Violencias
















Solía decir: "Lo único verdaderamente interesante de la vida es lo que pasa entre dos personas en un cuarto". El poderoso pintor que fue Francis Bacon, sin embargo, lo pasaba bastante mal en tales situaciones. Buscaba amantes peligrosos en ambientes equívocos. El mismo había incursionado en el robo y la prostitución al final de su adolescencia en Londres. Le gustaba el riesgo en todo: el juego, el alcohol, la homosexualidad, el arte.
En 1933, a los 24 de edad, encuentra su vocación. Crea entonces una "Crucifixión" insólita: con esa suerte de radiografía de un cuerpo humano, Bacon no ve un esqueleto, sino una proliferación de células. Once años después concibe "Tres estudios de figuras en la base de una crucifixión", su obra más impactante -.un salvaje traslado a la tela de imágenes de genitales masculinos-, quizás inspirada por su breve participación en una unidad de ambulancias durante la Guerra Mundial II. De niño también había conocido la otra. "Tengo la impresión -.aventuró alguna vez- de que la gente de mi generación no puede realmente imaginar una humanidad sin guerras". La peculiar violencia de sus cuadros lo convirtió en un símbolo de la ola contestataria que barrió Europa occidental en la década de 1960.
Esa violencia acuñó muchas de sus aventuras amorosas. Con el ex piloto de guerra Peter Lacey mantuvo una relación que el propio Bacon calificó de "enfermedad que no le deseo ni a mi peor enemigo". "Fueron cuatro años de horror continuo -precisó-. Desde luego, odió mi pintura desde el principio y una vez me dijo que podía dejarla para vivir con él. Y yo le dije '¿Cómo sería vivir contigo?'. Y él dijo 'Bueno, podrías vivir en un rincón de mi cabaña sobre un montón de paja, podrías comer y cagar allí mismo'. Quería encadenarme a la pared... Y le gustaba que otro me sodomizara y él lo hacía inmediatamente después". Lacey no sólo odiaba sus cuadros: también los destruía sistemáticamente.
Se ha dicho que el origen de las tendencias masoquistas de Bacon fue un padre irascible que nunca lo quiso y que lo hacía azotar en su presencia. Tal vez. Lo cierto es que las horas que Bacon pasaba sin pintar, sin jugar, sin someterse a humillaciones sexuales, transcurrían en un ámbito de vividores, borrachos, pequeños malhechores. Llamaba a esa convivencia "mi existencia consciente", pensaba que los delincuentes eran seres auténticos "porque actúan mucho más pegados a su instinto", consideraba una cuestión de principios aceptar cualquier droga que le ofrecieran en bares y bodegones. En numerosas entrevistas Bacon insistió en que no pintaba estudios de crucifixiones por impulso religioso, sino porque la crucifixión era un ejemplo particularmente manifiesto de la crueldad de los hombres. Como Artaud y Bataille, Bacon vivió obsedido por los mundos que rechazaba. Y en la reducción del individuo a un reflejo animal descubrió la fuente de su obra.
Se observa en sus cuadros un contraste agudo entre la fuerza brutal del hecho o acto del tema y la frialdad de la composición. El gran novelista y crítico de arte John Berger señaló temprano que el tipo de fascinación que despiertan ciertas obras de Bacon es equiparable al de un espectáculo de títeres, en que el espectador puede gozar de la violencia desplegada en el escenario porque se halla a una cómoda distancia.
A comienzos de los 60 cambia abruptamente el estilo del artista que, sin ceder en su obsesión por el cuerpo humano, especialmente el masculino, pinta retratos de amigos, series de tres estudios de una cabeza -.de Muriel Belcher o de Henrietta Moraes- que muestran la diáfana capacidad expresiva del Bacon mejor. En estas series pareciera que el autor no sólo quiso imprimir al rostro algo de la fuerza animal del cuerpo, sino también demostrar que la deformación de las facciones en la tela puede no destruir la similitud con el modelo. Ante estos cuadros Milan Kundera se preguntaba hasta qué punto de la distorsión una persona sigue siendo la misma. Llama la atención la impasibilidad de la mirada en esos rostros deformados, como si los ojos confirmaran la permanencia de la vida a pesar de las mutilaciones impuestas por la violencia.
Gilles Deleuze (Francis Bacon, lógica de la sensación) emparentó el uso reiterado del tríptico con la manía de Bacon de apostar en tres mesas de juego simultáneamente. Pero es probable que el artista debiera esa obstinación al efecto que le produjo el Napoleón de Abel Gance, film proyectado en tres pantallas a la vez que vio durante su primera visita a París. Deleuze no se ha ahorrado una pregunta retórica: "¿Qué quedará de Bacon según Bacon? Tal vez algunas series de cabezas, uno o dos trípticos aéreos, la ancha espalda de un hombre. Sólo una manzana y un vaso o dos". La verdad es que pocos artistas dejan más.

Juan Gelman.
Texto del 25 de agosto del 2000
publicado en Página/12

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