Del ojo distinto

En su propio descubrimiento, Nietzsche entrevió como en un sueño el medio de hollar la tierra, de acariciarla, de bailar y de devolver a la superficie lo que quedaba de los monstruos del fondo y de las figuras del cielo. Pero es cierto que se impuso una exigencia más profunda, más grandiosa, más peligrosa: en su descubrimiento vio un nuevo medio de explorar el fondo, de mirar con un ojo distinto, de discernir mil voces en sí mismo, de hacer hablar a todas estas voces, con el riesgo de ser atrapado por ese fondo que interpretaba y poblaba como nadie antes que él lo había hecho. No soportaba permanecer sobre la frágil superficie, cuyo trazado sin embargo había realizado a través de los hombres y los dioses. Reconquistar un sin-fondo que él renovaba, que ahondaba, es así como Nietzsche a su modo pereció. O mejor, «casi-pereció»; porque la enfermedad o la muerte son el acontecimiento mismo, y como tal sometido a una doble causalidad: la de los cuerpos, estados de cosas y mezclas, y también la de la casi-causa que representa el estado de organización o desorganización de la superficie incorporal. Así pues, Nietzsche se volvió loco y murió de parálisis general, al parecer, mezcla corporal sifilítica. Pero, la andadura que seguía este acontecimiento, esta vez respecto de la casi-causa que inspiraba toda la obra y co-inspiraba la vida, todo esto no tiene nada que ver con la parálisis general, con las migrañas oculares y los vómitos que le aquejaban, excepto para darles una nueva causalidad, es decir, una verdad eterna independientemente de su efectuación corporal, un estilo en una obra en lugar de una mezcla en el cuerpo. No se puede plantear el problema de las relaciones entre la obra y la enfermedad sino bajo esta doble causalidad.