Hay una problemática teórica que me parece importante para la reflexión de aquellos que trabajan en la psicología, en el psicoanálisis, en el trabajo social en general. ¿Cómo consideramos el deseo? Todos los modos de elaboración del deseo y, antes que nada, todos las formas concretas pragmáticas de deseo, identifican esa dimensión subjetiva como algo que pertenece al instinto animal, como una pulsión que funciona según principios semióticos totalmente heterogéneos a los que habitan una práctica social. Tanto en las teorías clásicas del psicoanálisis como en las estructuralistas no hay diferencias en ese punto. Para cualquiera de estas teorías «el deseo es correcto, bueno, muy útil», pero es preciso que entre en cuadros —cuadros del yo, cuadros de la familia, cuadros sociales, cuadros simbólicos (poco importa cómo se los llame). Y para que así sea son necesarios ciertos procedimientos de iniciación, de castración, de ordenamiento pulsional. Desde mi punto de vista, se trata de una teoría profundamente cuestionable. El deseo, en cualquier dimensión que se le considere, nunca es una energía indiferenciada, nunca es una función de desorden. No hay universales, no hay una esencia bestial del deseo. El deseo es siempre el modo de producción de algo, el deseo es siempre el modo de construcción de algo. Por eso considero muy importante desmontar ese tipo de teorización. Estoy convencido de que no existe un proceso de formación genética en los niños que desemboque en una maduración de la economía deseante. Un niño, por pequeño que sea, vive su relación con el mundo y con los otros de un modo extremadamente productivo y creativo. El proceso de indiferenciación es el resultado de la modelización de sus semióticas a través de la escuela.