decir que el juicio es un juicio de atribución, quiere decir exactamente lo contrario. Lo hemos visto desde el comienzo. Por eso yo digo que ya en Leibniz surge la gran afirmación: todo es acontecimiento! , solo hay acontecimientos. No hay objeto, no hay sujeto, todo es acontecimiento. Más aún, no hay objeto, no hay sujeto, como veremos, las formas mismas del sujeto derivan del acontecimiento como componente de la realidad. Lo real está hecho de acontecimientos.
El doble y el devenir
El doble es siempre un nombre más o menos cómodo para designar el proceso del devenir, cuando se intenta oponer la historia y el devenir. La historia de alguien no es lo mismo que el devenir. El doble es, por ejemplo, el devenir mujer de un hombre, o el devenir animal de un hombre. El doble no es el reflejo, hago un doble en la medida en que devengo algo y el devenir es siempre algo fundamentalmente minoritario. Hay siempre un devenir de minoría. En el límite, una misma persona puede ser parte de una pareja y elemento de un doble, simplemente la misma persona ocupa dos funciones diferentes sobre una u otra línea. Ahora bien, sobre la segunda línea ya no es una persona. Y el clandestino ¿qué va a ser sobre la línea de fuga, por qué es clandestino? Porque es imperceptible. Es el devenir imperceptible. Finalmente, los devenires animales tienen como salida el devenir imperceptible. ¿Qué es esa clandestinidad? No tanto un secreto, el secreto esta de lleno en las segmentariedades duras. El clandestino es, al límite, la misma cosa que un devenir molecular, es cuando ya no hay problema de persona, de personología. Cuando se está en el punto en que Virginia Woolf dice: ya no soy esto o aquello. Cuando no hay nada por esconder, ese es el verdadero secreto, se es como todo el mundo... No se puede decir que es la forma del secreto sin contenido, el secreto está ahí, completamente expuesto y sin embargo imperceptible.
Leyendo el Nietzsche de Gilles: Voluntad de poder y sentimiento de poder
Ya sabemos lo que es la voluntad de poder: el elemento diferencial, el elemento genealógico que determina la relación de la fuerza con la fuerza y que produce la cualidad de la fuerza. De igual modo, la voluntad de poder debe manifestarse en la fuerza como tal. El estudio de las manifestaciones de la voluntad de poder debe ser llevado a cabo con el máximo cuidado ya que de él depende todo el dinamismo de las fuerzas. Pero, ¿qué significa la voluntad de poder se manifiesta? La relación de las fuerzas se determina en cada caso, siempre que una fuerza sea afectada por otras, inferiores o superiores. De donde se desprende que la voluntad de poder se manifiesta como un poder de ser afectado. Este poder no es una posibilidad abstracta: se cumple y se efectúa necesariamente en cada instante por las restantes fuerzas con las que la primera está relacionada. No debe sorprendernos el doble aspecto de la voluntad de poder: determina la relación de las fuerzas entre sí, desde el punto de vista de su génesis o de su producción; pero a su vez es determinada por las fuerzas en relación, desde el punto de vista de su propia manifestación. Por eso, la voluntad de poder es a un tiempo determinada y determinante, cualificada y cualificante. En primer lugar, pues, la voluntad de poder se manifiesta como el poder de ser afectado, como el poder determinado de la fuerza de ser afectada en sí misma. Es difícil, en este punto, negar en Nietzsche la inspiración de Spinoza. Spinoza, en una teoría extremadamente profunda, pretendía que a cualquier cantidad de fuerza correspondiese un poder de ser afectada. Un cuerpo tenía tanta más fuerza en cuanto podía ser afectado de un mayor número de maneras; este poder era el que medía la fuerza de un cuerpo o el que expresaba su poder. Y, por una parte, este poder no era simplemente una posibilidad lógica: a cada instante era realizado por los cuerpos con los que estaba en relación. Por otra parte, este poder no era una pasividad física: sólo eran pasivas las afecciones de las que el cuerpo considerado no era causa adecuada. Para Nietzsche es igual: el poder de ser afectado no significa necesariamente pasividad, sino afectividad, sensibilidad, sensación. Es en este sentido que Nietzsche, antes de haber elaborado el concepto de voluntad de poder y de haberle dado todo su significado hablaba ya de un sentimiento de poder: Nietzsche, antes de tratar el poder como un asunto de voluntad lo trató como un asunto de sentimiento y de sensibilidad. Pero cuando elaboró el concepto completo de voluntad de poder, esta primera característica no desapareció totalmente y se convirtió en la manifestación de la voluntad de poder. Por eso Nietzsche repite siempre que la voluntad de poder es «la primitiva forma afectiva», de la que derivan los restantes sentimientos. O, mejor aún: «La voluntad de poder no es ni un ser ni un devenir, es un pathos». Es decir: la voluntad de poder se manifiesta como la sensibilidad de la fuerza; el elemento diferencial de las fuerzas se manifiesta como su sensibilidad diferencial. «El hecho es que la voluntad de poder impera incluso en el reino inorgánico, o más bien, que no existe mundo inorgánico. La acción no puede eliminarse a distancia: una cosa atrae hacia sí otra cosa, una cosa se siente atraída. El hecho fundamental es éste... Para que la voluntad de poder pueda manifestarse, necesita percibir las cosas que ve, siente la proximidad de lo que le es asimilable». Las afecciones de una fuerza son activas en la medida en que la fuerza se apropia de lo que se le resiste, en la medida en que se hace obedecer por fuerzas inferiores. Inversamente son pacientes, o mejor activadas, cuando la fuerza es afectada por fuerzas superiores a las que obedece. También aquí, obedecer es una manifestación de la voluntad de poder. Pero una fuerza inferior puede provocar la disgregación de fuerzas superiores, su escisión, la explosión de la energía que tenían acumulada; en estos casos, Nietzsche se complace en relacionar los fenómenos de la disgregación del átomo, de la escisión del protoplasma y de la reproducción del ser vivo. Y no sólo disgregar, escindir, separar expresan siempre la voluntad de poder, sino también ser disgregado, escindido, separado: «La división aparece como la consecuencia de la voluntad de poder». Dadas dos fuerzas, una superior y otra inferior, se observa cómo el poder de cada una de ser afectada es necesariamente llevado a su término. Pero este poder de ser afectado no se ejerce sin que la propia fuerza correspondiente no entre en una historia o en un devenir sensible: 1.º fuerza activa, poder de activar o de mandar; 2.º fuerza reactiva, poder de obedecer o de ser activado; 3.º fuerza reactiva desarrollada, poder de escindir, de dividir, de separar; 4.º fuerza activa convertida en reactiva, poder de ser separado, de volverse contra sí mismo.
Toda la sensibilidad no es más que un devenir de las fuerzas: hay un ciclo de la fuerza en cuyo curso la fuerza «deviene» (por ejemplo la fuerza activa deviene reactiva). También hay varios devenires de fuerzas, que pueden luchar unos contra otros. Así, no basta colocar paralelamente ni oponer los respectivos caracteres de la fuerza activa y la fuerza reactiva. Activo y reactivo son las cualidades de la fuerza que se desprenden de la voluntad de poder. Pero en sí misma la voluntad de poder posee cualidades, sensibilia, que son como los devenires de las fuerzas. La voluntad de poder se manifiesta, en primer lugar, como sensibilidad de las fuerzas; y en segundo lugar, como devenir sensible de las fuerzas: el pathos es el hecho más elemental del que resulta un devenir. El devenir de las fuerzas, en general, no debe confundirse con las cualidades de la fuerza: es el devenir de estas cualidades, la cualidad de la voluntad de poder en persona. Y precisamente, ya no será posible abstraer las cualidades de la fuerza de su devenir, ni tampoco la fuerza de la voluntad de poder: el estudio concreto de las fuerzas implica necesariamente una dinámica.
Toda la sensibilidad no es más que un devenir de las fuerzas: hay un ciclo de la fuerza en cuyo curso la fuerza «deviene» (por ejemplo la fuerza activa deviene reactiva). También hay varios devenires de fuerzas, que pueden luchar unos contra otros. Así, no basta colocar paralelamente ni oponer los respectivos caracteres de la fuerza activa y la fuerza reactiva. Activo y reactivo son las cualidades de la fuerza que se desprenden de la voluntad de poder. Pero en sí misma la voluntad de poder posee cualidades, sensibilia, que son como los devenires de las fuerzas. La voluntad de poder se manifiesta, en primer lugar, como sensibilidad de las fuerzas; y en segundo lugar, como devenir sensible de las fuerzas: el pathos es el hecho más elemental del que resulta un devenir. El devenir de las fuerzas, en general, no debe confundirse con las cualidades de la fuerza: es el devenir de estas cualidades, la cualidad de la voluntad de poder en persona. Y precisamente, ya no será posible abstraer las cualidades de la fuerza de su devenir, ni tampoco la fuerza de la voluntad de poder: el estudio concreto de las fuerzas implica necesariamente una dinámica.
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Spinoza, de la Ética-parte cuarta
DE LA SERVIDUMBRE HUMANA, O DE LA FUERZA DE LOS AFECTOS
Llamo «servidumbre» a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta tal punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor. Me he propuesto demostrar en esta Parte la causa de dicho estado y, además, qué tienen de bueno o de malo los afectos. Pero antes de empezar, conviene decir algo previo acerca de la perfección e imperfección, y sobre el bien y el mal.
Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es cosa acabada o perfecta, y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle. Pero si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta. Este parece haber sido el sentido originario de dichos vocablos. Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó «perfecto» a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e «imperfecto», por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra. Y no parece haber otra razón para llamar, vulgarmente, «perfectas» o «imperfectas» a las cosas de la naturaleza, esto es, a las que no están hechas por la mano del hombre. Pues suelen los hombres formar ideas universales tanto de las cosas naturales como de las artificiales, cuyas ideas toman como modelos, creyendo además que la naturaleza (que, según piensan, no hace nada sino con vistas a un fin) contempla esas ideas y se las propone como modelos ideales. Así, pues, cuando ven que en la naturaleza sucede algo que no se conforma al concepto ideal que ellos tienen de las cosas de esa clase, creen que la naturaleza misma ha incurrido en falta o culpa, y que ha dejado imperfecta su obra. Vemos, pues, que los hombres se han habituado a llamar perfectas o imperfectas a las cosas de la naturaleza, más en virtud de un prejuicio, que por verdadero conocimiento de ellas. Hemos mostrado, efectivamente, en el apéndice de la Parte primera, que la naturaleza no obra a causa de un fin, pues el ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en virtud de la misma necesidad por la que existe. Hemos mostrado, en efecto, que la necesidad de la naturaleza, por la cual existe, es la misma en cuya virtud obra (Proposición 16 de la Parte I). Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la Naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa. Por consiguiente, como no existe para ningún fin, tampoco obra con vistas a fin alguno, sino que, así como no tiene ningún principio o fin para existir, tampoco los tiene para obrar. Y lo que se llama «causa final» no es otra cosa que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio o la causa primera de alguna cosa. Por ejemplo, cuando decimos que la «causa final» de tal o cual casa ha sido el habitarla, no queremos decir nada más que esto: un hombre ha tenido el apetito de edificar una casa, porque se ha imaginado las ventajas de la vida doméstica. Por ello, el «habitar», en cuanto considerado como causa final, no es nada más que ese apetito singular, que, en realidad, es una causa eficiente, considerada como primera, porque los hombres ignoran comúnmente las causas de sus apetitos. Como ya he dicho a menudo, los hombres son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de las causas que los determinan a apetecer algo. En cuanto a lo que vulgarmente se dice, en el sentido de que la naturaleza incurre en falta o culpa y produce cosas imperfectas, lo cuento en el número de las ficciones de las que he tratado en el Apéndice de la Parte primera. Así, pues, la perfección y la imperfección son sólo, en realidad, modos de pensar, es decir, nociones que solemos imaginar a partir de la comparación entre sí de individuos de la misma especie o género, y por esta razón he dicho más arriba (Definición 6 de la Parte II) que por «realidad» y «perfección» entendía yo la misma cosa. Pues solemos reducir todos los individuos de la naturaleza a un único género, que llamamos «generalísimo», a saber: la noción de «ser», que pertenecería absolutamente a todos los individuos de la naturaleza. Así, pues, en la medida en que reducimos los individuos de la naturaleza a este género, y los comparamos entre sí, y encontramos que unos tienen más «entidad», o realidad, que otros, en esa medida decimos que unos son «más perfectos» que otros; y en la medida en que les atribuimos algo que implica negación —como término, límite, impotencia, etc.—, en esa medida los llamamos «imperfectos», porque no afectan a nuestra alma del mismo modo que aquellos que llamamos perfectos, pero no porque les falte algo que sea suyo, ni porque la naturaleza haya incurrido en culpa. En efecto: a la naturaleza de una cosa no le pertenece sino aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de su causa eficiente, y todo cuanto se sigue de la necesidad de la naturaleza de la causa eficiente se produce necesariamente.
Por lo que atañe al bien y al mal, tampoco aluden a nada positivo en las cosas —consideradas éstas en sí mismas — , ni son otra cosa que modos de pensar, o sea, nociones que formamos a partir de la comparación de las cosas entre sí. Pues una sola y misma cosa puede ser al mismo tiempo buena y mala, y también indiferente. Por ejemplo, la música es buena para el que es propenso a una suave tristeza o melancolía, y es mala para el que está profundamente alterado por la emoción; en cambio, para un sordo no es buena ni mala. De todas formas, aun siendo esto así, debemos conservar esos vocablos. Pues, ya que deseamos formar una idea de hombre que sea como un modelo ideal de la naturaleza humana, para tenerlo a la vista, nos será útil conservar esos vocablos en el sentido que he dicho. Así, pues, entenderé en adelante por «bueno» aquello que sabemos con certeza ser un medio para acercarnos cada vez más al modelo ideal de naturaleza humana que nos proponemos. Y por «malo», en cambio, entenderé aquello que sabemos ciertamente nos impide referirnos a dicho modelo. Además, diremos que los hombres son más perfectos o más imperfectos, según se aproximen más o menos al modelo en cuestión. Debe observarse, ante todo, que cuando digo que alguien pasa de una menor a una mayor perfección, y a la inversa, no quiero decir con ello que de una esencia o forma se cambie a otra; un caballo, por ejemplo, queda destruido tanto si se trueca en un hombre como si se trueca en un insecto. Lo que quiero decir es que concebimos que aumenta o disminuye su potencia de obrar, tal y como se la entiende según su naturaleza. Para concluir: entenderé por «perfección» en general, como ya he dicho, la realidad, esto es, la esencia de una cosa cualquiera en cuanto que existe y opera de cierto modo, sin tener en cuenta para nada su duración. Pues ninguna cosa singular puede decirse que sea más perfecta por el hecho de haber perseverado más tiempo en la existencia, ya que la duración de las cosas no puede ser determinada en virtud de su esencia, supuesto que la esencia de las cosas no implica un cierto y determinado tiempo de existencia; una cosa cualquiera, sea más o menos perfecta, podrá perseverar siempre en la existencia con la misma fuerza con que comenzó a existir, de manera que, por lo que a esto toca, todas son iguales.
Quien ha decidido hacer una cosa, y la ha terminado, dirá que es cosa acabada o perfecta, y no sólo él, sino todo el que conozca rectamente, o crea conocer, la intención y fin del autor de esa obra. Por ejemplo, si alguien ve una obra (que supongo todavía inconclusa), y sabe que el objetivo del autor de esa obra es el de edificar una casa, dirá que la casa es imperfecta, y, por contra, dirá que es perfecta en cuanto vea que la obra ha sido llevada hasta el término que su autor había decidido darle. Pero si alguien ve una obra que no se parece a nada de cuanto ha visto, y no conoce la intención de quien la hace, no podrá saber ciertamente si la obra es perfecta o imperfecta. Este parece haber sido el sentido originario de dichos vocablos. Pero cuando los hombres empezaron a formar ideas universales, y a representarse modelos ideales de casas, edificios, torres, etc., así como a preferir unos modelos a otros, resultó que cada cual llamó «perfecto» a lo que le parecía acomodarse a la idea universal que se había formado de las cosas de la misma clase, e «imperfecto», por el contrario, a lo que le parecía acomodarse menos a su concepto del modelo, aunque hubiera sido llevado a cabo completamente de acuerdo con el designio del autor de la obra. Y no parece haber otra razón para llamar, vulgarmente, «perfectas» o «imperfectas» a las cosas de la naturaleza, esto es, a las que no están hechas por la mano del hombre. Pues suelen los hombres formar ideas universales tanto de las cosas naturales como de las artificiales, cuyas ideas toman como modelos, creyendo además que la naturaleza (que, según piensan, no hace nada sino con vistas a un fin) contempla esas ideas y se las propone como modelos ideales. Así, pues, cuando ven que en la naturaleza sucede algo que no se conforma al concepto ideal que ellos tienen de las cosas de esa clase, creen que la naturaleza misma ha incurrido en falta o culpa, y que ha dejado imperfecta su obra. Vemos, pues, que los hombres se han habituado a llamar perfectas o imperfectas a las cosas de la naturaleza, más en virtud de un prejuicio, que por verdadero conocimiento de ellas. Hemos mostrado, efectivamente, en el apéndice de la Parte primera, que la naturaleza no obra a causa de un fin, pues el ser eterno e infinito al que llamamos Dios o Naturaleza obra en virtud de la misma necesidad por la que existe. Hemos mostrado, en efecto, que la necesidad de la naturaleza, por la cual existe, es la misma en cuya virtud obra (Proposición 16 de la Parte I). Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la Naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa. Por consiguiente, como no existe para ningún fin, tampoco obra con vistas a fin alguno, sino que, así como no tiene ningún principio o fin para existir, tampoco los tiene para obrar. Y lo que se llama «causa final» no es otra cosa que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio o la causa primera de alguna cosa. Por ejemplo, cuando decimos que la «causa final» de tal o cual casa ha sido el habitarla, no queremos decir nada más que esto: un hombre ha tenido el apetito de edificar una casa, porque se ha imaginado las ventajas de la vida doméstica. Por ello, el «habitar», en cuanto considerado como causa final, no es nada más que ese apetito singular, que, en realidad, es una causa eficiente, considerada como primera, porque los hombres ignoran comúnmente las causas de sus apetitos. Como ya he dicho a menudo, los hombres son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de las causas que los determinan a apetecer algo. En cuanto a lo que vulgarmente se dice, en el sentido de que la naturaleza incurre en falta o culpa y produce cosas imperfectas, lo cuento en el número de las ficciones de las que he tratado en el Apéndice de la Parte primera. Así, pues, la perfección y la imperfección son sólo, en realidad, modos de pensar, es decir, nociones que solemos imaginar a partir de la comparación entre sí de individuos de la misma especie o género, y por esta razón he dicho más arriba (Definición 6 de la Parte II) que por «realidad» y «perfección» entendía yo la misma cosa. Pues solemos reducir todos los individuos de la naturaleza a un único género, que llamamos «generalísimo», a saber: la noción de «ser», que pertenecería absolutamente a todos los individuos de la naturaleza. Así, pues, en la medida en que reducimos los individuos de la naturaleza a este género, y los comparamos entre sí, y encontramos que unos tienen más «entidad», o realidad, que otros, en esa medida decimos que unos son «más perfectos» que otros; y en la medida en que les atribuimos algo que implica negación —como término, límite, impotencia, etc.—, en esa medida los llamamos «imperfectos», porque no afectan a nuestra alma del mismo modo que aquellos que llamamos perfectos, pero no porque les falte algo que sea suyo, ni porque la naturaleza haya incurrido en culpa. En efecto: a la naturaleza de una cosa no le pertenece sino aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de su causa eficiente, y todo cuanto se sigue de la necesidad de la naturaleza de la causa eficiente se produce necesariamente.
Por lo que atañe al bien y al mal, tampoco aluden a nada positivo en las cosas —consideradas éstas en sí mismas — , ni son otra cosa que modos de pensar, o sea, nociones que formamos a partir de la comparación de las cosas entre sí. Pues una sola y misma cosa puede ser al mismo tiempo buena y mala, y también indiferente. Por ejemplo, la música es buena para el que es propenso a una suave tristeza o melancolía, y es mala para el que está profundamente alterado por la emoción; en cambio, para un sordo no es buena ni mala. De todas formas, aun siendo esto así, debemos conservar esos vocablos. Pues, ya que deseamos formar una idea de hombre que sea como un modelo ideal de la naturaleza humana, para tenerlo a la vista, nos será útil conservar esos vocablos en el sentido que he dicho. Así, pues, entenderé en adelante por «bueno» aquello que sabemos con certeza ser un medio para acercarnos cada vez más al modelo ideal de naturaleza humana que nos proponemos. Y por «malo», en cambio, entenderé aquello que sabemos ciertamente nos impide referirnos a dicho modelo. Además, diremos que los hombres son más perfectos o más imperfectos, según se aproximen más o menos al modelo en cuestión. Debe observarse, ante todo, que cuando digo que alguien pasa de una menor a una mayor perfección, y a la inversa, no quiero decir con ello que de una esencia o forma se cambie a otra; un caballo, por ejemplo, queda destruido tanto si se trueca en un hombre como si se trueca en un insecto. Lo que quiero decir es que concebimos que aumenta o disminuye su potencia de obrar, tal y como se la entiende según su naturaleza. Para concluir: entenderé por «perfección» en general, como ya he dicho, la realidad, esto es, la esencia de una cosa cualquiera en cuanto que existe y opera de cierto modo, sin tener en cuenta para nada su duración. Pues ninguna cosa singular puede decirse que sea más perfecta por el hecho de haber perseverado más tiempo en la existencia, ya que la duración de las cosas no puede ser determinada en virtud de su esencia, supuesto que la esencia de las cosas no implica un cierto y determinado tiempo de existencia; una cosa cualquiera, sea más o menos perfecta, podrá perseverar siempre en la existencia con la misma fuerza con que comenzó a existir, de manera que, por lo que a esto toca, todas son iguales.
DEFINICIONES
I. -Entiendo por bueno lo que sabemos con certeza que nos es útil.
II.—Por malo, en cambio, entiendo lo que sabemos con certeza que impide que poseamos algún bien.
III. —Llamo contingentes a las cosas singulares, en cuanto que, atendiendo a su sola esencia, no hallamos nada que afirme o excluya necesariamente su existencia.
IV. —Llamo posibles a esas mismas cosas singulares, en cuanto que, atendiendo a las causas en cuya virtud deben ser producidas, no sabemos si esas causas están determinadas a producirlas.
V.—Por afectos contrarios entenderé, en adelante, los que arrastran al hombre en distintos sentidos, aunque sean del mismo género, como la gula y la avaricia —que son clases de amor—, y contrarios no por naturaleza, sino por accidente.
VI. —Lo que voy a entender por afecto hacia una cosa futura, presente y pretérita, lo he explicado en los Escolios 1 y 2 de la Proposición 18 de la Parte III: verlos.
(No obstante, debemos observar además aquí que, así como no podemos imaginar distintamente una distancia espacial más allá de cierto límite, tampoco podemos imaginar distintamente, más allá de cierto límite, una distancia temporal; esto es: así como a todos los objetos que distan de nosotros más de doscientos pies, o sea, cuya distancia del lugar en que estamos supera la que imaginamos distintamente, los imaginamos a igual distancia de nosotros, como si estuvieran en el mismo plano, así también, a todos los objetos cuyo tiempo de existencia imaginamos separado del presente por un intervalo más largo que el que solemos imaginar distintamente, los imaginamos a igual distancia del presente, y los referimos, de algún modo, a un solo y mismo momento del tiempo.)
VII—Por el fin a causa del cual hacemos algo, entiendo el apetito.
VIII.—Por virtud entiendo lo mismo que por potencia; esto es, la virtud, en cuanto referida al hombre, es la misma esencia o naturaleza del hombre, en cuanto que tiene la potestad de llevar a cabo ciertas cosas que pueden entenderse a través de las solas leyes de su naturaleza.
I. -Entiendo por bueno lo que sabemos con certeza que nos es útil.
II.—Por malo, en cambio, entiendo lo que sabemos con certeza que impide que poseamos algún bien.
III. —Llamo contingentes a las cosas singulares, en cuanto que, atendiendo a su sola esencia, no hallamos nada que afirme o excluya necesariamente su existencia.
IV. —Llamo posibles a esas mismas cosas singulares, en cuanto que, atendiendo a las causas en cuya virtud deben ser producidas, no sabemos si esas causas están determinadas a producirlas.
V.—Por afectos contrarios entenderé, en adelante, los que arrastran al hombre en distintos sentidos, aunque sean del mismo género, como la gula y la avaricia —que son clases de amor—, y contrarios no por naturaleza, sino por accidente.
VI. —Lo que voy a entender por afecto hacia una cosa futura, presente y pretérita, lo he explicado en los Escolios 1 y 2 de la Proposición 18 de la Parte III: verlos.
(No obstante, debemos observar además aquí que, así como no podemos imaginar distintamente una distancia espacial más allá de cierto límite, tampoco podemos imaginar distintamente, más allá de cierto límite, una distancia temporal; esto es: así como a todos los objetos que distan de nosotros más de doscientos pies, o sea, cuya distancia del lugar en que estamos supera la que imaginamos distintamente, los imaginamos a igual distancia de nosotros, como si estuvieran en el mismo plano, así también, a todos los objetos cuyo tiempo de existencia imaginamos separado del presente por un intervalo más largo que el que solemos imaginar distintamente, los imaginamos a igual distancia del presente, y los referimos, de algún modo, a un solo y mismo momento del tiempo.)
VII—Por el fin a causa del cual hacemos algo, entiendo el apetito.
VIII.—Por virtud entiendo lo mismo que por potencia; esto es, la virtud, en cuanto referida al hombre, es la misma esencia o naturaleza del hombre, en cuanto que tiene la potestad de llevar a cabo ciertas cosas que pueden entenderse a través de las solas leyes de su naturaleza.
El ojo nuevo de Proust: E. Morin
La disciplina es una categoría organizacional en el seno del conocimiento científico; ella instituye allí la división y la especialización del trabajo y ella responde a la diversidad de los dominios que recubren las ciencias. Si bien está englobada a través de un conjunto científico más vasto, una disciplina tiende naturalmente a la autonomía, por la delimitación de sus fronteras, la lengua que ella se constituye, las técnicas que ella está conducida a elaborar o a utilizar, y eventualmente por las teorías que le son propias. La organización disciplinaria fue instituida en el siglo XIX, particularmente con la formación de las universidades modernas, luego se desarrolló en el siglo XX con el impulso de la investigación científica; esto quiere decir que las disciplinas tienen una historia: nacimiento, institucionalización, evolución, dispersión, etc.; esta historia se inscribe en la de la universidad que a su vez está inscripta en la historia de la sociedad; de tal modo que las disciplinas surgen de la sociología de las ciencias y de la sociología del conocimiento y de una reflexión interna sobre ella misma, pero también de un conocimiento externo. No es suficiente pues encontrarse en el interior de una disciplina para conocer todos los problemas referentes a ella misma.
La fecundidad de la disciplina en la historia de la ciencia no ha sido demostrada; por una parte ella opera la circunscripción de un dominio de competencia sin la cual el conocimiento se fluidificaría y devendría en vago; por otra parte, ella devela, extrae o construye un objeto no trivial para el estudio científico: es en este sentido que Marcelin Berthelot decía que la química crea su propio objeto. Sin embargo la institución disciplinaria entraña a la vez un riesgo de hiperespecialización del investigador y un riesgo de cosificación del objeto de estudio donde se corre el riesgo de olvidar que este es extraído o construido. El objeto de la disciplina será entonces percibido como una cosa en sí; las relaciones y solidaridades de este objeto con otros, tratados por otras disciplinas, serán dejadas de lado, así como también las ligazones y solidaridades con el universo del cual el objeto es parte. La frontera disciplinaria, su lenguaje y sus conceptos propios van a aislar a la disciplina en relación a las otras y en relación a los problemas que cabalgan las disciplinas. El espíritu hiperdisciplinario va a devenir en un espíritu de propietario que prohibe toda incursión extranjera en su parcela del saber. Se sabe que en el origen la palabra disciplina designaba un pequeño fuste que servía para autoflagelarse, permitiendo por lo tanto la autocrítica; en su sentido degradado la disciplina deviene en un medio de flagelación a los que se aventuran en el dominio de las ideas que el especialista considera como de su propiedad.
La apertura es por lo tanto necesaria. Ocurre que aun una mirada naif de un amateur, ajeno a la disciplina, aun más a toda disciplina, resuelve un problema cuya solución era invisible en el seno de la disciplina. La mirada naif que no conoce evidentemente los obstáculos que la teoría existente impone a la elaboración de una nueva visión, puede, frecuentemente, pero a veces con razón, permitirse esta visión. Así Darwin por ejemplo, era un amateur esclarecido, como ha escrito Lewis Mumford: "Darwin había escapado a esta especialización unilateral profesional que es fatal para una plena comprensión de los fenómenos orgánicos. Para este nuevo rol, el amateurismo de la preparación de Darwin se reveló admirable. Aunque fuera a bordo del Beagle en calidad de naturalista, no tenía ninguna formación universitaria especialista, aun en tanto que biologista no tenía la menor educación anterior, salvo en tanto que investigador apasionado de animales y coleccionista de coleópteros. Estando entonces exento de fijación y de inhibición escolar, nada le impedía el despertar ante cada manifestación del desarrollo viviente". De la misma manera el meteorólogo Wegener, observando ingenuamente la carta del Atlántico Sur remarcó que el oeste de África y el Brasil se ajustaban el uno con el otro. Relevando las similitudes de fauna y de flora, fósiles y actuales, de una parte y de otra del océano él había elaborado en 1912, la teoría de la deriva de los continentes, lógicamente refutada por los especialistas por parecer teóricamente imposible, undenkbar, ha sido admitida cincuenta años más tarde particularmente después del descubrimiento de la tectónica de las placas. Marcel Proust decía: "un verdadero viaje de descubrimiento no es el de buscar nuevas tierras sino tener un ojo nuevo".
La fecundidad de la disciplina en la historia de la ciencia no ha sido demostrada; por una parte ella opera la circunscripción de un dominio de competencia sin la cual el conocimiento se fluidificaría y devendría en vago; por otra parte, ella devela, extrae o construye un objeto no trivial para el estudio científico: es en este sentido que Marcelin Berthelot decía que la química crea su propio objeto. Sin embargo la institución disciplinaria entraña a la vez un riesgo de hiperespecialización del investigador y un riesgo de cosificación del objeto de estudio donde se corre el riesgo de olvidar que este es extraído o construido. El objeto de la disciplina será entonces percibido como una cosa en sí; las relaciones y solidaridades de este objeto con otros, tratados por otras disciplinas, serán dejadas de lado, así como también las ligazones y solidaridades con el universo del cual el objeto es parte. La frontera disciplinaria, su lenguaje y sus conceptos propios van a aislar a la disciplina en relación a las otras y en relación a los problemas que cabalgan las disciplinas. El espíritu hiperdisciplinario va a devenir en un espíritu de propietario que prohibe toda incursión extranjera en su parcela del saber. Se sabe que en el origen la palabra disciplina designaba un pequeño fuste que servía para autoflagelarse, permitiendo por lo tanto la autocrítica; en su sentido degradado la disciplina deviene en un medio de flagelación a los que se aventuran en el dominio de las ideas que el especialista considera como de su propiedad.
La apertura es por lo tanto necesaria. Ocurre que aun una mirada naif de un amateur, ajeno a la disciplina, aun más a toda disciplina, resuelve un problema cuya solución era invisible en el seno de la disciplina. La mirada naif que no conoce evidentemente los obstáculos que la teoría existente impone a la elaboración de una nueva visión, puede, frecuentemente, pero a veces con razón, permitirse esta visión. Así Darwin por ejemplo, era un amateur esclarecido, como ha escrito Lewis Mumford: "Darwin había escapado a esta especialización unilateral profesional que es fatal para una plena comprensión de los fenómenos orgánicos. Para este nuevo rol, el amateurismo de la preparación de Darwin se reveló admirable. Aunque fuera a bordo del Beagle en calidad de naturalista, no tenía ninguna formación universitaria especialista, aun en tanto que biologista no tenía la menor educación anterior, salvo en tanto que investigador apasionado de animales y coleccionista de coleópteros. Estando entonces exento de fijación y de inhibición escolar, nada le impedía el despertar ante cada manifestación del desarrollo viviente". De la misma manera el meteorólogo Wegener, observando ingenuamente la carta del Atlántico Sur remarcó que el oeste de África y el Brasil se ajustaban el uno con el otro. Relevando las similitudes de fauna y de flora, fósiles y actuales, de una parte y de otra del océano él había elaborado en 1912, la teoría de la deriva de los continentes, lógicamente refutada por los especialistas por parecer teóricamente imposible, undenkbar, ha sido admitida cincuenta años más tarde particularmente después del descubrimiento de la tectónica de las placas. Marcel Proust decía: "un verdadero viaje de descubrimiento no es el de buscar nuevas tierras sino tener un ojo nuevo".
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Gilles y Félix
Mil mesetas
Bibliografía de Gilles Deleuze en castellano
DELEUZE, Gilles, Empirismo y Subjectividad (Madrid: Gedisa, 1981) tr. Hugo Acevedo. Prefacio de Oscar Masotta.
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