¿Hay varios planos de referencia o bien uno único? La respuesta no será la misma que en el caso del plano de inmanencia filosófico, de sus capas o estratos superpuestos. Resulta que la referencia, puesto que implica una renuncia a lo infinito, sólo puede proceder de las cadenas de functores que necesariamente se rompen en algún momento. Las bifurcaciones, las desaceleraciones y aceleraciones producen unos agujeros, unos cortes y rupturas que remiten a otras variables, a otras relaciones y a otras referencias. Siguiendo ejemplos sumarios, se dice que el número fraccionario rompe con el número entero, el número irracional con los racionales, la geometría riemanniana con la euclidiana. Pero en el otro sentido simultáneo, del después al antes, el número entero se presenta como un caso particular de número fraccionario, o el racional, como un caso particular de «corte» en un conjunto lineal de puntos. Bien es verdad que este proceso unificador que opera en el sentido retroactivo provoca que intervengan necesariamente otras referencias, cuyas variables no sólo están sometidas a unas condiciones de restricción para producir el caso particular, sino que en sí mismas están sometidas a nuevas rupturas y bifurcaciones que cambiarán sus propias referencias. Es lo que ocurre cuando se deriva a Newton de Einstein, o bien los números reales del corte, o la geometría euclidiana de una geometría métrica abstracta, cosa que equivale a decir, con Kuhn, que la ciencia es paradigmática, mientras que la filosofía era sintagmática. Como a la filosofía, a la ciencia tampoco le basta con una sucesión temporal lineal. Pero, en vez de un tiempo estratigráfico que expresa el antes y el después en un orden de las superposiciones, la ciencia desarrolla un tiempo propiamente serial, ramificado, en el que el antes (lo que precede) designa siempre bifurcaciones y rupturas futuras, y el después, reencadenamientos retroactivos, lo que le confiere al progreso científico un aspecto completamente distinto. Y los nombres propios de los sabios se inscriben en este tiempo otro, en este elemento otro, señalando los puntos de ruptura y los puntos de reencadenamiento. Por supuesto, siempre se puede, y a veces resulta fructífero, interpretar la historia de la filosofía de acuerdo con este ritmo científico. Pero decir que Kant rompe con Descartes, y que el cogito cartesiano se convierte en un caso particular del cogito kantiano no resulta plenamente satisfactorio, puesto que precisamente significa hacer de la filosofía una ciencia. (Inversamente, tampoco resultaría más satisfactorio establecer entre Newton y Einstein un orden de superposición.) Lejos de hacernos pasar de nuevo por los mismos componentes, la función del nombre propio del sabio estriba en evitárnoslo, y en persuadirnos de que no hay razón para volver a medir el trayecto que ha sido recorrido: no se pasa por una ecuación nominada, se la utiliza. Lejos de distribuir unos puntos cardinales que organizan los sintagmas sobre un plano de inmanencia, el nombre propio del sabio erige unos paradigmas que se proyectan en los sistemas de referencias necesariamente orientados. Por último, lo que plantea un problema es menos la relación de la ciencia con la filosofía que el vínculo mucho más pasional de la ciencia con la religión, como se manifiesta en todos los intentos de uniformización y de universalización científicos que tratan de encontrar una ley única, una fuerza única, una interacción única. Lo que hace que la ciencia y la religión se aproximen es que los functores no son conceptos, sino figuras, que se definen mucho más por una tensión espiritual que por una intuición espacial. Los functores poseen en sí algo figural que forma una ideografía propia de la ciencia, y que hace que ya la visión se convierta en una lectura. Pero lo que incesantemente reafirma la oposición de la ciencia a toda religión, y al mismo tiempo hace felizmente imposible la unificación de la ciencia, es la sustitución de la referencia a cualquier trascendencia, es la correspondencia funcional del paradigma con un sistema de referencia que imposibilita cualquier utilización infinita religiosa de la figura determinando un modo exclusivamente científico según el cual ésta debe ser construida, vista y leída por functores. La primera diferencia entre la filosofía y la ciencia reside en el presupuesto respectivo del concepto y la función: un plano de inmanencia o de consistencia en el primer caso, un plano de referencia en el segundo. El plano de referencia es uno y múltiple a la vez, pero de otro modo que el plano de inmanencia. La segunda diferencia atañe más directamente al concepto y a la función: la inseparabilidad de las variaciones es lo propio del concepto incondicionado, mientras que la independencia de las variables, en unas relaciones condicionables, pertenece a la función. En un caso, tenemos un conjunto de variaciones inseparables bajo «una razón contingente» que constituye el concepto de las variaciones; en el otro caso, un conjunto de variables independientes bajo «una razón necesaria» que constituye la función de las variables. Por este motivo, desde esta última perspectiva, la teoría de las funciones presenta dos polos, según que, teniendo n variables, una pueda ser considerada como función de las n I variables independientes, con n - 1 derivadas parciales y una diferencial total de la función; o bien, según que n - I magnitudes sean por el contrario funciones de una misma variable independiente, sin diferencial total de la función compuesta. Del mismo modo, el problema de las tangentes (diferenciación) requiere tantas variables como curvas hay cuya derivada para cada una de ellas es cualquier tangente en un punto cualquiera; pero el problema inverso de las tangentes (integración) sólo considera una variable única, que es la curva en sí misma tangente a todas las curvas de mismo orden, bajo condición de un cambio de coordenadas. Una dualidad análoga atañe a la descripción dinámica de un sistema de n partículas independientes: el estado instantáneo puede ser representado por n puntos y n vectores de velocidad en un espacio de tres dimensiones, pero también por un punto único en un espacio de fases. Diríase que la ciencia y la filosofía siguen dos sendas opuestas, porque los conceptos filosóficos tienen como consistencia acontecimientos, mientras que las funciones científicas tienen como referencia unos estados de cosas o mezclas: la filosofía, mediante conceptos, no cesa de extraer del estado de cosas un acontecimiento consistente, una sonrisa sin gato en cierto modo, mientras que la ciencia no cesa mediante funciones, de actualizar el acontecimiento en un estado de cosas, una cosa o un cuerpo referibles. Desde esta perspectiva, los presocráticos poseían ya lo esencial de una determinación de la ciencia, válida hasta nuestros días, cuando de la física hacían una teoría de las mezclas y de sus diferentes tipos. Y los estoicos llevarán a su desarrollo culminante la distinción fundamental entre los estados de cosas o mezclas de cuerpos en los que se actualiza el acontecimiento, y los acontecimientos incorpóreos, que se elevan como una humareda de los propios estados de cosas.
Deleuze-Guattari
Functores y conceptos (segunda parte)
Más adelante, es Cantor quien confiere a la teoría sus fórmulas matemáticas, desde una perspectiva doble, intrínseca y extrínseca. De acuerdo con el primer punto de vista, se dice que un conjunto es infinito cuando presenta una correspondencia en todos sus términos con una de sus partes o subconjuntos, siempre y cuando el conjunto y el subconjunto tengan la misma potencia o el mismo número de elementos designables como «aleph 0»: así por ejemplo para el conjunto de los números enteros. En función de la segunda determinación, el conjunto de los subconjuntos de un conjunto determinado es necesariamente mayor que el conjunto inicial: el conjunto de los aleph O subconjuntos remite por lo tanto a otro número transfinito, aleph 1, que posee la potencia del continuo o corresponde al conjunto de los números reales (se prosigue después con aleph 2, etc.). Ahora bien, resulta extraño que se haya vislumbrado en esta concepción una reintroducción de lo infinito en las matemáticas: se trata más bien de la última consecuencia de la definición del límite por un número, siendo éste el primer número entero que continúa todos los números enteros finitos de los cuales ninguno es máximo. Lo que hace la teoría de los conjuntos es inscribir el límite en el propio infinito, sin lo que jamás existiría el límite: en el interior de su rigurosa jerarquización, instaura una desaceleración, o más bien, como dice el propio Cantor, una detención, un «principio de detención» según el cual sólo se crea un número entero nuevo «cuando la compilación de todos los números anteriores tiene la potencia de una clase de números definida, ya determinada en toda su extensión». Sin este principio de detención o de desaceleración, existiría un conjunto de todos los conjuntos, que Cantor ya rechaza, y que sólo podría ser el caos, como lo demuestra Russell. La teoría de los conjuntos es la constitución de un plano de referencia que no sólo comporta una endorreferencia(determinación intrínseca de un conjunto infinito), sino también ya una exorreferencia (determinación extrínseca). A pesar del esfuerzo explícito de Cantor para unir el concepto filosófico y la función científica, la diferencia característica subsiste, ya que el primero se desarrolla en un plano de inmanencia o de consistencia sin referencia, mientras la segunda lo hace en un plano de referencia desprovisto de consistencia (Gödel). Cuando el límite engendra por desaceleración una abscisa de las velocidades, las formas virtuales del caos tienden a actualizarse según una ordenada. Y evidentemente el plano de referencia efectúa ya una preselección que empareja las formas con los límites o incluso con las regiones de abscisas consideradas. Pero no por ello las formas dejan de constituir variables independientes de las que se desplazan en abscisa. Cosa que es completamente diferente del concepto filosófico: las ordenadas intensivas ya no designan componentes inseparables aglomerados dentro del concepto en tanto que sobrevuelo absoluto (variaciones), sino determinaciones distintas que tienen que emparejarse dentro de una formación discursiva con otras determinaciones tomadas en extensión (variables). Las ordenadas intensivas de formas tienen que coordenarse con las abscisas extensivas de velocidad de tal modo que las velocidades de desarrollo y la actualización de las formas estén relacionadas entre sí como determinaciones distintas, extrínsecas. Bajo este segundo aspecto el límite está ahora en el origen de un sistema de coordenadas compuesto por dos variables independientes por lo menos; pero éstas entran en una relación de la que depende una tercera variable, en calidad de estado de las cosas o de materia formada en el sistema (estados de cosas de este tipo pueden ser matemáticos, físicos, biológicos…). Se trata efectivamente del nuevo sentido de la referencia como forma de la proposición, de la relación de un estado de cosas con el sistema. El estado de cosas es una función: se trata de una variable compleja que depende de una relación entre dos variables independientes por lo menos. La independencia respectiva de las variables se presenta en las matemáticas cuando una es una potencia más elevada que la primera. Por este motivo Hegel demuestra que la variabilidad en la función no se limita a unos valores que se pueden cambiar (2/4 y 4/6) o que se dejan indeterminados (a= 2b), sino que exige que una de las variables esté en una potencia superior (y2/x = P), pues entonces una relación puede ser directamente determinada como relación diferencial dy/dx’, bajo la cual el valor de las variables no tiene más determinación que la de desvanecerse o nacer, aunque se la desgaje de las velocidades infinitas. De una relación de este tipo depende un estado de cosas o una función «derivada»: se ha efectuado una operación de despotencialización que permite comparar potencias distintas, a partir de las cuales podrán incluso desarrollarse una cosa o un cuerpo (integración).’ Por regla general, un estado de cosas no actualiza un virtual caótico sin tomar de él un potencial que se distribuye en el sistema de coordenadas. Extrae de lo virtual que actualiza un potencial del que se apropia. El sistema más cerrado también tiene un hilo que asciende hacia lo virtual, y por el cual desciende la araña. Pero la cuestión de saber si el potencial puede ser recreado en lo actual, si puede ser renovado y ampliado, permite distinguir con mayor exactitud los estados de cosas, las cosas y los cuerpos. Cuando pasamos del estado de cosas a la cosa en sí, vemos que una cosa se relaciona siempre a la vez con varios ejes siguiendo unas variables que son funciones unas de otras, aun cuando la unidad interna permanece indeterminada. Pero cuando la propia cosa pasa por cambios de coordenadas, se vuelve un cuerpo propiamente dicho, y la función ya no toma como referencia el límite y la variable, sino más bien un invariante y un grupo de transformaciones (el cuerpo euclidiano de la geometría, por ejemplo, estará constituido por invariantes en relación con el grupo de los movimientos). El «cuerpo», en efecto, no representa aquí una especialidad biológica, y halla una determinación matemática a partir de un mínimo absoluto representado por los números racionales, efectuando extensiones independientes de este cuerpo de base que limitan cada vez más las sustituciones posibles hasta llegar a una individuación perfecta. La diferencia entre el cuerpo y el estado de cosas (o de la cosa) estriba en la individuación del cuerpo, que procede mediante actualizaciones en cascada. Con los cuerpos, la relación entre variables independientes completa suficientemente su razón, aun a costa de tenerse que proveer de un potencial o de una potencia que renueva su individuación. Especialmente cuando el cuerpo es un ser vivo, que procede por diferenciación y ya no por extensión o por adjunción, una vez más surge un tipo nuevo de variables, unas variables internas que determinan unas funciones propiamente biológicas en relación con unos medios interiores(endorreferencia), pero que también entran en unas funciones probabilitarias con las variables externas del medio exterior (exorreferencia). Así pues, nos encontramos ante una nueva sucesión de functores, sistemas de coordenadas, potenciales, estados de cosas, cosas, cuerpos. Los estados de cosas son mezclas ordenadas, de tipos muy variados, que pueden incluso tan sólo concernir a trayectorias. Pero las cosas son interacciones, y los cuerpos, comunicaciones. Los estados de cosas remiten a las coordenadas geométricas de sistemas supuestamente cerrados, las cosas, a las coordenadas energéticas de sistemas acoplados, los cuerpos, a coordenadas informáticas de sistemas separados, no entrelazados. La historia de las ciencias es inseparable de la construcción de ejes, de su naturaleza, de sus dimensiones, de su proliferación. La ciencia no efectúa unificación alguna del Referente, sino todo tipo de bifurcaciones en un plano de referencia que no es preexistente a sus rodeos o a su trazado. Ocurre como si la bifurcación tratara de encontrar en el infinito caos de lo virtual nuevas formas de actualizar, efectuando una especie de potencialización de la materia: el carbono introduce en la tabla de Mendeleïev una bifurcación que la convierte, por sus propiedades plásticas, en el estado de una materia orgánica. No hay que plantear por lo tanto el problema de una unidad o multiplicidad de la ciencia en función de un sistema de coordenadas eventualmente único en un momento dado; igual que sucede con el plano de inmanencia en la filosofía, hay que plantear el estatuto que adquieren el antes y el después, simultáneamente, en un plano de referencia de dimensión y evolución temporales.
Deleuze-Guattari
Deleuze-Guattari
Functores y conceptos (primera parte)
El objeto de la ciencia no son conceptos, sino funciones que se presentan como proposiciones dentro de unos sistemas discursivos. Los elementos de estas proposiciones se llaman functores. Una noción científica no se determina por conceptos, sino por funciones o proposiciones. Se trata de una idea muy variada, muy compleja, como ya se desprende del empleo respectivo que de ella hacen las matemáticas y la biología; sin embargo esta idea de función es lo que permite que las ciencias puedan reflexionar y comunicar. La ciencia no necesita para nada a la filosofía para llevar a cabo estas tareas. Por el contrario, cuando un objeto está científicamente construido por funciones, un espacio geométrico por ejemplo, todavía hay que encontrar su concepto filosófico que en modo alguno viene implícito en su función. Más aún, un concepto puede tomar como componentes los functores de cualquier función posible sin adquirir por ello el menor valor científico, y con el fin de señalar las diferencias de naturaleza entre conceptos y funciones.
En estas condiciones, la primera diferencia estriba en la actitud respectiva de la ciencia y de la filosofía con respecto al caos. El caos
se define menos por su desorden que por la velocidad infinita a la que se esfuma cualquier forma que se esboce en su interior. Es un vacío que no es una nada, sino un virtual, que contiene todas las partículas posibles y que extrae todas las formas posibles que surgen para desvanecerse en el acto, sin consistencia ni referencia, sin consecuencia) Es una velocidad infinita de nacimiento y de desvanecimiento. Ahora bien, la filosofía plantea cómo conservar las velocidades infinitas sin dejar de ir adquiriendo mayor consistencia, otorgando una consistencia propia a lo virtual. El cedazo filosófico, en tanto que plano de inmanencia que solapa el caos, selecciona movimientos infinitos del pensamiento, y se surte de conceptos formados así como de partículas consistentes que van tan deprisa como el pensamiento. La ciencia aborda el caos de un modo totalmente distinto, casi inverso: renuncia a lo infinito, a la velocidad infinita, para adquirir una referencia capaz de actualizar lo virtual. Conservando lo infinito, la filosofía confiere una consistencia a lo virtual por conceptos; renunciando a lo infinito, la ciencia confiere a lo virtual una referencia que lo actualiza por funciones. La filosofía procede con un plano de inmanencia o de consistencia; la ciencia con un plano de referencia. En el caso de la ciencia, es como una detención de la imagen. Se trata de una desaceleración fantástica, y la materia se actualiza por desaceleración, pero también el pensamiento científico es capaz de penetrarla mediante proposiciones. Una función es una Desaceleración. Por supuesto, la ciencia incesantemente promueve aceleraciones, no sólo en las catálisis, sino en los aceleradores de partículas, en las expansiones que alejan las galaxias. Estos fenómenos sin embargo no hallan en la desaceleración primordial un momento-cero con el que rompen, sino más bien una condición coextensiva a la totalidad de su desarrollo. Reducir la velocidad es poner un límite en el caos por debajo del cual pasan todas las velocidades, de tal modo que forman una variable determinada en tanto que abscisa, al mismo tiempo que el límite forma una constante universal que no se puede superar (por ejemplo una contracción máxima). Los primeros functores constituyen por lo tanto el límite y la variable, y la referencia representa una relación entre valores
de la variable, o con mayor profundidad la relación de la variable en tanto que abscisa de las velocidades con el límite. Puede ocurrir que la constante-límite aparezca en sí misma como una relación en el conjunto del universo al que todas las partes están sometidas bajo una condición finita (cantidad de movimiento, de fuerza, de energía…). Aunque es necesario que existan unos sistemas de coordenadas, a los que remitan los términos de la relación: así pues, se trata de un segundo sentido del límite, de un encuadre externo o de una exorreferencia, ya que los protolímites, fuera de las coordenadas, engendran primero abscisas de
velocidades sobre las que se erigirán los ejes coordinables. Una partícula tendrá una posición, una energía, una masa, un valor de spin, pero siempre y cuando reciba una existencia o una realidad física, o «aterrice» en unas trayectorias que unos sistemas de coordenadas puedan recoger. Estos límites primeros constituyen la desaceleración dentro del caos o el umbral de suspensión de lo infinito, que sirven de endorreferencia y que efectúan un recuento: no son relaciones, sino números, y toda la teoría de las funciones depende de los números. Así por ejemplo la velocidad de la luz, el cero absoluto, el cuanto de acción, el Big Bang: el cero absoluto de las temperaturas es de 273,15 grados; la velocidad de la luz de 299 796 km/s, allí donde las longitudes se contraen hasta el cero y donde los relojes se detienen. Unos límites de este tipo no valen por el valor empírico que adquieren únicamente dentro de unos sistemas de coordenadas, actúan en primer lugar como condición de desaceleración primordial que se extiende en relación con lo infinito por toda la escala de las velocidades correspondientes, por sus aceleraciones o desaceleraciones condicionadas. Y lo que permite dudar de la vocación unitaria de la ciencia no es únicamente la diversidad de estos límites; resulta en efecto que engendra por su cuenta sistemas de coordenadas heterogéneos irreductibles, e impone umbrales de discontinuidad, en función de la proximidad o de la lejanía de la variable (por ejemplo el alejamiento de las galaxias). La ciencia no está obsesionada por su propia unidad, sino por el plano de referencia constituido por todos los límites o linderos bajo los cuales se enfrenta al caos. Estos linderos son lo que confieren al plano sus referencias; en cuanto a los sistemas de coordenadas, pueblan o surten el propio plano de referencia. Resulta difícil comprender cómo el límite se imbrica inmediatamente en lo infinito, en lo ilimitado. Y sin embargo no es la cosa limitada lo que impone un límite a lo infinito, sino que es el límite lo que hace posible algo limitado. Pitágoras, Anaximandro, hasta el propio Platón así lo creerán: un cuerpo a cuerpo del límite con lo infinito, de donde provendrán las cosas. Todo límite es ilusorio, y toda determinación es negación, si la determinación no está en relación inmediata con lo indeterminado. La teoría de la ciencia y de las funciones depende de ello.
Deleuze-Guattari
En estas condiciones, la primera diferencia estriba en la actitud respectiva de la ciencia y de la filosofía con respecto al caos. El caos
se define menos por su desorden que por la velocidad infinita a la que se esfuma cualquier forma que se esboce en su interior. Es un vacío que no es una nada, sino un virtual, que contiene todas las partículas posibles y que extrae todas las formas posibles que surgen para desvanecerse en el acto, sin consistencia ni referencia, sin consecuencia) Es una velocidad infinita de nacimiento y de desvanecimiento. Ahora bien, la filosofía plantea cómo conservar las velocidades infinitas sin dejar de ir adquiriendo mayor consistencia, otorgando una consistencia propia a lo virtual. El cedazo filosófico, en tanto que plano de inmanencia que solapa el caos, selecciona movimientos infinitos del pensamiento, y se surte de conceptos formados así como de partículas consistentes que van tan deprisa como el pensamiento. La ciencia aborda el caos de un modo totalmente distinto, casi inverso: renuncia a lo infinito, a la velocidad infinita, para adquirir una referencia capaz de actualizar lo virtual. Conservando lo infinito, la filosofía confiere una consistencia a lo virtual por conceptos; renunciando a lo infinito, la ciencia confiere a lo virtual una referencia que lo actualiza por funciones. La filosofía procede con un plano de inmanencia o de consistencia; la ciencia con un plano de referencia. En el caso de la ciencia, es como una detención de la imagen. Se trata de una desaceleración fantástica, y la materia se actualiza por desaceleración, pero también el pensamiento científico es capaz de penetrarla mediante proposiciones. Una función es una Desaceleración. Por supuesto, la ciencia incesantemente promueve aceleraciones, no sólo en las catálisis, sino en los aceleradores de partículas, en las expansiones que alejan las galaxias. Estos fenómenos sin embargo no hallan en la desaceleración primordial un momento-cero con el que rompen, sino más bien una condición coextensiva a la totalidad de su desarrollo. Reducir la velocidad es poner un límite en el caos por debajo del cual pasan todas las velocidades, de tal modo que forman una variable determinada en tanto que abscisa, al mismo tiempo que el límite forma una constante universal que no se puede superar (por ejemplo una contracción máxima). Los primeros functores constituyen por lo tanto el límite y la variable, y la referencia representa una relación entre valores
de la variable, o con mayor profundidad la relación de la variable en tanto que abscisa de las velocidades con el límite. Puede ocurrir que la constante-límite aparezca en sí misma como una relación en el conjunto del universo al que todas las partes están sometidas bajo una condición finita (cantidad de movimiento, de fuerza, de energía…). Aunque es necesario que existan unos sistemas de coordenadas, a los que remitan los términos de la relación: así pues, se trata de un segundo sentido del límite, de un encuadre externo o de una exorreferencia, ya que los protolímites, fuera de las coordenadas, engendran primero abscisas de
velocidades sobre las que se erigirán los ejes coordinables. Una partícula tendrá una posición, una energía, una masa, un valor de spin, pero siempre y cuando reciba una existencia o una realidad física, o «aterrice» en unas trayectorias que unos sistemas de coordenadas puedan recoger. Estos límites primeros constituyen la desaceleración dentro del caos o el umbral de suspensión de lo infinito, que sirven de endorreferencia y que efectúan un recuento: no son relaciones, sino números, y toda la teoría de las funciones depende de los números. Así por ejemplo la velocidad de la luz, el cero absoluto, el cuanto de acción, el Big Bang: el cero absoluto de las temperaturas es de 273,15 grados; la velocidad de la luz de 299 796 km/s, allí donde las longitudes se contraen hasta el cero y donde los relojes se detienen. Unos límites de este tipo no valen por el valor empírico que adquieren únicamente dentro de unos sistemas de coordenadas, actúan en primer lugar como condición de desaceleración primordial que se extiende en relación con lo infinito por toda la escala de las velocidades correspondientes, por sus aceleraciones o desaceleraciones condicionadas. Y lo que permite dudar de la vocación unitaria de la ciencia no es únicamente la diversidad de estos límites; resulta en efecto que engendra por su cuenta sistemas de coordenadas heterogéneos irreductibles, e impone umbrales de discontinuidad, en función de la proximidad o de la lejanía de la variable (por ejemplo el alejamiento de las galaxias). La ciencia no está obsesionada por su propia unidad, sino por el plano de referencia constituido por todos los límites o linderos bajo los cuales se enfrenta al caos. Estos linderos son lo que confieren al plano sus referencias; en cuanto a los sistemas de coordenadas, pueblan o surten el propio plano de referencia. Resulta difícil comprender cómo el límite se imbrica inmediatamente en lo infinito, en lo ilimitado. Y sin embargo no es la cosa limitada lo que impone un límite a lo infinito, sino que es el límite lo que hace posible algo limitado. Pitágoras, Anaximandro, hasta el propio Platón así lo creerán: un cuerpo a cuerpo del límite con lo infinito, de donde provendrán las cosas. Todo límite es ilusorio, y toda determinación es negación, si la determinación no está en relación inmediata con lo indeterminado. La teoría de la ciencia y de las funciones depende de ello.
Deleuze-Guattari
Infancia en París, vida en París.
Claire Parnet:
Bueno, «E» es «Infancia» [enfance]. Tú dices siempre que tu vida comenzó en la avenue de Wagram. Naciste en el distrito 17 [de París], y luego viviste con tu madre en la rue Daubigny, en el distrito 17, y ahora vives cerca de la place Clichy, es decir, un barrio más pobre, en el distrito 17, rue de Bizerte. Podemos decirlo, ya que estarás muerto cuando estás conversaciones se conozcan. Así que podemos dar tu dirección. Bueno, me gustaría saber, en primer lugar, ¿tu familia era lo que se suele llamar una familia burguesa? Una familia burguesa de derechas, si no me equivoco.
Gilles Deleuze:
Yo digo siempre donde he vivido cuando me lo preguntan. Porque lo cierto es que es una caída: empecé en la parte alta del 17, un 17 hermosísimo, y luego, de niño, viví la crisis de antes de la guerra. Tengo recuerdos infantiles de la crisis. No era mayor, pero uno de los recuerdos era el número de apartamentos vacíos. La gente ya no tenía dinero de veras, y había apartamentos en alquiler por todas partes. Así que mis padres tuvieron que dejar el bonito apartamento de la parta alta del 17, cerca de l’Arc de Triomphe, y luego descendimos, seguía estando bien, no quedaba lejos del boulevard Malesherbes, una callejuela, la rue Daubigny, y más tarde, cuando volví a París, ya mayor, estábamos en la frontera extrema del 17, y es un 17 artesanal, un poco proleta: la rue Nollet, la rue tal y cual, y no lejos de allí la casa en la que estaba Verlaine, que no era rico. Así que es una caída; no sé dónde estaré en unos años, pero todo esto no va a arreglarse.
Claire Parnet:
¿Tal vez en Saint-Ouen?
Gilles Deleuze:
En Saint-Ouen, sí. Pero mi familia, sí, es una familia burguesa. De derechas, no, porque... de derechas, sí, desde luego de izquierdas no. Hay que ponerse en situación –yo no tengo muchos recuerdos de infancia. No tengo muchos porque, para mí, la memoria es más bien una facultad que debe repeler el pasado en vez de convocarlo. Hace falta mucha memoria para repeler el pasado, justamente porque no es un archivo. Por eso tengo ese recuerdo de los... había incluso herrajes en los que se leía «se alquila apartamento» –viví bastante la crisis y todo aquello.
Claire Parnet:
¿En qué años era esto?
Gilles Deleuze:
Ah, no me acuerdo nunca de los años. No sé, entre 1930 y 1935. 1930, ya no me acuerdo, en fin...
Claire Parnet:
¿Tenías diez años?
Gilles Deleuze:
La gente ya no tenía dinero. Yo nací en 1925, sí, pero me acuerdo de las preocupaciones por el dinero –fue eso lo que me evitó estudiar con los jesuitas.
Claire Parnet:
En la rue des Postes.
Gilles Deleuze:
Como mis padres tenían más dinero, estaba destinado a ir a los jesuitas, pero luego fui al instituto porque estaba la crisis. Pero el otro aspecto, ya no me acuerdo; si no me equivoco había otro aspecto de la crisis... Ya no me acuerdo; había otro aspecto, pero no importa. Y luego llegó la guerra. Y mi padre, sí, era una familia, en efecto –cuando digo que era una familia de derechas, sí, porque tengo un recuerdo muy vivo: nunca se recuperaron. Por eso comprendo mejor a los patronos, a algunos patrones en la actualidad. Han conservado un terror del Frente Popular que es algo increíble. El Frente Popular... ¡tal vez sucede incluso con los patronos que no lo vivieron! Pero bueno, todavía deben quedar algunos que lo vivieron. Para ellos el Frente Popular ha quedado como la imagen del caos, peor que 1968. Y me acuerdo de que, con todo, toda esa burguesía de derechas veía el síntoma: todos eran antisemitas, y Blum, fue algo espantoso, si quieres, el odio que Mendès-France tuvo que soportar, pero ese odio no es nada, nada, al lado del odio que se ganó Blum. Porque Blum era en realidad el primero. ¡Las vacaciones pagadas! ¡Fue espantosa la reacción a las vacaciones pagadas!
Claire Parnet:
¿El primer judío de izquierdas conocido?
Gilles Deleuze:
Uy, Blum era, no sé, peor que el diablo, era el signo... no se puede comprender cómo Pétain pudo tomar el poder como lo hizo si no se considera el grado de antisemitismo de Francia, de la burguesía francesa en aquel momento. El odio hacia las medidas sociales del gobierno Blum. Era espantoso. Mi padre era un poco Croix de Feu, pero eso era muy corriente en aquella época. En fin, era una familia de derechas, inculta. Hay una burguesía culta. La mía era una burguesía totalmente inculta, completamente inculta, pero mi padre era, creo, lo que se llama un hombre exquisito, muy benevolente, muy bueno, muy encantador –y a mí me parecía bastante asombrosa esa violencia contra... el venía de la guerra del 14, todo eso se produce... es un mundo que uno comprende muy bien a grandes rasgos, pero del que uno no imagina los detalles, vaya. Aquellos veteranos de la guerra del 14, y al mismo tiempo el antisemitismo, el régimen de la crisis, la crisis –¿qué era aquella crisis de la que nadie comprendía nada? En fin, así era.
Claire Parnet:
¿Y qué profesión tenía?
Gilles Deleuze:
Era ingeniero, pero bueno, era un ingeniero muy especial, porque me acuerdo de dos de sus actividades. El había inventado o explotaba un producto para impermeabilizar los techos. La impermeabilización de los techos –pero con la crisis ya no tenía más que un solo obrero, un italiano. Y además un extranjero, todo aquello iba muy mal. Luego el negocio se vino abajo y pudo recolocarse en una industria más seria que fabricaba globos, aparatos... aeronaves.
Claire Parnet:
Sí.
Gilles Deleuze:
Pero en un momento en el que aquello ya no servía absolutamente para nada. Hasta el punto de que en 1939, para detener a los aviones alemanes, en lo alto de París había no sé qué, pero en realidad era algo así como las palomas mensajeras. Entonces, cuando los alemanes se apoderaron de la fábrica en la que trabajaba mi padre, fueron más razonables y lo adaptaron todo a la fabricación de botes neumáticos. Era más eficaz, y ya no hicieron globos y zepelines, ¡no! En cuanto a mí, pude asistir al nacimiento de la guerra; pude ver (me acuerdo perfectamente, aunque no era mayor: tenía catorce años) el modo en que la gente sabía perfectamente que habían ganado un año con Munich, que habían ganado un año, unos meses, que la guerra era... –en fin, aquello se encadenó: la crisis, la guerra, no era tan... había una atmósfera muy tensa, no sé, en la que la gente mayor que yo tuvo que vivir momentos horrorosos, vaya.
Gilles Deleuze:
Entonces, cuando los alemanes llegaron de verdad –dejaron atrás Bélgica, se precipitaron sobre Francia, y lo que vino después. Yo estaba en Deauville, que era el lugar en el que mis padres pasaban las vacaciones, siempre las vacaciones de verano. Ellos ya habían vuelto... no, volvieron entonces y nos dejaron allí, lo que resultaba inimaginable: teníamos una madre que nunca se había separado de nosotros, etc. Pero al poco nos reencontramos en una pensión, y ella nos confió a una vieja señora que tenía una pensión, de tal suerte que cursé un año escolar en Deauville, en un hotel que fue transformado en instituto, mientras que los alemanes no estaban lejos. Ah, no, lo confundo todo: aquello fue durante la drôle de guerre, sí, cuando estaba en aquel instituto en Deauville. Todo aquello sucedió, cuando hablaba hace un momento de las vacaciones pagadas, me acuerdo más si cabe, porque la llegada de los primeros trabajadores con las vacaciones pagadas a la playa de Deauville fue algo digno de verse: para un cineasta aquello debía ser una obra maestra, porque, cuando uno veía a aquella gente que veía el mar por primera vez , ¡es algo prodigioso! Yo pude conocer a alguien que sólo vio el mar por primera vez en su vida mucho después de nacer. Era espléndido: era una chiquilla del Limousin que estaba con nosotros y que vio el mar por primera vez. Es verdad que, si hay algo que resulta inimagible cuando uno no lo ha visto, ¡es el mar! Uno puede pensar antes de verlo: el mar es algo grandioso, infinito, pero uno no añade gran cosa con ello, pero cuando uno ve el mar –y aquella chiquilla se quedó, no sé, cuatro, cinco horas delante del mar, completamente embrutecida, como si fuera idiota de nacimiento, y no se cansaba de ver un espectáculo tan sublime, tan grandioso. Y entonces, en la playa de Deauville, que desde hacía mucho tiempo era una playa reservada a la gente, a los burgueses, era su propiedad, de repente desembarcan las familias obreras con las vacaciones pagadas, y gente que, sin duda, nunca había visto el mar. Y aquello era grandioso. Si el odio de clase significa algo, son palabras como... Ay, mi madre, que no obstante era la mejor de la mujeres, hablaba de la imposibilidad de frecuentar una playa en la que había gente así. Así que fue muy duro, ¡yo creo que los burgueses nunca lo han podido olvidar! Mayo del 68 no fue nada al lado de aquello...
Claire Parnet:
Pero cuenta algo más del miedo que tenía y que has evocado, ese miedo increíble.
Gilles Deleuze:
Aquel miedo no tenía un momento de respiro. Si se daban vacaciones a los obreros, entonces todos los privilegios burgueses desaparecían. También se trataba de los lugares, de cuestiones de territorio. Si las chicas para todo iban a la playa de Deauville, aquello era, no sé, como si de repente volvieran los dinosaurios. No sé, era una agresión, ¡era peor que los alemanes! ¡Era peor que si los tanques alemanes llegaran a la playa! ¿Entiendes? ¡Aquello era indescriptible, vaya!
Claire Parnet:
Eran gente de otro mundo, vaya.
Gilles Deleuze:
Sobre todo porque –se trata de un detalle–, pero lo que sucedía en las fábricas, en fin, no, los patronos nunca lo han olvidado, creo incluso que para ellos es un miedo hereditario. Con ello no quiero decir que 1968 no fuera nada –1968 fue otra cosa, pero también conservan, no han perdido el recuerdo del 1968, ¿eh? Pero bueno, yo estaba en Deauville, sin los padres, con mi hermano, etc. Cuando los alemanes se abrieron paso verdaderamente, entonces sí, ¡ahí deje de ser idiota! Porque, me explico,, yo era un muchachito sumamente mediocre desde el punto de vista escolar, de ningún interés desde cualquier punto de vista. Tenía, o hacía colecciones de sellos; esa era mi mayor actividad, y luego en clase era nulo. Y tuve (es algo que creo que le ocurre a mucha gente, uno siempre), no sé. A la gente que se despierta en un momento dado, siempre les despierta alguien, ¿eh? Y yo, en ese hotel convertido en instituto, había un tipo, joven, que me pareció bastante extraordinario, porque hablaba muy bien, y aquello fue el despertar absoluto para mí. Tuve la suerte de dar con un tipo... ahora, aquel tipo, (que luego llegó a ser relativamente conocido, porque, en primer lugar, tenía un padre algo famoso, y luego emprendió muchas actividades en el izquierdismo, pero mucho más tarde), se llamaba Halbwachs. Era Pierre Halbwachs, el hijo del sociólogo. En aquel momento era muy joven, y tenía un cabeza muy curiosa; era muy delgado, más bien alto, si no recuerdo mal, y sólo tenía un ojo, es decir, tenía un ojo abierto y el otro cerrado. No de nacimiento, sino que lo ponía así, parecía casi un cíclope, tenía un pelo corto ensortijado, como una cabra, como un, no, sí, no como un borrego. Cuando hacía frío, se ponía verde o violeta, en fin, tenía una salud sumamente frágil, por lo que había sido declarado inútil para el ejército y licenciado. Le habían enviado allí como profesor durante la guerra, para cubrir las... y para mí fue una revelación. Él estaba lleno de entusiasmo, ya no sé ni siquiera en qué clase estaba, supongo que en tercero o en segundo de bachillerato, y bueno, él nos comunicaba, o me comunicaba a mí algo que para mí fue conmovedor. Yo descubría algo. Nos hablaba de Baudelaire, nos leía, leía muy bien. Y nos hicimos amigos íntimos, no podía ser de otro modo, porque él se percató de que me impresionaba enormemente, y me acuerdo de que en invierno, entonces, en la playa de Deauville, me llevaba, yo le seguía, iba literalmente pegado a él, era su discípulo, había encontrado un maestro. Nos sentábamos en las dunas, y allí, con el viento, el mar, era estupendo: me leía, me acuerdo de que me leía Les Nourritures Terrestres [Los alimentos terrestres]. Recitaba con voz muy alta, no había nadie en la playa en invierno, recitaba Les Nourritures Terrestres. Yo estaba sentado a su lado, un poco apurado por si venía alguien, claro, y pensaba: «Ah, qué raro es todo esto», y él me leía, pero eran lecturas muy variadas; me hacía descubrir a Anatole France, a Baudelaire, a Gide, creo que, bueno, eran los principales, eran sus grandes amores, y yo estaba transformado, vaya, absolutamente transformado. Y así aquello no tardó en dar que hablar, ¿no?, aquel tipo con la pinta que tenía, aquel gran ojo, etc... aquel chiquillo que le seguía a todas partes, iban a la playa juntos, etc., de manera que mi hospedera no tardó en inquietarse, me llamó y me dijo que era responsable de mí en ausencia de mis padres, que me ponía en guardia contra determinadas relaciones. No entendí nada, porque, de haber relaciones puras, incontestables y confesables, son y fueron aquellas. Y sólo después comprendí que se suponía que Pierre Halbwachs era un peligroso pederasta. Entonces le dije: «Estoy molesto, mi hospedera dice que...». Yo le trataba de usted, por supuesto, él me tuteaba. Le dije: «Mi hospedera me dice... que no tengo que verle, que todo esto no es normal, no es conveniente». Y él me dijo: «Escucha, no te apures, ninguna dama, ninguna vieja dama se me resiste», dijo, «voy a explicarle, voy a verla y verás como se tranquiliza». Y yo, a pesar de todo, era los bastante listo, el me había vuelto lo bastante listo como para albergar dudas. Aquello no me tranquilizó en absoluto, porque tenía un presentimiento. No estaba del todo seguro de que la hospedera fuera... Y, en efecto, aquello fue una catástofre: fue a ver a la vieja hospedera, quien inmediatamente escribió a mis padres que era urgente que volviera, que había un individuo sumamente sospechoso. Había fracasado completamente en su objetivo. Pero entonces lllegan los alemanes, etc., era la drôle de guerre. Llegan los alemanes, ya no había nada que hacer, y mi hermano y yo salimos en bicicleta para encontrar a mis padress que había sido conducidos a Rochefort, la fábrica se desplazaba a Rochefort, es decir, para escapar de los alemanes. Así que nos fuimos en bicicleta, recuerdo que pude oír aún el discurso de Pétain, en famoso discurso infame, en un albergue de aldea, etc. Luego seguimos en bicicleta, mi hermano y yo, y en un cruce, ¿con quién nos topamos? Un coche, entonces digna de un dibujo animado, en el que iban el viejo Halbwachs, Halbwachs hijo, un esteta que entonces se llamaba Bayer, y no iban muy lejos de la Rochelle, ¡era un destino! Bueno, eso es. Pero bueno, lo cuento sólo para decir que luego encontré a Halbwachs, pude conocerle bien, ya no sentía admiración por él, lo cierto es que, bueno... Pero aquello me enseño al menos algo, y es que fue a los catorce años, trece, catorce años, en el momento en el que le admiraba, fue entonces cuando tenía razón, ¿no?
Bueno, «E» es «Infancia» [enfance]. Tú dices siempre que tu vida comenzó en la avenue de Wagram. Naciste en el distrito 17 [de París], y luego viviste con tu madre en la rue Daubigny, en el distrito 17, y ahora vives cerca de la place Clichy, es decir, un barrio más pobre, en el distrito 17, rue de Bizerte. Podemos decirlo, ya que estarás muerto cuando estás conversaciones se conozcan. Así que podemos dar tu dirección. Bueno, me gustaría saber, en primer lugar, ¿tu familia era lo que se suele llamar una familia burguesa? Una familia burguesa de derechas, si no me equivoco.
Gilles Deleuze:
Yo digo siempre donde he vivido cuando me lo preguntan. Porque lo cierto es que es una caída: empecé en la parte alta del 17, un 17 hermosísimo, y luego, de niño, viví la crisis de antes de la guerra. Tengo recuerdos infantiles de la crisis. No era mayor, pero uno de los recuerdos era el número de apartamentos vacíos. La gente ya no tenía dinero de veras, y había apartamentos en alquiler por todas partes. Así que mis padres tuvieron que dejar el bonito apartamento de la parta alta del 17, cerca de l’Arc de Triomphe, y luego descendimos, seguía estando bien, no quedaba lejos del boulevard Malesherbes, una callejuela, la rue Daubigny, y más tarde, cuando volví a París, ya mayor, estábamos en la frontera extrema del 17, y es un 17 artesanal, un poco proleta: la rue Nollet, la rue tal y cual, y no lejos de allí la casa en la que estaba Verlaine, que no era rico. Así que es una caída; no sé dónde estaré en unos años, pero todo esto no va a arreglarse.
Claire Parnet:
¿Tal vez en Saint-Ouen?
Gilles Deleuze:
En Saint-Ouen, sí. Pero mi familia, sí, es una familia burguesa. De derechas, no, porque... de derechas, sí, desde luego de izquierdas no. Hay que ponerse en situación –yo no tengo muchos recuerdos de infancia. No tengo muchos porque, para mí, la memoria es más bien una facultad que debe repeler el pasado en vez de convocarlo. Hace falta mucha memoria para repeler el pasado, justamente porque no es un archivo. Por eso tengo ese recuerdo de los... había incluso herrajes en los que se leía «se alquila apartamento» –viví bastante la crisis y todo aquello.
Claire Parnet:
¿En qué años era esto?
Gilles Deleuze:
Ah, no me acuerdo nunca de los años. No sé, entre 1930 y 1935. 1930, ya no me acuerdo, en fin...
Claire Parnet:
¿Tenías diez años?
Gilles Deleuze:
La gente ya no tenía dinero. Yo nací en 1925, sí, pero me acuerdo de las preocupaciones por el dinero –fue eso lo que me evitó estudiar con los jesuitas.
Claire Parnet:
En la rue des Postes.
Gilles Deleuze:
Como mis padres tenían más dinero, estaba destinado a ir a los jesuitas, pero luego fui al instituto porque estaba la crisis. Pero el otro aspecto, ya no me acuerdo; si no me equivoco había otro aspecto de la crisis... Ya no me acuerdo; había otro aspecto, pero no importa. Y luego llegó la guerra. Y mi padre, sí, era una familia, en efecto –cuando digo que era una familia de derechas, sí, porque tengo un recuerdo muy vivo: nunca se recuperaron. Por eso comprendo mejor a los patronos, a algunos patrones en la actualidad. Han conservado un terror del Frente Popular que es algo increíble. El Frente Popular... ¡tal vez sucede incluso con los patronos que no lo vivieron! Pero bueno, todavía deben quedar algunos que lo vivieron. Para ellos el Frente Popular ha quedado como la imagen del caos, peor que 1968. Y me acuerdo de que, con todo, toda esa burguesía de derechas veía el síntoma: todos eran antisemitas, y Blum, fue algo espantoso, si quieres, el odio que Mendès-France tuvo que soportar, pero ese odio no es nada, nada, al lado del odio que se ganó Blum. Porque Blum era en realidad el primero. ¡Las vacaciones pagadas! ¡Fue espantosa la reacción a las vacaciones pagadas!
Claire Parnet:
¿El primer judío de izquierdas conocido?
Gilles Deleuze:
Uy, Blum era, no sé, peor que el diablo, era el signo... no se puede comprender cómo Pétain pudo tomar el poder como lo hizo si no se considera el grado de antisemitismo de Francia, de la burguesía francesa en aquel momento. El odio hacia las medidas sociales del gobierno Blum. Era espantoso. Mi padre era un poco Croix de Feu, pero eso era muy corriente en aquella época. En fin, era una familia de derechas, inculta. Hay una burguesía culta. La mía era una burguesía totalmente inculta, completamente inculta, pero mi padre era, creo, lo que se llama un hombre exquisito, muy benevolente, muy bueno, muy encantador –y a mí me parecía bastante asombrosa esa violencia contra... el venía de la guerra del 14, todo eso se produce... es un mundo que uno comprende muy bien a grandes rasgos, pero del que uno no imagina los detalles, vaya. Aquellos veteranos de la guerra del 14, y al mismo tiempo el antisemitismo, el régimen de la crisis, la crisis –¿qué era aquella crisis de la que nadie comprendía nada? En fin, así era.
Claire Parnet:
¿Y qué profesión tenía?
Gilles Deleuze:
Era ingeniero, pero bueno, era un ingeniero muy especial, porque me acuerdo de dos de sus actividades. El había inventado o explotaba un producto para impermeabilizar los techos. La impermeabilización de los techos –pero con la crisis ya no tenía más que un solo obrero, un italiano. Y además un extranjero, todo aquello iba muy mal. Luego el negocio se vino abajo y pudo recolocarse en una industria más seria que fabricaba globos, aparatos... aeronaves.
Claire Parnet:
Sí.
Gilles Deleuze:
Pero en un momento en el que aquello ya no servía absolutamente para nada. Hasta el punto de que en 1939, para detener a los aviones alemanes, en lo alto de París había no sé qué, pero en realidad era algo así como las palomas mensajeras. Entonces, cuando los alemanes se apoderaron de la fábrica en la que trabajaba mi padre, fueron más razonables y lo adaptaron todo a la fabricación de botes neumáticos. Era más eficaz, y ya no hicieron globos y zepelines, ¡no! En cuanto a mí, pude asistir al nacimiento de la guerra; pude ver (me acuerdo perfectamente, aunque no era mayor: tenía catorce años) el modo en que la gente sabía perfectamente que habían ganado un año con Munich, que habían ganado un año, unos meses, que la guerra era... –en fin, aquello se encadenó: la crisis, la guerra, no era tan... había una atmósfera muy tensa, no sé, en la que la gente mayor que yo tuvo que vivir momentos horrorosos, vaya.
Gilles Deleuze:
Entonces, cuando los alemanes llegaron de verdad –dejaron atrás Bélgica, se precipitaron sobre Francia, y lo que vino después. Yo estaba en Deauville, que era el lugar en el que mis padres pasaban las vacaciones, siempre las vacaciones de verano. Ellos ya habían vuelto... no, volvieron entonces y nos dejaron allí, lo que resultaba inimaginable: teníamos una madre que nunca se había separado de nosotros, etc. Pero al poco nos reencontramos en una pensión, y ella nos confió a una vieja señora que tenía una pensión, de tal suerte que cursé un año escolar en Deauville, en un hotel que fue transformado en instituto, mientras que los alemanes no estaban lejos. Ah, no, lo confundo todo: aquello fue durante la drôle de guerre, sí, cuando estaba en aquel instituto en Deauville. Todo aquello sucedió, cuando hablaba hace un momento de las vacaciones pagadas, me acuerdo más si cabe, porque la llegada de los primeros trabajadores con las vacaciones pagadas a la playa de Deauville fue algo digno de verse: para un cineasta aquello debía ser una obra maestra, porque, cuando uno veía a aquella gente que veía el mar por primera vez , ¡es algo prodigioso! Yo pude conocer a alguien que sólo vio el mar por primera vez en su vida mucho después de nacer. Era espléndido: era una chiquilla del Limousin que estaba con nosotros y que vio el mar por primera vez. Es verdad que, si hay algo que resulta inimagible cuando uno no lo ha visto, ¡es el mar! Uno puede pensar antes de verlo: el mar es algo grandioso, infinito, pero uno no añade gran cosa con ello, pero cuando uno ve el mar –y aquella chiquilla se quedó, no sé, cuatro, cinco horas delante del mar, completamente embrutecida, como si fuera idiota de nacimiento, y no se cansaba de ver un espectáculo tan sublime, tan grandioso. Y entonces, en la playa de Deauville, que desde hacía mucho tiempo era una playa reservada a la gente, a los burgueses, era su propiedad, de repente desembarcan las familias obreras con las vacaciones pagadas, y gente que, sin duda, nunca había visto el mar. Y aquello era grandioso. Si el odio de clase significa algo, son palabras como... Ay, mi madre, que no obstante era la mejor de la mujeres, hablaba de la imposibilidad de frecuentar una playa en la que había gente así. Así que fue muy duro, ¡yo creo que los burgueses nunca lo han podido olvidar! Mayo del 68 no fue nada al lado de aquello...
Claire Parnet:
Pero cuenta algo más del miedo que tenía y que has evocado, ese miedo increíble.
Gilles Deleuze:
Aquel miedo no tenía un momento de respiro. Si se daban vacaciones a los obreros, entonces todos los privilegios burgueses desaparecían. También se trataba de los lugares, de cuestiones de territorio. Si las chicas para todo iban a la playa de Deauville, aquello era, no sé, como si de repente volvieran los dinosaurios. No sé, era una agresión, ¡era peor que los alemanes! ¡Era peor que si los tanques alemanes llegaran a la playa! ¿Entiendes? ¡Aquello era indescriptible, vaya!
Claire Parnet:
Eran gente de otro mundo, vaya.
Gilles Deleuze:
Sobre todo porque –se trata de un detalle–, pero lo que sucedía en las fábricas, en fin, no, los patronos nunca lo han olvidado, creo incluso que para ellos es un miedo hereditario. Con ello no quiero decir que 1968 no fuera nada –1968 fue otra cosa, pero también conservan, no han perdido el recuerdo del 1968, ¿eh? Pero bueno, yo estaba en Deauville, sin los padres, con mi hermano, etc. Cuando los alemanes se abrieron paso verdaderamente, entonces sí, ¡ahí deje de ser idiota! Porque, me explico,, yo era un muchachito sumamente mediocre desde el punto de vista escolar, de ningún interés desde cualquier punto de vista. Tenía, o hacía colecciones de sellos; esa era mi mayor actividad, y luego en clase era nulo. Y tuve (es algo que creo que le ocurre a mucha gente, uno siempre), no sé. A la gente que se despierta en un momento dado, siempre les despierta alguien, ¿eh? Y yo, en ese hotel convertido en instituto, había un tipo, joven, que me pareció bastante extraordinario, porque hablaba muy bien, y aquello fue el despertar absoluto para mí. Tuve la suerte de dar con un tipo... ahora, aquel tipo, (que luego llegó a ser relativamente conocido, porque, en primer lugar, tenía un padre algo famoso, y luego emprendió muchas actividades en el izquierdismo, pero mucho más tarde), se llamaba Halbwachs. Era Pierre Halbwachs, el hijo del sociólogo. En aquel momento era muy joven, y tenía un cabeza muy curiosa; era muy delgado, más bien alto, si no recuerdo mal, y sólo tenía un ojo, es decir, tenía un ojo abierto y el otro cerrado. No de nacimiento, sino que lo ponía así, parecía casi un cíclope, tenía un pelo corto ensortijado, como una cabra, como un, no, sí, no como un borrego. Cuando hacía frío, se ponía verde o violeta, en fin, tenía una salud sumamente frágil, por lo que había sido declarado inútil para el ejército y licenciado. Le habían enviado allí como profesor durante la guerra, para cubrir las... y para mí fue una revelación. Él estaba lleno de entusiasmo, ya no sé ni siquiera en qué clase estaba, supongo que en tercero o en segundo de bachillerato, y bueno, él nos comunicaba, o me comunicaba a mí algo que para mí fue conmovedor. Yo descubría algo. Nos hablaba de Baudelaire, nos leía, leía muy bien. Y nos hicimos amigos íntimos, no podía ser de otro modo, porque él se percató de que me impresionaba enormemente, y me acuerdo de que en invierno, entonces, en la playa de Deauville, me llevaba, yo le seguía, iba literalmente pegado a él, era su discípulo, había encontrado un maestro. Nos sentábamos en las dunas, y allí, con el viento, el mar, era estupendo: me leía, me acuerdo de que me leía Les Nourritures Terrestres [Los alimentos terrestres]. Recitaba con voz muy alta, no había nadie en la playa en invierno, recitaba Les Nourritures Terrestres. Yo estaba sentado a su lado, un poco apurado por si venía alguien, claro, y pensaba: «Ah, qué raro es todo esto», y él me leía, pero eran lecturas muy variadas; me hacía descubrir a Anatole France, a Baudelaire, a Gide, creo que, bueno, eran los principales, eran sus grandes amores, y yo estaba transformado, vaya, absolutamente transformado. Y así aquello no tardó en dar que hablar, ¿no?, aquel tipo con la pinta que tenía, aquel gran ojo, etc... aquel chiquillo que le seguía a todas partes, iban a la playa juntos, etc., de manera que mi hospedera no tardó en inquietarse, me llamó y me dijo que era responsable de mí en ausencia de mis padres, que me ponía en guardia contra determinadas relaciones. No entendí nada, porque, de haber relaciones puras, incontestables y confesables, son y fueron aquellas. Y sólo después comprendí que se suponía que Pierre Halbwachs era un peligroso pederasta. Entonces le dije: «Estoy molesto, mi hospedera dice que...». Yo le trataba de usted, por supuesto, él me tuteaba. Le dije: «Mi hospedera me dice... que no tengo que verle, que todo esto no es normal, no es conveniente». Y él me dijo: «Escucha, no te apures, ninguna dama, ninguna vieja dama se me resiste», dijo, «voy a explicarle, voy a verla y verás como se tranquiliza». Y yo, a pesar de todo, era los bastante listo, el me había vuelto lo bastante listo como para albergar dudas. Aquello no me tranquilizó en absoluto, porque tenía un presentimiento. No estaba del todo seguro de que la hospedera fuera... Y, en efecto, aquello fue una catástofre: fue a ver a la vieja hospedera, quien inmediatamente escribió a mis padres que era urgente que volviera, que había un individuo sumamente sospechoso. Había fracasado completamente en su objetivo. Pero entonces lllegan los alemanes, etc., era la drôle de guerre. Llegan los alemanes, ya no había nada que hacer, y mi hermano y yo salimos en bicicleta para encontrar a mis padress que había sido conducidos a Rochefort, la fábrica se desplazaba a Rochefort, es decir, para escapar de los alemanes. Así que nos fuimos en bicicleta, recuerdo que pude oír aún el discurso de Pétain, en famoso discurso infame, en un albergue de aldea, etc. Luego seguimos en bicicleta, mi hermano y yo, y en un cruce, ¿con quién nos topamos? Un coche, entonces digna de un dibujo animado, en el que iban el viejo Halbwachs, Halbwachs hijo, un esteta que entonces se llamaba Bayer, y no iban muy lejos de la Rochelle, ¡era un destino! Bueno, eso es. Pero bueno, lo cuento sólo para decir que luego encontré a Halbwachs, pude conocerle bien, ya no sentía admiración por él, lo cierto es que, bueno... Pero aquello me enseño al menos algo, y es que fue a los catorce años, trece, catorce años, en el momento en el que le admiraba, fue entonces cuando tenía razón, ¿no?
De la proposición
Entre estos acontecimientos-efectos y el lenguaje, o incluso la posibilidad del lenguaje, hay una relación esencial: pertenece a los acontecimientos el ser expresados o expresables, enunciados o enunciables por proposiciones cuando menos posibles. Pero hay muchas relaciones en la proposición; ¿cuál es la que conviene a los efectos de superficie, a los acontecimientos? Muchos autores están de acuerdo en reconocer tres relaciones distintas en la proposición. La primera se denomina designación o indicación: es la relación de la proposición con un estado de cosas exterior (datum). El estado de cosas es individuado, implica tal o cual cuerpo, mezclas de cuerpos, cualidades y cantidades, relaciones. La designación opera mediante la asociación de las palabras mismas con imágenes particulares que deben «representar» el estado de cosas: entre todas aquellas que se asocian a la palabra, a tal o cual palabra en la proposición, hay que escoger, seleccionar las que corresponden al complejo dado. La intuición designadora se expresa entonces bajo la forma: «es esto», «no es esto». La cuestión de saber si la asociación de palabras a imágenes es primitiva o derivada, necesaria o arbitraria, no puede ser planteada todavía. Por el momento, lo que cuenta es que ciertas palabras en la proposición, ciertas partículas lingüísticas, sirven de formas vacías para la selección de imágenes siempre, es decir para la designación de cada estado de cosas: sería erróneo tratarlas como conceptos universales; son singulares formales, que tienen un papel de puros «designantes» o, como dice Benveniste, de indicadores. Estos indicadores formales son: esto, aquello; el aquí, allá; ayer, hoy, etc. Los nombres propios son también indicadores o designantes, pero de una importancia especial ya que son los únicos que forman singularidades propiamente materiales. Lógicamente, la designación tiene por criterio y por elemento lo verdadero y lo falso. Verdadero significa que una designación está efectivamente cumplida por el estado de cosas, que los indicadores están efectuados, o la buena imagen seleccionada. «Verdadero en todos los casos» significa que el cumplimiento se da para la infinidad de imágenes particulares asociables con las palabras, sin que haya necesidad de selección. Falso significa que la designación no se cumple, sea por un defecto de las imágenes seleccionadas, sea por la imposibilidad radical de producir una imagen asociable con las palabras. Una segunda relación de la proposición se denomina a menudo manifestación. Se trata de la relación de la proposición con el sujeto que habla y se expresa. Así pues, la manifestación se presenta como el enunciado de los deseos y las creencias que corresponden a la proposición. Deseos y creencias son inferencias causales, no asociaciones. El deseo es la causalidad interna de una imagen con respecto a la existencia del objeto o del estado de cosas correspondiente; correlativamente, la creencia es la expectativa de este objeto o estado de cosas, en tanto que su existencia debe ser producida por una causalidad externa. De ello no debe concluirse que la manifestación es segunda respecto a la designación: al contrario, ella la posibilita, y las inferencias forman una unidad sistemática de la que derivan las asociaciones. Hume lo percibió de un modo profundo: en la asociación de causa a efecto, es la «inferencia según la relación» la que precede a la relación misma. Este primado de la manifestación se confirma por el análisis lingüístico. Porque hay en la proposición unos «manifestantes» como partículas especiales: yo, tú; mañana, siempre; en otra parte, en todas partes, etc. Y del mismo modo como el nombre propio es un indicador privilegiado, Yo es el manifestante de base. Pero no son sólo los otros manifestantes quienes dependen del Yo, sino que es el conjunto de indicadores los que se relacionan con él. La indicación o designación subsumía los estados de cosas individuales, las imágenes particulares y los designantes singulares; pero los manifestantes, a partir del Yo, constituyen el dominio de lo personal que sirve de principio a toda designación posible. En definitiva, de la designación a la manifestación, se produce un desplazamiento de valores lógicos representado por el Cógito: no ya lo verdadero y lo falso, sino la veracidad y el engaño. En el célebre análisis del pedazo de cera, Descartes no busca en ningún modo lo que permanece en la cera, problema que ni siquiera se plantea en este texto, sino que muestra cómo el Yo manifestado en el Cógito funda el juicio de designación según el cual la cera es identificada.
Debemos reservar el nombre de significación para una tercera dimensión de la proposición: se trata esta vez de la relación de la palabra con conceptos universales o generales y de las relaciones sintácticas con implicaciones de concepto. Desde el punto de vista de la significación, consideraremos siempre los elementos de la proposición como «significando» implicaciones de conceptos que pueden remitir a otras proposiciones, capaces de servir de premisas a la primera. La significación se define por este orden de implicación conceptual en el que la proposición considerada no interviene sino como elemento de una «demostración», en el sentido más general del término, sea como premisa, sea como conclusión. Los significantes lingüísticos son entonces esencialmente «implica» y «luego». La implicación es el signo que define la relación entre las premisas y la conclusión; «luego» es el signo de la aserción que define la posibilidad de afirmar la conclusión por sí misma como resultado de las implicaciones. Cuando hablamos de demostración en el sentido más general, queremos decir que la significación de la proposición se encuentra así siempre en el procedimiento indirecto que le corresponde, es decir, en su relación con otras proposiciones de las que es concluida o, inversamente, de las que posibilita la conclusión. La designación remite, por el contrario, al procedimiento directo. La demostración no debe entenderse en sentido restringido, silogístico o matemático, sino también en el sentido físico de las probabilidades, o en el sentido moral de las promesas y compromisos, estando representada la aserción de la conclusión en este primer caso por el momento en el que la promesa se cumple de modo efectivo. El valor lógico de la significación o demostración entendida de este modo no es ya la verdad, como lo muestra el modo hipotético de las implicaciones, sino la condición de verdad, el conjunto de condiciones bajo las que una proposición «sería» verdadera. La proposición condicionada o concluida puede ser falsa, en tanto que designa actualmente un estado de cosas inexistente, o no directamente verificado. La significación no funda la verdad sin hacer también posible el error. Por ello, la condición de verdad no se opone a lo falso, sino a lo absurdo: lo que no tiene significación, lo que no puede ser ni verdadero ni falso.
Debemos reservar el nombre de significación para una tercera dimensión de la proposición: se trata esta vez de la relación de la palabra con conceptos universales o generales y de las relaciones sintácticas con implicaciones de concepto. Desde el punto de vista de la significación, consideraremos siempre los elementos de la proposición como «significando» implicaciones de conceptos que pueden remitir a otras proposiciones, capaces de servir de premisas a la primera. La significación se define por este orden de implicación conceptual en el que la proposición considerada no interviene sino como elemento de una «demostración», en el sentido más general del término, sea como premisa, sea como conclusión. Los significantes lingüísticos son entonces esencialmente «implica» y «luego». La implicación es el signo que define la relación entre las premisas y la conclusión; «luego» es el signo de la aserción que define la posibilidad de afirmar la conclusión por sí misma como resultado de las implicaciones. Cuando hablamos de demostración en el sentido más general, queremos decir que la significación de la proposición se encuentra así siempre en el procedimiento indirecto que le corresponde, es decir, en su relación con otras proposiciones de las que es concluida o, inversamente, de las que posibilita la conclusión. La designación remite, por el contrario, al procedimiento directo. La demostración no debe entenderse en sentido restringido, silogístico o matemático, sino también en el sentido físico de las probabilidades, o en el sentido moral de las promesas y compromisos, estando representada la aserción de la conclusión en este primer caso por el momento en el que la promesa se cumple de modo efectivo. El valor lógico de la significación o demostración entendida de este modo no es ya la verdad, como lo muestra el modo hipotético de las implicaciones, sino la condición de verdad, el conjunto de condiciones bajo las que una proposición «sería» verdadera. La proposición condicionada o concluida puede ser falsa, en tanto que designa actualmente un estado de cosas inexistente, o no directamente verificado. La significación no funda la verdad sin hacer también posible el error. Por ello, la condición de verdad no se opone a lo falso, sino a lo absurdo: lo que no tiene significación, lo que no puede ser ni verdadero ni falso.
Leyendo el Nietzsche de Gilles: Consecuencias para el eterno retorno.
Cuando los dados lanzados afirman una vez el azar, los dados que caen afirman necesariamente el número o el destino que acompaña a la tirada. Es en este sentido que el segundo momento del juego también es el conjunto de los dos momentos o el jugador que vale por el conjunto.
El eterno retorno es el segundo momento, el resultado de la tirada, la afirmación de la necesidad, el número que reúne todos los miembros del azar, pero también el retorno del primer momento, la repetición de la tirada, la reproducción y la re-afirmación del propio azar. El destino en el eterno retorno es también la «bienvenida» del azar: «Hago hervir en mi olla todo lo que es azar. Y hasta que el azar no está cocido y a punto, no le deseo la bienvenida para hacer de él mi alimento. Y en verdad, mucho azar se ha acercado a mí como dueño: pero mi voluntad le ha hablado más imperiosamente todavía, y ya estaba arrodillado delante mío y suplicándome - me suplicaba darle asilo y cordial acogida, y me hablaba de modo adulador: tenlo en cuenta, Zarathustra, sólo hay un amigo que venga así a casa de un amigo». Esto quiere decir: hay muchos fragmentos del azar que pretenden valer por sí mismos; se amparan en su probabilidad, cada uno solicita del jugador varias tiradas; repartidos en varias tiradas, convertidos en simples probabilidades, los fragmentos del azar son esclavos que quieren hablar como señores; pero Zarathustra sabe que no es así como hay que jugar, ni dejar jugar; al contrario, hay que afirmar todo el azar de un golpe (es decir, hacerlo hervir y cocer como el jugador que calienta los dados en sus manos), para reunir todos los fragmentos y para afirmar el número que no es probable, sino fatal y necesario: sólo entonces es el azar un amigo que va a ver a su amigo, y que éste hace volver, un amigo del destino del que el propio destino asegura el eterno retorno como tal. En un texto más oscuro, repleto de significación histórica, Nietzsche escribe: «El caos universal, que excluye cualquier actividad de carácter final, no se contradice con la idea del ciclo; porque esta idea no es más que una necesidad irracional». Esto quiere decir: a menudo se han combinado el caos y el ciclo, el devenir y el eterno retorno, pero como si pusieran en juego dos términos opuestos. Así, para Platón, el devenir es en sí mismo un devenir ilimitado, un devenir loco, un devenir hybrico y culpable, que, para que adopte un movimiento circular debe sufrir la acción de un demiurgo que le doblegue por la fuerza, que le imponga el límite o el modelo de la idea: he aquí que el devenir o el caos son rechazados por parte de una causalidad mecánica oscura, y el ciclo llevado a una especie de finalidad que se impone desde fuera; el caos no subsiste en el ciclo; el ciclo expresa la forzada sumisión del devenir a una ley que no es la suya. Quizás únicamente Heráclito, incluso entre los presocráticos, sabía que el devenir no es «juzgado», que no puede serlo ni tiene ganas de serlo, que no recibe su ley de otra parte, que es «justo» y posee en sí mismo su propia ley. Únicamente Heráclito presintió que el caos y el ciclo no se oponían en nada. Y, en verdad, basta afirmar el caos (azar y no causalidad) para afirmar al mismo tiempo el número o la necesidad que lo proporciona (necesidad irracional y no finalidad). «No hubo primero un caos, y después, poco a poco, un movimiento regular y circular de todas las formas, al contrario: todo esto es eterno, sustraído al devenir; si alguna vez hubo un caos de fuerzas es que el caos era eterno y ha reaparecido en todos los ciclos.El movimiento circular no ha devenido, es la ley original, del mismo modo que la masa de fuerza es la ley original sin excepción, sin infracción posible. Todo devenir acontece en el interior del ciclo y de la masa de fuerza». Se comprende que Nietzsche no reconociese de ninguna manera su idea del eterno retorno en sus antiguos predecesores. Éstos no veían en el eterno retorno el ser del devenir como tal, lo uno de lo múltiple, es decir, el número necesario, surgido necesariamente de todo el azar. Veían en él incluso lo contrario: una sumisión del devenir, una confesión de su injusticia y la expiación de esta injusticia. Excepto quizás Heráclito, no habían visto «la presencia de la ley en el devenir y del juego en la necesidad».
El eterno retorno es el segundo momento, el resultado de la tirada, la afirmación de la necesidad, el número que reúne todos los miembros del azar, pero también el retorno del primer momento, la repetición de la tirada, la reproducción y la re-afirmación del propio azar. El destino en el eterno retorno es también la «bienvenida» del azar: «Hago hervir en mi olla todo lo que es azar. Y hasta que el azar no está cocido y a punto, no le deseo la bienvenida para hacer de él mi alimento. Y en verdad, mucho azar se ha acercado a mí como dueño: pero mi voluntad le ha hablado más imperiosamente todavía, y ya estaba arrodillado delante mío y suplicándome - me suplicaba darle asilo y cordial acogida, y me hablaba de modo adulador: tenlo en cuenta, Zarathustra, sólo hay un amigo que venga así a casa de un amigo». Esto quiere decir: hay muchos fragmentos del azar que pretenden valer por sí mismos; se amparan en su probabilidad, cada uno solicita del jugador varias tiradas; repartidos en varias tiradas, convertidos en simples probabilidades, los fragmentos del azar son esclavos que quieren hablar como señores; pero Zarathustra sabe que no es así como hay que jugar, ni dejar jugar; al contrario, hay que afirmar todo el azar de un golpe (es decir, hacerlo hervir y cocer como el jugador que calienta los dados en sus manos), para reunir todos los fragmentos y para afirmar el número que no es probable, sino fatal y necesario: sólo entonces es el azar un amigo que va a ver a su amigo, y que éste hace volver, un amigo del destino del que el propio destino asegura el eterno retorno como tal. En un texto más oscuro, repleto de significación histórica, Nietzsche escribe: «El caos universal, que excluye cualquier actividad de carácter final, no se contradice con la idea del ciclo; porque esta idea no es más que una necesidad irracional». Esto quiere decir: a menudo se han combinado el caos y el ciclo, el devenir y el eterno retorno, pero como si pusieran en juego dos términos opuestos. Así, para Platón, el devenir es en sí mismo un devenir ilimitado, un devenir loco, un devenir hybrico y culpable, que, para que adopte un movimiento circular debe sufrir la acción de un demiurgo que le doblegue por la fuerza, que le imponga el límite o el modelo de la idea: he aquí que el devenir o el caos son rechazados por parte de una causalidad mecánica oscura, y el ciclo llevado a una especie de finalidad que se impone desde fuera; el caos no subsiste en el ciclo; el ciclo expresa la forzada sumisión del devenir a una ley que no es la suya. Quizás únicamente Heráclito, incluso entre los presocráticos, sabía que el devenir no es «juzgado», que no puede serlo ni tiene ganas de serlo, que no recibe su ley de otra parte, que es «justo» y posee en sí mismo su propia ley. Únicamente Heráclito presintió que el caos y el ciclo no se oponían en nada. Y, en verdad, basta afirmar el caos (azar y no causalidad) para afirmar al mismo tiempo el número o la necesidad que lo proporciona (necesidad irracional y no finalidad). «No hubo primero un caos, y después, poco a poco, un movimiento regular y circular de todas las formas, al contrario: todo esto es eterno, sustraído al devenir; si alguna vez hubo un caos de fuerzas es que el caos era eterno y ha reaparecido en todos los ciclos.El movimiento circular no ha devenido, es la ley original, del mismo modo que la masa de fuerza es la ley original sin excepción, sin infracción posible. Todo devenir acontece en el interior del ciclo y de la masa de fuerza». Se comprende que Nietzsche no reconociese de ninguna manera su idea del eterno retorno en sus antiguos predecesores. Éstos no veían en el eterno retorno el ser del devenir como tal, lo uno de lo múltiple, es decir, el número necesario, surgido necesariamente de todo el azar. Veían en él incluso lo contrario: una sumisión del devenir, una confesión de su injusticia y la expiación de esta injusticia. Excepto quizás Heráclito, no habían visto «la presencia de la ley en el devenir y del juego en la necesidad».
Editorial Cactus presenta: Gilles Deleuze-Pintura.
Pintura
El concepto de diagrama
El concepto de diagrama es la primera edición castellana de clases de Gilles Deleuze en torno a un particular encuentro entre pintura y filosofía. Turner, Cezanne, Klee, Van Gogh, Miguel Ángel, Bacon, las grandes corrientes, un trazado por el diagrama fabricado en la pintura, un recorrido a través del hecho pictórico.
Al modo de Gilles Deleuze, las clases que se presentan en su primera edición castellana en este libro no podían ser otra cosa que el recorrido de un encuentro muy singular entre pintura y filosofía. No es un curso sobre pintura. Tampoco es una estética.
No estoy seguro –veremos eso después- de que la filosofía haya aportado algo a la pintura. No lo sé. Pero quizás no es así como hay que plantear las cosas. Me gustaría más plantear la pregunta inversa: la posibilidad de que la pintura tenga algo para aportar a la filosofía.
Es preciso entonces atravesar los nombres propios y sus temas -los cuadros tormentosos de Turner, los paisajes y retratos de Cézanne y Van Gogh, el punto gris de Klee, las figuras amaneradas de Miguel Ángel o los cuerpos deformados de Bacon-, las grandes corrientes -el expresionismo, la pintura abstracta, el impresionismo- y las grandes épocas -Egipto, Grecia, Bizancio, el Renacimiento, el siglo XVII y el XIX-Pero lo que Deleuze sabe es cómo hacer para que cada paso en la pintura indique un concepto o una distinción original para la filosofía.
En la primera parte del curso, cada pintor, cada técnica, cada cuadro o corriente se convierte en una distinción más para el concepto de diagrama, fabricado en la pintura, pero tan importante para la filosofía de Deleuze. El carácter analógico del diagrama y la distinción de tres tipos de analogía le permitirán definir la pintura como modulación de la luz y/o el color en función de un espacio-señal. En la segunda parte, entonces, pondrá a prueba su definición en las grandes épocas de la pintura, no sin multiplicar en cada una de ellas las hipótesis que las conectan con una época del pensamiento filosófico.
¿Cómo lo logra? ¿Cómo logra atravesar de ese modo singular todas las construcciones más obvias acerca de la pintura? Con el color como un magma vivo que recorre el cuadro, con ojos fijados en contornos, derrocados por manos que se han vuelto un dedo, fuerzas invisibles como fantasmas que hacen ondear los lienzos, líneas que no creen en cuadros o líneas melódicas pintadas, luces que esculpen espacios como en una génesis, con planos tomados en movimientos geológicos… Lo logra con una guía que lo obsesiona: el hecho pictórico -como lo llama- ocurre siempre detrás de toda ilustración y toda narración.
Es preciso entonces atravesar los nombres propios y sus temas -los cuadros tormentosos de Turner, los paisajes y retratos de Cézanne y Van Gogh, el punto gris de Klee, las figuras amaneradas de Miguel Ángel o los cuerpos deformados de Bacon-, las grandes corrientes -el expresionismo, la pintura abstracta, el impresionismo- y las grandes épocas -Egipto, Grecia, Bizancio, el Renacimiento, el siglo XVII y el XIX-Pero lo que Deleuze sabe es cómo hacer para que cada paso en la pintura indique un concepto o una distinción original para la filosofía.
En la primera parte del curso, cada pintor, cada técnica, cada cuadro o corriente se convierte en una distinción más para el concepto de diagrama, fabricado en la pintura, pero tan importante para la filosofía de Deleuze. El carácter analógico del diagrama y la distinción de tres tipos de analogía le permitirán definir la pintura como modulación de la luz y/o el color en función de un espacio-señal. En la segunda parte, entonces, pondrá a prueba su definición en las grandes épocas de la pintura, no sin multiplicar en cada una de ellas las hipótesis que las conectan con una época del pensamiento filosófico.
¿Cómo lo logra? ¿Cómo logra atravesar de ese modo singular todas las construcciones más obvias acerca de la pintura? Con el color como un magma vivo que recorre el cuadro, con ojos fijados en contornos, derrocados por manos que se han vuelto un dedo, fuerzas invisibles como fantasmas que hacen ondear los lienzos, líneas que no creen en cuadros o líneas melódicas pintadas, luces que esculpen espacios como en una génesis, con planos tomados en movimientos geológicos… Lo logra con una guía que lo obsesiona: el hecho pictórico -como lo llama- ocurre siempre detrás de toda ilustración y toda narración.
Univocidad y potencia
Hay diferencias entre los seres, y de todas maneras el ser se dice en un solo y mismo sentido de todo lo que es. Entonces, ¿en qué consisten las diferencias entre los seres? La única diferencia concebible en este momento, desde el punto de vista del ser unívoco, es evidentemente la diferencia únicamente como
grados de potencia.
Los seres no se distinguen por su forma, su genero, su especie, eso es secundario; todo lo que es remite a un grado de potencia.
¿Por qué la idea de grados de potencia esta fundamentalmente ligada a la de la univocidad del ser?
Porque los seres que se distinguen únicamente por el grado de su potencia son los seres que realizan un mismo ser unívoco en la diferencia del grado de potencia o de defección. Así pues entre una mesa, un niño, una niña, una locomotora, una vaca, un dios, la diferencia es únicamente del grado de potencia en la realización de un solo y mismo ser.
Es una manera extraña de pensar pues, una vez más, eso consiste en decirnos: las formas, las funciones, las especies y los géneros es lo secundario.
Los seres se definen por grados de potencia y punto.
En tanto que se definen por los grados de potencia, cada ser realiza un solo y mismo ser, el mismo ser que los otros seres puesto que el ser se dice en un solo y mismo sentido, en la diferencia aproximada del grado de potencia. A este nivel, no hay categoría, ninguna forma, ninguna especie.
En cierto sentido es un pensamiento tan alejado de las nociones ordinarias de especie y de genero que, una vez más, entre dos ejemplares de una misma especie puede haber más diferencias en el grado de potencia que entre dos seres de especies diferentes.
Entre un caballo de carreras y un caballo de labor que pertenecen a la misma especie, la diferencia puede pensarse como más grande que entre un caballo de labor y un buey. Lo que quiere decir que el caballo de labor y el buey están cogidos en el mismo agenciamiento y que su grado de potencia esta tan próximo entre ellos como no es próximo el grado de potencia caballo de carreras y el grado de potencia caballo de labor. Demos un paso más, a saber que este pensamiento de grados de potencia esta ligado, ya no a una concepción de géneros y de especies, sino a una concepción de agenciamientos en los cuales cada ser es capaz de entrar.
Los seres no se distinguen por su forma, su genero, su especie, eso es secundario; todo lo que es remite a un grado de potencia.
¿Por qué la idea de grados de potencia esta fundamentalmente ligada a la de la univocidad del ser?
Porque los seres que se distinguen únicamente por el grado de su potencia son los seres que realizan un mismo ser unívoco en la diferencia del grado de potencia o de defección. Así pues entre una mesa, un niño, una niña, una locomotora, una vaca, un dios, la diferencia es únicamente del grado de potencia en la realización de un solo y mismo ser.
Es una manera extraña de pensar pues, una vez más, eso consiste en decirnos: las formas, las funciones, las especies y los géneros es lo secundario.
Los seres se definen por grados de potencia y punto.
En tanto que se definen por los grados de potencia, cada ser realiza un solo y mismo ser, el mismo ser que los otros seres puesto que el ser se dice en un solo y mismo sentido, en la diferencia aproximada del grado de potencia. A este nivel, no hay categoría, ninguna forma, ninguna especie.
En cierto sentido es un pensamiento tan alejado de las nociones ordinarias de especie y de genero que, una vez más, entre dos ejemplares de una misma especie puede haber más diferencias en el grado de potencia que entre dos seres de especies diferentes.
Entre un caballo de carreras y un caballo de labor que pertenecen a la misma especie, la diferencia puede pensarse como más grande que entre un caballo de labor y un buey. Lo que quiere decir que el caballo de labor y el buey están cogidos en el mismo agenciamiento y que su grado de potencia esta tan próximo entre ellos como no es próximo el grado de potencia caballo de carreras y el grado de potencia caballo de labor. Demos un paso más, a saber que este pensamiento de grados de potencia esta ligado, ya no a una concepción de géneros y de especies, sino a una concepción de agenciamientos en los cuales cada ser es capaz de entrar.
Anexo:
Situación de captura extrema, buscando fotos en la web.
(algunos de los crueles agenciamientos que el hombre es capaz de establecer)
Carta a un crítico severo.
Eres encantador, inteligente, perverso hasta la maldad. Un esfuerzo más... La carta que me has enviado, al invocar unas veces lo que se dice y otras lo que tú mismo piensas, y al mezclar ambas cosas, es una especie de regodeo acerca de mi presunta desdicha. Por un lado, me dices que estoy atascado, atrancado en todos los registros, en la vida, en la enseñanza, en la política, que me he convertido en una asquerosa vedette y, además, que esto no puede durar mucho y que no tengo salida. Por otro lado, me dices que siempre he marchado rezagado, que os succiono la sangre a vosotros, los verdaderos experimentadores, los héroes, y que pruebo vuestros venenos quedándome siempre tras la barrera, contemplando y aprovechándome de vosotros. Por mi parte, no sé nada de todo eso. Los esquizos, tanto los falsos como los verdaderos, me están fastidiando tanto que de buena gana me pasaría a la paranoia. Viva la paranoia. Lo que quieres inocularme con tu carta, ¿no es un poco de resentimiento (estás acorralado, estás atascado, “confiésalo”...) y algo de mala conciencia (no tienes vergüenza, vas rezagado...)? Si esto es todo lo que tenías que decirme, no valía la pena. Te vengas por haber escrito un libro sobre mí. Tu carta está llena de falsa conmiseración y de auténtico apetito de venganza. Para empezar te recuerdo que, a pesar de todo, yo no te pedí ese libro. Tú declaras las razones que has tenido para escribirlo: “por humor, por azar, por ansia de dinero y de prestigio social”. No veo con claridad que ese sea el modo de satisfacer todos esos apetitos. Pero, una vez más, es asunto tuyo, y desde el principio te advertí que el libro no me concernía en absoluto, que no pensaba leerlo o que lo leería más tarde, y como algo que te concierne a ti. Tú acudiste a verme para pedirme algún inédito. Sin otro afán que el de complacerte, te propuse un intercambio de cartas: me parecía más fácil y menos cansado que una entrevista con magnetófono. Puse como única condición que las cartas se publicasen como algo aparte de tu libro, al modo de un apéndice. Lo que tú aprovechas para empezar a deformar nuestro acuerdo y brindarme el reproche de haberme comportado como una vieja Guermantes que dijese: “Se le escribirá”, como un oráculo que te remite a Correos y Telégrafos o como un Rilke negando consejo a un poeta joven. ¡Paciencia! Ciertamente, la benevolencia no es tu fuerte. Si yo no fuera capaz de admirar y amar a nadie o a nada, me sentiría como muerto, momificado. Pero se diría que tú has nacido amargado, tu arte es el del guiño, “a mí no me engañas, escribiré un libro sobre ti pero ya verás...” De todas las interpretaciones posibles, escoges casi siempre la más malvada o la más ruin. Primer ejemplo: quiero y admiro a Foucault. He escrito un artículo sobre él. Y él ha escrito un artículo sobre mí, en el que se encuentra la frase: “quizá un día el siglo sea deleuziano”. Tu comentario: se echan flores. Parece como si no pudieras concebir que mi admiración por Foucault sea real, y mucho menos comprender que la frasecilla de Foucault es una fórmula cómica destinada a hacer reír a nuestros amigos y rabiar a nuestros enemigos. Un texto que tú conoces bien explica esta maldad innata de los herederos del izquierdismo: “¿Quién se atrevería a pronunciar ante una asamblea izquierdista las palabras “fraternidad” o “benevolencia”? Ellos están consagrados al ejercicio extremadamente minucioso de la animosidad hacia todos sus travestis, la práctica de la agresividad y del escarnio con cualquier fin y contra cualquier persona, presente o ausente, amiga o enemiga. No se trata de comprender a los otros, sino de vigilarlos”. Tu carta es un solemne acto de vigilancia. Recuerdo a un tipo del FHAR que declaraba en una asamblea: Si no fuera porque estamos siempre ahí, ejerciendo como vuestra mala conciencia... Extraño y algo policiaco ideal: ser la mala conciencia de alguien. Se diría que también tú piensas que hacer un libro acerca de (o contra) mí te confiere algún poder sobre mí. Y no es cierto. A mí me disgusta tanto la posibilidad de tener mala conciencia como la de ser la mala conciencia de otros. Segundo ejemplo: mis uñas, largas y sin cortar. Al final de tu carta dices que mi chaqueta de obrero (te equivocas: es una chaqueta de campesino) equivale a la blusa fruncida de Marylin Monroe y mis uñas a las gafas negras de Greta Garbo. Y me inundas de consejos irónicos y malintencionados. Como vuelves una y otra vez sobre el asunto de mis uñas, voy a explicártelo. Siempre podemos decir que, al ser mi madre quien me las cortaba, está ligado al problema de Edipo y de la castración (interpretación grotesca pero psicoanalítica). También se puede notar, si se observan los extremos de mis dedos, que carezco de las marcas digitales que ordinariamente actúan como protección, de tal modo que el hecho de tocar con la punta de los dedos un objeto, y sobre todo un tejido, me produce un dolor nervioso que exige la protección de uñas largas(interpretación teratológica y seleccionista). Y podría incluso decirse, lo que es rigurosamente cierto, que mi sueño no es llegar a ser invisible, sino imperceptible, y que compenso mi imposibilidad de hacerlo dotándome de largas uñas que siempre puedo ocultar en mis bolsillos, pues nada me extraña más que el hecho de que alguien las mire (interpretación psicosociológica). Y podría decirse, para terminar: “No hace falta que te comas tus uñas, puesto que forman parte de ti; si te gustan las uñas, devora las de los demás cuando quieras y cuando puedas” (interpretación política). Pero tú has elegido la interpretación más molesta: quiere singularizarse, convertirse en Greta Garbo. Es curioso, no obstante, que ninguno de mis amigos haya reparado jamás en mis uñas, considerándolas perfectamente naturales, plantadas ahí al azar, como por el viento que transporta semillas y del que nadie habla.
Y llegamos así a tu primera crítica: dices y repites en todos los tonos posibles: estás bloqueado, acorralado, confiésalo. Pues bien, Señor fiscal general: no confieso nada. Puesto que se trata de tu culpa por haber escrito un libro sobre mí, intentaré explicarte cómo veo lo que he escrito. Pertenezco a una generación, a una de las últimas generaciones que han sido más o menos asesinadas por la historia de la filosofía. La historia de la filosofía ejerce, en el seno de la filosofía, una evidente función represiva, es el Edipo propiamente filosófico: “No osarás hablar en tu propio nombre hasta que no hayas leído esto y aquello, y esto sobre aquello y aquello sobre esto.” De mi generación, algunos no consiguieron liberarse, otros sí: inventaron sus propios métodos y reglas nuevas, un tono diferente. Pero yo, durante mucho tiempo, “hice” historia de la filosofía, me dediqué a leer sobre tal o cual autor. Pero me concedía mis compensaciones, y ello de modos diversos: por de pronto, prefiriendo aquellos autores que se oponían a la tradición racionalista de esta historia (hay para mí un vínculo secreto entre Lucrecio, Hume, Spinoza o Nietzsche, un vínculo constituido por la crítica de lo negativo, la cultura de la alegría, el odio a la interioridad, la exterioridad de las fuerzas y las relaciones, la denuncia del poder, etc.). Lo que yo más detestaba era el hegelianismo y la dialéctica. Mi libro sobre Kant es muy distinto, y le tengo gran aprecio: lo escribí como un libro acerca de un enemigo cuyo funcionamiento deseaba mostrar, cuyos engranajes quería poner al descubierto –tribunal de la Razón, uso mesurado de las facultades, sumisión tanto más hipócrita por cuanto nos confiere el título de legisladores–. Pero, ante todo, el modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer. Mi libro sobre Bergson es, para mí, ejemplar en este género. Hoy, muchos se dedican a reprocharme incluso el hecho de haber escrito sobre Bergson. No conocen suficientemente la historia. No saben hasta qué punto Bergson, al principio, concentró a su alrededor todos los odios de la Universidad francesa, y hasta qué punto sirvió de lugar de encuentro a toda clase de locos y marginales mundanos y trasmundanos. Poco importa si esto sucedió a pesar suyo o no. Fue Nietzsche, a quien leí tarde, el que me sacó de todo aquello. Porque es imposible intentar con él semejante tratamiento. Es él quien te hace hijos a tus espaldas. Despierta un placer perverso (placer que nunca Marx ni Freud han inspirado a nadie, antes bien todo lo contrario): el placer que cada uno puede experimentar diciendo cosas simples en su propio nombre, hablando de afectos, intensidades, experiencias, experimentaciones. Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren. El nombre como aprehensión instantánea de tal multiplicidad intensiva es lo contrario de la despersonalización producida por la historia de la filosofía, es una despersonalización de amor y no de sumisión. Se habla desde el fondo de lo que no se conoce, desde el fondo del propio subdesarrollo. Uno se ha convertido entonces en un conjunto de singularidades libres, nombres y apellidos, uñas, cosas, animales y pequeños acontecimientos: lo contrario de una vedette. Fue así como yo empecé a escribir libros en este registro de vagabundeo, Diferencia y repetición y Lógica del sentido. No me hago ilusiones: son libros aún lastrados por un pesado aparato universitario, pero intento con ellos una especie de trastorno, intento que algo se agite en mi interior, tratar la escritura como un flujo y no como un código. Hay algunas páginas de Diferencia y repetición que estimo especialmente, como por ejemplo las que tratan de la fatiga y la contemplación, porque ellas proceden, a pesar de las apariencias, de la más viva experiencia vital. No era mucho, sólo un comienzo. Después tuvo lugar mi encuentro con Félix Guattari, y el modo en que nos entendimos, nos completamos, nos despersonalizamos el uno al otro y nos singularizamos uno mediante el otro, en suma, el modo en que nos quisimos. De ahí salió El Anti–Edipo, que representa un nuevo progreso. Me pregunto si no será precisamente el hecho de que haya sido escrito por dos personas una de las razones formales de la hostilidad que a veces despierta este libro, ya que la gente disfruta con las desavenencias y las asignaciones. Han intentado, pues, discernir lo indiscernible o determinar lo que debe asignarse a cada uno de nosotros. Pero dado que cada uno de nosotros, como todo el mundo, es ya varias personas, hay mucha gente en total. Tampoco puede decirse que El Anti–Edipo esté libre de todo aparato de saber: todavía es muy universitario, demasiado serio, no se trata de la filosofía pop o del popanálisis soñado. Pero hay algo que me sorprende: aquellos que consideran que se trata de un libro difícil se encuentran entre quienes tienen una mayor cultura, especialmente una mayor cultura psicoanalítica. Dicen: ¿qué es eso del cuerpo sin órganos? ¿qué quiere decir “máquinas deseantes”? Al contrario, quienes saben poco y no están corrompidos por el psicoanálisis tienen menos problemas, y dejan de lado alegremente lo que no comprenden. Esta es una de las razones que nos impulsaron a decir que este libro se dirigía a lectores entre quince y veinte años. Y es que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del significante. Y el libro siguiente se considerará como si contuviese al anterior o estuviera contenido en él. Se comentará, se interpretará, se pedirán explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar, nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión eléctrica. Conozco a personas incultas que han comprendido inmediatamente lo que era el “cuerpo sin órganos” gracias a sus propios “hábitos”, gracias a su manera de fabricarse uno. Esta otra manera de leer se opone a la precedente porque relaciona directamente el libro con el Afuera. Un libro es un pequeño engranaje de una maquinaria exterior mucho más compleja. Escribir es un flujo entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política, etc. Como Bloom: escribir con una mano en la arena y masturbarse con la otra (¿en qué relación se encuentran esos dos flujos?). En cuanto a nosotros, nuestro Afuera (o al menos uno de nuestros afueras) es una cierta masa de gentes (sobre todo jóvenes) que están hartos del psicoanálisis. Están, para decirlo con tus palabras, “atascados”, porque, aunque siguen psicoanalizándose, piensan de hecho contra el psicoanálisis, pero piensan contra él en términos psicoanalíticos (por ejemplo, y a título de broma íntima, ¿cómo pueden psicoanalizarse los hombres del FHAR o las mujeres del M.L.F. y tantos otros? ¿No se sienten incómodos? ¿Se lo creen? ¿Qué hacen en el diván?) La existencia de esta corriente hizo posible El Anti–Edipo. Y si el grueso de los psicoanalistas, desde los más estúpidos hasta los más inteligentes, ha reaccionado con hostilidad hacia este libro (aunque su reacción es más defensiva que agresiva) no es sólo, evidentemente, a causa de su contenido, sino porque favorece esa corriente de quienes están hartos de oír: “papá, mamá, Edipo, castración, regresión” y de ver cómo se les propone una imagen totalmente debilitada de la sexualidad en general y de su sexualidad en particular. Como suele decirse, los psicoanalistas deberían tener en cuenta a las “masas”, a esas pequeñas masas. Recibimos, en este sentido, hermosas cartas remitidas por el lumpenproletariado del psicoanálisis, mucho más hermosas que los artículos de nuestros críticos. Esta manera de leer en intensidad, en relación con el Afuera, flujo contra flujo, máquina con máquina, experimentación, acontecimientos para cada cual que nada tienen que ver con un libro, que lo hacen pedazos, que lo hacen funcionar con otras cosas, con cualquier cosa... ésta es una lectura amorosa. Y es exactamente así como tú lo has leído. Hay en tu carta un pasaje hermoso, casi maravilloso, donde explicas cómo has leído el libro, el uso que de él has hecho por tu cuenta: ¡De eso se trata! ¿Por qué vuelves en seguida a los reproches (No te librarás, todo el mundo espera el segundo tomo, en seguida serás reconocido)? Completamente falso, lo tuvimos siempre en mente. Escribiremos la continuación porque nos gusta trabajar juntos. Pero no será en absoluto una continuación. Con ayuda del Afuera, será algo tan distinto, tanto por el lenguaje como por el pensamiento, que aquellos que nos “esperan” tendrán que decir: o se han vuelto completamente locos, o son unos canallas, o han sido incapaces de continuar. Decepcionar es un placer. No es que gesticulemos para parecer locos, nos volveremos locos a nuestro modo y en su momento, sin necesidad de que se nos presione. Sabemos que el primer tomo de El Anti–Edipo está lleno aún de compromisos, demasiado cargado de saberes que parecen conceptos. Así pues, cambiaremos, ya hemos cambiado, estamos contentos. Algunos pensaban que continuaríamos en la misma onda, y hay quien llegó a creer que íbamos a formar un quinto grupo psicoanalítico. ¡Miserias! Soñamos con otras cosas más clandestinas y gozosas. No firmaremos más compromisos, porque ahora nos hacen menos falta. Y encontraremos siempre a los aliados de los que tenemos necesidad o que tienen necesidad de nosotros. Pero tú quieres describirme como atrapado. Y no es cierto: ni Félix ni yo nos hemos convertido en subjefes de una subescuela. Si alguien quiere utilizar El Anti–Edipo, allá él, porque nosotros ya estamos en otra parte. Me imaginas políticamente atrapado, reducido al papel de firmar manifiestos y peticiones, “superasistente social”: no es verdad, y, de entre todos los homenajes que habría que rendir a Foucault, está el de haber sido el primero que por su propia cuenta ha quebrado los mecanismos de recuperación y ha sacado al intelectual de su situación política clásica. Eres tú quien se ha quedado anclado en la provocación, en la publicación, en los cuestionarios, en las confesiones públicas(“confiesa, confiesa...”). Al contrario, a mí me parece que se aproxima una época de clandestinidad mitad voluntaria–mitad obligada, que será como un rejuvenecimiento del deseo, incluido el deseo político. Me imaginas profesionalmente atrapado, porque he hablado en Vicennes durante dos años y tú dices que dicen que yo no hago nada. Piensas que, cuando hablo, me hallo en la contradicción de quien, “rechazando la condición de profesor, está sin embargo condenado a enseñar, y tiene que restaurar los arreos que ya todo el mundo había abandonado”: yo no soy sensible a las contradicciones, no soy un alma bella que vive trágicamente su condición; he hablado porque tenía grandes deseos de hacerlo, y he sido apoyado, injuriado, interrumpido por militantes, locos verdaderos y seudolocos, imbéciles y personas muy inteligentes, había en Vincennes una especie de chirigota continua y viva. Esto ha durado dos años, y ya es suficiente, hace falta cambiar. De modo que ahora que ya no hablo en las mismas condiciones, dices, o te haces portavoz de quienes dicen, que ya no hago nada, que soy impotente, una reina gorda e impotente. Y esto sigue siendo falso: me escondo, pero sigo trabajando con el menor número posible de personas, y tú, en lugar de ayudarme a no convertirme en vedette, vienes a pedirme cuentas y a exigirme que elija entre la impotencia y la contradicción. Finalmente, me imaginas atascado personalmente, familiarmente. En esto demuestras lo bajo de tu vuelo. Explicas que tengo una esposa y una hija que juega con muñecas y que triangula los rincones. Y eso te divierte cuando lo comparas con El Anti–Edipo. También podrías haberme dicho que tengo un hijo en edad de psicoanalizarse. Si tu idea es que son las muñecas quienes producen el Edipo, o bien el matrimonio por sí mismo, me parece una idea peregrina. Edipo no es una muñeca, es una secreción interna, una glándula, y nunca se ha luchado contra las secreciones edípicas sin luchar también contra sí mismo, sin experimentar contra sí mismo, sin hacerse capaz de amar y desear (en lugar de la plañidera voluntad de ser amados, que nos conduce al psicoanálisis). Amores no–edípicos: no es poca cosa. Deberías saber que no basta con ser soltero, no tener hijos, ser homosexual o pertenecer a tal o cual grupo para evitar a Edipo, pues hay un Edipo de grupo, hay homosexuales edípicos y un M.L.F. edipizado, etc. Como prueba valga un texto: “Los árabes y nosotros”, bastante más edípico que mi hija. De modo que nada tengo que “confesar”. El relativo éxito de El Anti–Edipo no nos compromete ni a Félix ni a mí. En cierto modo no nos concierne, ya que tenemos otros proyectos. Paso, pues, a tu otra crítica, más dura y terrible, que consiste en decir que siempre he ido a la zaga, economizando esfuerzos, aprovechándome de las experimentaciones ajenas, de los homosexuales, drogadictos, alcohólicos, masoquistas, locos, etc., probando ligeramente sus delicias y venenos sin arriesgar nunca nada. Vuelves contra mí un texto mío en el que yo pregunto cómo es posible no convertirse en un conferenciante profesional sobre Artaud o en un seguidor mundano de Fitzgerald. Pero, ¿qué sabes de mí? Yo creo en el secreto, es decir, en la potencia de lo falso, mucho más que en los relatos que dan testimonio de una deplorable creencia en la exactitud y en la verdad. Aunque no me mueva, aunque no viaje, hago, como todo el mundo, mis viajes inmóviles que sólo puedo medir con mis emociones, expresándolos de la manera más oblicua y desviada en mis escritos. ¿A cuento de qué traer a colación mis relaciones con los homosexuales, los alcohólicos o los drogadictos, si puedo experimentar en mí efectos análogos a los que ellos obtienen por otros medios? Lo interesante no es saber de qué me aprovecho, sino más bien si hay quienes hacen tal o cual cosa en su rincón, como yo en el mío, y si es posible un encuentro azaroso, un caso fortuito, no alineaciones o adhesiones, toda esa bazofia en la que uno se supone ser la mala conciencia que tiene que corregir al otro.No te debo nada, y tú a mí tampoco. No tengo ninguna razón para acudir a vuestros guetos, ya tengo los míos. El problema no fue nunca la naturaleza de tal o cual grupo exclusivo, sino las relaciones transversales en las que los efectos
producidos por tal o cual cosa (homosexualidad, droga, etc.) pueden siempre producirse por otros medios. Contra aquellos que piensan
“soy esto, soy aquello”, y que lo piensan aún de una manera psicoanalítica (refiriéndose a su infancia o a su destino), hay que pensar en términos de incertidumbre y de improbabilidad: no sé lo que soy, harían falta tantas investigaciones y tantos tanteos no narcisistas ni edípicos (ningún homosexual puede decir con certeza: “soy homosexual”). El problema no es ser esto o aquello como ser humano, sino devenir inhumano, el problema es el de un universal devenir animal: no confundirse con una bestia, sino deshacer la organización humana del cuerpo, atravesar tal o cual zona de intensidad del cuerpo, descubriendo cada cual qué zonas son las suyas, los grupos, las poblaciones, las especies que las habitan. ¿Por qué no tendría derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por que no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan? Si la droga produce a veces delirios, ¿por qué no podría yo delirar sobre la droga? ¿Qué vas a hacer tú con tu “realidad” propia?Chato realismo el tuyo. Pero, ¿por qué me lees entonces? El argumento de la experiencia reservada es un mal argumento, además de reaccionario. La frase de El Anti–Edipo que más me gusta es esta: “No, jamás hemos visto esquizofrénicos.” ¿Qué hay, pues, en tu carta? En resumidas cuentas, nada tuyo salvo ese hermoso pasaje. Un conjunto de rumores, de “se dice”, que tú presentas ágilmente como si viniesen de otros o de ti mismo. Puede que tú lo hayas querido así, una especie de pastiche de ruidos envasado al vacío. Se trata de una carta mundana y bastante snob. Me pides un “inédito”, y luego me escribes maldades. Mi carta, por causa de la tuya, tiene el aspecto de una justificación. Pero no hay que exagerar. Tú no eres un árabe, eres un chacal. Te esfuerzas en hacer que me convierta en todo aquello en lo que me acusas de haberme convertido, pequeña vedette, vedette, vedette. Yo no te pido nada, sino que –para terminar con todos los rumores– te mando todo mi cariño.
Y llegamos así a tu primera crítica: dices y repites en todos los tonos posibles: estás bloqueado, acorralado, confiésalo. Pues bien, Señor fiscal general: no confieso nada. Puesto que se trata de tu culpa por haber escrito un libro sobre mí, intentaré explicarte cómo veo lo que he escrito. Pertenezco a una generación, a una de las últimas generaciones que han sido más o menos asesinadas por la historia de la filosofía. La historia de la filosofía ejerce, en el seno de la filosofía, una evidente función represiva, es el Edipo propiamente filosófico: “No osarás hablar en tu propio nombre hasta que no hayas leído esto y aquello, y esto sobre aquello y aquello sobre esto.” De mi generación, algunos no consiguieron liberarse, otros sí: inventaron sus propios métodos y reglas nuevas, un tono diferente. Pero yo, durante mucho tiempo, “hice” historia de la filosofía, me dediqué a leer sobre tal o cual autor. Pero me concedía mis compensaciones, y ello de modos diversos: por de pronto, prefiriendo aquellos autores que se oponían a la tradición racionalista de esta historia (hay para mí un vínculo secreto entre Lucrecio, Hume, Spinoza o Nietzsche, un vínculo constituido por la crítica de lo negativo, la cultura de la alegría, el odio a la interioridad, la exterioridad de las fuerzas y las relaciones, la denuncia del poder, etc.). Lo que yo más detestaba era el hegelianismo y la dialéctica. Mi libro sobre Kant es muy distinto, y le tengo gran aprecio: lo escribí como un libro acerca de un enemigo cuyo funcionamiento deseaba mostrar, cuyos engranajes quería poner al descubierto –tribunal de la Razón, uso mesurado de las facultades, sumisión tanto más hipócrita por cuanto nos confiere el título de legisladores–. Pero, ante todo, el modo de liberarme que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igualmente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer. Mi libro sobre Bergson es, para mí, ejemplar en este género. Hoy, muchos se dedican a reprocharme incluso el hecho de haber escrito sobre Bergson. No conocen suficientemente la historia. No saben hasta qué punto Bergson, al principio, concentró a su alrededor todos los odios de la Universidad francesa, y hasta qué punto sirvió de lugar de encuentro a toda clase de locos y marginales mundanos y trasmundanos. Poco importa si esto sucedió a pesar suyo o no. Fue Nietzsche, a quien leí tarde, el que me sacó de todo aquello. Porque es imposible intentar con él semejante tratamiento. Es él quien te hace hijos a tus espaldas. Despierta un placer perverso (placer que nunca Marx ni Freud han inspirado a nadie, antes bien todo lo contrario): el placer que cada uno puede experimentar diciendo cosas simples en su propio nombre, hablando de afectos, intensidades, experiencias, experimentaciones. Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren. El nombre como aprehensión instantánea de tal multiplicidad intensiva es lo contrario de la despersonalización producida por la historia de la filosofía, es una despersonalización de amor y no de sumisión. Se habla desde el fondo de lo que no se conoce, desde el fondo del propio subdesarrollo. Uno se ha convertido entonces en un conjunto de singularidades libres, nombres y apellidos, uñas, cosas, animales y pequeños acontecimientos: lo contrario de una vedette. Fue así como yo empecé a escribir libros en este registro de vagabundeo, Diferencia y repetición y Lógica del sentido. No me hago ilusiones: son libros aún lastrados por un pesado aparato universitario, pero intento con ellos una especie de trastorno, intento que algo se agite en mi interior, tratar la escritura como un flujo y no como un código. Hay algunas páginas de Diferencia y repetición que estimo especialmente, como por ejemplo las que tratan de la fatiga y la contemplación, porque ellas proceden, a pesar de las apariencias, de la más viva experiencia vital. No era mucho, sólo un comienzo. Después tuvo lugar mi encuentro con Félix Guattari, y el modo en que nos entendimos, nos completamos, nos despersonalizamos el uno al otro y nos singularizamos uno mediante el otro, en suma, el modo en que nos quisimos. De ahí salió El Anti–Edipo, que representa un nuevo progreso. Me pregunto si no será precisamente el hecho de que haya sido escrito por dos personas una de las razones formales de la hostilidad que a veces despierta este libro, ya que la gente disfruta con las desavenencias y las asignaciones. Han intentado, pues, discernir lo indiscernible o determinar lo que debe asignarse a cada uno de nosotros. Pero dado que cada uno de nosotros, como todo el mundo, es ya varias personas, hay mucha gente en total. Tampoco puede decirse que El Anti–Edipo esté libre de todo aparato de saber: todavía es muy universitario, demasiado serio, no se trata de la filosofía pop o del popanálisis soñado. Pero hay algo que me sorprende: aquellos que consideran que se trata de un libro difícil se encuentran entre quienes tienen una mayor cultura, especialmente una mayor cultura psicoanalítica. Dicen: ¿qué es eso del cuerpo sin órganos? ¿qué quiere decir “máquinas deseantes”? Al contrario, quienes saben poco y no están corrompidos por el psicoanálisis tienen menos problemas, y dejan de lado alegremente lo que no comprenden. Esta es una de las razones que nos impulsaron a decir que este libro se dirigía a lectores entre quince y veinte años. Y es que hay dos maneras de leer un libro: puede considerarse como un continente que remite a un contenido, tras de lo cual es preciso buscar sus significados o incluso, si uno es más perverso o está más corrompido, partir en busca del significante. Y el libro siguiente se considerará como si contuviese al anterior o estuviera contenido en él. Se comentará, se interpretará, se pedirán explicaciones, se escribirá el libro del libro, hasta el infinito. Pero hay otra manera: considerar un libro como una máquina asignificante cuyo único problema es si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba a escoger otro libro. Esta otra lectura lo es en intensidad: algo pasa o no pasa. No hay nada que explicar, nada que interpretar, nada que comprender. Es una especie de conexión eléctrica. Conozco a personas incultas que han comprendido inmediatamente lo que era el “cuerpo sin órganos” gracias a sus propios “hábitos”, gracias a su manera de fabricarse uno. Esta otra manera de leer se opone a la precedente porque relaciona directamente el libro con el Afuera. Un libro es un pequeño engranaje de una maquinaria exterior mucho más compleja. Escribir es un flujo entre otros, sin ningún privilegio frente a esos otros, y que mantiene relaciones de corriente y contracorriente o de remolino con otros flujos de mierda, de esperma, de habla, de acción, de erotismo, de moneda, de política, etc. Como Bloom: escribir con una mano en la arena y masturbarse con la otra (¿en qué relación se encuentran esos dos flujos?). En cuanto a nosotros, nuestro Afuera (o al menos uno de nuestros afueras) es una cierta masa de gentes (sobre todo jóvenes) que están hartos del psicoanálisis. Están, para decirlo con tus palabras, “atascados”, porque, aunque siguen psicoanalizándose, piensan de hecho contra el psicoanálisis, pero piensan contra él en términos psicoanalíticos (por ejemplo, y a título de broma íntima, ¿cómo pueden psicoanalizarse los hombres del FHAR o las mujeres del M.L.F. y tantos otros? ¿No se sienten incómodos? ¿Se lo creen? ¿Qué hacen en el diván?) La existencia de esta corriente hizo posible El Anti–Edipo. Y si el grueso de los psicoanalistas, desde los más estúpidos hasta los más inteligentes, ha reaccionado con hostilidad hacia este libro (aunque su reacción es más defensiva que agresiva) no es sólo, evidentemente, a causa de su contenido, sino porque favorece esa corriente de quienes están hartos de oír: “papá, mamá, Edipo, castración, regresión” y de ver cómo se les propone una imagen totalmente debilitada de la sexualidad en general y de su sexualidad en particular. Como suele decirse, los psicoanalistas deberían tener en cuenta a las “masas”, a esas pequeñas masas. Recibimos, en este sentido, hermosas cartas remitidas por el lumpenproletariado del psicoanálisis, mucho más hermosas que los artículos de nuestros críticos. Esta manera de leer en intensidad, en relación con el Afuera, flujo contra flujo, máquina con máquina, experimentación, acontecimientos para cada cual que nada tienen que ver con un libro, que lo hacen pedazos, que lo hacen funcionar con otras cosas, con cualquier cosa... ésta es una lectura amorosa. Y es exactamente así como tú lo has leído. Hay en tu carta un pasaje hermoso, casi maravilloso, donde explicas cómo has leído el libro, el uso que de él has hecho por tu cuenta: ¡De eso se trata! ¿Por qué vuelves en seguida a los reproches (No te librarás, todo el mundo espera el segundo tomo, en seguida serás reconocido)? Completamente falso, lo tuvimos siempre en mente. Escribiremos la continuación porque nos gusta trabajar juntos. Pero no será en absoluto una continuación. Con ayuda del Afuera, será algo tan distinto, tanto por el lenguaje como por el pensamiento, que aquellos que nos “esperan” tendrán que decir: o se han vuelto completamente locos, o son unos canallas, o han sido incapaces de continuar. Decepcionar es un placer. No es que gesticulemos para parecer locos, nos volveremos locos a nuestro modo y en su momento, sin necesidad de que se nos presione. Sabemos que el primer tomo de El Anti–Edipo está lleno aún de compromisos, demasiado cargado de saberes que parecen conceptos. Así pues, cambiaremos, ya hemos cambiado, estamos contentos. Algunos pensaban que continuaríamos en la misma onda, y hay quien llegó a creer que íbamos a formar un quinto grupo psicoanalítico. ¡Miserias! Soñamos con otras cosas más clandestinas y gozosas. No firmaremos más compromisos, porque ahora nos hacen menos falta. Y encontraremos siempre a los aliados de los que tenemos necesidad o que tienen necesidad de nosotros. Pero tú quieres describirme como atrapado. Y no es cierto: ni Félix ni yo nos hemos convertido en subjefes de una subescuela. Si alguien quiere utilizar El Anti–Edipo, allá él, porque nosotros ya estamos en otra parte. Me imaginas políticamente atrapado, reducido al papel de firmar manifiestos y peticiones, “superasistente social”: no es verdad, y, de entre todos los homenajes que habría que rendir a Foucault, está el de haber sido el primero que por su propia cuenta ha quebrado los mecanismos de recuperación y ha sacado al intelectual de su situación política clásica. Eres tú quien se ha quedado anclado en la provocación, en la publicación, en los cuestionarios, en las confesiones públicas(“confiesa, confiesa...”). Al contrario, a mí me parece que se aproxima una época de clandestinidad mitad voluntaria–mitad obligada, que será como un rejuvenecimiento del deseo, incluido el deseo político. Me imaginas profesionalmente atrapado, porque he hablado en Vicennes durante dos años y tú dices que dicen que yo no hago nada. Piensas que, cuando hablo, me hallo en la contradicción de quien, “rechazando la condición de profesor, está sin embargo condenado a enseñar, y tiene que restaurar los arreos que ya todo el mundo había abandonado”: yo no soy sensible a las contradicciones, no soy un alma bella que vive trágicamente su condición; he hablado porque tenía grandes deseos de hacerlo, y he sido apoyado, injuriado, interrumpido por militantes, locos verdaderos y seudolocos, imbéciles y personas muy inteligentes, había en Vincennes una especie de chirigota continua y viva. Esto ha durado dos años, y ya es suficiente, hace falta cambiar. De modo que ahora que ya no hablo en las mismas condiciones, dices, o te haces portavoz de quienes dicen, que ya no hago nada, que soy impotente, una reina gorda e impotente. Y esto sigue siendo falso: me escondo, pero sigo trabajando con el menor número posible de personas, y tú, en lugar de ayudarme a no convertirme en vedette, vienes a pedirme cuentas y a exigirme que elija entre la impotencia y la contradicción. Finalmente, me imaginas atascado personalmente, familiarmente. En esto demuestras lo bajo de tu vuelo. Explicas que tengo una esposa y una hija que juega con muñecas y que triangula los rincones. Y eso te divierte cuando lo comparas con El Anti–Edipo. También podrías haberme dicho que tengo un hijo en edad de psicoanalizarse. Si tu idea es que son las muñecas quienes producen el Edipo, o bien el matrimonio por sí mismo, me parece una idea peregrina. Edipo no es una muñeca, es una secreción interna, una glándula, y nunca se ha luchado contra las secreciones edípicas sin luchar también contra sí mismo, sin experimentar contra sí mismo, sin hacerse capaz de amar y desear (en lugar de la plañidera voluntad de ser amados, que nos conduce al psicoanálisis). Amores no–edípicos: no es poca cosa. Deberías saber que no basta con ser soltero, no tener hijos, ser homosexual o pertenecer a tal o cual grupo para evitar a Edipo, pues hay un Edipo de grupo, hay homosexuales edípicos y un M.L.F. edipizado, etc. Como prueba valga un texto: “Los árabes y nosotros”, bastante más edípico que mi hija. De modo que nada tengo que “confesar”. El relativo éxito de El Anti–Edipo no nos compromete ni a Félix ni a mí. En cierto modo no nos concierne, ya que tenemos otros proyectos. Paso, pues, a tu otra crítica, más dura y terrible, que consiste en decir que siempre he ido a la zaga, economizando esfuerzos, aprovechándome de las experimentaciones ajenas, de los homosexuales, drogadictos, alcohólicos, masoquistas, locos, etc., probando ligeramente sus delicias y venenos sin arriesgar nunca nada. Vuelves contra mí un texto mío en el que yo pregunto cómo es posible no convertirse en un conferenciante profesional sobre Artaud o en un seguidor mundano de Fitzgerald. Pero, ¿qué sabes de mí? Yo creo en el secreto, es decir, en la potencia de lo falso, mucho más que en los relatos que dan testimonio de una deplorable creencia en la exactitud y en la verdad. Aunque no me mueva, aunque no viaje, hago, como todo el mundo, mis viajes inmóviles que sólo puedo medir con mis emociones, expresándolos de la manera más oblicua y desviada en mis escritos. ¿A cuento de qué traer a colación mis relaciones con los homosexuales, los alcohólicos o los drogadictos, si puedo experimentar en mí efectos análogos a los que ellos obtienen por otros medios? Lo interesante no es saber de qué me aprovecho, sino más bien si hay quienes hacen tal o cual cosa en su rincón, como yo en el mío, y si es posible un encuentro azaroso, un caso fortuito, no alineaciones o adhesiones, toda esa bazofia en la que uno se supone ser la mala conciencia que tiene que corregir al otro.No te debo nada, y tú a mí tampoco. No tengo ninguna razón para acudir a vuestros guetos, ya tengo los míos. El problema no fue nunca la naturaleza de tal o cual grupo exclusivo, sino las relaciones transversales en las que los efectos
producidos por tal o cual cosa (homosexualidad, droga, etc.) pueden siempre producirse por otros medios. Contra aquellos que piensan
“soy esto, soy aquello”, y que lo piensan aún de una manera psicoanalítica (refiriéndose a su infancia o a su destino), hay que pensar en términos de incertidumbre y de improbabilidad: no sé lo que soy, harían falta tantas investigaciones y tantos tanteos no narcisistas ni edípicos (ningún homosexual puede decir con certeza: “soy homosexual”). El problema no es ser esto o aquello como ser humano, sino devenir inhumano, el problema es el de un universal devenir animal: no confundirse con una bestia, sino deshacer la organización humana del cuerpo, atravesar tal o cual zona de intensidad del cuerpo, descubriendo cada cual qué zonas son las suyas, los grupos, las poblaciones, las especies que las habitan. ¿Por qué no tendría derecho a hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como un perro? ¿Por que no podría hablar de la droga sin ser drogadicto si hablo de ella como un pájaro? ¿Por qué no podría inventar un discurso sobre cualquier cosa, incluso aunque se trate de un discurso completamente irreal o artificial, sin que se me tengan que reclamar los títulos que para ello me autorizan? Si la droga produce a veces delirios, ¿por qué no podría yo delirar sobre la droga? ¿Qué vas a hacer tú con tu “realidad” propia?Chato realismo el tuyo. Pero, ¿por qué me lees entonces? El argumento de la experiencia reservada es un mal argumento, además de reaccionario. La frase de El Anti–Edipo que más me gusta es esta: “No, jamás hemos visto esquizofrénicos.” ¿Qué hay, pues, en tu carta? En resumidas cuentas, nada tuyo salvo ese hermoso pasaje. Un conjunto de rumores, de “se dice”, que tú presentas ágilmente como si viniesen de otros o de ti mismo. Puede que tú lo hayas querido así, una especie de pastiche de ruidos envasado al vacío. Se trata de una carta mundana y bastante snob. Me pides un “inédito”, y luego me escribes maldades. Mi carta, por causa de la tuya, tiene el aspecto de una justificación. Pero no hay que exagerar. Tú no eres un árabe, eres un chacal. Te esfuerzas en hacer que me convierta en todo aquello en lo que me acusas de haberme convertido, pequeña vedette, vedette, vedette. Yo no te pido nada, sino que –para terminar con todos los rumores– te mando todo mi cariño.
en Michel Cressole, Deleuze,
Ed. Universitaires, París, 1973
Ed. Universitaires, París, 1973
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Gilles y Félix
Mil mesetas
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