Es posible que los periodistas tengan una parte de responsabilidad en esta crisis de la literatura. Es obvio que siempre los periodistas han escrito libros. Pero, cuando lo hacían, se introducían en otra forma diferente de la del diario, se convertían en escritores. La situación ha cambiado, porque el periodista ha llegado a convencerse de que la forma libro le pertenece de pleno derecho, de que no cuesta ningún trabajo llegar a esta forma. Inmediatamente, el cuerpo periodístico ha conquistado la literatura. De ahí una de las figuras de la novela estándar, algo así como Edipo en las colonias, los viajes de un reportero, incluyendo su búsqueda personal de mujeres o de padres. Esta situación repercute sobre todos los escritores: el escritor ha de convertirse en periodista de sí mismo y de su obra. En el fondo, todo queda entre el periodista–autor y el periodista–crítico, y el libro no es más que un testigo que ambos se pasan, apenas necesario. Porque el libro no es más que un resultado de experiencias, de actividades, de intenciones, de finalidades que se despliegan en otro lugar. Se ha convertido él mismo en un registro. Así que todo el mundo parece llevar un libro dentro (y se siente como si lo llevase), a poco que tenga un empleo o simplemente una familia, un padre enfermo, un jefe abusivo. Cada uno tiene su novela en su familia o en su profesión... Se ha olvidado que la literatura implica, para todo el mundo, una búsqueda y un trabajo muy especial, una intención creadora específica que sólo puede tener lugar en la propia literatura, que no se encarga para nada de recibir los residuos directos de las actividades o intenciones de otra naturaleza. Es la “secundarización” del libro, bajo la máscara de promoción mercantil.