El platonismo aparece como doctrina selectiva, selección de los pretendientes, de los rivales. Todo objeto o todo ser pretenden determinadas cualidades. Se trata de juzgar el fundamento o la legitimidad de las pretensiones. La Idea es planteada por Platón como lo que posee una cualidad primera (necesaria y universalmente); deberá permitir, gracias a unas pruebas, determinar lo que posee la cualidad segunda, tercera, siguiendo la naturaleza de la participación. Así es la doctrina del juicio. El pretendiente legítimo es el participante, el que posee la segunda, aquel cuya pretensión resulta validada por la Idea. El platonismo es la Odisea filosófica que continúa en el neoplatonismo. Afronta la sofística como su enemigo, pero también como su límite y su doble: debido a que lo pretende todo o cualquier cosa, el sofista corre el serio peligro de embrollar la selección, de pervertir el juicio. Este problema se origina en la ciudad. Puesto que recusan toda trascendencia imperial bárbara, las sociedades griegas, las ciudades (incluso en los casos de las tiranías), forman campos de inmanencia. Estos están atestados, poblados por sociedades de amigos, es decir de rivales libres, cuyas pretensiones entran cada vez en un agon emulador y se ejercen en los ámbitos más diversos: amor, atletismo, política, magistraturas. Un régimen semejante implica evidentemente una importancia determinante de la opinión. Cosa particularmente visible en el caso de Atenas y de su democracia: autoctonía, filia, doxa son los tres rasgos fundamentales, y las condiciones bajo las cuales nace y se desarrolla la filosofía. La filosofía puede criticar con el espíritu estos rasgos, superarlos, corregirlos, pero permanece indexada sobre ellos.