Cuando decir es hacer...

Eso es lo que ocurre cuando el balbuceo ya no se ejerce sobre unas palabras preexistentes, sino que él mismo introduce las palabras a las que afecta; éstas ya no existen independientemente del balbuceo que las selecciona y las vincula por sí mismo. Ya no es el personaje el que es un tartamudo de palabra, sino el escritor el que se vuelve tartamudo de la lengua: hace tartamudear la lengua como tal. Un lenguaje afectivo, intensivo, y ya no una afección de aquel que habla.  Pues cuando el autor se limita a una indicación externa que deja intacta la forma de expresión («balbució...»), costaría comprender su eficacia si uniforme de contenido correspondiente, una cualidad atmosférica, un medio conductor de palabras no recogiera por su cuenta lo tembloroso, lo susurrado, lo balbucido, el trémolo, el vibrato, y no reverberara sobre las palabras el afecto indicado. Eso es por lo menos lo que ocurre con los grandes escritores como Melville, con quien el rumor de los bosques y de las cavernas, el silencio de la casa, la presencia de la guitarra dan fe del susurro de Isabel y de sus suaves entonaciones extranjeras; o con Kafka, que confirma el piar de Gregorio mediante el temblor de sus patas y las oscilaciones de su cuerpo; o incluso con Masoch, que reitera el balbuceo de sus personajes con los pesados silencios de un tocador, los ruidos de la aldea o las vibraciones de la estepa. Los afectos de la lengua son objeto aquí de una efectuación indirecta, pero próxima a lo que ocurre directamente, cuando ya no quedan más personajes que las propias palabras. «¿Qué quería decir mi familia? No lo sé. Era tartamuda de nacimiento, y aun así tenía algo que decir. Sobre mí y sobre muchos de mis contemporáneos pesa el tartamudeo de nacimiento. Hemos aprendido no a hablar, sino a balbucir, y únicamente prestando oído al ruido creciente del mundo, y, una vez blanqueados por la espuma de su cresta, hemos adquirido una lengua.»
Deleuze, crítica y clínica.