Ni uno ni otro

A pesar de algunas consonancias, estamos muy lejos aquí de la experiencia en que algunos acostumbran a perderse para volverse a encontrar. Con su arrebato característico, la mística trata de alcanzar -aunque para ello tenga que atravesar s noche oscura- la positividad de una existencia entablando con ella una difícil comunicación. E incluso cuando esta existencia duda de sí misma, se abisma en el trabajo de su propia negatividad para retirarse indefinidamente en un día sin luz, en una noche sin sombra, en una pureza sin nombre, en una visibilidad sin obstáculo, no por ello es menos un abrigo donde la experiencia puede encontrar reposo. Abrigo que acoge lo mismo a la ley de una palabra que a la superficie abierta del silencio; ya que según la forma de la experiencia, el silencio es el soplo inaudible, primero, desmesurado, de donde puede venir todo discurso manifiesto; o también, la palabra es el reino que tiene el poder de contenerse en la suspensión de un silencio. Pero no es nada de esto de lo que se trata en la experiencia del afuera. El movimiento de la atracción, la retirada del compañero, ponen al desnudo aquello que es ante todo palabra, por debajo de todo mutismo: el goteo continuo del lenguaje. Lenguaje que no es hablado para nadie: todo sujeto no representa más que un pliegue gramatical. Lenguaje que no se resuelve en ningún silencio: toda interrupción no forma más que una mancha blanca en ese mantel sin costuras. Abre un espacio neutro donde ninguna existencia puede arraigarse: se sabía desde Mallarmé que la palabra es la inexistencia manifiesta de aquello que designa; ahora se sabe que el ser del lenguaje es la visible desaparición de aquel que habla: “decir que entiendo estas palabras no sería explicarme la extrañeza peligrosa de mis relaciones con ellas… No hablan, no son interiores, más bien al contrario, carecen de intimidad, y al estar todo afuera, aquello que designan me aboca hacia ese afuera de toda palabra, aparentemente más secreto y más interior que la palabra del fuero interno, aunque aquí, el afuera está vacío, el secreto no tiene profundidad, no se repite más que el vacío de la repetición, aquello que no habla y que, sin embargo, ha sido dicho para siempre”. Es a este anonimato del lenguaje liberado y abierto hacia su propia ausencia de límite al que conducen las experiencias que narra Blanchot; en este espacio murmurante encuentran menos su término que el lugar sin geografía de su posible repetición: por ejemplo, la cuestión, por fin serena, luminosa y directa que Thomas plantea al final de Aminadab, en el momento en que toda palabra parece haberle sido retirada; o el puro estallido de la vana promesa "estoy hablando" en Le Très Haut; o incluso en las dos últimas páginas de Celui qui ne m´accompagnait pas, la aparición de una sonrisa sin rostro, pero que tiene por fin un nombre silencioso; o el primer contacto con las palabras de la última repetición final de Le dernier homme.
El lenguaje se descubre entonces libre de todos los viejos mitos en que se ha formado nuestra conciencia de las palabras, del discurso, de la literatura. Durante mucho tiempo se creyó que el lenguaje era dueño del tiempo, que servía tanto como vínculo futuro en la palabra dada que como memoria y relato; se creyó que era profecía o historia; se creyó también que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad; se creyó que su esencia se encontraba en la forma de las palabras o en el soplo que las hacía vibrar. Pero no es más que rumor informe y fluido, su fuerza está en su disimulo; por eso es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera. En cada una de sus palabras, el lenguaje se dirige hacia contenidos que le son previos; pero en su ser mismo y con tal que se mantenga lo más cerca posible de su ser, no se despliega más que en la pureza de la espera. La espera, en cuanto a ella, no tiene ningún objeto, pues el objeto que viniera a colmarla no tendría más remedio que hacerla desaparecer. Y sin embargo tampoco es inmovilidad resignada sobre el propio terreno; tiene la resistencia de un movimiento que no tuviera término ni se prometiera jamás la recompensa de un descanso; no se encierra en ninguna interioridad; hasta sus más mínimas parcelas se encuentran en un irremediable afuera. La espera no puede esperarse a sí misma al término de su propio pasado, no puede hechizarse con su paciencia ni apoyarse de una vez para siempre en el valor que nunca le ha faltado. Lo que la ampara no es la memoria, sino el olvido. Este olvido, sin embargo, no hay que confundirlo ni con la disipación de la distracción, ni con el sueño en que se adormecería la vigilancia; está hecho de una vigilia tan despierta, tan lúcida, tan madrugadora que es más bien holganza de la noche y pura abertura a un día que no ha llegado todavía. En este sentido el olvido es la atención más extremada -tan extremada que hace desaparecer cualquier rostro singular que pudiera ofrecérsele; desde el momento en que está determinada, una forma es a la vez demasiado vieja y demasiado nueva, demasiado extraña y demasiado familiar como para no ser inmediatamente rechazada por la pureza de la espera y condenada por lo mismo a la inminencia del olvido. Es en el olvido donde la espera se mantiene como una espera: atención aguda a aquello que sería radicalmente nuevo, sin punto de comparación ni de continuidad con nada (novedad de la espera fuera de sí y libre de todo pasado) y atención a aquello que sería lo más profundamente viejo (puesto que en las profundidades de sí misma la espera no ha dejado nunca de esperar). En su ser que espera y olvida, en ese poder de disimulo que borra toda significación determinada y la existencia misma de aquel que habla, en esa neutralidad gris que es el refugio esencial de todo ser y que libera así el espacio de la imagen, el lenguaje no es ni la verdad ni el tiempo, ni la eternidad ni el hombre, sino la forma siempre rehecha del afuera; sirve para comunicar, o mejor aún deja ver en el relámpago de su oscilación indefinida, el origen y la muerte, -su contacto de un instante mantenido en un espacio desmesurado. El puro afuera del origen, si es que es eso lo que el lenguaje espera recibir, no se fija jamás en una positividad inmóvil y penetrable; y el afuera continuamente reanudado de la muerte, si se deja llevar hacia la luz por el olvido esencial al lenguaje, no plantea jamás el límite a partir del cual se dibujaría finalmente la verdad. Se desploman inmediatamente uno sobre otro; el origen tiene la transparencia de aquello que no tiene fin, la muerte da acceso indefinidamente a la repetición del comienzo. Y lo que es el lenguaje (no lo que quiere decir ni la forma en que lo dice), lo que es en su ser, es esta voz tan tenue, esta regresión tan imperceptible, esta debilidad en el fondo y alrededor de cualquier cosa, de cualquier rostro, que baña en una misma claridad neutra -día y noche a la vez-, el esfuerzo tardío del origen, la erosión temprana de la muerte. El olvido asesino de Orfeo, la espera de Ulises encadenado, son el ser mismo del lenguaje. Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y lugar del tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible. Pero si el lenguaje se desvela como transparencia recíproca del origen y de la muerte, no hay una sola existencia que, en la mera afirmación del hablo, no incluya la promesa amenazadora de su propia desaparición, de su futura aparición.