Las premisas especulativas ponen en juego la idea de Dios desde el punto de vista de la forma. Dios no existe, o existe, en tanto que su idea implique o no implique contradicción. Pero la fórmula «Dios ha muerto» es de otra naturaleza: hace depender la existencia de Dios de una síntesis, opera la síntesis de la idea de Dios con el tiempo, con el futuro, con la historia, con el hombre. Dice simultáneamente: Dios ha existido y ha muerto y resucitará, Dios se ha hecho Hombre y el Hombre se ha hecho Dios. La fórmula «Dios ha muerto» no es una proposición especulativa, sino una proposición dramática, la proposición dramática por excelencia. No puede hacerse de Dios el objeto de un conocimiento sintético sin incorporarle la muerte. La existencia o la no-existencia dejan de ser determinaciones relativas correspondientes a las fuerzas que entran en síntesis con la idea de Dios o en la idea de Dios. La proposición dramática es sintética, luego, esencialmente pluralista, tipológica y diferencial. ¿Quién muere, y quién da muerte a Dios? «Cuando mueren los dioses, mueren siempre con varias clases de muertes» 1.º Desde el punto de vista del nihilismo negativo: momento del conocimiento judío y cristiano. La idea de Dios expresa la voluntad de la nada, la depreciación de la vida; «cuando no se coloca el centro de gravedad de la vida en la vida, sino en el más allá, en la nada, se ha quitado a la vida su centro de gravedad». Pero la depreciación, el odio a la vida en su conjunto, entraña una glorificación de la vida reactiva en particular: ellos, los malos, los pecadores... nosotros los buenos. El principio y la consecuencia. La conciencia judía o conciencia del resentimiento (tras la hermosa época de los reyes de Israel) presenta estos dos aspectos se hallan en una relación de premisas y conclusión, de principio y de consecuencia, que este amor es la consecuencia de este odio. Hay que hacer a la voluntad de la nada más seductora oponiendo un aspecto a otro, haciendo del amor una antítesis del odio. El Dios judío da muerte a su hijo para hacerlo independiente de sí mismo y del pueblo judío: éste es el primer sentido de la muerte de Dios. Ni Saturno tenía esta sutileza en sus movimientos. La conciencia judía da muerte a Dios en la persona del Hijo. Inventa un Dios del amor que padecería odio, en vez de hallar sus premisas y su principio. La conciencia judía hace a Dios, en su Hijo, independiente de las premisas judías. Al dar muerte a Dios ha hallado la manera de hacer de su Dios un Dios universal «para todos» y verdaderamente cosmopolita. El Dios cristiano es, pues, el Dios judío, pero hecho cosmopolita, conclusión separada de sus premisas. En la cruz, Dios deja de aparecer como judío. Del mismo modo, en la cruz, muere el viejo Dios y nace el nuevo Dios. Nace huérfano y se vuelve a hacer un padre a su imagen: Dios de amor, pero este amor es aún el de la vida reactiva. He aquí el segundo sentido de la muerte de Dios: el Padre muere, el Hijo nos vuelve a hacer un Dios. El Hijo sólo nos pide creer en él, amarlo como él nos ama, convertirnos en reactivos para evitar el odio. En lugar de un padre que nos daba miedo, un hijo que pide un poco de confianza, un poco de creencia. Aparentemente distanciado de sus premisas odiosas, el amor de la vida reactiva debe valerse por sí mismo y convertirse en lo universal para la conciencia cristiana. Tercer sentido de la muerte de Dios: san Pablo se apodera de esta muerte, da de ella una interpretación que constituye el cristianismo. Los Evangelios fueron quienes empezaron, san Pablo lleva hasta la perfección una grandiosa falsificación. Primero, ¡Cristo habría muerto por nuestros pecados! El creador habría ofrecido su propio hijo, se habría pagado con su propio hijo, tan inmensa era la deuda del deudor. El padre ya no mata a su hijo para hacerle independiente, sino por nosotros, por nuestra causa. Dios lleva a su hijo a la cruz por amor; nosotros responderemos a este amor siempre que nos sintamos culpables, culpables de esta muerte y que la reparemos acusándonos, pagando los intereses de la deuda. Bajo el amor de Dios, bajo el sacrificio de su hijo, toda la vida se convierte en reactiva. La vida muere, pero renace como reactiva. La vida reactiva es el contenido de la supervivencia como tal, el contenido de la resurrección. Sólo ella es la elegida por Dios, sólo ella tiene gracia ante Dios, ante la voluntad de la nada. El Dios crucificado resucita: ésta es la otra falsificación de san Pablo, la resurrección de Cristo y nuestra supervivencia, la unidad del amor y de la vida reactiva. Ya no es el padre que da muerte al hiio, ya no es el hijo que da muerte al padre: el padre muere en el hijo, el hijo resucita en el padre, por nosotros, por nuestra causa. «En el fondo san Pablo no podía utilizar de ninguna forma la vida del Salvador, necesitaba la muerte en la cruz, y aún alguna cosa más...»: la resurrección. En la conciencia cristiana, no sólo se oculta el resentimiento, sino que se le cambia de dirección: la conciencia judía era conciencia del resentimiento, la conciencia cristiana es mala conciencia. La conciencia cristiana es la conciencia judía invertida: el amor a la vida, pero como vida reactiva, se ha convertido en lo universal; el amor se ha convertido en principio, el odio siempre vivaz aparece sólo como una consecuencia de este amor, el medio contra lo que se resiste a ese amor. Jesús guerrero, Jesús lleno de odio, pero por amor. 2.º Desde el punto de vista del nihilismo reactivo: momento de la conciencia europea. Hasta ahora la muerte de Dios significa la síntesis en la idea de Dios de la voluntad de la nada y de la vida reactiva. Esta síntesis tiene proporciones diversas. Pero en la medida en que la vida reactiva se convierte en lo esencial, el cristianismo nos conduce a una extraña salida. Nos dice que somos nosotros los que damos muerte a Dios. Con ello segrega su propio ateísmo, ateísmo de la mala conciencia y del resentimiento. La vida reactiva en lugar de la voluntad divina, el Hombre reactivo en el lugar de Dios, el Hombre-Dios no ya el Dios-Hombre, el Hombre europeo. El hombre ha matado a Dios, pero ¿quién ha matado a Dios? El hombre reactivo «el hombre más horrible». La voluntad divina, la voluntad de la nada no toleraría más vida que la vida reactiva; ésta ya no tolera ningún Dios, no soporta la piedad de Dios, toma al pie de la letra lo del sacrificio, lo ahoga en la trampa de su misericordia. Le impide resucitar, se sienta sobre la tapa. En lugar de correlación entre la voluntad divina y la vida reactiva, desplazamiento, reemplazamiento de Dios por el hombre reactivo. He aquí el cuarto sentido de la muerte de Dios: Dios se asfixia por amor a la vida reactiva, Dios ha sido ahogado por el ingrato a quien ama demasiado. 3.º Desde el punto de vista del nihilismo pasivo: momento de la conciencia budista. Si se dejan a un lado las falsificaciones que empiezan con los Evangelios y que hallan su forma definitiva en san Pablo, ¿qué queda de Cristo, cuál es su tipo personal, cuál el sentido de su muerte? Debe iluminarnos lo que Nietzsche llama «la abierta contradicción del Evangelio». Lo que los textos nos dejan adivinar del verdadero Cristo: el alegre mensaje que aportaba, la supresión de la idea de pecado, la ausencia de cualquier resentimiento y de cualquier espíritu de venganza, el rechazo de cualquier guerra incluso como consecuencia, la revelación de un reino de Dios aquí abajo como estado del corazón, y sobre todo la aceptación de la muerte como prueba de su doctrina. Nos damos cuenta de dónde quiere ir a parar Nietzsche: Cristo era lo contrarío de aquello en que lo convirtió san Pablo, el Cristo verdadero era una especie de Buda, «un Buda sobre un terreno poco hindú». Era demasiado avanzado para su época, para su medio: ya enseñaba a la vida reactiva a morir serenamente, a apagarse serenamente, mostraba su verdadera salida a la vida reactiva cuando ésta estaba todavía debatiéndose contra la voluntad de poder. Ofrecía un hedonismo a la vida reactiva, una nobleza al último de los hombres, cuando los hombres estaban todavía preguntándose si ocuparían o no el lugar de Dios. Ofrecía una nobleza al nihilismo pasivo, cuando los hombres se encontraban todavía en el nihilismo negativo, cuando empezaba apenas el nihilismo reactivo. Más allá de la mala conciencia y del resentimiento, Jesús daba una lección al hombre reactivo: le enseñaba a morir. Era el más dulce de los decadentes, el más interesante. Cristo no era ni judío ni cristiano, sino budista; más próximo al Dalai-Lama que al Papa. Tan adelantado respecto a su país, a su medio, que su muerte tuvo que ser deformada, toda su historia falsificada, retrocedida, puesta al servicio de los estados precedentes, desviada en provecho del nihilismo reactivo o negativo. «Torcida y transformada por san Pablo en una doctrina de misterios paganos que acaba por conciliarse con toda la organización política... y por aprender a hacer la guerra, a condenar, a torturar, a juzgar, a odiar»: el odio convertido en medio de ese Cristo tan dulce. Porque la diferencia entre el budismo y el cristianismo oficial de san Pablo es ésta: el budismo es la religión del nihilismo pasivo, «el budismo es una religión para el fin y el cansancio de la civilización; el cristianismo no se encuentra aún con esta civilización, pero la crea si es necesario». La peculiaridad de la historia cristiana y europea es realizar, con hierro y con fuego, un fin que, por otra parte, existe ya y ha sido naturalmente alcanzado: la conclusión del nihilismo. Lo que el budismo había llegado a vivir como fin realizado, como perfección alcanzada, el cristianismo lo vive solamente como motor. No está excluido que consiga este fin; no está excluido que el cristianismo desemboque en una «práctica» despojada de toda la mitología pablista, no está excluido que encuentre la verdadera práctica de Cristo. «El budismo progresa en silencio en toda Europa». Pero, cuánto odio y cuántas guerras para llegar aquí. Cristo personalmente se había instalado en este último fin, lo había alcanzado en un vuelo, pájaro de Buda en un medio que no era budista. Al contrario, para que este fin sea también el del cristianismo, este tiene que pasar de nuevo por todos los estados del nihilismo, a la salida de una larga y terrible política de venganza.
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Pintura: Francis Bacon.
Estudio después de Velásquez del retrato del Papa Inocente X . 153 × 118 cm .1953