«Yo es otro...»
RIMBAUD, carta a Izambart, mayo de 1871,
carta a Demeny, 15 de mayo de 1871
RIMBAUD, carta a Izambart, mayo de 1871,
carta a Demeny, 15 de mayo de 1871
Había otra concepción antigua del tiempo, como modo de pensamiento o movimiento intensivo del alma: una especie de tiempo espiritual y monacal. El cogito de Descartes lleva a cabo su secularización, su laicización: el pienso es un acto de determinación instantáneo, que implica una existencia indeterminada (soy), y que la determina como la de una sustancia pensante (soy una cosa que piensa). ¿Pero cómo iba la determinación a poder referirse a lo indeterminado si no se dice de qué manera éste es «determinable»? Pues esta exigencia kantiana no permite más salida que la siguiente: sólo en el tiempo, bajo la forma de tiempo, la existencia indeterminada resulta determinable. De tal modo que el «pienso» afecta al tiempo, y tan sólo determina la existencia de un yo que cambia en el tiempo y presenta en cada instante un nivel de conciencia. Por lo tanto el tiempo como forma de determinación no depende del movimiento intensivo del alma, sino que por el contrario la producción intensiva de un grado de conciencia en el instante depende del tiempo. Kant efectúa una segunda emancipación del tiempo, y completa su laicidad. El Mí mismo está en el tiempo y cambia sin cesar: es un mí mismo pasivo o mejor dicho receptivo que experimenta cambios en el tiempo. El Yo es un acto (yo pienso) que determina activamente mi existencia (yo soy), pero sólo puede determinarla en el tiempo, como la existencia de un mí mismo pasivo, receptivo y cambiante que se representa exclusivamente la actividad de su propio pensamiento. El Yo y el Mí mismo están separados por la línea del tiempo que los relaciona uno con otro bajo la condición de una diferencia fundamental. Mi existencia jamás puede ser determinada como la de un ser activo y espontáneo, sino de un Mí mismo pasivo que se representa el Yo, es decir la espontaneidad de la determinación, como un Otro que le afecta («paradoja del sentido íntimo»). Edipo según Nietzsche se define por una actitud meramente pasiva, pero con la cual se relaciona una actividad que se prolonga más allá de su muerte. A mayor abundamiento, Hamlet anuncia su carácter eminentemente kantiano cada vez que se presenta como una existencia pasiva que, como el actor o el durmiente, recibe la actividad de su pensamiento como un Otro sin embargo capaz de otorgarle un poder peligroso que desafía la razón pura. Es la «metabulia» de Murphy en Beckett. Hamlet no es el hombre del escepticismo o de la duda, sino el hombre de la Crítica. Estoy separado de mí mismo por la forma del tiempo, y no obstante soy uno, porque el Yo afecta necesariamente a esta forma al efectuar su síntesis, no sólo de una parte sucesiva a otra, sino en cada instante, y porque el Mí mismo resulta necesariamente afectado como contenido de esa forma. La forma de lo determinable hace que el Mí mismo determinado se represente la determinación como un Otro. En pocas palabras, la locura del sujeto corresponde al tiempo fuera de sus goznes. Es como una doble desviación del Yo y del Mí mismo en el tiempo, que los refiere uno a otro, los cose uno a otro. Es el hilo del tiempo.
En cierto modo Kant va más lejos que Rimbaud, pues la gran formulación de Rimbaud sólo adquiere toda su fuerza a través de los recuerdos escolares. Rimbaud facilita de su formulación una interpretación aristotélica: «¡Y tanto peor para la madera que acaba encontrándose en el violín!... Si el cobre cuando despierta es un clarín, qué culpa tiene...» Es como una relación concepto–objeto, de tal modo que el concepto es una forma en acto, pero el objeto una materia tan sólo en potencia. Es un molde, un moldeado. Para Kant, por el contrario, el Yo no es un concepto, sino la representación que va pareja a todo concepto; y el Mí mismo no es un objeto, sino aquello a lo que todos los objetos se refieren como la variación continua de sus propios estados sucesivos, y la modulación infinita de sus grados en el instante. La relación concepto–objeto subsiste en Kant, pero puenteada por la relación Yo–Mí mismo que constituye una modulación, y no ya un moldeado. En este sentido, la distinción compartimentada de las formas como conceptos (clarín–violín), o de las materias como objetos (cobre–madera), da paso a la continuidad de un desarrollo lineal sin retorno que exige el establecimiento de nuevas relaciones formales (tiempo) y la disposición de un nuevo material (fenómeno): sucede como si, en Kant, se oyera ya a Beethoven, y muy pronto la variación continua de Wagner. Si el Yo determina nuestra existencia como la de un yo pasivo y cambiante en el tiempo, el tiempo es esta relación formal según la cual la mente se afecta a sí misma, o la manera según la cual estamos interiormente afectados por nosotros mismos. El tiempo por lo tanto podrá ser definido como el Afecto de uno mismo por sí mismo, o cuando menos como la posibilidad formal de ser afectado por uno mismo. En este sentido el tiempo como forma inmutable, que ya no podía seguir siendo definido por la mera sucesión, surge como la forma de interioridad (sentido íntimo), mientras que el espacio, que ya no podía seguir siendo definido por la coexistencia o la simultaneidad, surge por su lado como forma de exterioridad, posibilidad formal de ser afectado por otra cosa en tanto que objeto externo. Forma de interioridad no significa meramente que el tiempo es interno a la mente, puesto que el espacio también lo es. Forma de exterioridad tampoco significa que el espacio suponga «otra cosa», puesto que él hace posible por el contrario cualquier representación de objetos como otros o exteriores. Pero significa que la exterioridad comporta tanta inmanencia (puesto que el espacio permanece interior a mi espíritu) como la trascendencia comporta interioridad (puesto que mi espíritu respecto al tiempo resulta representado como otro distinto de mí). El tiempo no nos es interior, o por lo menos no nos es especialmente interior, sino que nosotros somos interiores al tiempo, y en este sentido estamos siempre separados por él de lo que nos determina afectándole. La interioridad no cesa de cavarnos a nosotros mismos, de escindirnos a nosotros mismos, de desdoblarnos, pese a que nuestra unidad permanezca. Un desdoblamiento que no se produce hasta el final, porque el tiempo no tiene final, pero un vértigo, una oscilación que constituye el tiempo, como un deslizamiento, una flotación constituye el espacio ilimitado.
En cierto modo Kant va más lejos que Rimbaud, pues la gran formulación de Rimbaud sólo adquiere toda su fuerza a través de los recuerdos escolares. Rimbaud facilita de su formulación una interpretación aristotélica: «¡Y tanto peor para la madera que acaba encontrándose en el violín!... Si el cobre cuando despierta es un clarín, qué culpa tiene...» Es como una relación concepto–objeto, de tal modo que el concepto es una forma en acto, pero el objeto una materia tan sólo en potencia. Es un molde, un moldeado. Para Kant, por el contrario, el Yo no es un concepto, sino la representación que va pareja a todo concepto; y el Mí mismo no es un objeto, sino aquello a lo que todos los objetos se refieren como la variación continua de sus propios estados sucesivos, y la modulación infinita de sus grados en el instante. La relación concepto–objeto subsiste en Kant, pero puenteada por la relación Yo–Mí mismo que constituye una modulación, y no ya un moldeado. En este sentido, la distinción compartimentada de las formas como conceptos (clarín–violín), o de las materias como objetos (cobre–madera), da paso a la continuidad de un desarrollo lineal sin retorno que exige el establecimiento de nuevas relaciones formales (tiempo) y la disposición de un nuevo material (fenómeno): sucede como si, en Kant, se oyera ya a Beethoven, y muy pronto la variación continua de Wagner. Si el Yo determina nuestra existencia como la de un yo pasivo y cambiante en el tiempo, el tiempo es esta relación formal según la cual la mente se afecta a sí misma, o la manera según la cual estamos interiormente afectados por nosotros mismos. El tiempo por lo tanto podrá ser definido como el Afecto de uno mismo por sí mismo, o cuando menos como la posibilidad formal de ser afectado por uno mismo. En este sentido el tiempo como forma inmutable, que ya no podía seguir siendo definido por la mera sucesión, surge como la forma de interioridad (sentido íntimo), mientras que el espacio, que ya no podía seguir siendo definido por la coexistencia o la simultaneidad, surge por su lado como forma de exterioridad, posibilidad formal de ser afectado por otra cosa en tanto que objeto externo. Forma de interioridad no significa meramente que el tiempo es interno a la mente, puesto que el espacio también lo es. Forma de exterioridad tampoco significa que el espacio suponga «otra cosa», puesto que él hace posible por el contrario cualquier representación de objetos como otros o exteriores. Pero significa que la exterioridad comporta tanta inmanencia (puesto que el espacio permanece interior a mi espíritu) como la trascendencia comporta interioridad (puesto que mi espíritu respecto al tiempo resulta representado como otro distinto de mí). El tiempo no nos es interior, o por lo menos no nos es especialmente interior, sino que nosotros somos interiores al tiempo, y en este sentido estamos siempre separados por él de lo que nos determina afectándole. La interioridad no cesa de cavarnos a nosotros mismos, de escindirnos a nosotros mismos, de desdoblarnos, pese a que nuestra unidad permanezca. Un desdoblamiento que no se produce hasta el final, porque el tiempo no tiene final, pero un vértigo, una oscilación que constituye el tiempo, como un deslizamiento, una flotación constituye el espacio ilimitado.