Gilles Deleuze
Curso de los martes
Leibniz (15/04/1980)
Vamos ahora a mantenernos algún tiempo en una serie sobre Leibniz. Mi objetivo es muy simple: para aquellos que no lo conocen del todo, tratar de exponerlo, de hacerlos amar a éste autor, y de darles una especie de ganas de leerlo. Hay, para comenzar Leibniz, un instrumento de trabajo incomparable. Es la labor de una vida, una labor muy modesta, pero muy profunda. Es una dama, la señora Prenant, que hace ya largo tiempo, realizó fragmentos escogidos de Leibniz. Se tiene la costumbre de considerar los fragmentos escogidos muy dudosos, en éste caso encontramos que se trata de una obra maestra. Es una obra maestra por una razón muy simple: Leibniz tiene procedimientos de escritura que son sin duda bastante corrientes en su época (inicios del siglo XVIII), pero que él lleva a un punto extraordinario. Ciertamente, como todos los filósofos, él hace libros voluminosos; pero, casi al límite, podríamos decir que estos voluminosos libros no son lo esencial de su obra, pues lo esencial de su obra, está en la correspondencia, y en sus cortos informes. Los grandes textos de Leibniz, son a menudo textos de cuatro o cinco páginas, diez páginas, o bien cartas. Escribe casi en todas las lenguas, y de una cierta manera es el primer gran filósofo alemán. La influencia de Leibniz será inmediata sobre los filósofos románticos alemanes del siglo XIX, e incluso, particularmente proseguirá en Nietzsche. Leibniz es uno de los filósofos que hace comprender de mejor manera una posible respuesta a ésta pregunta: ¿qué es la filosofía?. ¿Qué es lo que hace un filósofo?. ¿De qué se ocupa?. Si pensamos que las definiciones que buscan lo verdadero, o buscan la sabiduría no son adecuadas, ¿habrá pues una actividad filosófica? Quisiera decir muy rápidamente, cómo reconozco un filósofo en su actividad. No podemos confrontar las actividades más que en función de lo que ellas crean y de su modo de creación. Basta preguntar, ¿qué es lo que crea un carpintero?. ¿Qué es lo que crea un músico?. ¿Qué crea un filósofo?. Un filósofo, es para mi, alguien que crea conceptos. Esto involucra muchas cosas: que el concepto sea algo por crear, que el concepto sea el término de una creación. Yo no veo ninguna posibilidad de definir la ciencia si uno no indica algo que es creado por y en la ciencia. Ahora bien, se encuentra que lo que es creado por y en la ciencia, yo no sé bien lo que és, pero no son conceptos propiamente hablando. El concepto de creación ha sido mucho más vinculado al arte que a la ciencia o a la filosofía. ¿Qué es lo que crea un pintor?. Crea líneas y colores. Ello implica que las líneas y los colores no están dados, son el término de una creación. Lo que está dado, al límite, podremos siempre llamarlo un flujo. Son los flujos los que están dados, y la creación consiste en desglosar, recortar, organizar, conectar los flujos, de tal manera que se diseñe o se realice una creación alrededor de algunas singularidades extraídas de los flujos. Un concepto, no es del todo algo que está dado. Aun más, un concepto no es lo mismo que el pensamiento: se puede muy bien pensar sin conceptos, e incluso, todos aquellos que no hacen filosofía, yo creo que ellos piensan, que ellos piensan plenamente, pero que no piensan por conceptos, si aceptamos la idea que el concepto sea el término de una actividad o de una creación original. Yo diría que el concepto es un sistema de singularidades extraídas de un flujo de pensamiento. Un filósofo es alguien que fabrica conceptos. ¿Es entonces un intelectual?. En mi opinión no lo es. Pues un concepto en tanto sistema de singularidades extraído de un flujo de pensamiento ... imaginen el flujo de pensamiento universal como una especie de monólogo interior, el monólogo interior de todos aquellos que piensan. La filosofía surge con el acto que consiste en crear conceptos. Para mi hay tanta creación en la fabricación de un concepto como en la creación de un gran pintor o de un gran músico. Podemos también concebir un flujo acústico continuo (quizá no sea más que una idea, pero poco importa si esta idea está fundada) que atraviesa el mundo y que comprende el silencio como tal. Un músico, ¿es alguien que extrae de éste flujo algo: las notas?. ¿Los agregados de las notas?. ¿No?. ¿Qué se llamará el nuevo sonido de un músico?. Ustedes sienten que no se trata simplemente del sistema de las notas. Es la misma cosa para la filosofía, simplemente que no se trata de crear sonidos sino conceptos. No es cuestión de definir la filosofía como una búsqueda cualquiera de la verdad; y por una razón muy simple: la verdad siempre está subordinada al sistema de conceptos del que dispone. ¿Cuál es la importancia de los filósofos para los no-filósofos?. Sucede que los no-filósofos simulan no saberlo, o hacer como si se desinteresaran por ello, y quieranlo o no ellos piensan a través de conceptos que tienen nombres propios. Yo reconozco el nombre de Kant no por su vida, sino por un cierto tipo de conceptos que están firmados: Kant. Desde ese momento, ser discípulo de un filósofo, puede ser muy bien concebido. Si ustedes están en la situación de decirse que tal filósofo ha firmado los conceptos de los que tenéis necesidad, en ese momento serán kantianos, leibnizianos o etcétera. Dos grandes filósofos no están forzosamente de acuerdo el uno con el otro, en la medida en que cada uno crea un sistema de conceptos que le sirve de referencia. Entonces no se puede juzgar con el mismo rasero. También se puede no ser más que discípulo localmente, sobre tal o tal otro punto y la filosofía despega. Ustedes pueden ser discípulos de un filósofo en la medida en la medida en que consideren que tienen una necesidad personal de este tipo de conceptos. Los conceptos son firmas espirituales. Pero no quiere decir que eso esté en la cabeza, puesto que los conceptos son también modos de vida -y no es por elección o por reflexión, el filósofo no reflexiona, más o mejor, que el pintor o el músico- pues las actividades se definen por una actitud creadora y no por una dimensión reflexiva. Desde entonces, qué quiere decir : ¿tener necesidad de tal o tao otro concepto?. De alguna manera yo me digo que los conceptos son cosas completamente vivientes, son máquinas que verdaderamente tienen cuatro patas que se agitan. Es como con un color, como con un sonido. Los conceptos son completamente vivientes, tanto que están en una estrecha relación con lo que sin embargo parece como lo más lejano del concepto, a saber, el grito. El filósofo no es alguien que canta, de alguna manera es alguien que grita. Cada vez que tenéis necesidad de gritar, yo pienso que no están nada lejos del llamado de la filosofía. ¿Quiere decir éster que el concepto sería una especie de grito o una especie de forma del grito?. ¡Es que se trata de la necesidad de un concepto, tener algo que gritar!. Habrá que encontrar el concepto de ese grito ... Podemos gritar mil cosas. Imaginen alguien que grite: "simplemente basta que todo tenga una razón". Es un grito muy simple. En mi definición: el concepto es la forma del grito, veremos inmediatamente toda una serie de filósofos que dirán "¡si, si!". Son los filósofos de la pasión, los filósofos del pathos, distinguiéndose de los filósofos del logos. Por ejemplo, Kierkegard, funda toda su filosofía sobre gritos fundamentales. Pero Leibniz es de la tradición mayor racionalista. Imaginemos a Leibniz, hay algo espantoso en él. Es el filósofo del orden, aún más, del orden y de la policía, en todos los sentidos de la palabra policía. Sobre todo en el primer sentido de la palabra policía, a saber, la organización ordenada de la ciudad. Solo piensa en términos de orden. En este sentido es extremadamente reaccionario, es el amigo del orden. Pero muy extrañamente en este gusto por el orden y para fundar este orden, se libra a la más demente creación de conceptos a la cual se haya podido asistir en filosofía. Conceptos desenfrenados, los conceptos más exuberantes, los más desordenados, los más complejos para justificar lo que és. Basta que cada cosa tenga una razón. En efecto, hay dos clases de filósofos, si ustedes aceptan la definición de que la filosofía es la actividad que consiste en crear conceptos, pues existen como dos polos : aquellos que realizan un creación muy sobria de conceptos; estos crean conceptos para tal singularidad distinguible de las otras, y finalmente yo sueño una especie de cuantificación de los filósofos a los que se los cuantificaría según el número de conceptos que han firmado o inventado. Si yo me digo: ¡Descartes!, se trata del tipo de una creación de concepto muy sobria. La historia del cogito, históricamente podemos encontrar siempre toda una tradición, precursores, pero eso no impide que haya algo firmado Descartes en el concepto cogito, a saber (una proposición puede expresar un concepto), la proposición: "Pienso luego existo", es un verdadero y novedoso concepto. Es el descubrimiento de la subjetividad. De la subjetividad pensante. Y firma : Descartes. Seguramente la podemos buscar también en San Agustín, incluso sin estar aun preparada, hay verdaderamente una historia del concepto, pero está firmada : Descartes. ¿No es Descartes quien rápidamente hizo la jugada?. Podemos asignarle cinco o seis conceptos. Es grandioso haber inventado seis conceptos, no obstante es una creación sobria. Y luego, están los filósofos exasperados. Para ellos cada concepto cubre un conjunto de singularidades, y a continuación les hace falta siempre otras, siempre otros conceptos. Asistimos a una loca creación de conceptos. El ejemplo típico es Leibniz, siempre crea algo nuevo. Todo esto es lo que yo quisiera explicar. Es el primer filósofo en reflexionar sobre la potencia de la lengua alemana en lo referente al concepto, de qué manera el alemán es una lengua eminentemente conceptual, y no por azar ella puede ser también una gran lengua del grito. Actividades múltiples, él se ocupa de todo, muy buen matemático, gran físico, muy buen jurista, numerosas actividades políticas, siempre al servicio del orden. No se detiene, esto es muy sospechoso. Hay una visita Leibniz-Spinoza (él es el anti-Leibniz): Leibniz le hace leer manuscritos, uno se imagina a Spinoza exasperado preguntándose lo que quiere ese tipo. Más tarde, cuando Spinoza es atacado por Leibniz, éste dice que jamás ha ido a verlo, que lo hizo solo para observarlo ... Abominable. Leibniz es abominable. Fechas: 1646-1716. Es una vida larga, a caballo sobre la totalidad de las cosas. Hay finalmente una especie de humor diabólico. Yo diría que su sistema es bastante piramidal. El gran sistema de Leibniz tiene muchos niveles. Ninguno de estos niveles es falso, estos niveles simbolizan los unos con los otros y Leibniz es el primer gran filósofo en concebir la actividad y el pensamiento como una vasta simbolización. Entonces todos estos niveles simbolizan, pero están todos mas o menos próximos de lo que se podría llamar provisionalmente el absoluto. Ahora bien, ello hace parte de su obra. Siguiendo la correspondencia de Leibniz o según el público al cual se dirige, va él a presentar todo su sistema a tal nivel. Imaginen que su sistema sea hecho de niveles mas o menos contraídos o mas o menos distendidos, para explicar algo a alguien él lo va a instalar a tal nivel de su sistema. Supongamos que ese alguien en cuestión sea sospechoso para Leibniz de poseer una inteligencia mediocre : muy bien, él está encantado, lo instala al nivel más bajo de su sistema, si se dirige a alguien más inteligente, salta a otro nivel. Como estos niveles forman parte implícitamente de los mismos textos de Leibniz, esto produce un gran problema para el comentario. Es complicado ya que, en mi opinión, uno jamás puede apoyarse sobre un texto de Leibniz si en primer lugar no se ha sentido el nivel del sistema al cual este texto corresponde. Por ejemplo, hay textos donde Leibniz explica lo que es, según él, la unión del alma y del cuerpo, bueno, es para tal o tal corresponsal; a tal otro corresponsal él explicará que no hay problema de la unión del alma y del cuerpo, pues el verdadero problema es el problema de la relación de las almas entre ellas. Las dos cosas no son del todo contradictorias, se trata de dos niveles del sistema. Aunque si uno no evalúa el nivel de un texto de Leibniz, entonces tendremos la impresión de que no cesa de contradecirse, y de hecho él no se contradice en absoluto. Leibniz es un filósofo muy difícil. Yo quisiera dar títulos a cada parte de lo que voy a proponeros. Al mayor (1) yo quisiera llamarlo "un pensamiento divertido". ¿Por qué yo llamo eso "un pensamiento divertido"?. Pues bueno, porque entre los textos de Leibniz hay uno corto que el mismo Leibniz llama "pensamiento divertido". Entonces estoy autorizado por el mismo autor. Leibniz soñaba demasiado, tiene todo un lado de ciencia-ficción absolutamente formidable, imaginaba todo el tiempo instituciones. En este pequeño texto "pensamiento divertido", él imaginaba una institución muy inquietante que sería la siguiente institución : haría una academia de juegos. En esa época, también con Pascal, con los otros matemáticos, con el mismo Leibniz, se arma la gran teoría de los juegos y de las probabilidades. Leibniz es uno de los mayores fundadores de la teoría de los juegos. Está apasionado por los problemas matemáticos de los juegos, él mismo debió ser por otra parte muy jugador. El imagina esta academia de los juegos que presenta como antes de ser a la vez -¿por qué a la vez?-, ya que según el punto de vista en el que uno se sitúe para ver ésta institución, o para participar en ella, será a la vez una sección de la academia de ciencias, un jardín botánico y zoológico, una exposición universal, un casino donde se apuesta, y una empresa de control policíaco. Esto no es malo. El lo llama "un pensamiento divertido". Supongan que yo les cuento una historia. Esta historia consiste en tomar uno de los puntos centrales de la filosofía de Leibniz, y yo se los cuento como si fuera la descripción de otro mundo, y también allí yo numero las proposiciones principales que van a formar un pensamiento divertido. a) El flujo de pensamiento, de todos los tiempos, entraña en él un famoso principio que tiene un carácter muy particular ya que es uno de los únicos principios del que se puede estar seguro, y al mismo tiempo uno no ve del todo lo que nos aporta. Esto es cierto pero vacío. Este célebre principio es el principio de identidad. El principio de identidad tiene un enunciado clásico : A es A. Esto está asegurado. Si yo digo el azul es azul o Dios es Dios, por eso no digo que Dios exista, en un sentido yo estoy en lo cierto. Solo que, ¿pienso yo algo cuando digo A es A, o yo no pienso?. Tratemos de la misma manera de decir lo que acarrea este principio de identidad. Se presenta bajo la forma de una proposición recíproca. A es A quiere decir : sujeto A, verbo ser, atributo o predicado A, hay una reciprocidad del sujeto y del predicado. El azul es azul, el triángulo es triángulo, son proposiciones vacías y ciertas. ¿Qué es todo esto?. Una proposición idéntica es una proposición tal que el atributo o el predicado es el mismo que el sujeto y recíproco con el sujeto. Hay un segundo caso un poco más complejo, a saber, que el principio de identidad pueda determinar proposiciones que no son simplemente proposiciones recíprocas. Ya no hay simplemente reciprocidad del predicado con el sujeto y del sujeto con el predicado. Supongan que yo digo: "el triángulo tiene tres lados", no es la misma cosa que decir "el triángulo tiene tres ángulos". "El triángulo tiene tres ángulos" es una proposición idéntica en tanto que recíproca. "El triángulo tiene tres lados" es un poco diferente, no es recíproca. No hay identidad del sujeto y del predicado. En efecto, tres lados no es lo mismo que tres ángulos. Y sin embargo hay una necesidad lógica. Esta es una necesidad lógica, a saber, cuando ustedes no pueden concebir tres ángulos componiendo una misma figura sin que esta figura tenga tres lados. Ahí no hay reciprocidad sino inclusión. Tres lados son incluidos como triángulo. Inherencia o inclusión. De la misma manera si yo digo que la materia es materia, materia y materia, se trata de una proposición idéntica bajo la forma de una proposición recíproca; el sujeto es idéntico al predicado. Si yo digo que la materia es extensa, se trata aun de una proposición idéntica ya que yo no puedo pensar el concepto sin ya introducir ahí lo extenso. Lo extenso está en la materia. No es tanto una proposición recíproca como, inversamente, podría quizá pensarla como una extensión sin nada que la llene, es decir sin materia. No se trata entonces de una proposición recíproca, sino de una proposición de inclusión; cuando yo digo "la materia es extensa", se trata de una proposición idéntica por inclusión. Yo diría entonces que las proposiciones idénticas son de dos clases: proposiciones recíprocas en las que el sujeto y el predicado son únicos y los mismos; y las proposiciones de inherencia o de inclusión en las cuales el predicado está contenido en el concepto del sujeto. Si yo digo "esta hoja tiene un envés y un reverso", bueno, pasamos, y yo suprimo mi ejemplo. A es A, se trata de una forma vacía. Si busco un enunciado más interesante para el principio de identidad, yo diría a la manera de Leibniz que el principio de identidad se enuncia así: toda proposición analítica es verdadera. ¿Qué quiere decir analítica?. Según los ejemplos que acabamos de ver, una proposición analítica es una proposición tal que el predicado o el atributo es idéntico al sujeto, ejemplo "el triángulo es triángulo", proposición recíproca; sea una proposición de inclusión "el triángulo tiene tres lados", el predicado está contenido en el sujeto, hasta el punto que cuando ustedes conciben el sujeto, el predicado ya estaba ahí. Les bastaría entonces un análisis para encontrar el predicado en el sujeto. Hasta ahora Leibniz como pensador original no ha surgido. b). Leibniz surge. Surge bajo la forma de éste grito curiosísimo. Voy a darles un enunciado más complejo que hasta el momento. Todo lo que se dice no es filosofía, es pre-filosofía, es el terreno sobre el cual va a erigirse una filosofía muy prodigiosa. Llega Leibniz y dice : muy bien. El principio de identidad nos da un modelo seguro. ¿Por qué un modelo seguro?. En su enunciado mismo, una proposición analítica es verdadera si ustedes atribuyen a un sujeto algo que forme una sola cosa con el sujeto como tal, o que se confunda o que ya esté contenido en el sujeto. Ustedes de esa manera no se arriesgan a engañarse. Por lo tanto toda proposición analítica es verdadera. La genialidad pre-filosófica de Leibniz consiste en decir : ¡veamos la recíproca!. Ahí comienza algo absolutamente nuevo y no obstante muy simple, habría que pensarlo. Y qué es lo que quiere decir "habría que pensarlo", eso quiere decir que hay que tener necesidad de ello, bastaría que ello responda a algo urgente para él. ¿Qué es la recíproca del principio de identidad en su complejo enunciado "toda proposición analítica es verdadera"?. La recíproca plantea muchos más problemas. Leibniz surge y dice : toda proposición verdadera es analítica. Si es cierto que el principio de identidad nos da un modelo de la verdad, por qué tropezamos con la siguiente dificultad a saber : es verdad pero no nos hace pensar nada. Se va a forzar al principio de identidad para hacernos pensar algo; se lo va a invertir, se lo va a hacer volver. Ustedes me dirán que volver a A es A, hace que A sea A. Si y no. Hace que A sea A en la formulación formal que impide la inversión del principio. Pero en la formulación filosófica, que exactamente vuelve sin embargo a lo mismo, "toda proposición analítica es una proposición verdadera", si ustedes vuelven al principio : "toda proposición verdadera es analítica", ¿qué quiere decir eso?. Cada vez que ustedes formulen una proposición verdadera, es necesario también (y es ahí que hay grito) quiéranlo o no, que ella sea analítica, es decir que ella sea reductible a una proposición de atribución o de predicación, y que no solamente sea reducible a un juicio de predicación o de atribución (el cielo es azul), sino que ella sea analítica, es decir que el predicado sea o bien recíproco con el sujeto o bien contenido en el concepto del sujeto. ¿Eso es evidente?. Leibniz se lanza con un truco divertido, y no es por gusto que lo dice, tiene necesidad de ello. Pero se empeña en éste truco imposible, produciendo en efecto conceptos completamente dementes para desembocar en esta tarea que está camino a realizar. Si toda proposición analítica es verdadera, es necesario también que toda proposición verdadera sea analítica. No es del todo evidente que todo juicio sea reducible a un juicio de atribución. No va a serle fácil demostrarlo. El se lanza pues a un análisis combinatorio, como él mismo lo dice : fantástico. ¿Por qué no es evidente?. "La caja de fósforos está sobre la mesa", yo diría, ¿es un juicio de qué?. "Sobre la mesa" es una determinación espacial. Podría decir que la caja de fósforos está "aquí". Aquí ¿és qué?. Yo diría que es un juicio de localización. De nuevo repito cosas muy simples, pero siempre han sido problemas fundamentales de la lógica. Es precisamente para sugerir que aparentemente todos los juicios no tienen como forma la predicación o la atribución. Cuando yo digo "el cielo es azul", tengo un sujeto, cielo, y un atributo, azul. Cuando yo digo "el cielo está arriba", o "yo estoy aquí", ¿será que "aquí" -localización en el espacio- es asimilable a un predicado?. ¿Será que formalmente yo puedo restablecer el juicio "yo estoy aquí" como un juicio del tipo "yo soy rubio"?. No es seguro que la localización en el espacio sea una cualidad. Y "2 + 2 = 4" es un juicio que ordinariamente llamamos un juicio de relación. O si yo digo, "Pedro en más pequeño que Pablo", se trata de una relación entre dos términos, Pedro y Pablo. Sin duda yo oriento esta relación sobre Pedro : si yo digo "Pedro es más pequeño que Pablo", yo puedo decir "Pablo es más grande que Pedro". ¿Dónde está el sujeto, dónde está el predicado?. He aquí exactamente el problema que ha debatido la filosofía desde su comienzo; desde que existe la lógica, uno se pregunta en qué medida el juicio de atribución podría ser considerado como la forma universal de todo juicio posible, o bien un caso de juicio entre otros. ¿Será que yo puedo tratar "más pequeño que Pablo" como un atributo de Pedro?. Seguramente no. Ahí no hay nada evidente. Quizá haya que distinguir dos tipos de juicios muy diferentes los unos de los otros, a saber : juicio de relación, juicio de localización espacio-temporal, juicio de atribución, y todavía algunos otros : juicio de existencia. Si yo digo "Dios existe", ¿será que yo puedo traducirlo formalmente bajo la forma de "Dios es existente", siendo existente un atributo?. ¿Será que yo puedo decir que "Dios existe" es un juicio de la misma forma que "Dios es todopoderoso"?. Sin duda que no, pues yo no puedo decir "Dios es todopoderoso" más que añadiéndole "si, si él existe". ¿Será que Dios existe?. ¿Será la existencia un atributo?. Seguro que no. Ven ustedes entonces que lanzando la idea de que toda proposición verdadera debe ser de una u otra manera una proposición analítica, es decir idéntica, Leibniz se propone una tarea muy difícil; se empeña en mostrar de qué manera todas las proposiciones pueden ser conducidas al juicio de atribución, a saber, las proposiciones que enuncian relaciones, las proposiciones que enuncian existencias, las proposiciones que enuncian localizaciones, y que al límite, existir, estar en relación con, pueden ser traducidas como el equivalente atributo del sujeto. Debe surgir en vuestro cerebro la idea de una tarea infinita. Supongamos que Leibniz llega ahí : ¿cuál mundo saldrá?. ¿Cuál mundo bien curioso?. ¿Qué es éste mundo del que yo puedo decir "toda proposición verdadera es analítica"?. Ustedes recordarán que ANALÍTICA es una proposición en la que el predicado es idéntico al sujeto o bien está incluido en el sujeto. Ha de ser muy curioso un mundo así. ¿Qué es la recíproca del principio de identidad?. El principio de identidad es pues toda proposición verdadera es analítica; no lo inverso, toda proposición analítica es verdadera. Leibniz dice que hace falta otro principio, se trata de la recíproca : toda proposición verdadera es necesariamente analítica. Le dará un nombre muy bello : principio de razón suficiente. ¿Por qué razón suficiente?. ¿Por qué él piensa estar de lleno en su grito?. HACE FALTA QUE TODO TENGA UNA RAZÓN. El principio de razón suficiente puede enunciarse así : sea lo que sea que le suceda a un sujeto, ya sean determinaciones de espacio y de tiempo, de relación, acontecimiento, sea lo que fuere que suceda a un sujeto es necesario que lo que sucede, es decir lo que se dice de él con certeza, es necesario que todo lo que se dice de un sujeto esté contenido en la noción de sujeto. Es necesario que todo lo que suceda a un sujeto esté contenido en la noción de sujeto. La noción de "noción" va a ser esencial. Es necesario que "azul" esté contenido en la noción de cielo. ¿Por qué es éste el principio de razón suficiente?. Por que si él lo és, cada cosa tiene una razón, siendo la razón precisamente la noción misma en tanto ella contiene todo lo que le sucede al sujeto correspondiente. Desde entonces todo tiene una razón. Razón = la noción del sujeto en tanto ésta noción contiene todo lo que se dice con certeza de éste sujeto. He aquí el principio de razón suficiente que es precisamente la recíproca del principio de identidad. Mucho más que buscar justificaciones abstractas yo me pregunto ¿qué curioso mundo va a nacer de todo eso?. Un mundo con colores muy extraños si retomo mi metáfora con la pintura. Un cuadro firmado Leibniz. Toda proposición verdadera debe ser analítica, o aun más, todo lo que ustedes digan con certeza de un sujeto debe estar contenido en la noción del sujeto. Sientan que eso ya vuelve loco, él tiene toda la vida para trabajarlo. ¿Qué quiere decir la noción?. Está firmada Leibniz. Así como hay una concepción hegeliana del concepto, hay también una concepción leibniziana del concepto. c). Entonces, una vez más mi problema es cuál mundo va a surgir y en esta pequeña c) yo quisiera comenzar a mostrar que, a partir de ahí, Leibniz va a crear conceptos verdaderamente alucinantes. Verdaderamente es un mundo alucinatorio. Si ustedes quieren pensar las relaciones de la filosofía con la locura por ejemplo, hay páginas muy débiles de Freud sobre la relación íntima de la metafísica con el delirio. Uno no puede captar la positividad de éstas relaciones más que por una teoría del concepto, y la dirección en la que yo quisiera ir, sería la relación del concepto con el grito. Yo quisiera hacerles sentir esta presencia de una especie de locura conceptual es este universo de Leibniz tal como vamos a verlo nacer. Es una violencia dulce, dejaros llevar por ella. No se trata de discutir. Comprendan la estupidez de las objeciones. Voy a hacer un paréntesis para complicar todo esto. Ustedes saben que hay un filósofo posterior a Leibniz que ha dicho que la verdad es la de los juicios sintéticos. El se opone a Leibniz. ¡De acuerdo!. ¿Qué nos puede hacer eso?. Se trata de Kant. No se trata de decir que ellos no están de acuerdo uno con el otro. Cuando yo digo eso, acredito a Kant un nuevo concepto que es el juicio sintético. Fue necesario inventar este concepto, y fue Kant quien lo inventó. Decir que los filósofos se contradicen es una frase endeble, es como si ustedes dijeran que Velázquez no está de acuerdo con Giotto. No es ni siquiera verdadero, es un no-sentido. Toda proposición verdadera debe ser analítica, es decir, de tal manera que ella atribuya algo a un sujeto y que el atributo deba estar contenido en la noción de sujeto. Tomemos un ejemplo. Yo no me pregunto si es verdad, yo me pregunto lo que eso quiere decir. Tomemos un ejemplo de proposición verdadera. Una proposición verdadera puede ser una proposición elemental concerniente a un acontecimiento que ha tenido lugar. Tomemos los ejemplos del mismo Leibniz : "CESAR HA FRANQUEADO EL RUBICÓN". Esta es una proposición. Es verdadera o tenemos muy fuertes razones para suponer que es verdadera. Otra proposición : "ADÁN HA PECADO". He aquí una proposición altamente verdadera. ¿Qué quieren ustedes decir de ella?. Vean ustedes que todas estas proposiciones escogidas por Leibniz como ejemplos fundamentales, son proposiciones acontecimentales, él no se plantea una tarea fácil. Va a decirnos esto : ya que esta proposición es verdadera, también es necesario, lo queráis o no, es necesario que el predicado "franquear el Rubicón", si la proposición es verdadera, es pues necesario que este predicado esté contenido en la noción de Cesar. No en Cesar como tal, sino en la noción de Cesar. La noción de sujeto contiene todo lo que le sucede a un sujeto, es decir todo lo que se dice del sujeto con toda certeza. En "Adán ha pecado", pecar en tal momento pertenece a la noción de Adán. Franquear el Rubicón pertenece a la noción de Cesar. Yo diría que ahí Leibniz lanza uno de sus primeros grandes conceptos, el concepto de inherencia. Todo lo que se dice con verdad de algo es inherente a la noción de éste algo. Este es el primer aspecto o el despliegue de la razón suficiente. d). Cuando decimos esto ya no podemos detenernos. Cuando hemos comenzado por el dominio del concepto no podemos detenernos. En el dominio de los gritos, hay un famoso grito de Aristóteles. El gran Aristóteles, quien por otra parte, ha ejercido sobre Leibniz una influencia muy fuerte, lanza en un lugar de la Metafísica una fórmula muy bella : también es necesario detenerse (anankéstenai). Se trata de un gran grito. Es el filósofo ante el abismo del encadenamiento de los conceptos. Leibniz se ha vuelto loco, no se detiene. ¿Por qué?. Si ustedes retoman la proposición c) : todo lo que se atribuye a un sujeto debe estar contenido en la noción de éste sujeto. Pero lo que ustedes atribuyen con certeza a un sujeto cualquiera en el mundo, sea éste Cesar, basta con que le atribuyan una sola cosa con certeza para que ustedes perciban con espanto que, desde ese momento, ustedes estarán forzados a meter en la noción de sujeto, no solamente la cosa que ustedes le atribuyeron con absoluta certeza, sino la totalidad del mundo. ¿Por qué?. En virtud de un principio bien conocido que no es en lo absoluto el de razón suficiente. Es el principio simple de la causalidad. Ya que en últimas el principio de causalidad va al infinito, ésta es su propiedad. Y es un infinito muy particular ya que de hecho llega hasta lo indefinido. A saber, que el principio de causalidad dice que todo tiene una causa, lo cual es muy diferente a que todo tenga una razón. Sin embargo la causa es una cosa, y ella a su vez una causa, etc. ... etc. ... Yo puedo hacer la misma cosa, a saber, que toda causa tiene un efecto y éste efecto a su vez causa de efectos. Se trata entonces de una serie indefinida de causas y de efectos. ¿Qué diferencia habría entre la razón suficiente y la causa?. Lo comprendemos bien. La causa nunca es suficiente. Basta decir que el principio de causalidad plantea una causa necesaria, pero no suficiente. Basta distinguir la causa necesaria y la razón suficiente. ¿Qué las distingue de cualquier evidencia?, pues la causa de una cosa siempre es otra cosa. La causa de A es B, la causa de B es C, etc. ... Serie indefinida de las causas. La razón suficiente no es del todo otra cosa que la cosa. La razón suficiente de una cosa es la noción de la cosa. Entonces la razón suficiente expresa la relación de la cosa con su propia noción en tanto que la causa expresa la relación de la cosa con su propia noción en tanto la causa expresa la relación de la cosa con otra cosa. Es algo transparente. d). Si ustedes dicen que tal acontecimiento está comprendido en la noción de Cesar, "franquear el Rubicón" está comprendido en la noción de Cesar. Ustedes no pueden detenerse, detenerse ¿en qué sentido?. Es que, de causa en causa y de efecto en efecto, es ahora la totalidad del mundo la que debe ser comprendida en la noción de tal sujeto. Esto se vuelve muy curioso, he aquí que el mundo pasa al interior de cada sujeto, o de cada noción de sujeto. En efecto, franquear el Rubicón es una causa, esta causa posee ella misma múltiples causas, de causa en causa, como causa de causa y como causa de causa de causa. Se trata de toda la serie del mundo que pasa por ahí, al menos la serie antecedente. Y aun más, franquear el Rubicón tiene sus efectos. Si yo permanezco sobre grandes efectos : instauración de un imperio romano, por ejemplo. A su vez, el imperio romano tiene sus efectos, entonces dependeremos directamente del imperio romano. De causa en causa y de efecto en efecto, ustedes no podrán decir que tal acontecimiento está comprendido en la noción de tal sujeto sin decir que, desde ese momento, el mundo entero está comprendido en la noción de tal sujeto. Hay también un carácter trans-histórico de la filosofía. ¿Qué quiere decir ser leibniziano en 1980?. Los hay, en todo caso es posible que los haya. Si ustedes dicen, conforme al principio de razón suficiente, que lo que le sucede a tal sujeto, y que le concierne personalmente, por lo tanto lo que ustedes atribuyen de él con certeza, tener lo ojos azules, franquear el Rubicón, etc. ... pertenece a la noción de sujeto, es decir está comprendido en esta noción del sujeto; ustedes no podrán detenerse, es necesario decir entonces que este sujeto contiene el mundo por completo. Ya no se trata del concepto de inherencia o de inclusión, se trata del concepto de expresión, que con Leibniz, es un concepto fantástico. Leibniz se expresa en la forma siguiente : la noción del sujeto expresa la totalidad del mundo. Su propio "franquear el Rubicón" se extiende al infinito hacia atrás y hacia adelante por el doble juego de las causas y de los efectos. Pero ahora, es tiempo de hablar por nuestra cuenta, poco importa lo que nos suceda y la importancia de lo que nos sucede. Baste con decir que es cada noción de sujeto la que contiene o expresa la totalidad del mundo. Es decir, cada uno de ustedes, yo, es quien expresa o contiene la totalidad del mundo. Como Cesar. Ni más ni menos. Ello se complica, ¿por qué?. Gran peligro : si cada noción individual, si cada noción de sujeto expresa la totalidad del mundo, eso quiere decir que no hay mas que un solo sujeto, un sujeto universal, y que ustedes, yo, Cesar no serán más que apariencias de este sujeto universal. Habría posibilidad de decir esto : habría un solo sujeto que expresaría el mundo. ¿Por qué Leibniz no puede decir esto?. El no tiene elección. Sería desdecirse. Todo lo que ha hecho anteriormente con el principio de razón suficiente, ¿en qué sentido iría?. En mi opinión, era la primera gran reconciliación del concepto y del individuo. Leibniz estaba a punto de construir un concepto del concepto de tal manera que el concepto y el individuo devinieran por fin adecuados el uno al otro. ¿Por qué?. Que el concepto llegue hasta lo individual, ¿qué hay de novedoso en ello?. Nunca nadie había osado algo así. ¿Qué es el concepto?. Se ha definido por orden con la generalidad. Hay concepto cuando hay una representación que se aplique a muchas cosas. Pero que el concepto y el individuo se identifiquen, nunca se había hecho algo así. Jamás una voz había resonado en el dominio del pensamiento para decir que el concepto y el individuo son la misma cosa. Se había distinguido siempre un orden del concepto que remitía a la generalidad y un orden del individuo que remitía a la singularidad. Aun más, siempre se había considerado como cayendo de su peso que el individuo no era como tal comprehensible por el concepto. Siempre se había considerado que el nombre propio no era un concepto. En efecto, "perro" es un concepto, "Medor" no es un concepto. Hay una caninidad de todos los perros, como dicen algunos lógicos en un espléndido lenguaje, pero no hay una medoridad de todos los Medores. Leibniz es el primero en decir que los conceptos son nombres propios, es decir, que los conceptos son nociones individuales. Hay un concepto del individuo como tal. Entonces, vean ustedes como Leibniz no puede volverse sobre la proposición ya que toda proposición verdadera es analítica, entonces el mundo es contenido en un único y mismo sujeto que sería un sujeto universal. No puede puesto que su principio de razón suficiente implicaría que lo que estaba contenido en un sujeto -por lo tanto lo que era verdad, lo que era atribuible a un sujeto-, estaba contenido en un sujeto a título de sujeto individual. Así pues no puede darse una especie de espíritu universal. Se necesita que quede fijado a la singularidad, al individuo como tal. Y en efecto, esta será una de las mayores originalidades de Leibniz, su fórmula perpetua : la substancia (no la diferencia que él hace entre substancia y sujeto), la substancia es individual. Es la substancia Cesar, es la substancia ustedes, la substancia yo, etc. ... Asunto urgente en mi pequeña d). ya que está interceptada la vía al invocar un espíritu universal en el cual el mundo será incluido ... otros filósofos invocarán un espíritu universal. Incluso hay un texto corto de Leibniz que lleva como título "Consideraciones sobre un espíritu universal", donde él va a mostrar de qué manera hay un espíritu universal, Dios, pero que no impide que las substancias sean individuales. Entonces pues irreductibilidad de las substancias individuales. Ya que cada substancia expresa el mundo, o mejor aun cada noción substancial, cada noción de un sujeto, ya que cada una expresa el mundo; ustedes expresan el mundo todo el tiempo. Uno se dice que, en efecto, él lo ha hecho en vida en tanto la objeción la ha cargado sobre sus espaldas todo el tiempo. Uno le dice : pero, ¿entonces la libertad?. Si todo lo que sucede a Cesar está contenido en la noción individual de Cesar, si el mundo por completo está comprendido en la noción universal de Cesar, Cesar, franqueando el Rubicón, no hace más que desenrollar, (palabra curiosa, "devolvere", que todo el tiempo acompaña a Leibniz), o explicar (pasa con ella la misma cosa), es decir, al pié de la letra, desplegar, como si ustedes desplegaran un tapiz. Eso es la misma cosa : explicar, desplegar, desenrollar. Por lo tanto, franquear el Rubicón como acontecimiento no hace más que desenrollar algo que siempre estuvo comprendido en la noción de Cesar. Vean ustedes lo que es un auténtico problema. Cesar franqueaba el Rubicón en tal año, pero que él franquease el Rubicón en tal año, siempre ha estado comprendido en su noción individual. Entonces, ¿dónde está la noción individual?. Ella es eterna. Hay una verdad eterna de los acontecimientos fechados. Pero entonces, y ¿la libertad?. Todo el mundo le cae encima. La libertad es muy peligrosa en régimen cristiano. Entonces Leibniz hará un pequeño opúsculo, "De la libertad", donde explicará lo que és la libertad. Va a ser una cosa graciosa, lo que es la libertad para él. Pero por el momento dejemos a un lado esto. Entonces, ¿qué es lo que distingue a un sujeto de otro?. Por el momento no podemos dejar esto de lado, sino nuestra corriente se bloquea. ¿Qué va a distinguir a Cesar de ustedes, ya que tanto el uno como el otro expresan la totalidad del mundo, presente, pasada y porvenir?. Es curioso ese concepto de Expresión. Con él lanza una noción muy rica. e). Lo que distingue una substancia individual de otra, no es difícil discernirlo. De alguna manera, basta que sea irreductible. Basta que cada uno, cada sujeto, para cada noción individual, cada noción de sujeto comprenda la totalidad del mundo, exprese éste mundo total, pero desde un cierto punto de vista. Y ahí comienza una filosofía perspectivista. Y eso no es nada. Ustedes me dirán : ¿qué hay de más banal que la expresión "un punto de vista"?. Si hacer filosofía es crear conceptos, ¿qué es crear conceptos?. A groso modo, se trata de fórmulas banales. Cada uno de los grandes filósofos tienen fórmulas banales a las cuales guiñan el ojo. Un guiño de ojo del filósofo es al límite, tomar una fórmula banal y desternillarse de risa, ustedes no saben lo que les espera. Hacer una teoría del punto de vista, ¿qué implica eso?. ¿Podría hacerse en cualquier momento?. ¿Por azar fue Leibniz quién hizo la primer gran teoría y en ése momento?. En el momento en el que el mismo Leibniz creaba un capítulo de geometría particularmente fecundo, la geometría llamada proyectiva. ¿Fue por azar que esto pasara al inicio de una época en la que se elaboraban, en arquitectura tanto como en pintura, toda clase de técnicas de perspectiva?. Precisamente retengamos éstos dos dominios que simbolizan todo eso : la arquitectura-pintura y la perspectiva en pintura de una parte, y de otra parte la geometría proyectiva. Comprendan a dónde quiere llegar Leibniz. Va a decir que cada noción individual expresa la totalidad del mundo, sí, pero desde un cierto punto de vista. ¿Qué quiere decir esto?. Entre tanto esto no sea nada banal, pre-filosóficamente, tampoco puede ya detenerse. Acá como allá el empeño está en mostrar que lo que constituye la noción individual en tanto individual, es un punto de vista. Y que entonces el punto de vista es más profundo que aquél que se sitúa en él. Habrá necesidad también que haya para él, en el fondo de cada noción individual, un punto de vista que defina la noción individual. Si ustedes quieren, el sujeto es segundo por relación al punto de vista. Y también, decir eso, no es del asunto, no es nada. Se funda una filosofía que encontrará su nombre con otro filósofo que tiende su mano a Leibniz mas allá de los siglos, a saber, Nietzsche. Nietzsche dirá : mi filosofía es el perspectivismo. El perspectivismo, lo comprendemos, se vuelve idiota o banal a llorar si consiste en decir que todo es relativo al sujeto; o que todo es relativo. Todo el mundo lo dice, eso forma parte de las proposiciones que no hacen mal a nadie puesto que no tiene sentido. Pero de eso está hecha la conversación. En tanto yo tome la fórmula como significante todo depende del sujeto, eso no quiere decir nada, yo he conversado; como se dice ... lo que me hace como yo = yo es un punto de vista sobre el mundo. Leibniz no podrá detenerse, llegará hasta una teoría del punto de vista tal que el sujeto es constituido por el punto de vista, y no el punto de vista constituido por el sujeto. Cuando, en pleno siglo XIX, H. James renovaba las técnicas de la novela con un perspectivismo, con una movilización de puntos de vista, también con James, no son los puntos de vista los que se explicarían por los sujetos, es lo inverso, son los sujetos quienes se explican por los puntos de vista. Un análisis de los puntos de vista como razón suficiente de los sujetos, he aquí la razón suficiente del sujeto. La noción individual es el punto de vista bajo el cual el individuo expresa el mundo. Es bello, e incluso es poético. James posee técnicas suficientes para que no haya sujeto, deviene tal o cual sujeto aquél que está determinado a ser como tal punto de vista. Es el punto de vista el que explica al sujeto no lo inverso.
Dice Leibniz que "toda substancia individual es como un mundo completo y como un espejo de Dios o también todo el universo que ella expresa, cada una, a su manera" : un poco como una misma ciudad es diversamente representada según las diferentes situaciones de aquél que la observa. De esta manera el universo es algo así como universo múltiple tantas veces como haya substancias, y la gloria de Dios está redoblada de la misma manera por tantas representaciones todas diferentes de su particular (??). Se habla como un cardinal. "Podemos incluso decir que toda substancia lleva de alguna manera el carácter de la sabiduría infinita y de la omnipotencia de Dios", limitada tanto como sea susceptible. En el e). , yo digo que el nuevo concepto de punto de vista es más profundo que el de individuo y de substancia individual. El punto de vista será quien definirá la esencia. La esencia individual. Basta creer que, a cada noción individual le corresponde un punto de vista. Pero ello se complica puesto que este punto de vista valdría desde el nacimiento hasta la muerte del individuo. Lo que nos definiría es un cierto punto de vista sobre el mundo. Yo decía que Nietzsche encontró ésta idea. A él no le gustaba mucho, pero qué fué lo que tomó. La teoría del punto de vista es una idea del renacimiento. El Cardenal de Cusa, gran filósofo del renacimiento invoca el cambiante retrato según el punto de vista. Desde el tiempo del fascismo italiano se veía un retrato muy curioso un poco por todas partes : de frente representaba a Mussolini, a la derecha representaba a su yerno, y si se lo ponía a la izquierda representaba al rey. El análisis de los puntos de vista, en matemáticas -y es Leibniz también quien ha hecho en éste capítulo de las matemáticas un considerable progreso bajo el nombre de análisis situs-, evidentemente está ligado a la geometría proyectiva. Hay una especie de esencialidad, de objetividad del sujeto, y la objetividad es el punto de vista. Concretamente, que cada uno exprese el mundo desde su propio punto de vista, ¿qué quiere decir eso?. Leibniz no retrocede ante los conceptos más extraños. Yo no podría decir que ni de "su propio punto de vista". Si yo dijese, "de su propio punto de vista", yo haría depender previamente el punto de vista del sujeto, ahora bien, se trata de lo inverso. Pero, ¿qué determina éste punto de vista?. Leibniz : comprendan, cada uno de nosotros expresa la totalidad del mundo, solo él la expresa obscura y confusamente. Obscuramente y confusamente, qué quiere decir esto en el vocabulario de Leibniz. Esto quiere decir que lo hace con la totalidad del mundo pero bajo la forma de pequeñas percepciones. La pequeñas percepciones. ¿Es por azar Leibniz uno de los inventores del cálculo diferencial?. Se trata de percepciones infinitamente pequeñas, en otros términos, percepciones inconscientes. Yo expreso todo el mundo, pero obscuramente y confusamente, algo así como un clamor. Más adelante veremos por qué está ligado al cálculo diferencial, pero sientan que las pequeñas percepciones o el inconsciente son como los diferenciales de la conciencia, son percepciones sin conciencia. Para la percepción consciente, Leibniz se sirve de otra palabra : la apercepción. La apercepción, apercibir, es la percepción consciente, y la pequeña percepción es la diferencial de la conciencia que no está dada en la conciencia. Todos los individuos expresan la totalidad del mundo obscura y confusamente. Entonces, ¿qué distingue un punto de vista de otro punto de vista?. En cambio, hay una pequeña porción del mundo que yo expreso clara y distintamente, y cada sujeto, cada individuo posee su pequeña porción, ¿en qué sentido?. En el sentido muy preciso de que esta porción del mundo que yo expreso clara y distintamente, todos lo otros sujetos también la expresan, pero confusa y obscuramente. Lo que define mi punto de vista es como una especie de proyector que, en el rumor del mundo obscuro y confuso, conserva una zona limitada de expresión clara y distinta. Por débiles que ustedes sean, por insignificantes que seamos, tenemos nuestro pequeño truco, incluso la pura miseria tiene su pequeño mundo : ella no expresa gran cosa clara y distintamente, pero ella posee su pequeña porción. Los personajes de Beckett son individuos : todo es confuso, rumores, no comprenden nada, son andrajosos; hay el gran rumor del mundo. Por lamentables que ellos sean con su cubo de basura, ellos poseen su pequeña zona. Lo que el gran Molloy llama "mis propiedades". El ya no se mueve, tiene su pequeño gancho y, en un radio de un metro, con su gancho, amontona sus mecanismos, sus propiedades. Esta es la zona clara y distinta que él expresa. Todo está allí. Pero nuestra zona es más o menos grande, y aun esto no es seguro, pero nunca es la misma. ¿Qué es lo que hace el punto de vista?. Es la proporción de la región del mundo expresada clara y distintamente por un individuo con relación a la totalidad del mundo expresado obscura y confusamente. Eso es el punto de vista. Leibniz tiene una metáfora que ama : estamos cerca al mar y escuchamos las olas. Escuchamos el mar y oímos el ruido de una ola. Yo oigo el ruido de una ola, entonces yo tengo una apercepción : distingo una ola. Y Leibniz dice : no oirán la ola si ustedes no tienen una pequeña percepción inconsciente del ruido de cada gota de agua que se desliza la una con la otra, y que forman el objeto de las pequeñas percepciones. Está el rumor de todas las gotas de agua, y ustedes tienen su pequeña zona de claridad, ustedes captan clara y distintamente una resultante parcial de este infinito de gotas, de este infinito rumor, y ustedes producen su pequeño mundo interior, sus pequeñas propiedades. Cada noción individual tiene su punto de vista, o sea que desde este punto de vista ella extrae del conjunto del mundo que expresa una determinada porción de expresión clara y distinta. Siendo dados dos individuos, tienen ustedes dos casos : o bien sus zonas no comunican en lo absoluto, y no simbolizan la una con la otra -no hay solo comunicaciones directas, podemos concebir que ahí hayan analogías-, y en ese momento uno no tiene nada que decir, o bien es como dos círculos que se cortan : hay una pequeña zona común, allí podemos hacer algo en conjunto. Leibniz puede entonces decir con gran fuerza que no hay dos substancias individuales idénticas, no hay dos substancias individuales que tengan el mismo punto de vista o que tengan exactamente la misma zona clara y distinta de expresión. Y en fin, golpe genial de Leibniz : ¿qué va a definir la zona de expresión clara y distinta que yo tengo?. Yo expreso la totalidad del mundo pero yo no expreso clara y distintamente más que una porción reducida, una porción finita. Lo que yo expreso clara y distintamente, nos dice Leibniz, es lo que mi cuerpo ha extraído. Es la primera vez que interviene esta noción de cuerpo. Veremos lo que quiere decir este cuerpo, pues lo que yo expreso clara y distintamente es lo que afecta mi cuerpo. Entonces forzosamente yo no expreso clara y distintamente la travesía del Rubicón, ella concierne al cuerpo de Cesar. Hay algo que concierne a mi cuerpo y que soy el único en expresar clara y distintamente, en el fondo de este rumor que cubre todo el universo. f). En esta historia de la ciudad hay una dificultad. Hay diferentes puntos de vista, muy bien. Estos puntos de vista preexisten al sujeto que ahí se emplaza, muy bien. En ese momento el secreto del punto de vista es matemático, es geométrico y no psicológico. Al menos es psico-geometral. Leibniz es un hombre de noción, no es un hombre de psicología. Pero todo me lleva a decir que la ciudad existe fuera de los puntos de vista. Sin embargo en mi historia del mundo expresado, de la manera como está distribuido, el mundo no tiene ninguna existencia por fuera del punto de vista que lo expresa; el mundo no existe en-sí. El mundo es únicamente lo expresado común de todas las substancias individuales, pero lo expresado no existe fuera de lo que expresa. El mundo no existe en sí, el mundo es únicamente lo expresado. El mundo por completo está contenido en cada noción individual, pero solo existe en esta inclusión. No tiene existencia afuera. Es en este sentido que Leibniz estará a menudo, y no por su culpa, del lado de los idealistas : no hay mundo en sí, el mundo no existe más que en las substancias individuales que lo expresan. Es lo expresado común de todas las substancias individuales. Es lo expresado de todas las substancias individuales, pero lo expresado no existe fuera de las substancias que lo expresan. ¡Es un verdadero problema!. Qué distingue a estas substancias, ya que ellas expresan siempre el mismo mundo, pero no expresan la misma porción clara y distinta. Es como un juego de ajedrez. El mundo no existe. Se trata de la complicación del concepto de expresión. Qué producirá esta última dificultad. Aun se necesita que todas las nociones individuales expresen el mismo mundo. Entonces es curioso -es curioso porque en virtud del principio de identidad que nos permite determinar lo que es contradictorio, es decir lo que es imposible, A no es A. Esto es contradictorio : ejemplo : el círculo cuadrado. Un círculo cuadrado es un círculo que no es círculo. Por lo tanto a partir del principio de identidad yo puedo tener un criterio de la contradicción. Según Leibniz yo puedo demostrar que 2 + 2 no pueden dar 5, yo puedo demostrar que un círculo no puede ser cuadrado. En tanto que a nivel de la razón suficiente, es aun más comolicado, ¿por qué?. Porque Adán no-pecador, Cesar no-franqueando el Rubicón, no son como el círculo cuadrado. Adán no pecador no es contradictorio. Sientan como él va a tratar de salvar la libertad, toda vez que se está en una situación muy mala para salvarla. No es del todo imposible : Cesar habría podido no franquear el Rubicón, en tanto que un círculo no puede ser cuadrado; allí no hay libertad. Entonces, de nuevo uno está arrinconado, de nuevo Leibniz va a estar a punto de un nuevo concepto y, de todos sus conceptos locos, éste será sin duda el más loco. Adán habría podido no pecar, luego, en otros términos las verdades regidas por el principio de razón suficiente no son del mismo tipo que las verdades regidas por el principio de identidad, ¿por qué?. Porque las verdades regidas por el principio de identidad son tales que su contradictorio es imposible, en tanto que las verdades regidas por el principio de razón suficiente tienen un contradictorio posible : Adán no pecador es posible. Es lo mismo que distingue, según Leibniz, las verdades llamadas de esencia y las verdades llamadas de existencia. Las verdades de existencia son tales que su contradictoria es posible. Cómo va Leibniz a salir de ésta última dificultad : cómo puede mantener a la vez que todo lo que Adán ha hecho está contenido desde siempre en su noción individual y por lo tanto que Adán no pecador sea posible. El parece atrancado, arrinconado, es algo delicioso porque a éste respecto los filósofos son un poco como los gatos, es cuando ellos están arrinconados que se liberan, o como un pez : es el concepto devenido pez. Va a contarnos lo siguiente : que Adán no pecador es perfectamente posible, tanto como Cesar no franqueando el Rubicón, todo eso es posible pero no se ha producido ya que, siendo posible en sí, es incomposible. Henos aquí pues, creando Leibniz este extraño concepto de incomposibilidad. A nivel de los existentes, no basta que una cosa sea posible para existir, hace falta aun saber con qué ella es composible. Adán no pecador, en tanto es posible como tal, es incomposible con el mundo que existe. Adán habría podido no pecar, si, pero a condición de que él tenga otro mundo. Vean ustedes cómo la inclusión del mundo en la noción individual, y el hecho de que otra cosa fuese posible, concilia de repente, con la noción de composibilidad, a Adán no pecador haciendo parte de algún otro mundo. Adán no pecador habría sido posible, pero éste mundo no era el elegido. Es incomposible con el mundo existente. Solo es composible con otros mundos posibles que no hayan pasado a la existencia. ¿Por qué es éste mundo el que ha pasado a la existencia?. Leibniz explica lo que es, según él, la creación de los mundos por Dios, y vemos bien por qué se trata de una teoría de los juegos : Dios, en su entendimiento, concibe una infinidad de mundos posibles, solo que estos mundos posibles no son forzosamente composibles los unos con los otros ya que es Dios quien ha elegido el mejor. El elige el mejor de los mundos posibles. Y encontramos cómo el mejor de los mundos posibles implica Adán pecador. ¿Por qué?. Esto va a resultar horroroso. Lo que es interesante lógicamente hablando es la creación de un concepto propio de composibilidad para designar una esfera lógica más restringida que la de la posibilidad lógica. Para existir no basta que algo sea posible, se necesita todavía que este algo sea composible con los otros que constituyen el mundo real. En una célebre fórmula de la Monadología, Leibniz dice que las nociones individuales no tienen ni puertas ni ventanas. Esto llega a corregir la metáfora de la ciudad. Sin puertas ni ventanas, esto quiere decir que ya no hay aberturas. ¿Por qué?. Porque ya no hay exterior. El mundo que expresan las nociones individuales es interior, está incluido en las nociones individuales. Las nociones individuales son sin puertas ni ventanas, todo está incluido en cada una, y no obstante hay un mundo común a todas las nociones individuales : pues lo que cada noción individual incluye es, a saber, la totalidad del mundo, lo incluye necesariamente bajo una forma en la que lo que ella expresa es composible con lo que las otras expresan. Es maravilloso. Es un mundo en el que no hay ninguna comunicación directa entre los sujetos. Entre Cesar y ustedes, entre ustedes y yo, no hay ninguna comunicación directa, y como se diría hoy en día, cada noción individual está programada de tal manera que lo que ella expresa, forma un mundo común con lo que la otra expresa. Este es uno de los últimos conceptos de Leibniz : la armonía preestablecida. Preestablecida, se trata de una armonía absolutamente programada. Es la idea del autómata espiritual y es al mismo tiempo la edad de oro de los autómatas en éste final del siglo XVII. Cada noción individual es como un autómata espiritual, es decir, que lo que ella expresa es interior a ella misma; ella está sin puertas ni ventanas, está programada de tal manera que lo que ella expresa se encuentra en composibilidad con lo que la otra expresa. Lo que yo he hecho hoy, ha sido únicamente una descripción del mundo de Leibniz, y solamente de una parte de éste mundo. Entonces, se han despejado sucesivamente las siguientes nociones : razón suficiente, inherencia e inclusión, expresión o punto de vista, incomposibilidad.

HENRI BERGSON



INTRODUCCIÓN A LA METAFÍSICA
Análisis e intuición.
cuando se comparan entre sí las definiciones de la metafísica y las concepciones de lo absoluto, se cae en la cuenta de que los filósofos están concordes, a despecho de sus divergencias aparentes, en señalar dos maneras radicalmente distintas de conocer una cosa. La primera implica que se dan vueltas alrededor de esa cosa, la segunda, que se entra en ella. La primera depende del punto de vista donde uno se coloque y de los símbolos que la expresan. La segunda no se toma dé ningún punto de vista y no se apoya sobre ningún sím­bolo. Se dirá del primer conocimiento que se detiene en lo relativo, del segundo, cuando sea posible, que llega a lo absoluto.
Sea —por ejemplo— el movimiento de un objeto en el es­pacio Lo percibo de manera diferente según el punto de vista, móvil o inmóvil, desde donde lo miro. Lo expreso de manera diferente, según el sistema de ejes o de puntos de referencia con los cuales lo relaciono, es decir, según los símbolos por los cuales lo traduzco. Y lo llamo relativo por esta doble razón en uno y otro caso me coloco fuera del objeto mismo. Cuando hablo de un movimiento absoluto, atribuyo al móvil un interior y como estados de alma, simpatizo por esto con los estados y me meto en ellos por un esfuerzo de imagina­ción. Pero entonces, según que el objeto sea móvil o inmóvil, según que adopte uno u otro movimiento, no experimentaré la misma cosa[1]. Y lo que yo experimente no dependerá ni del punto de vista que pueda adoptar sobre el objeto, pues estaré en el objeto mismo, ni de los símbolos por los cuales pueda traducirlo, puesto que habré renunciado a toda traducción para poseer el original. En breve, el movimiento no será captado desde fuera y, en cierta medida, desde mí, sino desde dentro, en él, en sí. Yo tendré entonces un absoluto.
Sea ahora un personaje de novela cuyas aventuras me cuen­tan. El novelista podrá multiplicar los rasgos de su carácter, hacer hablar y obrar a su héroe tanto como le plazca todo esto no valdrá el sentimiento simple e indivisible que yo experimentaría si coincidiese un instante con el personaje mismo. Entonces, como de la fuente, me parecerían fluir naturalmente las acciones, los gestos y las palabras. Y no se trataría de accidentes que se añadiesen a la idea que me hacía del personaje y que la enriqueciesen más y más sin llegar a completarla nunca. El personaje me sería dado totalmente, de un solo golpe, en su integridad, y los mil incidentes que lo manifiestan, en lugar de añadirse a la idea y enriquecerla, me parecerían al contrario salir de ella, sin que por eso ago­tasen o empobreciesen su esencia. Todo lo que me cuentan de la persona me ofrece otros tantos puntos de vista sobre ella. Todos los rasgos que me la describen, y que sólo pue­den hacérmela conocer por otras tantas comparaciones con personas o con cosas que conozco ya, son signos por los cua­les se la expresa más o menos simbólicamente. Símbolos y puntos de vista me colocan, pues, fuera de ella, de ella no me entregan sino lo que tiene de común con otras y no le per­tenece en propiedad. Pero lo que es propiamente ella, aquello que constituye su esencia, no podría advertirse desde fuera, pues es interior por definición, ni expresarse por símbo­los, pues es inconmensurable por cualquier otra cosa. Des­cripción, historia y análisis me dejan en este caso en lo relativo. Sólo la coincidencia con la persona misma me daría lo absoluto.
En este sentido, pero solamente en este sentido, absoluto es sinónimo de perfección. Todas las fotografías de una ciu­dad, tomadas desde todos los puntos de vista posibles, podrán muy bien completarse indefinidamente las unas con las otras, pero nunca equivaldrán a ese ejemplar con relieves que es la ciudad donde uno se pasea. Todas las traducciones de un poema en todas las lenguas posibles podrán añadir matices y matices y, por una especie de retoque recíproco, corregirse una a otra y dar una imagen más y más fiel del poema que traducen, pero jamás devolverán el sentido interior del original. Una representación tomada desde un cierto punto de vista, una traducción hecha con ciertos símbolos, permanecen siempre imperfectas en comparación con el objeto sobre el cual se tomó la visión o con el objeto que los símbolos tra­tan de expresar. Lo absoluto, en cambio, es perfecto porque es perfectamente lo que es.
Por esta misma razón, sin duda, se ha identificado con frecuencia, a la par, lo absoluto y lo infinito. Si quiero co­municar al que no sabe griego la impresión simple que me deja un verso de Homero, daré la traducción del verso, des­pués comentaré mi traducción, luego desarrollaré mi comen­tario, y de explicación en explicación me acercaré más y más a aquello que quiero expresar. Pero nunca lo lograré. Cuando vosotros levantáis el brazo, realizáis un movimiento del cual tenéis interiormente la percepción simple, pero exteriormente, para mí que miro, vuestro brazo pasa por un punto, luego por otro, y entre estos dos puntos habrá todavía otros, de manera que, si comienzo a contar, la operación proseguirá sin fin. Visto desde dentro un absoluto es, pues, una cosa simple, pero considerado desde fuera, es decir, relativamente a otra cosa, deviene, en relación a los signos que lo expresan, la moneda de oro cuyo cambio jamás acabará de pagarla. Ahora bien, lo que es capaz al mismo tiempo de una apre­hensión indivisible y de una enumeración interminable es, por definición misma, un infinito.
De lo anterior se sigue que un absoluto no podrá ser dado sino en una intuición, mientras que todo lo demás surge del análisis. Llamamos aquí intuición a la simpatía por la cual uno se transporta al interior de un objeto, para coincidir con aquello que tiene de único y en consecuencia de inexpresa­ble. El análisis es al contrario la operación que reduce el ob­jeto a elementos ya conocidos, es decir, comunes a este objeto y a otros. Analizar consiste, pues, en expresar una cosa en función de lo que no es. Todo análisis es así una tra­ducción, un desarrollo en símbolos, una representación to­mada de puntos de vista sucesivos, desde los cuales se notan otros tantos contactos entre el objeto nuevo que se estudia y los otros que se piensa conocer ya. En su deseo, enteramente incumplido, de abarcar el objeto alrededor del cual está con­denado a dar vueltas, el análisis multiplica sin fin los puntos de vista para completar la representación siempre incompleta, y cambia continuamente los símbolos para perfeccionar la traducción siempre imperfecta. El análisis, pues, se prolonga hasta el infinito. La intuición, en cambio, si es ella posible, es un acto simple.
Consideradas estas cosas, con facilidad se verá que la cien­cia positiva tiene por función habitual analizar. Trabaja, pues, principalmente sobre símbolos. Aun las ciencias más concretas de la naturaleza, las ciencias de la vida, se detienen en la forma visible de los seres vivos, en sus órganos, en sus elementos anatómicos. Comparan unas formas con otras, lle­van las más complejas a las más simples, en fin, estudian el funcionamiento de la vida en aquello que es —por así decir— su símbolo visual. Si existe un medio de poseer absoluta­mente una realidad en lugar de conocerla relativamente, de ponerse en ella en lugar de adoptar puntos de vista sobre ella, de tener su intuición en lugar de hacer su análisis, en fin, de captarla fuera de toda expresión, traducción o repre­sentación simbólica, entonces existe la metafísica y éste es su objeto. La metafísica es, pues, la ciencia que pretende abste­nerse de símbolos.
Duración y conciencia.
Hay, por lo menos, una realidad que todos captamos desde dentro, por intuición y no por simple análisis. Es nuestra propia persona en su fluencia por el tiempo. Es nuestro yo que dura. Podemos no simpatizar intelectualmente, o mejor, espiritualmente, con alguna otra cosa. Pero simpatizamos se­guramente con nosotros mismos.
Cuando llevo sobre mi persona, supuesta inactiva, la mi­rada interior de mi conciencia, advierto desde luego, a manera de una corteza solidificada en la superficie, todas las percepciones que le llegan del mundo material. Estas percep­ciones son claras, distintas, yuxtapuestas, o capaz de serlo, las unas a las otras; tratan de agruparse en objetos. Advierto en seguida recuerdos, más o menos adheridos a estas percepcio­nes, que sirven para interpretarlas. Tales recuerdos están como arrancados del fondo de mi persona, sacados a la peri­feria por las percepciones que los representan y puestos so­bre mí sin ser absolutamente yo mismo. Y en fin, siento que se manifiestan tendencias, hábitos motrices, una turba de acciones virtuales, ligadas más o menos sólidamente a esas percepciones y a esos recuerdos. Todos estos elementos de formas bien definidas, me parecen tanto más distintos de mí cuanto son más distintos los unos de los otros. Orientados de dentro hacia fuera, constituyen, reunidos, la superficie de una esfera que tiende a dilatarse y perderse en el mundo ex­terior. Pero si me dirijo de la periferia al centro, si busco en el fondo de mí lo que es más uniformemente, más cons­tantemente, más duraderamente yo mismo, encuentro otra cosa distinta.
Debajo de estos cristales bien cortados y de esta congela­ción superficial, hay una continuidad de fluencia que no es comparable a nada que yo haya visto fluir. Se trata de una sucesión de estados, cada uno de los cuales anuncia lo que sigue y contiene lo que precede. A decir verdad, sólo cons­tituyen estados múltiples cuando ya los he pasado y me vuelvo hacia atrás para observar su huella. Mientras los experimen­taba, estaban tan sólidamente organizados, tan profunda­mente animados de una vida común, que no hubiera sabido decir dónde terminaba cualquiera de ellos o dónde comen­zaba otro. En realidad, ninguno comienza ni termina, sino todos se prolongan unos en otros.
Es, si se quiere, el desenrollamiento de un rollo, pues no hay ser vivo que no se sienta llegar poco a poco al término de su tarea. Vivir consiste en envejecer. Pero es también un enrollamiento continuo, como el de un hilo sobre una bola, pues nuestro pasado nos sigue, se agranda sin cesar con el presente que recoge* sobre su ruta. Conciencia significa me­moria.
A decir verdad no se trata ni de enrollamiento ni de desenrollamiento, pues estas dos imágenes evocan la represen­tación de líneas o de superficies cuyos panes son homogéneas entre sí y capaces de superponerse unas a otras. Ahora bien, no hay dos momentos iguales en un ser consciente. Tomad el sentimiento más simple, suponedlo constante, resumid en él la personalidad toda entera la conciencia que acompañe a este sentimiento no podrá quedar idéntica a sí misma du­rante dos momentos consecutivos, pues el momento que si­gue contiene siempre, además del precedente, el recuerdo que éste le ha dejado. Una conciencia que tuviera dos mo­mentos idénticos sería una conciencia sin memoria. Perecería y renacería, pues, sin cesar ¿Cómo representarse de otra manera la inconsciencia?
Será, pues, necesario evocar la imagen de un espectro de mil matices, con degradaciones insensibles que permitan pasar de un matiz a otro. Una corriente de sentimiento que atra­vesara ese espectro, tiñéndose una y otra vez de cada uno de sus matices, experimentaría cambios graduales y cada uno anunciaría el siguiente y resumiría en él a los precedentes. Pero los matices sucesivos del espectro permanecerán siempre exteriores unos a otros. Se yuxtaponen. Ocupan espacio. Al contrario, lo que es duración pura excluye toda idea de yuxtaposición, de exterioridad recíproca y de extensión.
Imaginémonos más bien un elástico infinitamente peque­ño, contraído —si fuera posible— en un punto matemático. Alarguémoslo progresivamente de manera que hagamos salir del punto una línea que vaya agrandándose siempre. Fije­mos nuestra atención, no sobre la línea en tanto que línea, sino sobre la acción que la traza. Consideremos que esta acción, a pesar de su duración, es indivisible, si se supone que se realiza sin detenerse, que si es intercalada una deten­ción, se hacen dos acciones en lugar de una, y entonces cada una de esas acciones será el indivisible de que hablamos, que jamás es divisible la acción moviente misma, sino la línea inmóvil que deposita bajo de sí como una huella en el espacio. Liberémonos, por fin, del espacio que subtiende el movimiento, para considerar sólo el movimiento mismo, el acto de tensión o de extensión y, en suma, la movilidad pura. Tendremos esta vez una imagen más fiel de nuestro desarrollo en la duración.
Y, sin embargo, esta imagen será todavía incompleta y cualquier comparación será, por lo demás, insuficiente, ya que el desenrollamiento de nuestra duración semeja, por una parte, la unidad de un movimiento que avanza y, por otra, una multiplicidad de estados que se extienden. De manera que ninguna metáfora puede expresar uno de los aspectos sin sacrificar el otro. Si evoco un espectro de mil matices, tengo delante de mí una cosa ya hecha, mientras que la du­ración se hace continuamente. Si pienso en un elástico que se alarga, en un resorte que se tiende o se distiende, olvido la riqueza de colorido que es característica de la duración vivida, para no ver más que el movimiento simple por el cual la conciencia pasa de un matiz a otro. La vida interior es todo esto a la vez variedad de cualidades, continuidad de progreso, unidad de dirección. No podría representársela por imágenes.
Pues menos aún se la representaría por conceptos, esto es, por ideas abstractas, o generales, o simples. Sin duda ningu­na imagen expresará completamente el sentimiento original que yo tengo de la fluencia de mí mismo. Más de ninguna manera es necesario que yo trate de expresarlo. Al que no sea capaz de darse a sí mismo la intuición de la duración constitutiva de su ser, nada se la dará jamás, ni los concep­tos ni las imágenes. A este propósito, la única tarea del filó­sofo debe ser provocar un cierto trabajo, que los hábitos de espíritu útiles a la vida tienden a obstaculizar en la mayor parte de los hombres.
Ahora bien, la imagen tiene al menos la ventaja de man­tenernos en lo concreto. Ninguna imagen reemplazará la in­tuición de la duración, pero muchas y diversas imágenes, to­madas de órdenes de cosas muy diferentes, podrán, por la convergencia de su acción, dirigir la conciencia sobre el pun­to preciso donde haya una cierta intuición que captar. Al elegir imágenes tan disparatadas como sea posible, se impe­dirá que cualquiera de ellas usurpe el lugar de la intuición que tiene por encargo evocar, pues entonces será apartada inmediatamente por sus rivales. Al hacer que todas exijan de nuestro espíritu, a pesar de sus diferencias de aspecto, la misma clase de atención y, en cierta manera, el mismo grado de tensión, poco a poco acostumbraremos la conciencia a una disposición muy particular y bien determinada, preci­samente aquella que deberá adoptar para aparecerse a sí misma sin velo[2]Pero todavía convendrá que ella consienta en hacer este esfuerzo. Pues no se le habrá mostrado nada. Simplemente se le habrá buscado en la actitud que debe to­mar para hacer el esfuerzo querido y llegar por sí misma a la intuición. Al contrario, la inconveniencia, en tal materia, de los conceptos muy simples, consiste en que son verdade­ros símbolos que substituyen al objeto simbolizado por ellos, y no exigen de nosotros esfuerzo alguno. Considerándolos de cerca, se vería que cada uno retiene sólo del objeto lo que es común a este objeto y a otros. Se vería que cada uno ex­presa, mejor que la imagen, una comparación entre el objeto y aquellos que se le semejan. Pero como la comparación ha descubierto una semejanza, y ésta es una propiedad del obje­to, y una propiedad tiene todo el aire de ser una parte del objeto que la posee, fácilmente nos persuadimos que, yuxta­poniendo conceptos a conceptos, recompondremos el todo del objeto con sus partes, y que obtendremos —por así decir— un equivalente intelectual. De esta manera, al confrontar los conceptos de unidad, multiplicidad, continuidad, divisibili­dad finita o infinita, etc, creeremos formar una represen­tación fiel de la duración.
Más aquí está precisamente la ilusión. También está aquí el peligro. Cuanto más las ideas abstractas pueden dar servicio al análisis, es decir, a un estudio científico del objeto en sus relaciones con todos los demás, tanto son incapaces de reemplazar a la intuición, es decir, a la investigación meta­física del objeto en lo que tiene de esencial y propio. Y efecti­vamente, por una parte, tales conceptos, colocados en hilera, nunca nos darán sino una recomposición artificial del objeto, del que sólo pueden simbolizar ciertos aspectos generales y en cierto sentido impersonales. Por esta razón es inútil creer que con ellos se capta una realidad cuya sombra se limitan a presentar. Pero, por otra parte, al lado de la ilusión, hay también un peligro muy grave. Pues el concepto generaliza al mismo tiempo que abstrae. El concepto sólo puede simbo­lizar una propiedad especial volviéndola común a una infi­nidad de cosas. Siempre la deforma más o menos por la extensión que le da. Una propiedad, repuesta en el obje­to metafísico que la posee, coincide con él, por lo menos se amolda a él, adopta los mismos contornos. Extraída del objeto metafísico y representado en un concepto, se alarga in­definidamente y sobrepasa al objeto, ya que, de aquí en ade­lante, debe contenerlo juntamente con otros. Los diversos conceptos que nos formamos de las propiedades de una cosa dibujan, pues, a su alrededor otros tantos círculos cada vez más amplios, pero ninguno se aplica exactamente sobre ella. Y, sin embargo, en la cosa misma, las propiedades coincidían con ella y coincidían, consecuentemente, todas entre sí. No será forzoso, pues, buscar algún artificio para restablecer la coincidencia. Tomaremos uno cualquiera de estos conceptos e intentaremos, con él, ir reuniendo a los demás. Pero, según partamos de éste o de aquél, la reunión no se operará de la misma manera. Según partamos —por ejemplo— de la unidad o de la multiplicidad, concebiremos diferentemente la unidad múltiple de la duración. Todo dependerá del peso que atri­buyamos a tal o cual concepto, y ese peso será arbitrario siempre, ya que el concepto, extraído del objeto, no tiene peso, siendo como es sombra de un cuerpo.
Surgirá así una multitud de sistemas diferentes, tantos como puntos de vista exteriores haya sobre la realidad que se examina, o como círculos más amplios que la puedan contener. Los conceptos simples no tienen, pues, sólo la in­conveniencia de dividir la unidad concreta del objeto en otras tantas expresiones simbólicas, también dividen la filosofía en escuelas distintas, cada una de las cuales retiene su lugar, es­coge sus cartas y entabla con las otras una partida que no terminará jamás. O la metafísica no es sino este juego de ideas, o bien, si es una ocupación seria del espíritu, conviene que trascienda los conceptos para llegar a la intuición. Cierta­mente los conceptos le son indispensables, pues todas las otras ciencias trabajan las más de las veces sobre conceptos, y la metafísica no podría abstenerse de ellas. Pero sólo es propia­mente ella misma cuando sobrepasa al concepto o, al menos, cuando se libera de los conceptos rígidos y ya hechos, para crear conceptos muy diferentes de los que manejamos en la vida diaria, me refiero a representaciones flexibles, móviles, casi unidas, siempre prestas a amoldarse a las formas huidizas de la intuición. Volveremos en otra parte sobre este punto importante. Bástenos haber mostrado que nuestra duración puede sernos presentada directamente en una intuición, que ella puede sernos sugerida indirectamente por imágenes, pero que no podría —si se deja a la palabra concepto su sentido propio— ser encerrada en una representación conceptual.
Intentemos, por un instante, hacer una multiplicidad. Con­vendrá añadir que los términos de esta multiplicidad, en lugar de distinguirse como los de una multiplicidad cual­quiera, avanzan unos sobre otros; que podemos sin duda, por un esfuerzo de imaginación, solidificar la duración una vez transcurrida, dividirla entonces en trozos que se yuxtapongan y contar todos los trozos, pero que tal operación se lleva a cabo sobre el recuerdo congelado de la duración, sobre la huella inmóvil que la movilidad de la duración deja tras de sí, no sobre la duración misma. Confesemos, pues, si hay una multiplicidad aquí, que tal multiplicidad no se parece a nin­guna otra ¿Diremos entonces que la duración posee unidad? Sin duda una continuidad de elementos que se prolongan unos en otros participa tanto de la unidad como de la multi­plicidad, pero esta unidad moviente, cambiante, llena de color, viva, no se parece casi a la unidad abstracta, inmóvil y vacía, que limita el concepto de unidad pura ¿Concluire­mos de esto que la duración debe definirse por la unidad y la multiplicidad a la vez? Pero, cosa singular, por más que haya manejado los dos conceptos, por más que los haya dosi­ficado y diversamente combinado entre sí, o practicado sobre ellos las más sutiles operaciones de química mental, jamás obtendré nada que se parezca a la intuición simple que tengo de la duración. Por el contrario, cuando por un esfuerzo de intuición me repongo en la duración, advierto inmediata­mente cómo ella es unidad, multiplicidad y aun muchas otras cosas. Esos diversos conceptos eran, pues, otros tantos puntos de vista exteriores sobre la duración. Ni separados, ni reuni­dos, nos han hecho penetrar en la duración misma.
Sin embargo, nosotros penetramos en ella y esto no puede ser sino por una intuición. En este sentido es posible un co­nocimiento interior, absoluto, de la duración del yo por el yo mismo. Mas, sí la metafísica reclama y puede obtener aquí una intuición, la ciencia no deja por eso de tener menos necesidad de un análisis. Y de una confusión entre el papel del análisis y el de la intuición, van a nacer aquí las discu­siones entre escuelas y los conflictos entre sistemas.
Parte componente y expresión parcial.
La psicología, en efecto, procede por análisis, como las otras ciencias. Resuelve el yo, que le ha sido dado de antemano en una intuición simple, en sensaciones, sentimientos, repre­sentaciones, etc, que estudia por separado. Substituye, pues, el yo con una serie de elementos, que son los hechos psicoló­gicos ¿Pero tales elementos son partes? Toda la cuestión es ésta y, por haberla eludido, el problema de la personalidad humana ha sido frecuentemente puesto en términos in­solubles.
Es innegable que todo estado psicológico, por él mero he­cho de que pertenece a una persona, refleja el conjunto de una personalidad. No hay sentimiento, por simple que sea, que no contenga virtualmente el pasado y el presente del ser que lo experimenta, o que pueda separarse de él y constituir un "estado", a no ser por un esfuerzo de abstracción o de aná­lisis. Pero no es menos innegable que sin este esfuerzo de abstracción o de análisis no habría desarrollo posible de la ciencia psicológica. Ahora bien, ¿en qué consiste la operación por la cual él psicólogo separa un estado psicológico, para erigirlo en entidad más o menos independiente? Principia por descuidar la coloración especial de la persona, que no podría expresarse en términos conocidos y comunes. Después se es­fuerza por aislar, en la persona ya simplificada de esta ma­nera, tal o cual aspecto que da lugar a un estudio interesante. Cuando se trata —por ejemplo— de la inclinación, pasará por alto el matiz inexpresable que la colora y que hace que mi inclinación no sea la vuestra, en seguida se ocupará del movimiento por el cual nuestra personalidad se dirige hacia un cierto objeto, aislará esta actitud y será este aspecto especial de la persona, este punto de vista sobre la movilidad de la vida interior, este "esquema" de la inclinación concreta, lo que él erigirá en hecho independiente.
Se trata de un trabajo análogo al de un artista que, de paso por París, pintara —pongamos por caso— un croquis de una torre de Nôtre-Dame. La torre está inseparablemente ligada al edificio, que está no menos inseparablemente ligado al suelo, al contorno, a París entero, etc. Es necesario co­menzar por separarla, del conjunto se notará apenas un de­terminado aspecto que es esta torre de Nôtre-Dame. Pero la torre está constituida en realidad por piedras, cuyo agrapamiento particular le proporciona su forma, mas el dibujante no se interesa en las piedras, sólo nota la silueta de la torre. Substituye, pues, la organización real e interior de la cosa con una reconstitución exterior y esquemática. De manera que su dibujo responde, en suma, a un cierto punto de vista sobre el objeto y a la elección de un cierto modo de representación. Ahora bien, exactamente lo mismo sucede en la operación por la cual el psicólogo extrae un estado psicológico del conjunto de la persona. Este estado psicológico aislado no es sino un croquis, un comienzo de recomposición artificial; es el todo considerado bajo un cierto aspecto elemental, en el que se tiene especial interés y que se ha tomado cuidado de notar. No es una parte» sino un elemento. No ha sido logrado por fragmentación, sino por análisis.
Ahora que el extranjero, al pie de todos los croquis toma­dos en París, inscribirá indudablemente "París" a manera de memento. Y como en verdad ha visto París podrá, cuando vuelva a descender de la intuición original del todo, situar en París sus croquis y reunir así unos con otros. Pero no hay ningún medio de ejecutar la operación contraria. Resulta im­posible, aun con una infinidad de croquis tan exactos como se quiera, aun con la palabra "París" que indica la conve­niencia de ponerlos juntos, elevarse a una intuición que no se ha tenido y darse la impresión de París, si no se le ha visto. Esto sucede porque aquí no se trata de las partes del todo, sino de las notas tomadas sobre el conjunto. Para elegir un ejemplo más llamativo, un caso donde la notación es más completamente simbólica, supongamos que me presentan, mezcladas al azar, las letras que entran en la composición de un poema que ignoro. Si las letras fueran partes del poema, yo podría tratar de reconstituirlo con ellas, probando las diversas ordenaciones posibles, como hace el niño con las pie­zas de un juego de paciencia. Pero ni por un instante podría pensarlo, pues las letras no son partes componentes, sino ex­presiones parciales, lo que es una cosa muy distinta. Ésta es la razón por la cual, si conozco el poema, coloco desde luego todas las letras en el lugar que les conviene y las ligo sin difi­cultad por un nexo continuo, mientras que la operación con­traria es imposible. Aun cuando pienso intentar esta opera­ción contraria, aun cuando pongo las letras una detrás de otra, comienzo por representarme una significación plausible me doy, pues, una intuición, y desde esta intuición trato de volver a descender a los símbolos elementales que reconstitui­rían su expresión. La idea misma de reconstituir la cosa por operaciones practicadas sobre meros elementos simbólicos, implica un absurdo tal que nadie la pensaría, si advirtiera que no se trata de fragmentos de la cosa, sino, en cierta for­ma, de fragmentos de símbolo.

Empirismo y racionalismo.
Con todo, tal es la empresa de los filósofos que intentan re­componer la persona con estados psicológicos, sea que se aten­gan a los estados mismos, sea que añadan un hilo destinado a enlazar los estados entre sí. Empiristas y racionalistas han sido burlados en este punto por la misma ilusión. Unos y otros toman las notaciones parciales por partes reales, y con­funden así el punto de vista del análisis con el de la intui­ción, la ciencia y la metafísica.
Los primeros dicen con razón que el análisis psicológico no descubre, en la persona, ninguna otra cosa que estados psicológicos. Y tal es, en efecto, la función, tal es la defini­ción misma del análisis. El psicólogo tiene por única tarea analizar la persona, es decir, anotar estados. Cuando más pon­drá el título "yo" sobre esos estados y dirá que son "estados del yo", de la misma manera que el dibujante escribe la palabra "París" en cada uno de sus croquis. Sobre el terreno donde el psicólogo se coloca, y donde debe colocarse, el "yo" no es sino un signo por el cual se recuerda la intuición pri­mitiva (muy confusa por otra parte) que ha proporcionado a la psicología su objeto. Sólo es una palabra. El error, y grande, consiste en pensar que sería posible, permaneciendo sobre el mismo terreno, encontrar tras la palabra una cosa. Tal ha sido el error de esos filósofos que no se resignaron a ser simplemente psicólogos en psicología Taine y Stuart Mill, por ejemplo. Psicólogos por el método que aplican, fueron y siguen siendo metafísicos por el objeto que se proponen. Desearían una intuición y, por una extraña inconsecuencia, la piden al análisis, que es su negación misma. Buscan el yo y pretenden encontrarlo en los estados psicológicos, cuando esta diversidad de estados psicológicos sólo ha podido obte­nerse transportándose fuera del yo, para tomar sobre la per­sona una serie de croquis, de notas, de representaciones más o menos esquemáticas y simbólicas. Por eso, por más que yuxtapongan los estados a los estados, multipliquen sus con­tactos, exploren sus intersticios, el yo se les escapa siempre, de tal modo que terminan por no ver más que un vano fan­tasma. Sería como negar que la Ilíada tenga sentido, bajo el pretexto de que se le ha buscado vanamente en los intervalos de las letras que la componen.
El empirismo filosófico ha nacido, pues, en esta materia, de una confusión entre el punto de vista de la intuición y él del análisis. Consiste en buscar el original en la traduc­ción, donde naturalmente no puede estar, y en negar el ori­ginal bajo pretexto de que no se le encuentra en la traduc­ción. Termina por necesidad en negaciones. Pero, bien consideradas las cosas, se advierte que esas negaciones signi­fican sólo que el análisis no es la intuición, lo que es de suyo evidente. De la intuición original, confusa por otra par­te, que proporciona a la ciencia su objeto, ésta pasa inmedia­tamente al análisis, el cual multiplica al infinito los puntos de vista sobre tal objeto. Muy pronto llega a creer que po­dría, poniendo simultáneamente todos los puntos de vista, reconstituir el objeto ¿Es sorprendente acaso que vea al objeto huir delante de ella, como el niño que quisiera fabri­carse un juguete sólido con las sombras que se perfilan a lo largo dé los muros?
Mas también el racionalismo es burlado por la misma ilu­sión. Parte de la confusión qué comete el empirismo, y queda tan impotente como él para alcanzar la personalidad. Como el empirismo, tiene a los estados psicológicos por otros tantos fragmentos separados de un yo que los reuniría. Como el em­pirismo, trata de unir otra vez esos fragmentos entre sí para rehacer la unidad de la persona. Como el empirismo, en fin, ve la unidad de la persona, en el esfuerzo que renueva sin cesar por alcanzarla, diluirse indefinidamente como un fan­tasma. Pero mientras el empirismo, cansado de la lucha, ter­mina por declarar que no hay otra cosa que la multiplicidad de los estados psicológicos, el racionalismo persiste en afir­mar la unidad de la persona. Es verdad que, buscando la unidad sobre el terreno de los estados psicológicos mismos, y obligado por otra parte a cargar en la cuenta de los estados psicológicos todas las cualidades o determinaciones que en­cuentra en el análisis (ya que el análisis —por la definición misma— termina siempre en los estados),, no le queda, para la unidad de la persona, otra cosa que algo puramente nega­tivo, a saber, la ausencia de toda determinación. Como en este análisis los estados psicológicos necesariamente tomaron y guardaron para sí todo aquello que presenta la menor apa­riencia de materialidad, la "unidad del yo" no podrá ser otra cosa que una forma sin materia. Será lo indeterminado y el vacío absolutos. A los estados psicológicos aislados, a estas sombras del yo cuya colección era para los empiristas el equivalente de la persona, el racionalismo añade, para recons­tituir la personalidad, otra cosa todavía más irreal, el vacío en el que las sombras se mueven, la casa de las sombras — por así decir ¿Cómo esta "forma", que es verdaderamente informe, podría caracterizar una personalidad viviente, actuante, con­creta, y distinguir a Pedro de Pablo? ¿Es admirable entonces que los filósofos que han aislado esta "forma" de la perso­nalidad, la encuentren enseguida impotente para determi­nar una persona, y que, de grado en grado, sean llevados a hacer de su Yo vacío un receptáculo sin fondo, que no per­tenece más a Pablo que a Pedro, y donde habrá lugar, como se quiera, para la humanidad entera, o para Dios, o para la existencia en general? En este punto yo veo entre el empiris­mo y el racionalismo una sola diferencia que el primero, al buscar la unidad del yo en los intersticios, que son de algún modo estados psicológicos, es llevado a llenar los intersticios con otros estados, y así indefinidamente, de manera que el yo, encerrado en un intervalo que va restringiéndose siempre, tiende a Cero, en la medida en que el análisis se pone más lejos. Mientras que el racionalismo, al hacer del yo el lugar donde los estados se alojan, está en presencia de un espacio vacío, que no tiene ninguna razón para detenerse aquí mejor que allá,¡ que pasa cualquiera de los límites sucesivos que se pretende asignarle, va siempre alargándose y tiende a per­derse, no ya en Cero, sino en el Infinito.
La distancia entre un pretendido "empirismo" como el de Taine y las especulaciones más trascendentes de ciertos panteístas alemanes es, pues, mucho menor de lo que se supone. El método es análogo en los dos casos consiste en razonar sobre los elementos de la traducción como si fuesen partes del original. Pero un empirismo verdadero es aquel que se propone abarcar, tan cerca como sea posible, el original mis­mo, profundizar su vida y, por una especie de auscultación espiritual, sentir palpitar su alma, y este empirismo verda­dero es la verdadera metafísica. El trabajo es de una dificul­tad extrema, porque ninguna de las concepciones hechas, que usa el pensamiento en sus operaciones habituales, puede ya servir. Nada tan fácil como decir que el yo es multiplicidad, o que es unidad, o que es la síntesis de una y otra. Unidad y multiplicidad son aquí representaciones que no es necesario cortar sobre el objeto porque se encuentran ya fabricadas. Diríase que sólo ha de escogerse, en una pila, los vestidos de confección que vendrán tanto a Pedro como a Pablo, pues no dibujan la forma de ninguno de ellos. Pero un empirismo digno de este nombre, un empirismo que sólo trabaje sobre medida, está obligado a hacer un esfuerzo absolutamente nuevo para cada nuevo objeto que estudia. Corta para el ob­jeto un concepto sólo apropiado a él, concepto del cual ape­nas se puede decir que sea un concepto, pues no se aplica sino a esta cosa sola. No procede por combinación de las ideas que se encuentran en uso, la unidad y la multiplicidad por ejemplo, por el contrario, la representación a la que nos encamina es una representación única, simple, la cual, una vez formada, puede colocarse, como se comprende fácilmente por lo demás, en los cuadros unidad, multiplicidad, etc, to­dos mucho más amplios que ella. En fin, la filosofía, así defi­nida, no consiste en elegir entre conceptos y tomar partido por una escuela, sino en ir a buscar una intuición única, de la cual podamos descender en buena hora a los diversos con­ceptos, por hallarnos sobre las divisiones de escuelas.
Que la personalidad tenga unidad, es cierto, mas parecida afirmación no me enseña nada sobre la naturaleza extraordi­naria de esa unidad que es la persona. Que nuestro yo sea múltiple, lo concedo también, pero se trata de una multi­plicidad de la que conviene reconocer que nada tiene en común con ninguna otra. Lo que verdaderamente interesa a la filosofía es saber qué unidad, qué multiplicidad, qué rea­lidad superior a lo uno y a lo múltiple abstractos es la uni­dad múltiple de la persona. Y no lo sabrá, a menos que recobre la intuición simple del yo por el yo. Ahora bien, según la pendiente que escoja para bajar de esa cima, llegará a la unidad, o a la multiplicidad, o a cualquiera de los con­ceptos por los cuales se quiere definir la vida moviente de la persona. Pero ninguna mezcla de estos conceptos entre sí —lo repetimos— dará nada que se asemeje a la persona que dura. Presentadme un cono sólido sin esfuerzo veo cómo se es­trecha hacia el vértice y tiende a confundirse con un punto matemático, veo también cómo se alarga por su base en un círculo que se agranda indefinidamente. Pero ni el punto, ni el círculo, ni la yuxtaposición de los dos sobre un plano, me darán la menor idea de un cono. Igual cosa pasa con la mul­tiplicidad y la unidad de la vida psicológica. También con el Cero y el Infinito hacia los cuales el empirismo y el racio­nalismo dirigen la personalidad.
Los conceptos, como lo mostraremos en otra parte, van or­dinariamente por parejas y representan los dos contrarios. No hay casi realidad concreta sobre la cual no puedan tomarse, a la vez, las dos vistas opuestas y que no se subsuma, en consecuencia, en los dos conceptos antagónicos. De aquí se origina una tesis y una antítesis que en vano se trataría de conciliar lógicamente, por la sencilla razón de que jamás se hará una cosa con conceptos o con puntos de vista. Pero del objeto, captado por intuición, se pasa sin esfuerzo, en la ma­yoría de los casos, a los dos conceptos contrarios, y porque gracias a esto se ve salir de la realidad la tesis y la antítesis, se capta al mismo tiempo cómo esta tesis y esta antítesis se oponen y cómo se concilian.
Es verdad que para lograr esto es necesario proceder a in­vertir el trabajo habitual de la inteligencia. Pensar consiste ordinariamente en ir de los conceptos a las cosas, y no de las cosas a los conceptos. Conocer una realidad consiste, en el sentido usual de la palabra "conocer", en tomar conceptos ya hechos, dosificarlos y combinarlos entre sí, hasta obtener un equivalente práctico de lo real. Pero conviene no olvidar que el trabajo normal de la inteligencia está lejos de ser un tra­bajo desinteresado. Generalmente no queremos conocer por conocer, sino conocer para tomar un partido, para sacar un provecho, en fin, para satisfacer un interés. Buscamos hasta qué punto el objeto por conocer es esto o aquello, en qué género conocido entra, qué especie de acción, de pasos o de actitud debería sugerirnos. Esas diversas acciones y actitudes posibles son otras tantas direcciones conceptuales de nuestro pensamiento, determinadas de una vez para siempre, no que­da sino seguirlas. En esto consiste precisamente la aplicación de los conceptos a las cosas. Probar un concepto en un obje­to consiste en preguntar al objeto aquello que nosotros de­bemos hacer con él, aquello que él puede hacer por nosotros. Colgar sobre un objeto la etiqueta de un concepto consiste en señalar con términos precisos el género de acción o de actitud que el objeto deberá sugerirnos. Todo conocimiento propiamente dicho está, pues, orientado en una cierta dirección o tomado desde un cierto punto de vista. Es cierto que nuestro interés es con frecuencia complejo. Ésa es la razón por la cual sucede que orientamos en muchas y sucesivas di­recciones nuestro conocimiento de un mismo objeto y varia­mos los puntos de vista sobre él. En esto consiste, en el sentido usual de los términos, un conocimiento "amplio" y "comprensivo" del objeto el objeto está referido, entonces, no a un concepto único, sino a muchos conceptos de los que se supone que "participa" ¿Cómo participa de todos esos conceptos a la vez? Tal cuestión no interesa a la práctica y no tiene por qué ponerse. Es, pues, natural y legítimo que procedamos en la vida corriente por yuxtaposición y dosifi­cación de conceptos ninguna dificultad filosófica nacerá de esto, ya que, por convención tácita, nos abstendremos de filo­sofar. Pero transportar este modus operandi a la filosofía, ir, también aquí, de los conceptos a la cosa, utilizar, para el conocimiento desinteresado de un objeto que ahora se pre­tende alcanzar en sí mismo, una manera de conocer que se inspira en un interés determinado y que consiste, por defini­ción, en una vista tomada exteriormente sobre el objeto, es volver la espalda al fin que se pretendía, es condenar la filo­sofía a un eterno. Conflicto entre las escuelas, es instalar la contradicción en el corazón mismo del objeto y del método. O no hay filosofía posible y todo conocimiento de las cosas es un conocimiento práctico, orientado hacia el provecho que se saca de ellas, o filosofar consiste en colocarse en el objeto mismo por un esfuerzo de intuición.
La duración real.
Pero, para comprender la naturaleza de esta intuición, para determinar con precisión dónde termina la intuición o dónde comienza el análisis, es preciso regresar a lo que se ha dicho arriba sobre la fluencia de la duración.
Se notará que los conceptos o esquemas en los que termina el análisis tienen por carácter esencial ser inmóviles en el momento de su consideración. He aislado completamente de la vida interior esa entidad psicológica que llamo una sen­sación simple. En tanto la estudio, supongo que sigue siendo lo que es. Si encontrara algún cambio, diría que no existe allí una sensación única, sino muchas sensaciones sucesivas, y a cada una de estas sensaciones sucesivas transportaría en­tonces la inmutabilidad, atribuida en primer término a la sen­sación de conjunto. De todas maneras, podría, llevando el análisis bastante lejos, llegar a elementos que consideraría inmutables. Es aquí y solamente aquí donde encontraría la sólida base de operaciones que necesita la ciencia para su propio desarrollo.
Con todo, no hay estado de alma, por simple que sea, que no cambie en cada instante, ya que no hay conciencia sin memoria, ni continuación de un estado sin la adición, al sentimiento presente, del recuerdo de los momentos pasados. En esto consiste la duración. La duración interior es la vida continua de una memoria que prolonga el pasado en el pre­sente, sea que el presente contenga distintamente la imagen del pasado que se agranda sin cesar, sea que más bien testifi­que, por su continuo cambio de cualidad, la carga cada vez más pesada que uno arrastra detrás de sí, a medida que la vejez aumenta. Sin esta supervivencia del pasado en el pre­sente no habría duración, sino solamente instantaneidad.
Es cierto que sí, por el hecho mismo que lo analizo, se me reprocha substraer el estado psicológico a la duración, me de­fenderé diciendo que cada uno de estos estados psicológicos elementales, en los que termina mi análisis, es un estado que ocupa todavía tiempo "Mi análisis —diré— reduce perfecta­mente la vida interior a estados que son todos homogéneos consigo mismo, pero, extendiéndose la homogeneidad sobre un número determinado de minutos o de segundos, el estado psicológico elemental no cesa de durar, si bien no cambia ".
¿Mas quién no ve que el número determinado de minutos y de segundos, que atribuyo al estado psicológico elemental, tiene justamente todo el valor de un índice destinado a re­cordarme que el estado psicológico, supuesto homogéneo, es en realidad un estado que cambia y que dura? El estado, tomado en sí mismo, es un perpetuo devenir. He extraído de este devenir un cierto término medio de cualidad que su­pongo invariable he constituido así un estado estable y, por esto mismo, esquemático. De él he extraído, por otra parte, el devenir en general, el devenir que no será en adelan­te el devenir de eso o de aquello, y es lo que he llamado el tiempo que este estado ocupa. Considerando bien las cosas, vería que este tiempo abstracto es tan inmóvil para mí como el estado que yo localizo en él, vería también que no podría fluir sino por un cambio continuo de cualidad, y que, si carece de cualidad, si es un simple teatro del cambio, deviene entonces un medio inmóvil. Vería que la hipótesis de ese tiempo homogéneo está simplemente destinada a facilitar la comparación entre las diversas duraciones concretas, a permi­tirnos contar simultaneidades y medir una fluencia de du­ración por relación a otra. Y, en fin, comprendería que, al enlazar la indicación de un número determinado de minutos y de segundos con la representación de un estado psicológico elemental, me limito a recordar que el estado ha sido sepa­rado de un yo que dura y a señalar el lugar donde convenga reponerlo en movimiento, para llevarlo, de simple esquema que llegó a ser, a la forma concreta que tenía antes. Pero olvido todo esto, pues nada interesa al análisis.
Equivale a decir que el análisis opera sobre lo inmóvil, mientras que la intuición se coloca en la movilidad, o —lo que viene a ser lo mismo— en la duración. Aquí está la línea de separación bien clara entre la intuición y el análisis. Lo real, lo vivido, lo concreto, se reconoce porque es la variabilidad misma. El elemento se reconoce porque es invariable. Y es invariable por definición, por ser un esquema, una recons­trucción simplificada, con frecuencia un mero símbolo, en todo caso, una vista tomada sobre la realidad que fluye.
Pero el error consiste en creer que lo real se recompondría con esos esquemas. Nunca lo repetiríamos bastante de la intuición se puede pasar al análisis, mas no del análisis a la intuición.
Con la variabilidad haré tantas variaciones, tantas cualida­des o modificaciones como me plazca, porque existen otras tantas vistas inmóviles, tomadas por el análisis, sobre la movi­lidad dada a la intuición. Pero estas modificaciones, puestas una detrás de otra, no producirán nada que se asemeje a la variabilidad, pues no eran partes suyas, sino elementos, lo que es cosa distinta.
Consideremos —por ejemplo— la variabilidad más próxima a la homogeneidad el movimiento en el espacio. A lo largo de todo este movimiento puedo representarme posibles de­tenciones a las que llamo posiciones del móvil o puntos por los cuales el móvil pasa. Pero con posiciones, así fue­sen infinitas, no podré hacer el movimiento. Ellas no son partes del movimiento, son otras tantas vistas tomadas sobre él, no son —podría decirse— sino suposiciones de detención. Jamás el móvil está realmente en alguno de los puntos, cuan­do más, puede decirse que pasa por ellos. Pero el pasaje, que es un movimiento, no tiene nada en común con una deten­ción, la cual es inmovilidad. Un movimiento no podría ser puesto sobre una inmovilidad, pues coincidiría entonces con ella, lo que sería contradictorio. Los puntos no están en el movimiento, como partes, ni siquiera bajo el movimiento, como lugares de lo móvil. Simplemente están proyectados por nosotros debajo del movimiento, como otros tantos lu­gares donde estaría, si se detuviera, un móvil que por hipó tesis no se detiene. No son, pues —propiamente hablando—, posiciones, sino suposiciones, vistas o puntos de vista del espíritu ¿Cómo, con puntos de vista, podría construirse una cosa?
Sin embargo, tal es lo que tratamos de hacer todas las veces que razonamos sobre el movimiento y también sobre el tiempo, cuya representación es el movimiento. Por una ilu­sión profundamente arraigada en nuestro espíritu, y porque no podemos dejar de considerar el análisis como equivalente de la intuición, comenzamos por distinguir, a todo lo largo del movimiento, un cierto número de detenciones posibles o de puntos, de los cuales hacemos, de mal o buen grado, partes del movimiento. Ante nuestra impotencia para recom­ponerlo con esos puntos, intercalamos otros, creyendo asir de esta manera lo que de movilidad hay en él. Después, como la movilidad se nos escapa aún, sustituimos con un número finito y determinado de puntos un número "que crece indefinida­mente". Tratamos así, pero en vano, de imitar con el movi­miento de nuestro pensamiento, que prosigue indefinidamente la adición de puntos a puntos, el movimiento real e indiviso de lo móvil. Finalmente, decimos que el movimiento se compone de puntos, pero que comprende, además, el pasaje oscuro, misterioso, de una posición a la posición siguiente [Como si la oscuridad no viniese toda del hecho de que se ha supues­to a la inmovilidad más clara que la movilidad, la deten­ción anterior al movimiento! ¡Como si el misterio no se ori­ginase porque se pretende ir de las detenciones al movimiento por vía de composición, lo que es imposible, cuando sin es­fuerzo se pasa del movimiento a la moderación y a la inmovilidad! (Vosotros habéis buscado la significación del poema en la forma de las letras que lo componen, habéis creído que, considerando un número creciente de letras, alcanza­ríais por fin la significación que huye siempre, y, como último recurso, viendo que no sirve para nada buscar una parte de sentido en cada una de las letras, habéis supuesto que entre cada letra, y la siguiente se alojaba el buscado fragmento del sentido misterioso! Pero las letras, una vez más, no son partes de la cosa, son elementos del símbolo. Las posiciones del móvil, una vez más, no son partes del movimiento, son pun­tos del espacio que, según el supuesto, subtiende al movi­miento. Este espacio inmóvil y vacío, sólo concebido, nunca percibido, tiene precisamente todo el valor de un símbolo ¿Cómo, manejando símbolos, podríais fabricar la realidad?
Pero el símbolo responde aquí a los hábitos más invete­rados de nuestro pensamiento. De ordinario nos instalamos en la inmovilidad, donde encontramos un punto de apoyo para la práctica, y pretendemos recomponer la movilidad con ella. De esta manera obtenemos sólo una imitación torpe, una falsificación del movimiento real, pero esta imitación nos sirve mucho más en la vida de lo que serviría la intuición de la cosa misma. Ahora bien, nuestro espíritu tiene una irresistible tendencia a considerar como más clara la idea que le sirve con más frecuencia. Ésta es la razón por la cual la inmovilidad le parece más clara que la movilidad, y la detención anterior al movimiento.
Las dificultades que ha originado el problema del movi­miento desde la más remota antigüedad vienen de esto. Si­guen válidas porque se pretende ir del espacio al movimien­to, de la trayectoria al trayecto, de las posiciones inmóviles a la movilidad, y pasar del uno al otro por vía de compo­sición. Pero el movimiento es anterior a la inmovilidad, y no hay, entre posiciones y desplazamiento, la relación de las partes al todo, sino la relación de la diversidad de puntos de vista posibles a la indivisibilidad real del objeto.
Muchos otros problemas han nacido de la misma ilusión. Lo que son los puntos inmóviles al movimiento de un móvil, lo son los conceptos de cualidades diversas al cambio cuali­tativo de un objeto. Los variados conceptos en los que se resuelve una variación son, pues, otras tantas visiones estables de la inestabilidad de lo real. Y pensar un objeto, en el sentido usual de la palabra "pensar", es tomar, sobre su movili­dad, una o muchas de esas vistas inmóviles, es, en suma, preguntarse, de tiempo en tiempo, dónde está el objeto, a fin dé saber lo que podría hacerse con él. Nada más legítimo, por otra parte, que esta manera de proceder, tanto más que sólo se trata de un conocimiento práctico de la realidad. El conocimiento, en tanto que orientado a la práctica, sólo tiene que enumerar las principales actitudes posibles de la cosa frente a nosotros, así como también nuestras mejores acti­tudes posibles frente a ella. Éste es el papel ordinario de los conceptos ya hechos esas estaciones de donde sacamos el tra­yecto del devenir. Pero querer penetrar con ellos hasta la naturaleza íntima de las cosas, es aplicar a la movilidad de lo real un método que está hecho para dar puntos de vista inmóviles sobre ella. Es también olvidar que, si la metafísica es posible, sólo puede ser un esfuerzo para remontar la pen­diente natural del trabajo del pensamiento, para colocarse in­mediatamente, por una dilatación del espíritu, en la cosa que se estudia, para, en fin, ir de la realidad a los conceptos y no de los conceptos a la realidad ¿Es admirable entonces que los filósofos vean tan frecuentemente huir, ante sus ojos, el objeto que pretenden alcanzar, como los niños que quisieran, al ce­rrar la mano, coger el humo? Así se perpetúan muchas dispu­tas entre las escuelas, cada una reprocha a las otras, el haber permitido que lo real se escapara.
Pero si la metafísica debe proceder por intuición, si la in­tuición tiene por objeto la movilidad de la duración, y si la duración es de esencia psicológica, ¿no estamos encerrando al filósofo en la contemplación exclusiva de sí mismo? ¿No con­sistirá la filosofía en mirarse simplemente vivir, "como un pastor soñoliento mira el agua correr"? Hablar así sería regre­sar al error que no hemos cesado de señalar desde el comienzo de este estudio. Sería desconocer al mismo tiempo la natura­leza singular de la duración y el carácter esencialmente activo de la intuición metafísica. Sería no ver que solamente el método de que hablamos permite sobrepasar tanto el idea­lismo como el realismo, afirmar la existencia de objetos infe­riores y superiores a nosotros, aunque, sin embargo, en un cierto sentido, interiores a nosotros, hacerlos coexistir juntos sin dificultad y disipar progresivamente las obscuridades que el análisis acumula alrededor de los grandes problemas. Sin abordar aquí el estudio de estos diferentes puntos, limitémo­nos a mostrar cómo la intuición de que hablamos no es un acto único, sino una serie indefinida de actos —todos, sin duda, del mismo género, pero cada uno de especie muy par­ticular—, y cómo esta diversidad de actos corresponde a todos los grados del ser.
Si trato de analizar la duración, es decir, resolverla en con­ceptos ya hechos, estoy más que obligado, por la naturaleza misma del concepto y del análisis, a tomar sobre la duración en general dos vistas opuestas, con las cuales pretenderé en seguida recomponerla. Esta combinación no podrá presentar ni una diversidad de grados, ni una variedad de formas es o no es. Yo diré —por ejemplo— que hay, por una parte, una multiplicidad de estados de conciencia sucesivos y, por otra parte, una unidad que los liga. La duración será la "síntesis" de esta unidad y de esta multiplicidad, operación misterio­sa de la que no se ve —lo repito— cómo comportaría matices o grados. En esta hipótesis, no hay, no puede haberla, sino una duración única, aquella donde nuestra conciencia opera habitualmente. Precisemos las ideas si tomamos la duración bajo el aspecto simple de un movimiento que se realiza en el espacio, si tratamos de reducir a conceptos el movimiento considerado como representativo del. Tiempo, tendremos, por una parte, un número, tan grande como se quiera, de puntos de la trayectoria y, por otra, una unidad abstracta que los reúne, como un hilo que retuviera juntas las perlas de un collar. Una vez puesta como posible, la combinación entre esta multiplicidad abstracta y esta unidad abstracta es una cosa singular, y en ella no encontraremos más matices de los que admite, aritméticamente hablando, una adición de núme­ros dados. Pero si, en lugar de pretender analizar la duración (es decir, en definitiva, hacer su síntesis con conceptos), uno se instala desde luego en ella por un esfuerzo de intuición, en­tonces posee el sentimiento de una cierta tensión bien determi­nada, cuya determinación misma aparece como una elección entre una infinidad de duraciones posibles. Desde luego se ad­vierten duraciones tan numerosas como se quiera, todas muy diferentes unas de otras, si bien cada una de ellas, reducida a conceptos, es decir, considerada exteriormente desde dos pun­tos de vista opuestos, se reduce siempre a la misma combina­ción indefinible de lo múltiple y lo uno.
Expresemos la misma idea con más precisión. Si considero la duración como una multiplicidad de momentos, ligados unos con otros por una unidad que los atravesaría como un hilo, estos momentos, por corta que sea la duración escogida, son en número ilimitado. Puedo suponerlos tan cercanos como me plazca, habrá siempre entre estos puntos matemáti­cos otros puntos matemáticos, y así sin interrupción al infini­to. Examinada desde la multiplicidad, la duración va, pues, a perderse en una puesta de momentos, cada uno de los cua­les no dura, siendo como es un instantáneo. Porque si, por otra parte, considero la unidad que liga los momentos entre sí, no puede ella durar más, puesto que, por hipótesis, todo lo que hay de cambiante y de propiamente durable en la dura­ción fue puesto en razón de la multiplicidad de los momen­tos. Esta unidad, a medida que yo profundice su esencia, me aparecerá, pues, como un substrato inmóvil de lo moviente, como no sé qué esencia intemporal del tiempo a esto llama­ré eternidad — eternidad de muerte, pues no es otra cosa que el movimiento vaciado de la movilidad en que consistía su vida. SÍ se examinasen bien las opiniones de las escuelas antagónicas a propósito de la duración, se vería que difieren simplemente en que atribuyen a uno o a otro de estos dos conceptos una importancia capital. Unas se limitan al punto de vista de lo múltiple, erigen en realidad concreta los mo­mentos distintos de un tiempo que han —por así decir— pul­verizado, consideran, pues, mucho más artificial la unidad que hace polvo con granos. Otras erigen, al contrario, la unidad de la duración en realidad concreta. Se colocan en lo eterno. Pero, como su eternidad permanece completamente abstracta por ser vacía, y como es la eternidad de un concepto que excluye de sí, por hipótesis, el concepto opuesto, no vemos cómo tal eternidad dejaría coexistir con ella a una multipli­cidad indefinida de momentos. En la primera hipótesis te­nemos un mundo suspendido en el aire, que debería terminar y recomenzar por sí mismo en cada instante. En la segunda tenemos un infinito de eternidad abstracta, de él no com­prenderemos nunca por qué no queda encerrado en sí mis­mo y cómo deja coexistir con él a las cosas. Pero en los dos casos, y sea cual fuere, de las dos metafísicas, la que nos oriente, el tiempo, desde el punto de vista psicológico, aparece como una mezcla de dos abstracciones que no permiten ni grados ni matices. Tanto en un sistema como en otro, no hay sino una duración vínica que lleva todo consigo río sin fon­do, sin orillas, que corre sin fuerza asignable en una dirección que no se podría definir. A lo mejor no es un río, un río que fluye, sino porque la realidad consigue de las dos doctrinas este sacrificio, aprovechando una distracción de su lógica. Cuando se reponen, fijan esta fluencia, sea en una in­mensa capa sólida, sea en una infinidad de agujas cristaliza­das, pero siempre en una cosa que participa necesariamente de la inmovilidad de un punto de vista.
Sucede de manera completamente distinta si uno se instala de golpe, por un esfuerzo de intuición, en la fluencia con­creta de la duración. Ciertamente no encontraremos entonces ninguna razón lógica para poner duraciones múltiples y di­versas. En rigor podría no existir otra duración que la nues­tra, como podría no haber en el mundo otro color que el anaranjado — por ejemplo. Pero así como una conciencia con base en el color, que simpatizara interiormente con el ana­ranjado en lugar de percibirlo exteriormente, se sentiría co­gida entre el rojo y el amarillo, y quizá presentiría también, por encima de este último color, un espectro completo en el cual se prolongase naturalmente la continuidad que va del rojo al amarillo, así la intuición de nuestra duración, lejos de dejarnos suspendidos en el vacío, cómo haría el puro análisis, nos pone en contacto con toda una continuidad de duraciones que debemos tratar de seguir, sea hacia abajo, sea hacia arriba. En los dos casos podemos dilatarnos indefinida­mente por un esfuerzo cada vez más violento, en los dos casos nos trascendemos a nosotros mismos. En el primer caso, nos encaminamos a una duración cada vez más abierta, cuyas pal­pitaciones, más rápidas que las nuestras, dividen nuestra sen­sación simple y diluyen su cualidad en cantidad en el límite estaría lo puro homogéneo, la pura repetición, por la cual definiremos la materialidad. Caminando en el otro sentido, vamos a una duración que se tiende, se afirma, se intensifica cada vez más en el límite estaría la eternidad. Pero no la eternidad conceptual, que es una eternidad de muerte, sino una eternidad de vida. Eternidad viviente y, en consecuencia, moviente también, donde nuestra duración sería reencontra­da en nosotros como las vibraciones en la luz, y que sería la concreción de toda duración como la materialidad es su dispersión. Entre estos dos límites extremos se mueve la intui­ción, y este movimiento es la metafísica misma.
Realidad y movilidad.
No puede ser cuestión de recorrer aquí las diversas etapas de este movimiento. Pero después de haber presentado una visión general del método y de haber hecho una primera aplica­ción, no será tal vez inútil formular, en términos tan precisos como sea posible, los principios sobre los cuales descansa. De las proposiciones que vamos a enunciar, la mayor parte han recibido, en el presente trabajo, un comienzo de prueba. Es­peramos demostrarlas completamente cuando abordemos otros problemas.
I. Hay una realidad exterior y no obstante dada inmedia­tamente a nuestro espíritu. El sentido común tiene razón acerca de este punto contra el idealismo y el realismo de los filósofos.
II. Esta realidad es movilidad[3]. No existen cosas hechas, sino sólo cosas que se hacen, no estados que se mantienen, sino sólo estados que cambian. El reposo no es sino aparente, o mejor, relativo. La conciencia que tenemos de nuestra propia persona, en su continuo fluir, nos introduce en el interior de una realidad sobre el modelo de la cual debemos representar­nos las otras. Toda realidad es, pues, tendencia, si se conviene en llamar tendencia a un cambio de dirección en estado naciente.
III. Nuestro espíritu, que busca puntos de apoyo sólidos, tiene por función principal, en el curso ordinario de la vida, representarse estados y cosas. Toma de vez en cuando vistas cuasi instantáneas sobre la movilidad indivisa de lo real. Ob­tiene así sensaciones e ideas. De este modo substituye lo con­tinuo con lo discontinuo, la movilidad con la estabilidad, la tendencia en vía de cambio con los puntos fijos que señalan una dirección del cambio y de la tendencia. Esta substitución es necesaria al sentido común, al lenguaje, a la vida práctica y también, en un cierto grado que trataremos de determi­nar, a la ciencia positiva . Nuestra inteligencia, cuando sigue su inclinación natural, procede por percepciones sólidas, por un lado, y por concepciones estables, por otro. Parte de lo inmóvil y sólo concibe y expresa el movimiento en función de la inmovilidad. Se instala en conceptos ya hechos y se es­fuerza por coger, como en una red, cualquier cosa de la rea­lidad que pasa. No se trata sin duda de obtener un conoci­miento interior y metafísico de lo real, sino de utilizarlo simplemente. En efecto, cada concepto (como también cada sensación) es una cuestión práctica, que nuestra actividad pone a la realidad y a la cual la realidad habrá de responder, como conviene en los negocios, por un sí o por un no. Pero, por tal razón, de lo real deja escapar lo que es su esencia misma.
IV. Las dificultades inherentes a la metafísica, las antino­mias que levanta, las contradicciones en que cae, la división en escuelas antagónicas y las oposiciones irreductibles entre sistemas, se originan en gran parte porque aplicamos al cono­cimiento desinteresado de lo real los procedimientos que usa­mos de ordinario en un objetivo de utilidad práctica. Y prin­cipalmente porque nos instalamos en lo inmóvil para acechar lo moviente que pasa, en lugar de reponernos en lo movien­te para atravesar con él las posiciones inmóviles. También porque pretendemos reconstituir la realidad, que es tenden­cia y consecuentemente movilidad, con las percepciones y con los conceptos que tienen por función inmovilizarla. Con de­tenciones, por numerosas que sean, jamás se hará la movili­dad; al contrario, cuando existe la movilidad, de ella se pue­den sacar por el pensamiento todas las detenciones que se quiera. En otros términos se comprende que los conceptos fijos puedan ser extraídos por nuestro pensamiento de la rea­lidad móvil, pero no hay ningún medio de reconstituir, con la fijeza de los conceptos, la movilidad de lo real. El dogma­tismo, en tanto que constructor de sistemas, siempre ha in­tentado, sin embargo, esta reconstitución.
La pretendida relatividad del conocimiento.
V. Pero estaba condenado al fracaso. Esta impotencia, y sólo ésta, es la que atestiguan las doctrinas escépticas, idea­listas, criticistas, todas aquellas, en fin, que disputan a nues­tro espíritu el poder de captar lo absoluto. Pero, del hecho de que fracasemos al reconstituir la realidad viviente con conceptos rígidos y ya hechos, no se sigue que no podamos captarla de alguna otra manera. Las demostraciones que se han dado sobre la relatividad de nuestro conocimiento están, pues, manchadas con un vicio original suponen, como el dogmatismo que atacan, que todo conocimiento debe necesa­riamente partir de conceptos de contornos acabados, para al­canzar con ellos la realidad que fluye.
VI. Pero la verdad es que nuestro espíritu puede seguir la marcha inversa. Puede instalarse en la realidad móvil, adop­tar su dirección que cambia sin cesar, captarla, en fin, intui­tivamente. Para esto es necesario que se haga violencia, que invierta el sentido de la operación por la cual piensa habitualmente, que examine o, mejor, que rehaga sin cesar sus categorías. Y llegará así a conceptos fluidos, capaces de seguir la realidad en todas sus sinuosidades y de adoptar el movi­miento mismo de la vida interior de las cosas. Solamente de este modo se constituirá una filosofía progresiva, liberada de -las disputas que se dan entre las escuelas, capaz de resol­ver naturalmente los problemas, pues estará libre de los tér­minos artificiales que han sido escogidos para plantearlos. Filosofar consiste en invertir la dirección habitual del trabajo del pensamiento.
VII. Esta inversión no ha sido practicada nunca de una manera metódica, pero una historia que profundizara el pen­samiento humano mostraría que le debemos todo lo grande que han hecho las ciencias, y también todo lo que hay de viable en metafísica. El más poderoso de los métodos de in­vestigación de que dispone el espíritu humano, el análisis infinitesimal, nació de esta misma inversión [4]. La matemática moderna es precisamente un esfuerzo por sustituir lo hecho ya con lo que se hace, por seguir la generación de las magni­tudes, por captar el movimiento, ya no desde fuera y en su resultado manifiesto, sino desde dentro y en su tendencia a cambiar, en fin, por adoptar la continuidad móvil del dibujo de las cosas. Es cierto que se atiene al dibujo, no siendo otra cosa que la ciencia de las magnitudes. También es cierto que no ha podido llegar a sus maravillosas aplicaciones sino por la invención de ciertos símbolos y que, si la intuición de la que acabamos de hablar está en el origen de la invención, sólo el símbolo interviene en la aplicación. Pero la meta- física, que no mira a ninguna aplicación, podrá, y con mucha frecuencia deberá, abstenerse de convertir la intuición en sím­bolo. Dispensada de la obligación de terminar en resultados prácticamente utilizables, acrecentará indefinidamente el do­minio de sus investigaciones. Lo que hubiere perdido, en re­lación a la ciencia, en utilidad y rigor, lo ganará en alcance y extensión. Si la matemática sólo es la ciencia de las magni­tudes, si los procedimientos matemáticos sólo se aplican a cantidades, no conviene olvidar que la cantidad es siempre cualidad en estado naciente es, se podría decir, su caso lí­mite. Por lo tanto es natural que la metafísica adopte la idea generatriz de nuestra matemática, para extenderla a todas las cualidades, es decir, a la realidad en general. Más de ninguna manera se encaminará, por esto, a la matemática universal, esa quimera de la filosofía moderna. Muy por el contrario, cuanto más avance, encontrará objetos más intraducibles a símbolos. Pero al menos habrá comenzado a tomar contacto con la continuidad y la movilidad de lo real, allí donde este contacto es más maravillosamente utilizable. Ella se habrá contemplado en un espejo que le devuelve una imagen de sí misma, muy estrecha sin duda, pero muy luminosa también. Habrá visto con una claridad superior aquello que los pro­cedimientos matemáticos toman de la realidad concreta, y continuará en el sentido de la realidad concreta, no en el de los procedimientos matemáticos. Digamos, pues, habiendo atenuado de antemano lo que la fórmula tendría a la vez de muy modesto y muy ambicioso, que uno de los objetos de la metafísica es operar diferenciaciones e integraciones cualita­tivas.
VIII. Se ha perdido de vista este objeto y la ciencia misma ha podido equivocarse sobre el origen de ciertos procedi­mientos que emplea, porque la intuición, una vez tomada, debe encontrar un modo de expresión y -de aplicación que esté de acuerdo con los hábitos de nuestro pensamiento y que nos proporcione, en conceptos bien establecidos, los sólidos puntos de apoyo que tanto necesitamos. Aquí está la condi­ción de lo que llamamos rigor, precisión y también extensión indefinida de un método general a casos particulares. Ahora bien, esta extensión y este trabajo de perfeccionamiento ló­gico pueden proseguirse durante siglos, mientras que el acto generador del método sólo dura un instante. Ésta es la razón por la cual tomamos tan frecuentemente el aparato lógico de la ciencia por la ciencia misma,[5]olvidando la intui­ción de donde todo ha podido salir [6].
Del olvido de esta intuición procede todo aquello que ha sido dicho por los filósofos y por los sabios mismos sobre la "relatividad" del conocimiento científico. Es relativo el cono­cimiento simbólico por conceptos preexistentes, que va de lo fijo a lo moviente pero no el conocimiento intuitivo, que se instala en lo moviente y adopta la vida misma de las cosas. Esta intuición alcanza un absoluto.
La ciencia y la metafísica se juntan, pues, en la intuición. Una filosofía verdaderamente intuitiva realizaría la unión, tan deseada, de la metafísica y la ciencia. Al mismo tiempo que constituiría a la metafísica en ciencia positiva —quiero decir progresiva e indefinidamente perfectible—, llevaría las ciencias positivas propiamente dichas a tomar conciencia de su verdadero alcance, casi siempre muy superior a lo que ellas mismas imaginan. Pondría más ciencia en la metafísica y más metafísica en la ciencia. Obtendría el restablecimiento de la continuidad entre las intuiciones, que las diversas cien­cias positivas han obtenido algunas veces en el curso de su historia, gracias a los golpes del genio.
IX. Que no haya dos maneras diferentes de conocer a fon­do las cosas, que las diversas ciencias tengan su raíz en la metafísica tal es lo que pensaron en general los filósofos an­tiguos. Su error no fue éste. Consistió en inspirarse en esta creencia muy natural al espíritu humano que una variación sólo puede expresar y desarrollar invariabilidades. De donde resultaba que la Acción era una Contemplación venida a me­nos, la duración una imagen engañosa y móvil de la eterni­dad inmóvil, el Alma una caída de la Idea. Toda esta filo­sofía, que comienza en Platón y termina en Plotino, es el desarrollo de un principio que formularíamos así "Hay más en lo inmutable que en lo moviente, y se pasa de lo estable a lo inestable por una simple disminución". Pero la verdad es precisamente lo contrario.
La ciencia moderna principia el día en que se erigió la movilidad en realidad independiente. Principia el día en que Galileo, haciendo rodar una bola sobre un plano inclinado, tomó la firme resolución de estudiar este movimiento de arri­ba a abajo, por sí mismo, en sí mismo, en lugar de buscar su principio en los conceptos de alto y de bajo, dos inmo­vilidades por las que Aristóteles creía explicar suficiente­mente la movilidad. Y no se trata de un caso aislado en la historia de la ciencia. Pensamos que muchos de los grandes descubrimientos, aquellos, por lo menos, que han transfor­mado las ciencias positivas o que han creado nuevas ciencias, han sido otros tantos sondeos realizados en la duración pura. Cuanto más viviente era la realidad tocada, más profundo fue el sondeo.
Pero la sonda arrojada al fondo del mar devuelve una masa fluida que el sol reduce bien pronto a granos sólidos y dis­continuos de arena. Y la intuición de la duración, cuando se la expone a los rayos del entendimiento, pronto se convierte en conceptos congelados, distintos, inmóviles. En la viviente movilidad de las cosas, el entendimiento se ocupa en señalar las estaciones reales o virtuales, anota las salidas y las llegadas esto es todo lo que interesa al pensamiento del hombre cuan­do se ejercita naturalmente. Mas la filosofía debería ser un esfuerzo por traspasar la condición humana.
Los sabios han detenido gustosamente su mirada sobre los conceptos con que han delineado las rutas de la intuición. Cuando más consideraban estos residuos que pasaron al es­tado de símbolos, más atribuían a toda la ciencia un carácter simbólico[7] . Y cuanto más creían en el carácter simbólico de la ciencia, más lo realizaban y lo acentuaban. Pronto no diferenciaron más, en la ciencia positiva, lo natural y lo arti­ficial, tampoco los datos de la intuición inmediata y el in­menso trabajo de análisis que el entendimiento prosigue al­rededor de la intuición. Prepararon así los caminos a una doctrina que afirma la relatividad de todos nuestros conoci­mientos.
Pero la metafísica ha contribuido a esto igualmente ¿Cómo los maestros de la filosofía moderna que han sido, al mismo tiempo que metafísicos, los renovadores de la cien­cia, no habrían tenido el sentimiento de la continuidad móvil de lo real? ¿Cómo no habrían de estar colocados en lo que llamamos la duración concreta? Lo han hecho más de lo que han creído, mucho más, principalmente, de lo que han dicho. Si nos tomamos el trabajo de ligar por nexos conti­nuos las intuiciones alrededor de las cuales están organizados los sistemas, encontramos, al lado de muchas otras líneas con­vergentes o divergentes, una dirección bien determinada de pensamiento y de sentimiento ¿Cuál es este pensamiento la­tente? ¿Cómo expresarlo? Para utilizar una vez más el len­guaje de los platónicos, diremos, quitando a las palabras el sentido psicológico, entendiendo por Idea una cierta seguri­dad de fácil inteligibilidad y por Alma una cierta inquie­tud de vida, que una corriente invisible lleva a la filosofía moderna a levantar el Alma por encima de la Idea. Con estas cosas tiende, como la ciencia moderna y aún más que ella, a caminar en sentido inverso al pensamiento antiguo.
Pero esta metafísica, como esta ciencia, ha desplegado alre­dedor de su vida profunda un rico tejido de símbolos, olvi­dándose a veces que, si la ciencia tiene necesidad dé símbolos en su desarrollo analítico, la principal razón de ser de la me­tafísica es una ruptura con los símbolos. También aquí el entendimiento ha proseguido su trabajo de fijación, de divi­sión, de reconstrucción. Lo ha proseguido, es verdad, bajo una forma bastante diferente. Sin insistir sobre un punto que nos proponemos desarrollar en otra parte, limitémonos a decir que el entendimiento, cuya función es operar sobre elementos estables, puede buscar la estabilidad sea en las re­laciones, sea en las cosas. Cuando trabaja sobre conceptos de relaciones, termina en el simbolismo científico. Cuando opera sobre conceptos de cosas, termina en el simbolismo metafí­sica. Pero en un caso como en otro, de él procede el arreglo. De buena gana creería que es independiente. En lugar de re­conocer desde luego lo que debe a la intuición profunda de la realidad, se expone a que sólo se vea en toda su obra un arreglo artificial de símbolos. De manera que, si uno atiende literalmente a lo que se dicen metafísicos y sabios, como también a la materialidad de lo que hacen, se podría creer que los primeros han cavado por debajo de la realidad un túnel profundo, y que los segundos han construido por en­cima de ella un puente elegante, pero que el río moviente de las cosas pasa entre estos dos trabajos de arte sin tocarlos. Uno de los principales artificios de la crítica kantiana ha consistido en tomar al pie de la letra al metafísico y al sabio, en llevar la metafísica y la ciencia hasta el límite extremo del simbolismo a que podrían ir, y al que, por otra parte, se encaminan por sí mismas, pues el entendimiento reivindica una independencia llena de peligros. Una vez desconocidos los nexos de la ciencia y de la metafísica con la "intuición intelectual", Kant muestra fácilmente que nuestra ciencia es toda relativa y nuestra metafísica toda artificial. Como él ha exagerado la independencia del entendimiento en ambos casos, como ha aligerado a la metafísica y a la ciencia de la "intuición intelectual" que interiormente les servía de lastre, la ciencia, con sus relaciones, no le presenta más que una película de forma, y la metafísica, con sus cosas, una película de materia ¿Es admirable entonces que la primera no le muestre sino marcos empotrados en marcos, y la segunda fan­tasmas que corren tras fantasmas?
Metafísica y ciencia modernas.
Kant ha dado a nuestra ciencia y a nuestra metafísica golpes tan rudos que todavía no han podido rehacerse de su atur­dimiento, y nuestro espíritu, de buen grado, se resignaría a ver en la ciencia un conocimiento completamente relativo, y en la metafísica una especulación vacía. Nos parece, aún ahora, que la crítica kantiana se aplica a toda metafísica y a toda ciencia. Pero en realidad se aplica sobre todo a la filo­sofía de los antiguos y también a la forma —igualmente an­tigua— que los modernos con frecuencia dan a su pensamien­to. Conserva su validez contra una metafísica que pretende darnos un sistema único y ya hecho de cosas, contra una ciencia que fuera un sistema único de relaciones, en fin, con­tra una ciencia y una metafísica que se presentaran con la simplicidad arquitectónica de la teoría platónica de las Ideas o de un templo griego. Si la metafísica intenta constituirse con conceptos que poseíamos antes de ella, si consiste en un arreglo ingenioso de ideas preexistentes, que utilizamos como materiales de construcción para un edificio, finalmente, si es algo distinto de la constante dilatación de nuestro espíritu y del esfuerzo, siempre renovado, por superar nuestras ideas actuales y acaso también nuestra lógica simple, es bastante claro que ella deviene artificial, como todas las obras de puro entendimiento. Y si la ciencia es toda ella obra de análisis o de representación conceptual, si la experiencia sólo sirve de verificación a las "ideas claras", si, en lugar de partir de intuiciones múltiples y diversas que se insertan en el movi­miento propio de cada realidad, pero que no encajan siem­pre unas en otras, pretende ser una inmensa matemática, un sistema único de relaciones que aprisione la totalidad de lo real en una red preparada de antemano, entonces ella deviene un conocimiento puramente relativo al intelecto humano. Léase bien la Critica de la razón pura y se verá que, —para Kant— la ciencia es esta especie de matemática universal, y que la metafísica es este platonismo apenas retocado. Y en verdad, el sueño de una matemática universal no es ya sino una supervivencia del platonismo. La matemática universal es aquello que deviene el mundo de las Ideas, cuando se su­pone que la Idea consiste en una relación o en una ley, pero de ninguna manera en una cosa Kant tomó por una realidad este sueño de algunos filósofos modernos,[8]aún más creyó que todo conocimiento científico sólo era un fragmento sepa­rado, o mejor, un escalón de la matemática universal. Por esto, la tarea principal de la Crítica era fundar esta matemá­tica, es decir, determinar lo que debe ser la inteligencia y lo que debe ser el objeto, de manera que una matemática ininterrumpida pudiera ligar a ambos. Y, necesariamente, si toda experiencia posible tiene la seguridad de entrar así en los cuadros rígidos, ya constituidos, de nuestro entendimiento, esto se debe (a menos de suponer una armonía preestableci­da) a que nuestro entendimiento organiza él mismo la na­turaleza y se encuentra en ella como en un espejo. De aquí la posibilidad de la ciencia, que deberá toda su eficacia a su relatividad, y la imposibilidad de la metafísica ésta no en­contrará otra ocupación que parodiar, sobre fantasmas de co­sas, el trabajo de clasificación conceptual que la ciencia pro­sigue formalmente sobre las relaciones. En breve, toda la Crítica de la razón pura acaba por establecer que el platonis­mo, ilegítimo si las Ideas son cosas, deviene legitimo si las Ideas son relaciones. Establece también que la idea ya hecha, una vez traída así del cielo a la tierra, es ciertamente —como lo quiso Platón— el fondo común del pensamiento y de la naturaleza. Pero toda la Crítica de la razón pura reposa tam­bién sobre este postulado que nuestro pensamiento es inca­paz de otra cosa que no sea platonizar, es decir, vaciar toda experiencia posible en moldes preexistentes.
Ésta es toda la cuestión. Si el conocimiento científico es precisamente lo que Kant quiso, hay una ciencia simple, preformada y aun preformulada en la naturaleza, tal como lo pensaba Aristóteles de esa lógica inmanente en las cosas, los grandes descubrimientos sólo iluminan punto por punto la línea trazada de antemano, a la manera como se enciende progresivamente, una noche de fiesta, el cordón de gas que ya dibujaba desde antes los contornos de un monumento. Y si el conocimiento metafísico es únicamente lo que Kant qui­so, se reduce a una posibilidad igual de dos actitudes opuestas del espíritu ante todos los grandes problemas, y sus ma­nifestaciones son otras tantas opciones arbitrarias, siempre efímeras, entre dos soluciones formuladas virtualmente desde la eternidad vive y muere de antinomias. Pero la verdad es que ni la ciencia de los modernos presenta esa simplicidad unilineal, ni la metafísica de los modernos esas oposiciones irreductibles.
La ciencia moderna ni es una ni simple. Reposa —lo con- cedo— sobre ideas que terminamos por encontrar claras, pero estas ideas, cuando son profundas, son esclarecidas progresi­vamente por el uso que se hace de ellas. Deben por eso la mejor parte de su luminosidad a la luz que les han devuelto, por reflexión, los hechos y las aplicaciones a que han llevado así la claridad de un concepto no es otra cosa que la segu­ridad, ya alcanzada, de manejarlo con provecho. Al princi­pio, más de una ha debido parecer obscura, difícilmente conciliable con los conceptos ya admitidos en la ciencia y por eso muy cercanas de rozar lo absurdo. Lo que equivale a decir que la ciencia no procede por un encaje regular de conceptos, que estarían predestinados a insertarse con preci­sión unos en otros. Las ideas profundas y fecundas son otras tantas tomas de contacto con corrientes de realidad que no convergen necesariamente en un mismo punto. Pero también es cierto que los conceptos, en que moran ellas, llegan siem­pre, al redondearse sus ángulos por un frotamiento recíproco, a ordenarse, bien que mal, entre sí.
Por otra parte la metafísica de los modernos no está hecha de soluciones tan radicales que puedan terminar en oposi­ciones irreductibles. Lo que indudablemente sucedería, si no hubiera algún medio de aceptar al mismo tiempo, y sobre el mismo terreno, la tesis y la antítesis de las antinomias. Pero filosofar consiste precisamente en colocarse, por un esfuerzo de intuición, en el interior de esa realidad concreta sobre la cual la Crítica toma, desde fuera, las dos vistas opuestas, te­sis y antítesis. Nunca imaginaré que blanco y negro se compenetren, si no he visto el gris, pero comprendo fácilmente, una vez que lo he visto, que pueda considerársele desde el doble punto de vista de blanco y negro. Las doctrinas que tienen un fondo de intuición escapan a la crítica kantiana en la exacta medida en que son intuitivas, y estas doctrinas son el todo de la metafísica, a condición de que la metafísica no se tome congelada y muerta en las tesis, sino viviente en los filósofos. En verdad, son notables las divergencias entre las escuelas, es decir, en suma, entre los grupos de discípulos que se han formado alrededor de algunos grandes maestros ¿Pero también se las encontraría destacadas entre los mismos maestros? Alguna cosa domina aquí la diversidad de sistemas, alguna cosa —lo repetimos— simple y clara como un golpe de sonda del cual se sabe que ha tocado, más o menos profundamente, el fondo de un mismo océano, aunque cada vez traiga a la superficie materias muy diferentes. Sobre estas materias trabajan de ordinario los discípulos aquí está la im­portancia del análisis. Y el maestro, en tanto que formula, desarrolla, traduce en ideas abstractas lo que aporta, es ya, de alguna manera, un discípulo frente a sí mismo. Pero el acto simple, que ha puesto al análisis en movimiento y que se disimula detrás de él, emana de una facultad totalmente distinta de la que tiene por función analizar. Ésta será, por definición, la intuición.
Digámoslo para concluir esta facultad no tiene nada de misterioso. Quienquiera se haya ejercitado con éxito en la composición literaria, sabe bien que, cuando el tema ha sido largamente estudiado, todos los documentos recogidos, todas las notas tomadas, para abordar ya el trabajo de la compo­sición es necesaria otra cosa todavía, un esfuerzo, a menudo penoso, con el objeto de colocarse completamente, de un gol­pe, en el corazón mismo del tema, y de buscar, tan profundamente como sea posible, una impulsión, por la que, en adelante, sólo habrá que dejarse llevar. Esta impulsión, una vez recibida, lanza al espíritu por un camino donde encuen­tra los informes que había recogido y también otros detalles, se desarrolla, se analiza a sí misma en términos cuya enume­ración se podría proseguir sin fin, cuanto más se adelanta, más se descubre, pero jamás se llegará a decir todo, y, sin embargo, si uno regresa bruscamente a la impulsión que siente detrás de sí para captarla, se esfuma. No era, en efecto, una cosa, sino una incitación al movimiento, y es, aunque indefinidamente extensible, la simplicidad misma. La intui­ción metafísica parece ser alguna cosa de este mismo género. Lo que aquí equivale a las notas y documentos de la com­posición literaria, es el conjunto de observaciones y expe­riencias recogidas por la ciencia positiva y, sobre todo, por una reflexión del espíritu sobre el espíritu. Porque de la rea­lidad no se logra una intuición, es decir, una simpatía espi­ritual con lo que tiene de más interior, a menos que se haya ganado su confianza por una larga intimidad con sus mani­festaciones superficiales. Y no se trata simplemente de asi­milarse los hechos notables, es preciso acumular, y fundir a la vez, una masa tan grande como se tenga la seguridad, en esta fusión, de neutralizar, unas por otras, a todas las ideas preconcebidas y prematuras que los observadores hayan podido depositar, sin saberlo, en el fondo de sus observacio­nes. Solamente así es despejada la materialidad bruta de los hechos conocidos. Aun en el caso simple y privilegiado que nos ha servido de ejemplo, aun para el contacto directo del yo con el yo, el esfuerzo definitivo de intuición distinta sería imposible a quien no hubiera reunido y confrontado entre sí un gran número de análisis psicológicos. Los maestros de la filosofía moderna son hombres que asimilaron todo el mate­rial de la ciencia de su tiempo. Y el eclipse parcial de la metafísica, desde hace medio siglo, tiene por principal causa la extraordinaria dificultad que el filósofo experimenta hoy día para tomar contacto con una ciencia que se vuelve cada vez más dispersa. Pero la intuición metafísica, aunque sólo se pueda llegar a ella gracias a conocimientos materiales, es una cosa enteramente diversa del resumen o la síntesis de esos conocimientos. Se distingue de ellos como la impulsión motriz se distingue del camino recorrido por el móvil, como la tensión del resorte se distingue de los movimientos visibles en el péndulo. En tal sentido, la metafísica nada tiene de común con una generalización de la experiencia, y, sin em­bargo, podría definirse como la experiencia integral.












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