Apollinaire quedó conmocionado y perplejo. El escritor se encontró a sí mismo frente a cinco mujeres desnudas que le miraban desde un lienzo cuadrado de dos metros y medio metros por cada lado, con los cuerpos pintados en una paleta de marrones, azules y rosas, y con una serie de líneas angulares pintadas a cuchillo, de modo que la superficie parecía la de un espejo roto. Apollinaire pensó que la carrera de Picasso estaba llegando a su fin: no podía entenderlo. ¿Por qué tenía necesidad de salir de la elegante y atmosférica figuración que hacía y que resultaba tan del gusto de la crítica y los coleccionistas para ponerse a pintar en un estilo que resultaba tan primitivo como severo? La respuesta, en cierto modo, tiene que ver con el carácter competitivo de Picasso. Estaba molesto por la amenaza profesional que representaba Matisse para su posición como el mejor y más innovador artista de su época, preocupación latente que se convirtió en miedo real cuando el pintor fauvista presentó La alegría de vivir en 1906. También estaba impresionado por la exposición Homenaje a Cézanne, que había tenido lugar a principios de 1907, y que le decidió, además, a continuar la línea de investigación del maestro de Aix en materia de perspectiva y modos de ver. Todo ello lo logró, con unos resultados asombrosos, en Las señoritas de Aviñón, una obra en la que las ideas de Cézanne servían de punto de partida para un nuevo movimiento. No hay apenas sensación de profundidad especial en esta obra de Picasso: las cinco mujeres son bidimensionales y sus cuerpos están reducidos a una serie de triángulos y rombos que podrían haber sido recortados de un trozo de papel de color terracota rosácea. Los detalles son prácticamente inexistentes: un pecho, una nariz, una boca o un brazo son poco más que una o dos líneas angulares (de una manera semejante a la forma en que Cézanne habría representado un campo). No hay intención alguna de imitar la realidad: las cabezas de las dos mujeres de la derecha, en este grupo grotesco y macabro, han sido sustituidas por máscaras africanas; la que está al fondo a la izquierda es una estatua egipcia, mientras que las dos que aparecen de frente son poco más que caricaturas estilizadas. Todos sus rasgos faciales surgen de un compuesto de ángulos diversos: los ojos elípticos no están en línea, las bocas están torcidas.
Los historiadores del arte se han pasado cien años rascándose la cabeza a cuenta de las Señoritas, buscando paralelismos e identificando las fuentes originales. Sin embargo, Apollinaire, ese día, no podía decir nada a toro pasado: tampoco podía saber que los artistas de vanguardia del siglo XXI iban a citar esa pintura de Picasso de 1907 como una de las obras de arte más importantes que se hayan producido nunca, y menos aún que en un año iba a aparecer el cubismo. El poeta tenía que juzgar lo que tenía delante, que era asombrosa e incomprensiblemente nuevo y distinto. Su reacción negativa no fue la única: también Matisse se mofó de Picasso para, a continuación, mostrarse iracundo y sospechar que el español estaba intentando dinamitar el arte moderno. Después de escuchar las opiniones desfavorables de sus amigos, Picasso dejó de trabajar en el cuadro, aunque lo consideraba inacabado. Enrolló el lienzo y lo dejó en la parte trasera de su estudio, en donde permaneció durante varios años acumulando polvo. En 1924, un coleccionista lo compró sin verlo y continuó sin exponerse a la vista del público hasta finales de los años treinta, cuando lo adquirió el MoMA.
WILL GOMPERTZ
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Traducción de Federico Corriente Basús
Taurus