Félix Guattari y el deseo


Da lo mismo que las pulsiones sean directamente remitidas a instintos de tipo etológico; que sean definidas como pulsiones más elaboradas desde el punto de vista semiótico de la perspectiva freudiana; o determinadas en sistemas estructuralistas que sitúan lo imaginario en relación a lo simbólico; o incluso que sean situadas en relación a sistemas de coacción en el sistemismo. En cualquier caso volvemos siempre a la misma idea: oponer, necesariamente, a ese mundo bruto del deseo un universo de orden social, un universo de razón, de juicio, de yo. Es precisamente este tipo de oposición lo que debemos rechazar, desde que decidimos tomar en consideración los verdaderos componentes creadores de subjetividad. Si hay algo fundamentalmente nuevo y válido en la fenomenología freudiana, en su nacimiento, es exactamente haber descubierto que en el nivel de los supuestos procesos primarios siempre se está lidiando con procesos altamente diferenciados, cualesquiera que sean las teorizaciones posteriores en las que Freud usó las categorías energéticas de equivalencia, como la de libido. En el mundo de los sueños o en el de la locura, en las semióticas de la infancia o de las sociedades llamadas primitivas, no hay absolutamente nada de indiferenciado. Al contrario, esos mundos contienen funcionamientos de agenciamientos, de sintaxis, de modos de semiotización altamente elaborados, que no implican necesariamente la existencia de metalenguajes y de sobrecodificaciones para interpretarlos, dirigirlos, normalizarlos, ordenarlos. Esto tiene incidencias micropolíticas y políticas inmediatas. En los movimientos de emancipación social, fuera de los cuadros tradicionales de organización, encontramos, casi sistemáticamente, la importación de esos modelos maniqueístas (por ejemplo, la oposición centralismo democrático versus espontaneísmo). Pienso que hay una homeostasis entre ese debate que se da a nivel político-social y las referencias teóricas que se encuentran en la psicología, en la psicología social, en el psicoanálisis. Hay una recaída permanente en la idea de que necesariamente debe haber una modelización simbólica, una primacía de lenguajes bien ordenada, unos modos de estructura bien diferenciados, que tendrían que asumir y sobrecodificar la economía supuestamente indiferenciada del deseo y de la espontaneidad. El deseo aparece como algo flou, medio nebuloso, desorganizado, una suerte de fuerza bruta que precisaría pasar por las mallas de lo simbólico y de la castración según el psicoanálisis, o por las mallas de algún tipo de organización de centralismo democrático según otras perspectivas —se habla, por ejemplo, de «canalizar» las energías de los diferentes movimientos sociales. Se podría enumerar una infinidad de tipos de modelización que se proponen, cada uno en su campo, disciplinar el deseo. Si intento plantear el problema del deseo como una formación colectiva es para poner en evidencia que el deseo no es forzosamente un asunto secreto o vergonzoso, como pretenden la psicología y la moral dominantes. El deseo atraviesa el campo social, tanto en prácticas inmediatas como en proyectos más ambiciosos. Para no confundir definiciones complicadas, propondría denominar deseo a todas las formas de voluntad de vivir, de crear, de amar; a la voluntad de inventar otra sociedad, otra percepción del mundo, otros sistemas de valores. Para la modelización dominante —aquello que llamo «subjetividad capitalística»— esa concepción del deseo es totalmente utópica y anárquica. Este modo de pensamiento dominante reconoce que es correcto asumir que «la vida es muy difícil, que hay una serie de contradicciones y de dificultades», pero su axioma básico es que el deseo sólo puede estar radicalmente separado de la realidad y que es inevitable elegir entre un principio de placer/ principio de deseo y un principio de realidad / principio de eficiencia en lo real. La cuestión consiste en saber si no hay otra manera de ver y practicar las cosas, si no hay medios de fabricar otras realidades, otros referenciales, que no tengan esa posición castradora en relación con el deseo, que no atribuyan ese aura de vergüenza, ese clima de culpabilización que hace que el deseo sólo pueda insinuarse, infiltrarse secretamente, ser vivido en la clandestinidad, en la impotencia y en la represión.