Según parece, el lenguaje no puede encontrar un fundamento suficiente en los estados de quien se expresa, ni en las cosas sensibles designadas, sino solamente en las Ideas que le dan tanto una posibilidad de verdad como de falsedad. No se comprende, sin embargo, por qué milagro las proposiciones podrían participar de las Ideas de un modo más seguro que los cuerpos que hablan o los cuerpos de los que se habla, a menos que las Ideas mismas no sean unos «nombres en sí». Y en el otro extremo, ¿pueden los cuerpos fundar de un modo mejor el lenguaje? Cuando los sonidos se vuelcan sobre los cuerpos y se convierten en acciones y pasiones de cuerpos mezclados, ya no son portadores sino de sinsentidos desgarradores. Se denuncia tanto la imposibilidad de un lenguaje platónico como de un lenguaje presocrático, de un lenguaje idealista y de un lenguaje físico, de un lenguaje maníaco y de un lenguaje esquizofrénico. Se impone la alternativa sin salida: o bien no decir nada, o bien incorporar, comer lo que se dice. Como dice Crisipo, «si dices la palabra carro, un carro pasa por tu boca», y no es ni mejor ni más cómodo que se trate de la Idea de carro. El lenguaje idealista está hecho de significaciones hipostasiadas. Pero, cada vez que se nos interroga sobre tales significados -«¿qué es lo Bello, lo Justo, etc.?, ¿qué es el Hombre?»-, respondemos designando un cuerpo, mostrando un objeto imitable o incluso consumible, si es necesario dando un bastonazo, considerando el bastón como instrumento de toda designación posible. Al «bípedo implume» como significado del hombre según Platón, Diógenes el Cínico responde arrojándole un gallo desplumado. Y a quien pregunta «¿qué es la filosofía?», Diógenes le responde paseando un arenque en el extremo de un cordel: el pescado es el animal más oral, que plantea el problema de la mudez, de la consumibilidad, de la consonante en el elemento líquido, el problema del lenguaje. Platón se reía de los que se contentaban con poner ejemplos, como mostrar, designar, en lugar de alcanzar las Esencias: No te pregunto (decía) quién es justo, sino qué es lo justo, etc. Ahora bien, es fácil hacer que Platón baje el camino que pretendía hacernos escalar. Cada vez que se nos interrogue acerca de una significación, responderemos con una designación, una mostración puras. Y para persuadir al espectador de que no se trata de un simple «ejemplo», y que el problema de Platón está mal planteado, se imitará lo que se designa, se simulará, o bien se comerá o se romperá lo que se muestra. Lo importante es actuar rápido: encontrar rápidamente algo que designar, comer o romper, que sustituya a la significación (la Idea) que se nos invitaba a buscar. Tanto más rápido y tanto mejor si no hay, y no debe haber, semejanza entre lo que se muestra y lo que se nos preguntaba: sólo una relación en dientes de sierra, que recusa la falsa dualidad platónica esencia-ejemplo. Para este ejercicio que consiste en sustituir las significaciones por designaciones, mostraciones, consumiciones y destrucciones puras, es precisa una extraña inspiración, hay que saber «descender»: el humor, colocado por una vez al lado de, y contra la ironía socrática o la técnica de ascensión.
Pero ¿adónde nos precipita un descenso tal? Hasta el fondo de los cuerpos y el sin-fondo de sus mezclas, precisamente porque toda designación se prolonga en consumición, trituración y destrucción, sin que se pueda detener este movimiento, como si el bastón rompiera todo lo que muestra; por ello está claro que el lenguaje tampoco puede fundarse en la designación, como no podía hacerlo en la significación. Que las significaciones nos precipiten en las puras designaciones que las sustituyen y las destituyen, es el absurdo como sin-significación. Pero que las designaciones nos precipiten a su vez en el fondo destructor y digestivo, es el sinsentido de las profundidades como sub-sentido o Untersinn. ¿Qué salida hay entonces? Es preciso que, por el mismo movimiento mediante el que el lenguaje cae desde lo alto, y luego se hunde, seamos devueltos a la superficie, allí donde ya no hay nada que designar ni siquiera que significar, pero donde se produce el sentido puro: producido en su relación esencial con un tercer elemento, esta vez el sinsentido de superficie. Y, también allí, lo que importa es actuar rápido, la velocidad. ¿Qué encuentra el sabio en la superficie? Los acontecimientos puros tomados en su verdad eterna, es decir, en la sustancia que los subtiende independientemente de su efectuación espacio-temporal en el seno de un estado de cosas. O bien, lo que viene a ser lo mismo, puras singularidades, una emisión de singularidades tomadas en su elemento aleatorio, independientemente de los individuos y las personas que los encarnan o efectúan. Esta aventura del humor, esta doble destitución de la altura y de la profundidad en beneficio de la superficie es, primeramente, la aventura del sabio estoico.
Pero, luego, y en otro contexto, es también la del Zen, contra las profundidades brahamánicas y las alturas budistas. Los célebres problemas-prueba, las preguntasrespuestas, los koan, demuestran el absurdo de las significaciones, muestran el sinsentido de las designaciones. El bastón es el instrumento universal, el amo de las preguntas, y el mimo y la consumición son la respuesta. Devuelto a la superficie, el sabio descubre allí los objetos-acontecimientos, comunicando todos en el vacío que constituye su sustancia, Aión, donde se dibujan y se desarrollan sin llenarlo jamás. El acontecimiento es la identidad de la forma y del vacío. El acontecimiento no es el objeto en tanto que designado, sino el objeto como expresado o expresable, nunca presente, sino siempre ya pasado o aún por venir, como en Mallarmé, valedor de su propia ausencia o de su abolición, porque esta abolición (abdicatio) es precisamente su posición en el vacío como Acontecimiento puro (dedicatio). «Si tienes un bastón, dice el Zen, te doy uno, si no tienes, te lo quito» (o como decía Crisipo: «Si no habéis perdido una cosa es que la tenéis; como no habéis perdido los cuernos, pues tenéis cuernos.»). La negación no expresa ya nada de negativo, sino que solamente desprende lo expresable puro con sus dos mitades impares, una de las cuales siempre falta a la otra, ya que excede por su propio defecto, y casi falta por su exceso, palabra = x para una cosa = x. Esta es evidente en las artes del Zen, no sólo en el arte del dibujo donde el pincel dirigido por una muñeca no apoyada equilibra la forma con el vacío, y distribuye las singularidades de un puro acontecimiento en series de tiradas fortuitas y «líneas cabelludas», sino también en las artes del jardín, los ramilletes y el té, y el del tira con arco, o el de la espada, donde «la expansión del hierro» surge de una maravillosa vacuidad. A través de las significaciones abolidas y las designaciones perdidas, el vacío es el lugar del sentido o del acontecimiento que se componen con su propio sinsentido, allí donde sólo el lugar tiene lugar. El vacío mismo es el elemento paradójico, el sinsentido de superficie, el punto aleatorio siempre desplazado de donde surge el acontecimiento como sentido.No hay ciclo del nacimiento y de la muerte del que se deba escapar, ni
conocimiento supremo que alcanzar : el cielo vacío rechaza, a la vez, los más altos pensamientos del espíritu y los ciclos profundos de la naturaleza. Se trata menos de alcanzar lo inmediato que de determinar este lugar en el que lo inmediato se posee «inmediatamente» como algo no-por-alcanzar: la superficie donde se hace el vacío, y todo acontecimiento con él, la frontera como el filo acerado de una espada o el hilo tendido del arco. Así, pintar sin pintar, no-pensamiento, tiro que se convierte en no-tiro, hablar sin hablar: no lo inefable en altura o profundidad, sino esta frontera, esta superficie en la que el lenguaje se hace posible y, al hacerse posible, no inspira ya sino una comunicación silenciosa inmediata, porque no podría ser dicho sino resucitando todas las significaciones y designaciones mediatas abolidas.Tanto como lo que hace posible el lenguaje, la pregunta es quién habla. Se han dado muchas respuestas diversas a una pregunta como ésta. Llamamos respuesta «clásica» a la que determina al individuo como aquel que habla. Aquello de lo que habla se determina más bien como particularidad, y el medio, es decir, el lenguaje mismo, como generalidad de convención. Se trata entonces de una triple operación combinada para desprender una forma universal del individuo (realidad), a la vez que se extrae una pura Idea de aquello de lo que se habla (necesidad) y se confronta el lenguaje con un modelo ideal, supuestamente primitivo, natural o puramente racional (posibilidad). Esta concepción es precisamente la que anima la ironía socrática como ascensión y le da como tareas, a la vez, arrancar al individuo de su existencia inmediata, superar la particularidad sensible hacia la Idea e instaurar leyes de lenguaje conformes al modelo. Tal es el conjunto «dialéctico» de una subjetividad memorante parlante. Sin embargo, para que la operación sea completa, es preciso que el individuo no sea solamente punto de partida y trampolín, sino que se encuentre igualmente en el final, y que el universal de la Idea sea más bien como un medio de intercambio entre ambos. Este cierre, este bucle de la ironía falta todavía en Platón, o no aparece sino bajo las especies de lo cómico y la irrisión, como en el intercambio Sócrates-Alcibíades. La ironía clásica, por el contrario, adquiere este estado perfecto cuando llega a determinar, no sólo el todo de la realidad, sino el conjunto de lo posible como individualidad suprema originaria. Kant, como hemos visto, deseoso de someter a crítica el mundo clásico de la representación, comienza por describirlo con exactitud: «La idea del conjunto de toda posibilidad se depura hasta formar un concepto completamente determinado a priori, convirtiéndose así, por ello, en el concepto de un ser singular.» La ironía clásica actúa como la instancia que asegura la coextensividad del ser y del individuo en el mundo de la representación. Así, no sólo lo universal de la Idea, sino el modelo de un puro lenguaje racional respecto de los primeros posibles, se convierten en medios de comunicación natural entre-un Dios supremamente individuado y los individuos derivados que él crea; y es este Dios quien hace posible un acceso del individuo a la forma universal. Pero, tras la crítica kantiana, aparece una tercera figura de la ironía: la ironía romántica determina el que habla como la persona, y no ya como el individuo. Se funda sobre la unidad sintética finita de la persona, y no ya sobre la identidad analítica del individuo. Se define por la coextensividad del Yo y de la representación misma. Ahí hay mucho más que un cambio de palabra (para determinar toda su importancia, habría que evaluar, por ejemplo, la diferencia entre los Essais de Montaigne, que se inscriben ya en el mundo clásico en tanto que exploran las figuras más diversas de la individuación, y las Confessions de Rousseau, que anuncian el romanticismo en tanto que son la primera manifestación de una persona o un Yo). No sólo la Idea universal y la particularidad sensible, sino los dos extremos de la individualidad, y los mundos correspondientes a los individuos, se vuelven ahora las posibilidades propias de la persona. Estas posibilidades continúan repartiéndose en originarias y derivadas, pero la originaria ya' no designa sino los predicados « constantes de la persona para todos los mundos posibles (categorías), y la derivada, las variables individuales en las que la persona se encarna en éstos
diferentes mundos. Surge de ahí una profunda transformación, lo universal de la Idea, la forma de la subjetividad y el modelo del lenguaje en tanto que función de lo posible. La posición de la persona como clase ilimitada, y sin embargo de un solo miembro (Yo), ésta es la ironía romántica. Y sin duda, ya hay elementos precursores en el cógito cartesiano, y sobre todo en la persona leibniziana; pero estos elementos permanecen subordinados a las exigencias de la individuación, mientras que se liberan y se expresan por sí mismos con el romanticismo, después de Kant, derrocando la subordinación. «Esta famosa libertad poética ilimitada se expresa de un modo positivo en el hecho de que el individuo haya recorrido bajo la forma de la posibilidad toda una serie de determinaciones diversas y les haya dado una existencia poética antes de abismarse en la nada. El alma que se entrega a la ironía se parece a aquella que atraviesa el mundo en la doctrina de Pitágoras: siempre está de viaje, pero ya no tiene necesidad de una duración tan larga...Como los niños, que echan a suertes para ver quién paga prenda, el ironista también cuenta con los dedos: príncipe encantador o mendigo, etc. Todas estas encarnaciones, al no tener más valor a sus ojos que el de puras posibilidades, las puede recorrer tan rápido como los niños en su juego. En cambio, lo que sí le ocupa tiempo al ironista, es el cuidado que pone en vestirse exactamente, conforme al papel poético asumido por su fantasía... Si la realidad dada pierde así su valor para el ironista, no es porque sea una realidad superada que debe dejar su lugar a otra más auténtica, sino porque el ironista encarna el Yo fundamental, para quien no existe realidad adecuada.» Lo que hay de común en todas las figuras de la ironía es que encierran la singularidad en los límites del individuo o de la persona. Además, la ironía sólo es vagabunda en apariencia. Pero, sobre todo, es porque todas estas figuras están amenazadas por un enemigo íntimo que las trabaja por dentro: el fondo indiferenciado, el sin-fondo del que hablábamos anteriormente, y que representa el pensamiento trágico, el tono trágico con el que la ironía mantiene las relaciones más ambivalentes. Es Dionisos bajo Sócrates, pero también es el demonio que tiende a Dios tanto como a sus criaturas el espejo donde se disuelve la universal individualidad, y también el caos que deshace a la persona. El individuo tenía el discurso clásico, la persona el discurso romántico. Pero, bajo estos dos discursos, y derrocándolos de maneras diversas, es ahora el Fondo sin rostro quien habla, gruñendo. Hemos visto que el lenguaje del fondo, el lenguaje confundido con la profundidad del cuerpo, tenía una doble potencia: la de los elementos fonéticos estallados, y la de los valores tónicos inarticulados. La primera es la que amenaza y derroca desde dentro al discurso clásico, y la segunda al romántico. En cada caso y para cada tipo de discurso, debemos distinguir también tres lenguajes. Primero, un lenguaje real correspondiente a la asignación completamente ordinaria del que habla (el individuo, o bien la persona...). Y luego, un lenguaje ideal, que representa el modelo del discurso en función de la forma de aquel que lo detenta (por ejemplo, el modelo divino del Cratilo respecto de la subjetividad socrática, el modelo racional leibniziano respecto de la persona romántica). Finalmente, el lenguaje esotérico, que representa en cada caso la subversión, por el fondo, del lenguaje ideal y la disolución de aquel que detenta el lenguaje real. Por otra parte, siempre hay relaciones internas entre el modelo ideal y su inversión esotérica, como entre la ironía y el fondo trágico, hasta el punto de que ya no se sabe exactamente de qué lado está el máximo de ironía. Por ello, es inútil buscar una fórmula única, un concepto único para todos los lenguajes esotéricos: por ejemplo, la gran síntesis fonética, literaria y silábica de Court de Gébelin que cierra el mundo clásico, y la gran síntesis tónica evolutiva de Jean Pierre Brisset, que acaba el romanticismo (igualmente, hemos visto que no había uniformidad en las palabras-valija). A la pregunta ¿quién habla?, respondemos diciendo tan pronto el individuo como la persona, o el fondo que disuelve a uno y a otra. «El yo del poeta lírico eleva la voz desde el fondo del abismo del ser; su subjetividad es pura imaginación.» Pero resuena aún una última respuesta: la que recusa tanto el fondo primitivo indiferenciado como las formas del individuo y la persona, que rechaza tanto su contradicción como su complementariedad. No, las singularidades no están encerradas en individuos y personas; ni tampoco se cae en un fondo indiferenciado, profundidad sin fondo, cuando se deshace el individuo y la persona. Lo que es impersonal y preindividual son las singularidades, libres y nómadas. Lo que es más profundo que cualquier fondo es la superficie, la piel. Aquí se forma un nuevo tipo de lenguaje esotérico, que es su propio modelo y su realidad. El devenir-loco cambia de figura cuando sube a la superficie, sobre la línea recta del Aión, eternidad; igualmente el Yo [Moi] disuelto, el Yo [Je] hendido, la identidad perdida, cuando cesan de hundirse, para liberar, por el contrario, las singularidades de superficie. El sinsentido y el sentido abandonan su relación de oposición dinámica, para entrar en la copresencia de una génesis estática, como sinsentido de la superficie y sentido que se desliza sobre ella. Lo trágico y la ironía dejan sitio a un nuevo valor, el humor. Porque si la ironía es la coextensividad del ser con el individuo, o del Yo con la representación, el humor es la del sentido y el sinsentido; el humor es el arte de las superficies y las dobleces, las singularidades nómadas y el punto aleatorio siempre desplazado, el arte de la génesis estática, el savoir-faire del acontecimiento puro o la «cuarta persona del singular»; toda significación, designación y manifestación quedan suspendidas, toda profundidad y altura abolidas.
Pero ¿adónde nos precipita un descenso tal? Hasta el fondo de los cuerpos y el sin-fondo de sus mezclas, precisamente porque toda designación se prolonga en consumición, trituración y destrucción, sin que se pueda detener este movimiento, como si el bastón rompiera todo lo que muestra; por ello está claro que el lenguaje tampoco puede fundarse en la designación, como no podía hacerlo en la significación. Que las significaciones nos precipiten en las puras designaciones que las sustituyen y las destituyen, es el absurdo como sin-significación. Pero que las designaciones nos precipiten a su vez en el fondo destructor y digestivo, es el sinsentido de las profundidades como sub-sentido o Untersinn. ¿Qué salida hay entonces? Es preciso que, por el mismo movimiento mediante el que el lenguaje cae desde lo alto, y luego se hunde, seamos devueltos a la superficie, allí donde ya no hay nada que designar ni siquiera que significar, pero donde se produce el sentido puro: producido en su relación esencial con un tercer elemento, esta vez el sinsentido de superficie. Y, también allí, lo que importa es actuar rápido, la velocidad. ¿Qué encuentra el sabio en la superficie? Los acontecimientos puros tomados en su verdad eterna, es decir, en la sustancia que los subtiende independientemente de su efectuación espacio-temporal en el seno de un estado de cosas. O bien, lo que viene a ser lo mismo, puras singularidades, una emisión de singularidades tomadas en su elemento aleatorio, independientemente de los individuos y las personas que los encarnan o efectúan. Esta aventura del humor, esta doble destitución de la altura y de la profundidad en beneficio de la superficie es, primeramente, la aventura del sabio estoico.
Pero, luego, y en otro contexto, es también la del Zen, contra las profundidades brahamánicas y las alturas budistas. Los célebres problemas-prueba, las preguntasrespuestas, los koan, demuestran el absurdo de las significaciones, muestran el sinsentido de las designaciones. El bastón es el instrumento universal, el amo de las preguntas, y el mimo y la consumición son la respuesta. Devuelto a la superficie, el sabio descubre allí los objetos-acontecimientos, comunicando todos en el vacío que constituye su sustancia, Aión, donde se dibujan y se desarrollan sin llenarlo jamás. El acontecimiento es la identidad de la forma y del vacío. El acontecimiento no es el objeto en tanto que designado, sino el objeto como expresado o expresable, nunca presente, sino siempre ya pasado o aún por venir, como en Mallarmé, valedor de su propia ausencia o de su abolición, porque esta abolición (abdicatio) es precisamente su posición en el vacío como Acontecimiento puro (dedicatio). «Si tienes un bastón, dice el Zen, te doy uno, si no tienes, te lo quito» (o como decía Crisipo: «Si no habéis perdido una cosa es que la tenéis; como no habéis perdido los cuernos, pues tenéis cuernos.»). La negación no expresa ya nada de negativo, sino que solamente desprende lo expresable puro con sus dos mitades impares, una de las cuales siempre falta a la otra, ya que excede por su propio defecto, y casi falta por su exceso, palabra = x para una cosa = x. Esta es evidente en las artes del Zen, no sólo en el arte del dibujo donde el pincel dirigido por una muñeca no apoyada equilibra la forma con el vacío, y distribuye las singularidades de un puro acontecimiento en series de tiradas fortuitas y «líneas cabelludas», sino también en las artes del jardín, los ramilletes y el té, y el del tira con arco, o el de la espada, donde «la expansión del hierro» surge de una maravillosa vacuidad. A través de las significaciones abolidas y las designaciones perdidas, el vacío es el lugar del sentido o del acontecimiento que se componen con su propio sinsentido, allí donde sólo el lugar tiene lugar. El vacío mismo es el elemento paradójico, el sinsentido de superficie, el punto aleatorio siempre desplazado de donde surge el acontecimiento como sentido.No hay ciclo del nacimiento y de la muerte del que se deba escapar, ni
conocimiento supremo que alcanzar : el cielo vacío rechaza, a la vez, los más altos pensamientos del espíritu y los ciclos profundos de la naturaleza. Se trata menos de alcanzar lo inmediato que de determinar este lugar en el que lo inmediato se posee «inmediatamente» como algo no-por-alcanzar: la superficie donde se hace el vacío, y todo acontecimiento con él, la frontera como el filo acerado de una espada o el hilo tendido del arco. Así, pintar sin pintar, no-pensamiento, tiro que se convierte en no-tiro, hablar sin hablar: no lo inefable en altura o profundidad, sino esta frontera, esta superficie en la que el lenguaje se hace posible y, al hacerse posible, no inspira ya sino una comunicación silenciosa inmediata, porque no podría ser dicho sino resucitando todas las significaciones y designaciones mediatas abolidas.Tanto como lo que hace posible el lenguaje, la pregunta es quién habla. Se han dado muchas respuestas diversas a una pregunta como ésta. Llamamos respuesta «clásica» a la que determina al individuo como aquel que habla. Aquello de lo que habla se determina más bien como particularidad, y el medio, es decir, el lenguaje mismo, como generalidad de convención. Se trata entonces de una triple operación combinada para desprender una forma universal del individuo (realidad), a la vez que se extrae una pura Idea de aquello de lo que se habla (necesidad) y se confronta el lenguaje con un modelo ideal, supuestamente primitivo, natural o puramente racional (posibilidad). Esta concepción es precisamente la que anima la ironía socrática como ascensión y le da como tareas, a la vez, arrancar al individuo de su existencia inmediata, superar la particularidad sensible hacia la Idea e instaurar leyes de lenguaje conformes al modelo. Tal es el conjunto «dialéctico» de una subjetividad memorante parlante. Sin embargo, para que la operación sea completa, es preciso que el individuo no sea solamente punto de partida y trampolín, sino que se encuentre igualmente en el final, y que el universal de la Idea sea más bien como un medio de intercambio entre ambos. Este cierre, este bucle de la ironía falta todavía en Platón, o no aparece sino bajo las especies de lo cómico y la irrisión, como en el intercambio Sócrates-Alcibíades. La ironía clásica, por el contrario, adquiere este estado perfecto cuando llega a determinar, no sólo el todo de la realidad, sino el conjunto de lo posible como individualidad suprema originaria. Kant, como hemos visto, deseoso de someter a crítica el mundo clásico de la representación, comienza por describirlo con exactitud: «La idea del conjunto de toda posibilidad se depura hasta formar un concepto completamente determinado a priori, convirtiéndose así, por ello, en el concepto de un ser singular.» La ironía clásica actúa como la instancia que asegura la coextensividad del ser y del individuo en el mundo de la representación. Así, no sólo lo universal de la Idea, sino el modelo de un puro lenguaje racional respecto de los primeros posibles, se convierten en medios de comunicación natural entre-un Dios supremamente individuado y los individuos derivados que él crea; y es este Dios quien hace posible un acceso del individuo a la forma universal. Pero, tras la crítica kantiana, aparece una tercera figura de la ironía: la ironía romántica determina el que habla como la persona, y no ya como el individuo. Se funda sobre la unidad sintética finita de la persona, y no ya sobre la identidad analítica del individuo. Se define por la coextensividad del Yo y de la representación misma. Ahí hay mucho más que un cambio de palabra (para determinar toda su importancia, habría que evaluar, por ejemplo, la diferencia entre los Essais de Montaigne, que se inscriben ya en el mundo clásico en tanto que exploran las figuras más diversas de la individuación, y las Confessions de Rousseau, que anuncian el romanticismo en tanto que son la primera manifestación de una persona o un Yo). No sólo la Idea universal y la particularidad sensible, sino los dos extremos de la individualidad, y los mundos correspondientes a los individuos, se vuelven ahora las posibilidades propias de la persona. Estas posibilidades continúan repartiéndose en originarias y derivadas, pero la originaria ya' no designa sino los predicados « constantes de la persona para todos los mundos posibles (categorías), y la derivada, las variables individuales en las que la persona se encarna en éstos
diferentes mundos. Surge de ahí una profunda transformación, lo universal de la Idea, la forma de la subjetividad y el modelo del lenguaje en tanto que función de lo posible. La posición de la persona como clase ilimitada, y sin embargo de un solo miembro (Yo), ésta es la ironía romántica. Y sin duda, ya hay elementos precursores en el cógito cartesiano, y sobre todo en la persona leibniziana; pero estos elementos permanecen subordinados a las exigencias de la individuación, mientras que se liberan y se expresan por sí mismos con el romanticismo, después de Kant, derrocando la subordinación. «Esta famosa libertad poética ilimitada se expresa de un modo positivo en el hecho de que el individuo haya recorrido bajo la forma de la posibilidad toda una serie de determinaciones diversas y les haya dado una existencia poética antes de abismarse en la nada. El alma que se entrega a la ironía se parece a aquella que atraviesa el mundo en la doctrina de Pitágoras: siempre está de viaje, pero ya no tiene necesidad de una duración tan larga...Como los niños, que echan a suertes para ver quién paga prenda, el ironista también cuenta con los dedos: príncipe encantador o mendigo, etc. Todas estas encarnaciones, al no tener más valor a sus ojos que el de puras posibilidades, las puede recorrer tan rápido como los niños en su juego. En cambio, lo que sí le ocupa tiempo al ironista, es el cuidado que pone en vestirse exactamente, conforme al papel poético asumido por su fantasía... Si la realidad dada pierde así su valor para el ironista, no es porque sea una realidad superada que debe dejar su lugar a otra más auténtica, sino porque el ironista encarna el Yo fundamental, para quien no existe realidad adecuada.» Lo que hay de común en todas las figuras de la ironía es que encierran la singularidad en los límites del individuo o de la persona. Además, la ironía sólo es vagabunda en apariencia. Pero, sobre todo, es porque todas estas figuras están amenazadas por un enemigo íntimo que las trabaja por dentro: el fondo indiferenciado, el sin-fondo del que hablábamos anteriormente, y que representa el pensamiento trágico, el tono trágico con el que la ironía mantiene las relaciones más ambivalentes. Es Dionisos bajo Sócrates, pero también es el demonio que tiende a Dios tanto como a sus criaturas el espejo donde se disuelve la universal individualidad, y también el caos que deshace a la persona. El individuo tenía el discurso clásico, la persona el discurso romántico. Pero, bajo estos dos discursos, y derrocándolos de maneras diversas, es ahora el Fondo sin rostro quien habla, gruñendo. Hemos visto que el lenguaje del fondo, el lenguaje confundido con la profundidad del cuerpo, tenía una doble potencia: la de los elementos fonéticos estallados, y la de los valores tónicos inarticulados. La primera es la que amenaza y derroca desde dentro al discurso clásico, y la segunda al romántico. En cada caso y para cada tipo de discurso, debemos distinguir también tres lenguajes. Primero, un lenguaje real correspondiente a la asignación completamente ordinaria del que habla (el individuo, o bien la persona...). Y luego, un lenguaje ideal, que representa el modelo del discurso en función de la forma de aquel que lo detenta (por ejemplo, el modelo divino del Cratilo respecto de la subjetividad socrática, el modelo racional leibniziano respecto de la persona romántica). Finalmente, el lenguaje esotérico, que representa en cada caso la subversión, por el fondo, del lenguaje ideal y la disolución de aquel que detenta el lenguaje real. Por otra parte, siempre hay relaciones internas entre el modelo ideal y su inversión esotérica, como entre la ironía y el fondo trágico, hasta el punto de que ya no se sabe exactamente de qué lado está el máximo de ironía. Por ello, es inútil buscar una fórmula única, un concepto único para todos los lenguajes esotéricos: por ejemplo, la gran síntesis fonética, literaria y silábica de Court de Gébelin que cierra el mundo clásico, y la gran síntesis tónica evolutiva de Jean Pierre Brisset, que acaba el romanticismo (igualmente, hemos visto que no había uniformidad en las palabras-valija). A la pregunta ¿quién habla?, respondemos diciendo tan pronto el individuo como la persona, o el fondo que disuelve a uno y a otra. «El yo del poeta lírico eleva la voz desde el fondo del abismo del ser; su subjetividad es pura imaginación.» Pero resuena aún una última respuesta: la que recusa tanto el fondo primitivo indiferenciado como las formas del individuo y la persona, que rechaza tanto su contradicción como su complementariedad. No, las singularidades no están encerradas en individuos y personas; ni tampoco se cae en un fondo indiferenciado, profundidad sin fondo, cuando se deshace el individuo y la persona. Lo que es impersonal y preindividual son las singularidades, libres y nómadas. Lo que es más profundo que cualquier fondo es la superficie, la piel. Aquí se forma un nuevo tipo de lenguaje esotérico, que es su propio modelo y su realidad. El devenir-loco cambia de figura cuando sube a la superficie, sobre la línea recta del Aión, eternidad; igualmente el Yo [Moi] disuelto, el Yo [Je] hendido, la identidad perdida, cuando cesan de hundirse, para liberar, por el contrario, las singularidades de superficie. El sinsentido y el sentido abandonan su relación de oposición dinámica, para entrar en la copresencia de una génesis estática, como sinsentido de la superficie y sentido que se desliza sobre ella. Lo trágico y la ironía dejan sitio a un nuevo valor, el humor. Porque si la ironía es la coextensividad del ser con el individuo, o del Yo con la representación, el humor es la del sentido y el sinsentido; el humor es el arte de las superficies y las dobleces, las singularidades nómadas y el punto aleatorio siempre desplazado, el arte de la génesis estática, el savoir-faire del acontecimiento puro o la «cuarta persona del singular»; toda significación, designación y manifestación quedan suspendidas, toda profundidad y altura abolidas.