Masoch no es un pretexto para hacer psiquiatría o psicoanálisis, no es siquiera un personaje particularmente relevante del masoquismo. Y ello porque la obra mantiene a distancia cualquier interpretación extrínseca. Más próximo al médico que al enfermo, el escritor hace un diagnóstico, pero es el diagnóstico del mundo; sigue paso a paso la enfermedad, pero es la enfermedad genérica del hombre; evalúa las posibilidades de una salud, pero es el nacimiento eventual de un hombre nuevo: «la herencia de Caín», «la Marca de Caín» como obra total. Si los personajes, situaciones y objetos del masoquismo reciben este nombre se debe a que en la obra novelesca de Masoch adquieren una dimensión desconocida, desmedida, que rebasa tanto lo inconsciente como las conciencias. El héroe de novela está hinchado de poderes que exceden tanto su alma como su entorno. Así pues, lo que hay que considerar en Masoch son sus aportaciones al arte de la novela. Para empezar, Masoch desplaza la cuestión de los sufrimientos. Por muy dolorosos que sean, los sufrimientos que el héroe masoquista hace que le inflijan dependen de un contrato. Lo esencial lo constituye el contrato de sumisión con la mujer. La forma según la cual el contrato está enraizado en el masoquismo sigue siendo un misterio. Diríase que se trata de deshacer el vínculo del deseo con el placer: el placer interrumpe el deseo, de tal modo que la constitución del deseo como proceso debe conjurar el placer y posponerlo al infinito. La mujer–verdugo envía sobre el masoquista una onda retardada de dolor, que éste utiliza evidentemente no para obtener placer, sino para remontar su curso y constituir un proceso ininterrumpido de deseo. Lo esencial se convierte en la espera o el suspenso como plenitud, como intensidad física o espiritual. Los ritos de suspensión se convierten en los personajes novelescos por excelencia: a la vez en lo que se refiere a la mujer–verdugo que suspende su gesto, y en lo que se refiere al héroe–víctima cuyo cuerpo suspendido espera el golpe. Masoch es el escritor que convierte el suspense en el resorte novelesco en estado puro, casi insoportable. La complementariedad contrato–suspense infinito desempeña en Masoch un papel análogo al del tribunal y el «aplazamiento ilimitado» en Kafka: un destino diferido, un juridismo, un juridismo extremo, una Justicia que en ningún modo se confunde con la ley. En segundo lugar, el papel animal tanto por parte de la mujer de las pieles como de la víctima (animal de montura o de tiro, caballo o buey). En la relación del hombre y el animal estriba sin duda lo que el psicoanálisis siempre ha desconocido, porque contempla en ella unas figuras edípicas demasiado humanas. Las tarjetas postales llamadas masoquistas, en las que ancianos caballeros se ponen de cuatro patas bajo la severa mirada de un ama, asimismo nos despistan. Los personajes masoquistas no imitan a ningún animal, alcanzan a situarse en unas zonas de indeterminación, de vecindad, en las que la mujer y el animal, el animal y el hombre, se han vuelto indiscernibles. La novela en su totalidad se ha convertido en novela de amaestramiento, último avatar de la novela de formación. Es un ciclo de fuerzas. El héroe de Masoch amaestra a aquella que debe amaestrarlo. En vez de transmitir el hombre sus fuerzas adquiridas a las fuerzas innatas del animal, la mujer transmite unas fuerzas animales adquiridas a las fuerzas innatas del hombre. Una vez más, en este caso, unas ondas recorren el mundo del suspense. Las formaciones delirantes son como núcleos del arte. Pero una formación delirante no es familiar ni privada, es histórico–mundial: «soy un animal, un negro...», según la formulación de Rimbaud. Lo importante entonces consiste en saber qué regiones de la Historia y del Universo han sido tomadas por tal o cual formación. Establecer el mapa en cada caso: los mártires cristianos, allí donde Renan contemplaba el nacimiento de una estética nueva. Imaginar incluso que es la Virgen, madre severa, la que pone a Cristo en la cruz para hacer que nazca el hombre nuevo, y la mujer cristiana la que conduce a los hombres al suplicio. Pero también el amor cortés, sus pruebas y su proceso. Y asimismo las comunas agrícolas de la estepa, las sectas religiosas, las minorías del imperio austro–húngaro, el papel de las mujeres en esas comunas y minorías, y en el paneslavismo. Todas las formaciones delirantes se apropian de los entornos y momentos muy variados enlazándolos a su manera. La obra de Masoch, inseparable de una literatura de minorías, transita por las zonas glaciares del Universo y las zonas femeninas de la Historia. Una gran ola, la de Caín el errante cuyo destino está suspendido para siempre, agita los tiempos y los lugares. La mano de una mujer severa atraviesa la ola y se alarga hacia el errante. La novela según Masoch es cainita, como es ismaelita según Thomas Hardy (estepa y landa). Es la línea quebrada de Caín. Una literatura minoritaria no se define por una lengua local que le sería propia, sino por un trato que inflige a la lengua mayor. El problema es análogo en Kafka y en Masoch. La lengua de Masoch es un alemán muy puro, que no obstante se ve afectado por un ligero temblor, como dice Wanda. Es un temblor que no resulta necesario insuflar a los personajes: incluso hay que evitar imitarlo, basta con indicarlo sin cesar, puesto que ya no sólo constituye un rasgo de la expresión, sino un carácter de la lengua en función de las leyendas, situaciones y contenidos que la alimentan. Un temblor que ya no es psicológico, sino lingüístico. Así, hacer que tartamudee la propia lengua, en lo más profundo del estilo, es un proceso creador que atraviesa grandes obras. Como si la lengua se volviera animal. Pascal Quignard ponía de manifiesto cómo Masoch hace «balbucear» la lengua: balbucear, que es una suspensión, mejor que tartamudear, que es una repetición, una proliferación, una bifurcación, una desviación. Pero esta diferencia no es lo esencial. Hay muchos indicios o procedimientos variados que el escritor puede tender a través de la lengua para convertirlos en estilo. Y cada vez que una lengua se ve sometida a tratos creadores semejantes, todo el lenguaje en su conjunto es llevado a su límite, música o silencio. Eso es lo que Quignard muestra: Masoch hace que la lengua balbucee, y empuja así al lenguaje hasta su punto de canto, grito, silencio, canto de los bosques, grito de la aldea, silencio de la estepa. El suspense del cuerpo y el balbuceo de la lengua constituyen el cuerpo–lenguaje, o la obra de Masoch.
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Gilles y Félix
Mil mesetas
Bibliografía de Gilles Deleuze en castellano
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