No es que la verdad varie según las épocas. Lo que pone en crisis a la verdad no es el simple contenido empírico, sino la forma o mejor dicho la fuerza pura del tiempo. En la antigüedad, esa crisis estalla en la paradoja de los «futuros contingentes». Si es «verdad» que una batalla naval «puede» producirse mañana, cómo evitar una de las dos consecuencias siguientes: o bien lo imposible procede de lo posible (pues si la batalla tiene lugar, ya no puede ser que no tenga lugar), o bien el pasado no es necesariamente verdadero (pues la batalla podía no tener lugar). Es fácil calificar de sofisma a esta paradoja, y sin embargo pone en evidencia la dificultad de pensar una relación directa de la verdad con la forma del tiempo, y nos condena a acantonar lo verdadero lejos de lo existente, en lo eterno o en lo que imita a lo eterno. Habrá que esperar a Leibniz para obtener la solución más ingeniosa de esta paradoja, pero también la más extraña y retorcida. Leibniz dice que la batalla naval puede producirse o no producirse. pero que esto no ha de darse en el mismo mundo: ella se produce en un mundo, no se produce en otro mundo, y estos dos mundos son posibles, pero no son «composibles» [compossibles] entre sí. Debe, pues, forjar la bella noción de «incomposibilidad» [incompossibililé] (muy diferente de la contradicción) para resolver la paradoja, dejando a salvo la verdad: según él, lo que procede de lo posible no es lo imposible, sino únicamente lo incomposible; y el pasado puede ser verdadero sin ser necesariamente verdadero. Pero la crisis de la verdad conoce así una pausa, más que una solución. Pues nada nos impedirá afirmar que los incomposibles pertenecen al mismo mundo, que los mundos incomposibles pertenecen al mismo universo.