No hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto.
Demostración: Lo que es común a todas las cosas sólo puede concebirse adecuadamente (por la Proposición 38 de la Parte II), y, por ello (por la Proposición 12, y el Lema 2 que está después del Escolio de la Proposición 13 de la Parte II), no hay afección alguna del cuerpo de la que no podamos formar un concepto claro y distinto. Q.E.D.
Corolario: De aquí se sigue que no hay ningún afecto del que no podamos formar un concepto claro y distinto. Pues un afecto es la idea de una afección del cuerpo (por la Definición general de los afectos), y, por ello (por la Proposición anterior) debe implicar un concepto claro y distinto.
Escolio: Supuesto que nada hay de lo que no se siga algún afecto (por la Proposición 36 de la Parte I), y dado que todo lo que se sigue de una idea que es en nosotros adecuada lo entendemos clara y distintamente (por la Proposición 40 de la Parte II), se infiere de ello que cada cual tiene el poder —si no absoluto, al menos parcial— de conocerse a sí mismo y conocer sus afectos clara y distintamente, y, por consiguiente, de conseguir padecer menos por causa de ellos. Así, pues, debemos laborar sobre todo por conseguir conocer cada afecto, en la medida de lo posible, clara y distintamente, a fin de que, de ese modo, el alma sea determinada por cada afecto a pensar lo que percibe clara y distintamente, y en lo que halla pleno contento; y a fin de que, por tanto, el afecto mismo sea separado del pensamiento de una causa exterior y se una a pensamientos verdaderos. De ello resultará que no sólo serán destruidos el amor, el odio, etc. (por la Proposición 2 de esta Parte), sino que los apetitos o deseos que suelen brotar del afecto en cuestión tampoco puedan tener exceso (por la Proposición 61 de la Parte IV). Pues ha de notarse, ante todo, que el apetito por el que se dice que el hombre obra y el apetito por el que se dice que padece son uno y lo mismo. Por ejemplo, al mostrar que la naturaleza humana está dispuesta de manera que cada cual apetece que los demás vivan según la propia índole de él (ver Corolario de la Proposición 31 de la Parte III), vimos que ese apetito, en el hombre no guiado por la razón, es una pasión que se llama ambición, y que no se diferencia mucho de la soberbia, y, en cambio, en el hombre que vive conforme al dictamen de la razón, es una acción o virtud, que se llama moralidad (ver Escolio 1 de la Proposición 37 de la Parte IV, y la Demostración segunda de esa Proposición). Y de esta manera, todos los apetitos o deseos son pasiones en la medida en que brotan de ideas inadecuadas, y son atribuibles a la virtud cuando son suscitados o engendrados por ideas adecuadas. Pues todos los deseos que nos determinan a hacer algo pueden brotar tanto de ideas adecuadas como de ideas inadecuadas (ver Proposición 59 de la Parte IV); y (para volver a donde estábamos antes de esta digresión) no hay un remedio para los afectos, dependiente de nuestro poder, mejor que éste, a saber: el que consiste en el verdadero conocimiento de ellos, supuesto que el alma no tiene otra potencia que la de pensar y formar ideas adecuadas, como hemos mostrado anteriormente (por la Proposición 3 de la Parte III).