Nietzsche y la escritura fragmentaria
Nietzsche se expresa todavía de otra manera: “El mundo, el infinito de la interpretación (el despliegue de una designación al infinito).”.
De allí la obligación de interpretar.
¿Pero quién, entonces, interpretará? ¿El hombre?
¿Y qué clase de hombre?
Nietzsche responde. No se tiene el derecho de preguntar:
¿quién es entonces quien interpreta?
El interpretar mismo, forma de la voluntad de poder, es lo que existe (no como ‘ser’ sino como ‘proceso’, como ‘devenir’) en cuanto pasión.
Maurice Blanchot (Francia, 1907-2003)
De allí la obligación de interpretar.
¿Pero quién, entonces, interpretará? ¿El hombre?
¿Y qué clase de hombre?
Nietzsche responde. No se tiene el derecho de preguntar:
¿quién es entonces quien interpreta?
El interpretar mismo, forma de la voluntad de poder, es lo que existe (no como ‘ser’ sino como ‘proceso’, como ‘devenir’) en cuanto pasión.
Maurice Blanchot (Francia, 1907-2003)
La locura de la luz
" Había captado el instante a partir del cual la luz, habiendo tropezado con un acontecimiento verdadero, iba a apresurarse hacia su fin. Ya llega, me dije, el fin viene, algo sucede, el fin comienza. Estaba embargado por la alegría. "
Maurice Blanchot (Francia, 1907-2003)
El futuro está abierto
La subjetividad de poder no cae del cielo; no está inscripta en los cromosomas que las divisiones del saber y el trabajo deban necesariamente desembocar en las atroces segregaciones que conoce hoy la humanidad. Las figuras inconscientes del poder y el saber no son universales. Están ligadas a mitos de referencia profundamente anclados en la psiquis, pero que también podemos desviar hacia caminos liberadores.
Producir formas alternativas de reapropiación existencial y de autovalorización. Para no abandonarse en la entropía mortífera característica del período que atravesamos.
Félix Guattari
Pintura: Anton Herzl. Philosopher of the day.
Padres e hijos. Por Marcelo Percia
A partir de la célebre Carta que Franz Kafka le escribió a su padre, el autor comenta la relación padre-hijo, en las primeras décadas del siglo XX y en el siglo XXI: “El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro”.
Franz Kafka nació en Praga en 1883, en la atmósfera cultural de una minoría judía de lengua alemana; murió de tuberculosis en 1924. A los treinta y seis años le escribió una carta a su padre, de sesenta y siete. Los tiempos de Kafka eran los de Freud: los tiempos de los hijos que sufren por los ideales frustrados de sus padres. El padre europeo de la pequeña burguesía del siglo XIX es un señor feudal menoscabado, que sólo gobierna su pequeña familia y su mínimo negocio, mientras protege y espera satisfacciones de los suyos. Si al siervo no le pertenecen las tierras ni los frutos de su trabajo, al niño de la familia pequeñoburguesa no le pertenecen sus pasiones: está obligado a tributar su futuro. La crianza es una experiencia de endeudamiento. La herencia pequeñoburguesa es sutil transferencia de identificaciones. Una especie de feudalismo emocional. El padre pregunta desconcertado: “¿A quién saliste así?”. El hijo admite: “No soy lo que esperabas de mí”. El padre sufre como si le violaran una caja de seguridad. Extraña culpa la del desencanto. Walter Benjamin observó que “en las extrañas familias de Kafka, el padre vive del hijo y pesa sobre él como un enorme parásito”. La Carta al padre de Kafka relata esa sumisión histórica en tiempos del amor. El problema de la familia fue, desde sus comienzos, el poder del padre enquistado como deuda de amor. Pero nuestros tiempos ya no son los del amor al padre como deuda moral, sino como perplejidad compartida de un desencuentro civilizatorio.
Carta al padre está más cerca de Edipo que de Homero Simpson: si Edipo, como padre, es un joven heroico y protector que toma como esposa a una pobre reina viuda –que resulta luego ser su propia madre–, Simpson es un padre frágil adoptado por una mujer complaciente como si fuera su niño grande. La Carta de Kafka comienza así: “Querido Padre: Una vez me preguntaste por qué afirmaba yo que te temía. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo que me infundes y en parte porque en el fundamento de ese miedo intervienen muchos detalles, demasiados para que pueda coordinarlos medianamente en una conversación”.
Si el padre de Kafka causa miedo, el padre de Bart, risa. Homero es la caricatura sin autoridad del padre temido. No representa al superyó freudiano, sino al yo pequeño del hombre norteamericano sometido al mundo del consumo. Un tipo fanático y mezquino que asume una crueldad con la misma racionalidad que una buena acción. Un empleado irresponsable en la planta nuclear de Springfield que se llena de televisión, cervezas, hamburguesas o cualquier cosa que ha de comer con voracidad. Suele dar estos consejos al hijo: “Nunca digas nada a menos que estés seguro de que todos los demás piensen lo mismo”. “Dale justo en las partes nobles. Ese movimiento ha sido marca de los Simpson por generaciones”. Marge, su esposa, le pregunta: “¿Estás cuidando a los niños?”. “Sí, por supuesto”, asegura, mirando la tele mientras los chicos se tiran por la ventana. Ya en La familia, Lacan pensaba en el debilitamiento y declinación social de la figura del padre.
Carta al padre puede leerse como reclamo a un hombre rudo, como queja por una vida familiar ingrata, como desahogo de un temeroso, como protesta de un escritor que desea liberarse de la culpa que siente por ser diferente al que debería ser. El destino de una carta es el de la palabra: no alcanza a suprimir la distancia. “Es sabido (o casi) que el padre de Kafka no leyó la carta”, escribe Carlos Correas (Kafka y su padre. Leviatán. Buenos Aires, 2004).
El malentendido (o el sobreentendido, que es el malentendido exitoso) es la figura de la proximidad amorosa. La palabra del hijo tartamudea, el miedo inmoviliza su lengua, no termina de decir lo que quiere decir, ni de explicar lo que le pasa ni de declarar los sentimientos plegados en sus dolores. El hijo no puede darse a conocer y el padre, cuanto más cree conocerlo, más lo desconoce. Pocos amantes permanecen tan cerca e inalcanzables uno para el otro.
Correas relata que Oscar Masotta le dio la Carta de Kafka a su propio padre, un empleado bancario, para hacerse comprender: “Claro, el entendimiento buscado (soñado) por Oscar era que su padre gozosamente lo mantuviera para que él gozosamente cumpliera su obra”. Masotta quiere que su padre entienda, leyendo la Carta, que debería liberarlo de la obligación de trabajar en algo que no sea leer y escribir. El amor es un entendimiento soñado, pero el padre y el hijo no tienen el mismo sueño. Masotta espera que su padre valore la obra que todavía no tiene. Asistimos a la escena del hijo escritor post-Kafka: demanda que el padre se sacrifique por él como prueba de que su obra es posible. El sacrificio del padre por la obra del hijo es uno de los mitos fundadores de la clase media intelectual argentina.
Después de Kafka, los hijos del siglo XX, cada tanto, asumen una posición mesiánica: vienen a componer un mal, a limpiar una culpa, a liberar una potencia, a realizar una obra que mejore el mundo. Asumen la misión de salvar a los padres de la vida que tienen. (En 1903, M’hijo el dotor, de Florencio Sánchez, es una figura rioplatense del mesianismo familiar de las primeras décadas del siglo XX.) Otras veces, la obra del hijo impugna el mundo del padre, que es la historia social habitada por esa pequeña biografía que envejece. Tener un hijo, después de Kafka, es poner en cuestión la propia vida y ser padre es ofrecerse a ese cuestionamiento. Carta al padre suele leerse como protesta dolorida ante la autoridad paterna o como confesión de un hijo avergonzado por sus debilidades; el texto de Kafka atraviesa ambas posiciones sin encallar en esos lugares. Escriben Deleuze y Guattari (Kafka. Para una literatura menor, Editora Nacional, Madrid, 2002): “El problema con el padre no es cómo volverse libre en relación con él (problema edípico), sino cómo encontrar un camino donde él no lo encontró. La hipótesis de una inocencia común, de una angustia común del padre y del hijo es, por lo tanto, la peor de todas: el padre aparece en ella como un hombre que tuvo que renunciar a su propio deseo y a su propia fe (...) y que conmina al hijo a someterse sólo porque él mismo se sometió al orden dominante en una situación que aparentemente no tenía salida. (...) En suma, no es Edipo el que produce la neurosis, es la neurosis –es decir, el deseo ya sometido y que busca comunicar su propia sumisión– la que produce a Edipo”. Para Deleuze y Guattari, en Carta al padre no sólo se leen reclamos y acusaciones de un hijo que responsabiliza a su padre por el sentimiento de inseguridad en sí mismo que ha desarrollado, sino que se advierten tramas micropolíticas del deseo. El padre pretende algo peor que someter al hijo: propagar su propia sumisión.
Un hijo podría defenderse y hasta rebelarse ante un padre injusto y dominante, pero ¿qué hacer ante un padre que difunde tiernamente su propia derrota?, ¿cómo responde el hijo obligado al conformismo como prueba de gratitud?, ¿cómo se rehúsa al servilismo, sin traicionar ese amor? Ese rechazo pone a la vista la miserabilidad del padre, como si le dijera “no quiero tu vida”. El hijo no puede evitar ser cruel con quien tanto lo ama. El hijo suele decir al padre: “No quiero ser como vos”; como si temiera o rechazara la posibilidad de una identificación. Tal vez se trata de enunciar otra proposición: “No quiero el mundo que te hizo vivir así”.
La idea de encontrar una salida en donde el otro no la encontró plantea una tristeza de comienzo: el hijo viene al mundo para denunciar el encierro del padre. Tener un hijo no es precisamente tenerlo (como se tiene un auto o un dolor de muelas); tener un hijo es tener un testigo: dar lugar a otra conciencia que denuncia la mentira del convicto que pinta su estrecha celda como paraíso del deseo. La fantasía paranoica de los padres, en la literatura (Layo o el rey Basilio de La vida es sueño) puede leerse como súplica disfrazada de que el hijo desee lo que el padre tiene.
Escribe Kafka en la Carta, a propósito de los efectos terribles de la ira del padre en su infancia, que el sentimiento de culpa del niño “ha sido reemplazado por nuestro mutuo desamparo”. El rechazo del mundo del padre, su sometimiento, no es triunfo sobre su vida ni gesto de superioridad. Tampoco es expresión de una rivalidad esencial, sino salida del dominio de lo instituido, a la vez que entrada en una intemperie compartida. Padre e hijo son dos edades de un mismo desamparo.
¿Por qué para el padre las preocupaciones del hijo son problemas menores comparados con los que él tuvo que enfrentar a su edad? Transcribe Kafka en la Carta estas expresiones de su padre: “Quisiera tener yo tus preocupaciones” o “No tengo una cabeza tan descansada”. Como si para el padre, los temores, inquietudes, angustias del hijo fueran bagatelas: cosas sin importancia. El problema se puede describir así: el padre necesita asegurarse, en la conciencia del hijo, del valor de su vida haciendo de su persona la medida de toda experiencia posible, pero uno de los efectos de esa supremacía comparativa es el sentimiento de nulidad de sí que inocula en el hijo. Escribe Kafka en la Carta: “Gracias a tu esfuerzo la situación había cambiado y ya no había oportunidad de sobresalir como lo habrías hecho tú (...) nuestra desventaja radica en que no podemos jactarnos de nuestras penurias, ni humillar a nadie con ellas”.
El mito del padre pequeñoburgués es el de un hombre de origen humilde que, tras padecer privaciones y soportar injusticias, se eleva con esfuerzo por sobre su condición inicial, para poder más que su propio padre y darle a su hijo lo que él no tuvo. La construcción familiar nacida con el capitalismo es conservadora: si el padre es la medida de la experiencia posible, la necesaria transformación del mundo social queda inmovilizada.
Una media sucia
El teatro familiar es un espacio de exageración emocional. Cosas mínimas adquieren el valor y la trascendencia de asuntos épicos: el terror nocturno del hijo, la enuresis de la niña, la negativa a tomar la sopa, el capricho de llevar una media sucia al jardín, el dolor de que el amiguito no quiera venir a jugar a su casa, la obstinación de ponerse el dedo en la boca o comerse las uñas o tocarse el pelo o juntar las piernas en forma indebida. La experiencia familiar es la de la desmesura pasional: la amenaza de un castigo, una sentencia verbal, la preferencia injusta de un hermano, la observación de una fealdad física; cada cosa puede causar un sufrimiento mayor y requerir de conductas heroicas para sobrellevarlo. El dramatismo familiar hace olvidar que la vida pasional es aventura de un flujo social inabarcable.
Escribe Kafka en la Carta: “Así uno se convertía en un niño hosco, distraído, desobediente, que buscaba siempre una huida, especialmente una huida interior”. Kafka relata la invención de la interioridad como territorio propicio para una huida. La interioridad es su escondite: se oculta para tener una vida. La literatura es su secreto.
El psicoanálisis es un consuelo posible para una civilización que no sabe qué hacer con la experiencia interior. Suele compararse el desahogo del analizante con la confesión religiosa del pecador; es cierto, quizás, en lo que respecta a la caricatura moral que aproxima al psicoanalista con el confesor; pero no es lo mismo en cuanto al lugar de la interioridad: una interioridad sin dios es una soledad que pide ser relatada a un semejante. La existencia de dios aportaba el Otro imprescindible del mundo interior; dado que es condición de la interioridad ser dialógica y reflexiva.
Así describe Kafka, en su Carta, el ideal burgués de un padre en los últimos tiempos del imperio: “Casarse, fundar una familia, aceptar los hijos que lleguen, sostenerlos en este mundo inseguro y hasta conducirlos un poco es, en mi opinión, el máximo a lo que puede aspirar un hombre” (el final de ese ideal familiar es una crueldad histórica: las tres hermanas de Kafka (Gabrielle, Valery y Ottla, su favorita) fueron asesinadas en Auschwitz. Franz ya había muerto en 1924, Herman, su padre, en 1931, y Julie, su madre, en 1934. Padres e hijo están enterrados juntos en el nuevo cementerio judío de Praga; los restos de las hermanas, quemados en un gran incinerador. Sin embargo, esa razonable aspiración se le niega. Agrega más adelante: “En tal caso, ¿por qué no me casé entonces? Había, como siempre, algunos obstáculos, pero la vida consiste justamente en superar tales obstáculos. El obstáculo básico, independiente por desgracia de los casos en sí, es que, con toda evidencia, soy espiritualmente incapaz de casarme. Esto es ostensible por el hecho de que a partir del momento en que me decido a casarme ya no puedo dormir, la cabeza me arde de día y de noche, mi vida ya no es mi vida y, desesperado, me tambaleo de uno a otro lado”.
Esa decisión lo lleva hasta el límite de perder su vida (“mi vida ya no es mi vida”). Parece atrapado en una paradoja de amor: quiere salvar a su padre pareciéndosele, pero salvándolo se pierde a sí mismo.
Continúa enseguida: “Sin duda, el casamiento es un garantía para la más extrema autoliberación e independencia. Yo tendría una familia, lo más alto que en mi opinión puede lograrse, por lo tanto lo más alto que tú también has logrado; yo sería tu igual, y todas tus afrentas y tiranías antiguas y siempre renovadas ya sólo serían historia. Esto ciertamente resultaría un cuento de hadas, algo fantástico, pero en ello precisamente reside ya lo problemático. Es demasiado, tanto no puede conseguirse. Es como si uno estuviera prisionero, y no sólo tuviera el propósito de fugarse, cosa que tal vez sería factible, sino, además, al mismo tiempo, el propósito de reconstruir la prisión convirtiéndola en un fastuoso castillo para sí. Si huye, no podrá reconstruir y si reconstruye, no podrá fugarse”.
Kafka parece dispuesto a sacrificarse para no abandonar el mundo del padre. Presenta como fracaso personal su incapacidad para el matrimonio y la vida familiar. No denuncia del todo el encierro que, sin embargo, describe. No ostenta su salida, no exhibe su plan, no enrostra su partida. Kafka es un escritor que contempla la posibilidad de quemar su obra. (“Sólo soy literatura y no puedo ni quiero ser otra cosa”, escribe en su Diario.)
La disyuntiva instalada en la cultura, en gran parte del siglo XX psicoanalítico, tuvo esta forma: matar al padre para ocupar su lugar o salvarlo pareciéndosele o servirse de él para desprenderse del encierro materno. Tal vez se trata de dejar morir el mundo que lo somete. La paradoja del amor entre padre e hijo es que alcanzan máxima cercanía en el momento de la despedida. El hijo debe partir cuando el padre no puede seguir. La escena se ha visto en películas: dos hombres huyen unidos, uno de ellos está herido, el más joven lo carga sobre sus espaldas, pero el mayor no puede seguir ni siquiera así; entonces, consciente de su límite, pide que lo deje, el joven no acepta, insiste en transportarlo, pero el otro lo convence de que no puede más y se queda en un refugio, tal vez con un arma para resistir a los perseguidores o para matarse. El joven sigue, avanza desgarrado, solo, se adelanta hacia no sabe dónde. Acepta que el otro no puede acompañarlo. No lo abandona, parte sin él: marcha desamparado. Se escucha un disparo o muchos. Enseguida, silencio.
* Fragmentos del trabajo “Kafka, partidas del sentido”, incluido en Kafka: preindividual, impersonal, biopolítico, de M. Percia y otros autores (ed. La Cebra).
Libro: Potencias del tiempo. Editorial Cactus
David Lapoujade
Potencias del tiempo.
Versiones de Bergson.
Obedecer, creer, crear, son las tres formas del apego a la vida que David Lapoujade, filósofo de singular agudeza, extrae de uno de los libros más descuidados de Henri Bergson, su obra final, Las dos fuentes de la moral y de la religión, aquella obra que, como en Spinoza, podría corresponder, si tomamos el riesgo, al tempo de la beatitud. A partir de estos tres verbos el hombre ha combatido su dato biológico inherente, la “potencia deprimente de la inteligencia”. Y mientras que las dos primeras formas (símbolos sociales, religiosos) no pasan de ser frágiles consuelos (¡pero qué fuerzas tan ingeniosas ya que han comandado gran parte de la historia humana!), la última hace saltar por los aires el dato, o al menos lo somete a una emoción fundamental, que no se sabe de dónde viene, pero se intuye, que no tiene forma precisa, que no corresponde ni nos vincula ya a seres u objetos, que es una emoción del tiempo. Un acto libre que expresa el “yo de las profundidades”, aquel yo sin cara de yo, sin cara de Hombre, aquel que siempre ha corrido en paralelo al “yo de superficie”, al yo = yo. Es el ser que siempre hemos sido, pero que raramente somos, conciencia interior de nuestra participación en una duración única que nos fuerza a simpatizar con otros ritmos de duración, memoria-espíritu, intuición. Una lectura lúcida, justo a tiempo, nos es ofrecida como un regalo divino por Lapoujade, como en todo occursus, con el regusto de magia que siempre presenta este tipo de encuentros.
Cactus
Potencias del tiempo.
Versiones de Bergson.
Obedecer, creer, crear, son las tres formas del apego a la vida que David Lapoujade, filósofo de singular agudeza, extrae de uno de los libros más descuidados de Henri Bergson, su obra final, Las dos fuentes de la moral y de la religión, aquella obra que, como en Spinoza, podría corresponder, si tomamos el riesgo, al tempo de la beatitud. A partir de estos tres verbos el hombre ha combatido su dato biológico inherente, la “potencia deprimente de la inteligencia”. Y mientras que las dos primeras formas (símbolos sociales, religiosos) no pasan de ser frágiles consuelos (¡pero qué fuerzas tan ingeniosas ya que han comandado gran parte de la historia humana!), la última hace saltar por los aires el dato, o al menos lo somete a una emoción fundamental, que no se sabe de dónde viene, pero se intuye, que no tiene forma precisa, que no corresponde ni nos vincula ya a seres u objetos, que es una emoción del tiempo. Un acto libre que expresa el “yo de las profundidades”, aquel yo sin cara de yo, sin cara de Hombre, aquel que siempre ha corrido en paralelo al “yo de superficie”, al yo = yo. Es el ser que siempre hemos sido, pero que raramente somos, conciencia interior de nuestra participación en una duración única que nos fuerza a simpatizar con otros ritmos de duración, memoria-espíritu, intuición. Una lectura lúcida, justo a tiempo, nos es ofrecida como un regalo divino por Lapoujade, como en todo occursus, con el regusto de magia que siempre presenta este tipo de encuentros.
Cactus
Félix por Félix
Yo tenía muchas “posiciones”, al menos cuatro. Yo procedía de la Voie Communiste, y después estuve en la oposición de izquierda; antes de Mayo del 68 escribíamos poco (por ejemplo, las “nueve tesis de la Oposición de izquierda”) y agitábamos mucho. Además, yo había participado en la clínica de La Borde en Cour–Cheverny desde que Jean Oury la fundara en 1953 como una prolongación de las experiencias de Tosquelles: intentábamos definir teórica y prácticamente las bases de la psicoterapia institucional (yo, por mi parte, experimentaba con nociones como las de “transversalidad” o “fantasía de grupo”). Y, finalmente, también me formé con Lacan desde el comienzo de los seminarios. Así que mantenía una especie de posición o de discurso esquizofrénico, siempre he estado enamorado de los esquizofrénicos, siempre me han atraído. Hay que convivir con ellos para comprenderlo. Al menos los problemas de los esquizofrénicos son auténticos problemas, no como los de los neuróticos. Hice mi primera terapia con un esquizofrénico y auxiliado por un magnetófono. El caso es que estas cuatro posiciones, estos cuatro discursos, no eran solamente posiciones o discursos, sino también modos de vida que, forzosamente, experimentaba desde un cierto desgarramiento. Mayo del 68 fue, para Gilles y para mí, como para otros muchos, una sacudida: aunque no nos conocíamos entonces, nuestro libro es sin duda una consecuencia de Mayo. No es que yo tuviese necesidad de unificar mis cuatro modos de vida, lo que precisaba era más bien recomponerlos. Contaba con algunas referencias, como por ejemplo la necesidad de interpretar la psicosis a partir de la esquizofrenia. Pero carecía de la lógica necesaria para esa reconstrucción. Había escrito en Recherches un texto titulado “De un signo a otro”, un texto muy influenciado por Lacan pero en el que ya prescindía del significante. Ello no obstante, estaba aún enredado en una suerte de dialéctica. Lo que esperaba de mi trabajo con Gilles eran cosas como el cuerpo sin órganos, las multiplicidades, la posibilidad de una lógica de las multiplicidades con adherencias sobre el cuerpo sin órganos... En nuestro libro, las operaciones lógicas son al mismo tiempo operaciones físicas. Lo que hemos buscado en común ha sido un discurso que sea a la par político y psiquiátrico, pero sin que ninguna de las dos dimensiones pueda reducirse a la otra.
Félix Guattari
Félix Guattari
Ritornelo Tarde
El sociólogo francés Gabriel Tarde había mostrado en su tiempo que todo en la sociedad, ya sea la moda, la cultura, las opiniones, es producto de la sugestión: el hombre social es un sonámbulo que lejos de encontrar, en las innovaciones culturales, un obstáculo para su sueño, ve en ellas, por el contrario, la fuente más poderosa para su hipnosis. Por lo tanto, el espacio en el que vivimos está atravesado por fortísimas corrientes de sugestión colectiva, y la organización de las masas ha sido siempre una característica del biopoder.
Toda la tristeza de la “sociedad feliz”
En su nuevo libro, editado recientemente en castellano, el filósofo italiano Andrea Cavalletti, analiza las profundas relaciones entre espacio urbano y poder y expone qué esconden los discursos sobre la seguridad ciudadana.
Si hay algo que se percibe como sospechoso en las noticias rimbombantes que informan sobre los asesinatos de, pongamos por caso, Saddam Hussein o Kaddafi, es porque sabemos que las guerras ya no tienen por objeto defender o derrocar al soberano sino controlar la vida –y los recursos que la intensifican o, directamente, la hacen posible, como el petróleo y el agua– de las poblaciones que están bajo su gobierno.
No es la guerra pero sí este reemplazo del poder soberano por el biopoder uno de los puntos de partida de la obra del filósofo italiano Andrea Cavalletti. Su último libro editado en castellano con una cuidadísima traducción de María Teresa D’Meza, Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica (Adriana Hidalgo, 2010), gira en torno de aquel elemento que permitiría pensar, por una parte, la complicación del concepto biopolítico de “población” en el espacio de la ciudad y, por la otra, el nexo entre la biopolítica y su reverso complementario, la “tanatopolítica”. Vale decir, la relación entre la gestión de la vida y la producción de la muerte, cuyo ámbito de experimentación más tremebundo fueron sin duda los campos de concentración del régimen nazi.
Para explorar ese vínculo, Cavalletti parte de una lectura foucaulteana de la tesis de Carl Schmitt según la cual “no existen ideas políticas sin un espacio al cual sean referibles, ni espacios o principios espaciales a los que no correspondan ideas políticas”. El movimiento que esta entrevista propuso al autor se dirigió, sin mayores disimulos, a pensar lo que estos vínculos señalan en la contemporaneidad (caracterizada tanto por la globalización como por los flujos de bienes y personas) y, particularmente, en estas geografías al sur del hemisferio.
Las respuestas del autor, aunque prudentes a la hora de señalar las singularidades de nuestro continente sudamericano, se vuelven despiadadas respecto de las intenciones de Europa y de su actual estado de decadencia no sólo político-económico sino moral.
¿Cuáles son las principales formas en que operan esas “mitologías de la seguridad” en condiciones de alta modernidad?
Refiriéndome a la situación que vivo, y que conozco mejor, la de Europa y en particular la de Italia, diría que las mitologías de la seguridad impactan enteramente en la existencia de los sujetos. En el último tiempo, la así llamada “crisis” económica –que obviamente no es más que la condición del capitalismo globalizado– intensificó su acción: el pánico y la angustia, difundidos por todas partes en el modo y el tiempo justo, se asocian con las medidas de austeridad y los recortes que golpean a la clase media y media baja: sometidas a estas fuerzas, las masas aceptan como consecuencias muy naturales e inevitables de la presunta situación de hecho, incluso las disposiciones más violentas e inhumanas respecto de los inmigrantes. Hoy en día, los que entran en Italia sin documentos, y podrían tener derecho de asilo, son, sin embargo, condenados a dieciocho meses de detención en los Centros de Identificación y Expulsión (CIE) que son, en realidad –como todos saben–, verdaderos campos de concentración. Por otro lado, un renovado impulso represivo golpea, hacia adentro, a quienes pretenden llamar las cosas por su nombre. Este se dirige sobre todo, como es costumbre, al anarquismo y a cualquiera de los grupos no institucionalizados: en busca de un buen efecto mediático, se recurre a la encarcelación con extrema facilidad o a procedimientos policiales de expulsión altamente discrecionales. Mas en general, las actuales mitologías de la seguridad –justamente los espectros de la crisis, el pánico y el miedo– son, paradojalmente, alteradas para privar a los ciudadanos de aquello que, en nombre de la seguridad y el bienestar, les habían concedido, y ellos habían aceptado. Los negocios y las finanzas exigen, por ejemplo, la destrucción de la escuela y la universidad o la cancelación del derecho de huelga: la clase política, y el sindicalismo moderado, se empeñará en conceder las demandas. Si las mitologías se imprimen en la ciudad, reduciéndola al mismo tiempo, a un parque turístico y a un territorio militarizado, la ciudad a su vez las refleja y refuerza en su escenografía. El peligro mayor, sin embargo, es la reducción de la población a una “multitud solitaria”, atemorizada y dispuesta a todo.
¿Qué diferencias existen entre la forma que esas mitologías adquieren en los países centrales y la forma que adquieren en los países que, como los nuestros, se sitúan en el sur colonizado?
¿Qué sucede con el control biopolítico en las poblaciones migrantes, es decir, con esa suerte de tercer espacio que se ha ampliado tanto en la modernidad?
La situación europea es terrible, pero la italiana es directamente desesperante y, por cierto, debe ser observada también desde América Latina con atenta preocupación. Por supuesto, la “mutación antropológica” diagnosticada en su momento por Pier Paolo Pasolini es un proceso de descomposición irreversible y sin límites. Primero hablamos de los CIE, institución que sólo es posible concebir en una sociedad como la nuestra, xenófoba, racista, a menudo presa de oscuras supersticiones sexistas de matriz eclesiástica. Sin embargo, los CIE, y sus leyes de emergencia, son parte del complejo sistema de defensa global europeo llamado Frontex, con sus técnicos expertos en control de inmigrantes, los soldados, los modernos sistemas de observación, aviones, lanchas rápidas equipadas con las armas más sofisticadas: cañones, lanzacohetes, ametralladoras, lanzatorpedos. Todo este armamento se ha implementado para detener embarcaciones atestadas de inmigrantes que a duras penas flotan. La “defensa europea” debe entenderse, por tanto, como la guerra de las poblaciones fuertes, ricas y bien armadas que hacen uso de todos los medios para combatir o rechazar una masa desarmada y famélica de mujeres y niños que huyen de la miseria extrema, de la violencia de sus regímenes o de países en guerra perpetua y llenos de minas terrestres fabricadas en la propia Italia. La democracia occidental, cada vez más débil y pobre de sentido, se manifiesta como una fuerza implacable con los más vulnerables. Por eso la figura actual del refugiado es la de una extrañeza irrecuperable por la seguridad biopolítica en la que se basa esa democracia: como un nuevo réprobo, en busca de su espacio de vida, ese ser en fuga del hambre y de la muerte es una y otra vez (para utilizar la expresión de Foucault) “rechazado hacia la muerte”.
La situación europea es terrible, pero la italiana es directamente desesperante y, por cierto, debe ser observada también desde América Latina con atenta preocupación. Por supuesto, la “mutación antropológica” diagnosticada en su momento por Pier Paolo Pasolini es un proceso de descomposición irreversible y sin límites. Primero hablamos de los CIE, institución que sólo es posible concebir en una sociedad como la nuestra, xenófoba, racista, a menudo presa de oscuras supersticiones sexistas de matriz eclesiástica. Sin embargo, los CIE, y sus leyes de emergencia, son parte del complejo sistema de defensa global europeo llamado Frontex, con sus técnicos expertos en control de inmigrantes, los soldados, los modernos sistemas de observación, aviones, lanchas rápidas equipadas con las armas más sofisticadas: cañones, lanzacohetes, ametralladoras, lanzatorpedos. Todo este armamento se ha implementado para detener embarcaciones atestadas de inmigrantes que a duras penas flotan. La “defensa europea” debe entenderse, por tanto, como la guerra de las poblaciones fuertes, ricas y bien armadas que hacen uso de todos los medios para combatir o rechazar una masa desarmada y famélica de mujeres y niños que huyen de la miseria extrema, de la violencia de sus regímenes o de países en guerra perpetua y llenos de minas terrestres fabricadas en la propia Italia. La democracia occidental, cada vez más débil y pobre de sentido, se manifiesta como una fuerza implacable con los más vulnerables. Por eso la figura actual del refugiado es la de una extrañeza irrecuperable por la seguridad biopolítica en la que se basa esa democracia: como un nuevo réprobo, en busca de su espacio de vida, ese ser en fuga del hambre y de la muerte es una y otra vez (para utilizar la expresión de Foucault) “rechazado hacia la muerte”.
Movilidad biopolítica
¿Cómo se ha transformado la política moderna que, como dice Schmitt, siempre debe necesariamente referirse a un espacio, cuando esos espacios están definidos hoy principalmente por el movimiento –la entrada y salida– de bienes, personas y objetos? ¿No encuentran trabas los dispositivos de seguridad cuando se topan con formaciones culturales para las que no estaban diseñados?
En el libro traducido por la editorial Adriana Hidalgo partí de la definición de Schmitt para mostrar que el espacio biopolítico es originalmente un espacio móvil, cuyas fronteras se vuelven más o menos permeables, de acuerdo a diferentes gradaciones. En efecto, dichas fronteras están siempre dispuestas a cambiar su forma. Se trata de un espacio conformado por zonas de intensidad que son al mismo tiempo internas y externas a los antiguos confines del Estado. Y los flujos no son independientes de estas intensidades biopolíticas, que los guían y los organizan. Por cierto, las viejas y rígidas fronteras y las nuevas líneas de tensión pueden incluso coincidir, pero eso ocurre precisamente en virtud de la ductilidad y la movilidad biopolíticas. También debemos pensar, en general, en las retóricas de los “movimientos”. Es importante prestar atención a esta palabra, que lleva en sí (por su historia del siglo XX) algo oscuro, casi una llamada al espíritu gregario. Ya el sociólogo francés Gabriel Tarde había mostrado en su tiempo que todo en la sociedad, ya sea la moda, la cultura, las opiniones, es producto de la sugestión: el hombre social es un sonámbulo que lejos de encontrar, en las innovaciones culturales, un obstáculo para su sueño, ve en ellas, por el contrario, la fuente más poderosa para su hipnosis. Por lo tanto, el espacio en el que vivimos está atravesado por fortísimas corrientes de sugestión colectiva, y la organización de las masas ha sido siempre una característica del biopoder. Si, como decía Foucault, este poder puede ser a la vez el mayor protector y el máximo asesino, ello se debe a que también es el más hipnótico y espectacular. Pensemos en la famosa novela de Thomas Mann Mario und der Zauberer. El mago-sugestionador-líder es quien se hace cargo de una función específica: pone en movimiento a un público, que baila (o marcha) a sus órdenes, creyendo ser libre. Es preciso huir de este esquema persistente, es decir, de la política de las masas y de los líderes, de los flujos sugestivos y de los guías, a su vez hipnotizados.
¿Quiénes pueden ser los sujetos de la “defección absoluta”? ¿Cómo se entiende la lucha por “estar fuera”, cuando quienes ya lo están dan su vida por estar “adentro”?
Entre el umbral de la seguridad (por ejemplo, de la Unión Europea), que atrae a los inmigrantes, y aquellas regiones de extrema inseguridad de las cuales estos intentan escapar, existe una relación estrecha. Una mano atrae; la otra, repele. Esto es obvio, y por el mismo motivo la solución a los problemas de biopoder no puede ser, a su vez, biopolítica. De allí que llamé “defección absoluta” a ese punto de vista –o a esa práctica– capaz de reconocer la coherencia íntima entre seguridad y peligro, amenaza y garantía; capaz de reconocer toda la tristeza de la “sociedad feliz” con el fin de sustraerse a sus condicionamientos. Se trata, en otras palabras, de indagar la situación en la cual se vive sin temores, de alcanzar la evidencia de la constatación. Es la cosa más difícil. Pensemos en la crisis nuclear de Fukushima: es sin duda el cortocircuito de los deseos y los miedos, del bienestar y de la amenaza de exterminio. Fukushima impondría la evidencia, abriría claramente las líneas para la defección, y hace de hecho necesario un inmenso aparato de censura. La defección es, por lo tanto, una exigencia minoritaria y –dadas las condiciones– cada vez más apremiante: se da cuando aparece algo que se nos presenta como irrenunciable más allá de las formas de vida vigentes; y no se da para determinados “sujetos”, sino precisamente porque estos no son reconocibles, no son identificables y previsibles. En cualquier caso, la pregunta apunta a lo esencial, y en estos últimos años he intentado precisar aquello que en Mitología de la seguridad llamé “defección absoluta”; lo hice en mi libro Clase (2009), y en el último: Sugestión. Potencia y límites de la fascinación política (que se acaba de editar en Italia). He intentado hacerlo retomando la idea de Walter Benjamin de la clase y de la acción revolucionaria entendida como un relajamiento (Auflockerung) de la muchedumbre peligrosa, o sea, de las tensiones biopolíticas que la atraviesan y la animan. Y luego, en Sugestión, busco releer el concepto hegeliano de doble genio para pensar una existencia ambivalente, que actúe de manera siempre impredecible, irreductible a las reglas o a los juegos hipnóticos del poder.
Recetas y peligros
¿Cuáles son las formas positivas que pueden adoptar las nuevas ciudades biopolíticas? ¿Cuáles, sus mayores peligros?
En cuanto a las formas positivas, puedo responder con un ejemplo, recordando el intento reciente de dos urbanistas. Invitados a proyectar la nueva Gran París, Bernardo Secchi y Paola Viganò quisieron analizar y describir la posibilidad de circulación de personas. El resultado fue el llamado “mapa de Lucifer”. París está compuesta de clausuras y obstáculos, y quien nace en un suburbio de los bajos fondos está marcado para siempre, tiene pocas posibilidades de salir de allí: su vida permanece confinada dentro de un perímetro infernal. El proyecto de los arquitectos será, entonces, desmontar, desactivar los dispositivos espaciales de división; pensar las formas de aliviar las tensiones más peligrosas. Recordar este esfuerzo admirable –en verdad, lo más inteligente que un urbanista puede hacer– implica, sin embargo, responder también a la segunda parte de la pregunta: el peligro es, de hecho, que nos contentemos con la planificación urbana; que se le reclame al urbanismo la receta de la felicidad; que no se desate, entonces, ese nudo fatal entre espacio y política que Schmitt puso en evidencia, a su manera. Con extrema lucidez, por otra parte, los propios urbanistas lo reconocen: las particiones materiales que dividen hoy los jirones –es decir, las vueltas dentro de los círculos infernales– de París son el producto de su propia disciplina, el resultado indigesto del reformismo progresista. Estas no nacen de los propósitos malvados de algunos sádicos nazistoides, sino de las mejores intenciones democráticas y del empeño convencido de muchos proyectistas de talento. Hablar de “formas positivas” de la ciudad biopolítica me parece, por esto, muy difícil y peligroso. Y la única tentativa que me parece factible es su cartografía y su cuidadosa deconstrucción.
POR AGUSTIN SCARPELLI. Revista Ñ.
Tiempo liberado de la medida
Tiempo pulsado, tiempo no pulsado, son completamente musicales, pero también son otra cosa. La cuestión sería saber en que consiste, justamente, ese tiempo no pulsado. Esta especie de tiempo flotante, que corresponde un poco a lo que Proust llamaba "un poco de tiempo en estado puro". El carácter más evidente, el más inmediato, es que un tal tiempo llamado no pulsado, es una duración, es un tiempo liberado de la medida, sea una medida regular o irregular, sea simple o compleja. Un tiempo no pulsado nos pone primero y ante todo en presencia de una multiplicidad de duraciones heterocrónicas, cualitativas, no coincidentes. ¿Cómo se articulan, puesto que evidentemente estamos privados de la solución más general y clásica que consiste en confiar al espíritu el cuidado de fijar una medida común o una cadencia métrica a todas las duraciones vitales? Desde el comienzo, esta solución es taponada.
Con la libertad de ir a otro dominio, pienso que actualmente, cuando los biólogos hablan de ritmos, encuentran preguntas análogas. Ellos han renunciado a creer, también ellos, que los ritmos heterogéneos puedan articularse entrando bajo el dominio de una forma unificante. De las articulaciones entre ritmos vitales, por ejemplo los ritmos de 24 horas, no buscan la explicación del lado de una forma superior que los unifique, ni del lado de una secuencia regular de procesos elementales. De hecho las buscan en otra parte, a un nivel sub-vital, infra-vital, en lo que llaman una población de osciladores moleculares capaces de atravesar los sistemas heterogéneos, en las moléculas oscilantes acopladas que, entonces, atravesarán conjuntos y duraciones dispares. La articulación no depende de una forma unificable o unificativa, ni métrica, ni cadencia, ni medida cualquiera regular o irregular, sino de la acción de ciertas parejas moleculares lanzadas a través de capas diferentes y de ritmicidades diferentes. No es por simple metáfora que se puede hablar de un descubrimiento semejante en música: las moléculas sonoras, más bien que las notas o los tonos puros. Las moléculas sonoras acopladas capaces de atravesar capas de ritmicidad, capas de duraciones de hecho heterogéneas. He aquí la primera determinación de un tiempo no pulsado. Hay un cierto tipo de individuación que no se restablece en un sujeto (yo), ni en la combinación de una forma y una materia. Un paisaje, un acontecimiento, una hora del día, una vida o un fragmento de vida... proceden de modo diferente. Tengo el sentimiento de que el problema de la individuación en música, que seguramente es muy complicado, es más bien del tipo de esas segundas individuaciones paradójicas. ¿A qué se le llama la individuación de una frase, de una pequeña frase en música? Quisiera partir del nivel más rudimentario, el más fácil en apariencia. Sucede que una música nos recuerda un paisaje. También sucede que los sonidos evocan colores, sea por asociación, sea por fenómenos llamados de sinestesia. Sucede, en fin, que los motivos en las operas estén ligados a las personas, por ejemplo un motivo wagneriano esta llamado a designar un personaje. Un modo de escuchar así no es nulo o sin interés, quizás a un cierto nivel de distracción hay que pasar por ahí, pero cada uno sabe que no es suficiente. Es que, a un nivel más tenso, no es el sonido el que remite a un paisaje, sino la música misma que envuelve un paisaje propiamente sonoro que le es interior (así en Liszt). Podríamos decir otro tanto para la noción de color, y considerar que las duraciones, los ritmos, los timbres con mayor razón, son ellos mismos colores, colores propiamente sonoros, que vienen a superponerse a los colores visibles, y que no tienen las mismas velocidades ni los mismos pasos de los colores visibles. Igualmente para la tercera noción, la del personaje. Podemos considerar en la opera ciertos momentos en asociación con un personaje: pero los motivos en Wagner no se asocian solamente a un personaje exterior, se transforman, tienen una vida autónoma en un tiempo flotante no pulsado en el que devienen ellos mismos y por sí mismos los personajes interiores a la música. Esas tres nociones diferentes de paisajes sonoros, de colores audibles, de personajes rítmicos aparecen entonces como los aspectos bajo los cuales un tiempo no pulsado produce individuaciones de un tipo muy particular.
Pensamos que la vida sería, más bien, una simplificación de la materia; se puede creer que los ritmos vitales no encuentran su unificación en una fuerza espiritual, sino al contrario en los acoplamientos moleculares.
Conferencia sobre el mundo musical, 1978. G. Deleuze
Con la libertad de ir a otro dominio, pienso que actualmente, cuando los biólogos hablan de ritmos, encuentran preguntas análogas. Ellos han renunciado a creer, también ellos, que los ritmos heterogéneos puedan articularse entrando bajo el dominio de una forma unificante. De las articulaciones entre ritmos vitales, por ejemplo los ritmos de 24 horas, no buscan la explicación del lado de una forma superior que los unifique, ni del lado de una secuencia regular de procesos elementales. De hecho las buscan en otra parte, a un nivel sub-vital, infra-vital, en lo que llaman una población de osciladores moleculares capaces de atravesar los sistemas heterogéneos, en las moléculas oscilantes acopladas que, entonces, atravesarán conjuntos y duraciones dispares. La articulación no depende de una forma unificable o unificativa, ni métrica, ni cadencia, ni medida cualquiera regular o irregular, sino de la acción de ciertas parejas moleculares lanzadas a través de capas diferentes y de ritmicidades diferentes. No es por simple metáfora que se puede hablar de un descubrimiento semejante en música: las moléculas sonoras, más bien que las notas o los tonos puros. Las moléculas sonoras acopladas capaces de atravesar capas de ritmicidad, capas de duraciones de hecho heterogéneas. He aquí la primera determinación de un tiempo no pulsado. Hay un cierto tipo de individuación que no se restablece en un sujeto (yo), ni en la combinación de una forma y una materia. Un paisaje, un acontecimiento, una hora del día, una vida o un fragmento de vida... proceden de modo diferente. Tengo el sentimiento de que el problema de la individuación en música, que seguramente es muy complicado, es más bien del tipo de esas segundas individuaciones paradójicas. ¿A qué se le llama la individuación de una frase, de una pequeña frase en música? Quisiera partir del nivel más rudimentario, el más fácil en apariencia. Sucede que una música nos recuerda un paisaje. También sucede que los sonidos evocan colores, sea por asociación, sea por fenómenos llamados de sinestesia. Sucede, en fin, que los motivos en las operas estén ligados a las personas, por ejemplo un motivo wagneriano esta llamado a designar un personaje. Un modo de escuchar así no es nulo o sin interés, quizás a un cierto nivel de distracción hay que pasar por ahí, pero cada uno sabe que no es suficiente. Es que, a un nivel más tenso, no es el sonido el que remite a un paisaje, sino la música misma que envuelve un paisaje propiamente sonoro que le es interior (así en Liszt). Podríamos decir otro tanto para la noción de color, y considerar que las duraciones, los ritmos, los timbres con mayor razón, son ellos mismos colores, colores propiamente sonoros, que vienen a superponerse a los colores visibles, y que no tienen las mismas velocidades ni los mismos pasos de los colores visibles. Igualmente para la tercera noción, la del personaje. Podemos considerar en la opera ciertos momentos en asociación con un personaje: pero los motivos en Wagner no se asocian solamente a un personaje exterior, se transforman, tienen una vida autónoma en un tiempo flotante no pulsado en el que devienen ellos mismos y por sí mismos los personajes interiores a la música. Esas tres nociones diferentes de paisajes sonoros, de colores audibles, de personajes rítmicos aparecen entonces como los aspectos bajo los cuales un tiempo no pulsado produce individuaciones de un tipo muy particular.
Pensamos que la vida sería, más bien, una simplificación de la materia; se puede creer que los ritmos vitales no encuentran su unificación en una fuerza espiritual, sino al contrario en los acoplamientos moleculares.
Pintura: Dubuffet