Hoy se ha convertido en un lugar común el derrumbamiento de los sistemas, la imposibilidad de construir un sistema a causa de la diversidad de los saberes (“ya no estamos en el XIX…”). Esta idea tiene dos inconvenientes: ya no se concibe ningún trabajo serio que no se lleve a cabo acerca de pequeñas series muy localizadas y determinadas; y, lo que es peor, se confía, para todo lo que pretende mayor amplitud, en una especie de antitrabajo de visionarios en cuyo seno todo el mundo puede decir cualquier cosa. De hecho, los sistemas no han perdido nada de su fuerza vital. Asistimos hoy día, tanto en las ciencias como en la lógica, al comienzo de una teoría de los sistemas llamados abiertos, fundados en interacciones, que rechazan únicamente la causalidad lineal y que transforman la noción del tiempo. Tengo gran admiración por Maurice Blanchot: su obra no está constituida por pequeños fragmentos o aforismos, es un sistema abierto que ha construido por adelantado un “espacio literario” opuesto al que ahora se nos impone. Lo que Guattari y yo llamamos un rizoma es, precisamente, un caso de sistema abierto. Vuelvo a la pregunta: ¿qué es la filosofía? Porque la respuesta a esta pregunta tendría que ser muy simple. Todo el mundo sabe que la filosofía se ocupa de conceptos. Un sistema es un conjunto de conceptos. Un sistema abierto es aquel en el que los conceptos remiten a circunstancias y no ya a esencias. Pero, por una parte, los conceptos no están dados o hechos de antemano, no preexisten: hay que inventar, hay que crear los conceptos, y se requiere para ello tanta inventiva o tanta creatividad como en las ciencias o en las artes.
G.Deleuze