Empezar este trabajo cuando uno nace, clavar cuatro estacas
como límites y allí todos los días ir tejiendo nuestra vida, convertirla en un
volumen, sin sacar nunca nada, ninguna de esas primeras formas que nos
apasionaron, geniales, y que ahora escondemos; no sacar nada, ninguna de las
cosas repugnantes que pusimos ayer muy satisfechos, dejarlas allí a todas y
colocar a su lado las formas maravillosas que se me están ocurriendo ahora; no
tener miedo, no pensar en la unidad; hacer la no unidad, o no pensar en eso, ni
siquiera plantearlo; aprovechar los cambios de nuestra sensibilidad, las idas y
las vueltas desde el nacimiento a la muerte, y dejarlas allí, como si fuera
hecho por otro. Como si fuera hecho por varios hombres; o mejor, hacerlo entre
varios: diez o quince mujeres y hombres gesticulando y girando en torno de esta
torre de Babel mientras cada uno agrega su invento, ese día de su vida, sin
escuchar a nadie y enredándose con los figurativos, los concretos, los
surrealistas, los informalistas y los pop, con los ingenuos y los angustiados,
los felices y los moribundos, cada uno con su verdad, segura y universal
tratando de meterla allí adentro, en esa Babel que todos hacen sin entenderse.