Vigésimo quinta Serie, De la Univocidad (parte 1)


Parece como si nuestro problema hubiera cambiado completamente por el camino. Nos preguntábamos cuál era la naturaleza de las compatibilidades e incompatibilidades alógicas entre acontecimientos. Pero, en la medida en que la divergencia es afirmada o la disyunción se convierte en síntesis positiva, parece como si todos los acontecimientos, incluso los contrarios, sean compatibles entre sí, y que se «interexpresen». Lo incompatible no nace sino con los individuos, las personas y los mundos donde se efectúan los acontecimientos, pero no entre los acontecimientos mismos o sus singularidades acósmicas, impersonales y preindividuales. Lo incompatible no se da entre dos acontecimientos, sino entre un acontecimiento y el mundo o el individuo que efectúan otro acontecimiento divergente. Hay aquí algo que no se deja reducir a una contradicción lógica entre predicados, y que sin embargo es una incompatibilidad, pero una incompatibilidad alógica, como una incompatibilidad «de humor» a la que hay que aplicar los criterios originales de Leibniz. La persona, tal como la hemos definido en su diferencia con el individuo, pretende interpretar con ironía estas incompatibilidades como tales, precisamente porque son alógicas. Y, por otro lado, hemos visto cómo las palabras-valija expresaban sentidos enteramente compatibles, ramificables y resonantes entre sí desde el punto de vista del léxico, pero que entraban en incompatibilidades con tal o cual forma sintáctica. Así pues, el problema es saber cómo el individuo podría superar su forma y su relación sintáctica con un mundo para alcanzar la comunicación universal de los acontecimientos, es decir, la afirmación de una síntesis disyuntiva más allá no sólo de las contradicciones lógicas, sino incluso de las incompatibilidades alógicas. Sería preciso que el individuo se captara a sí mismo como acontecimiento. Y que el acontecimiento que se efectúa en él fuera captado como otro individuo injertado en él. Entonces, este acontecimiento no sería comprendido ni querido ni representado sin comprender y querer también a todos los otros acontecimientos como individuos, sin representar todos los otros individuos como acontecimientos. Cada individuo sería como un espejo para la condensación de las singularidades, cada mundo una distancia en el espejo. Este es el sentido último de la contraefectuación. Pero, además, es el descubrimiento nietzscheano del individuo como casa fortuito, tal como lo ha recogido y recuperado Klossowski en una relación esencial con el eterno retorno: de ahí «las vehementes oscilaciones que trastornan a un individuo mientras no busca más que su propio centro y no ve el círculo del que él mismo forma parte, porque si estas oscilaciones lo trastornan es porque cada una responde a otra individualidad que la que cree ser desde el punto de vista del centro inencontrable; por ello, una identidad es esencialmente fortuita y una serie de individualidades debe ser recorrida por todas y cada una, para que la fortuidad de ésta o aquélla las haga a todas necesarias».No elevamos hasta el infinito cualidades contrarias para afirmar su identidad; elevamos cada acontecimiento a la potencia del eterno retorno para que el individuo, nacido de lo que sucede, afirme su distancia con cualquier otro acontecimiento y, al afirmarla, la siga y la despose pasando por todos los otros individuos implicados por los otros acontecimientos, y extraiga de ahí un único Acontecimiento que no es sino él mismo de nuevo, o la libertad universal.