Observemos que el esquema de distribución modelo–serie no se aplica de igual manera a todas las categorías de objetos. Es claro cuando se trata del vestido: vestido de la casa Fath listo para usarse, o del automóvil: Facel–Vega 2 CV. Se vuelve menos evidente a medida que llegamos a categorías de objetos más especificados en sus funciones. Se esfuman las diferencias entre un “Erigidaire” de la General Motors y un “Frigeco”, entre un aparato de televisión y otro. Al nivel de los utensilios pequeños, molinos de café, etc., la noción de modelo tiende a confundirse con la de “tipo”, la función del objeto absorbe en gran medida las diferencias de status que terminan por agotarse en la alternación modelo de lujo–modelo de serie (esta oposición señala el punto de menor resistencia de la noción de modelo). Si, a la inversa, pasamos a los objetos colectivos que son las máquinas, vemos que tampoco hay ejemplar de lujo de una máquina pura: un tren de laminadoras, aunque fuese el único en el mundo, sería de todas maneras, y desde que apareciese, un objeto de serie. Una máquina puede ser más “moderna” que otra: no por ello se convierte en un “modelo” de las demás, que, menos perfeccionadas, constituirían la serie. Para obtener los mismos rendimientos, habrá que fabricar otras máquinas del mismo tipo, es decir, constituir a partir de este primer término una serie pura. No hay lugar aquí para una gama de diferencias calculadas sobre las cuales pueda fundarse una dinámica psicológica. Al nivel de la función pura, porque no hay variables combinatorias, tampoco hay modelos. La dinámica psicosociológica del modelo y de la serie no opera, pues, al nivel de la función primaria del objeto, sino al nivel de una función segunda, que es la del objeto “personalizado”. Es decir, fundado, a la vez, en la exigencia individual y en un sistema de diferencias que es, propiamente, el sistema cultural.
La elección
Ningún objeto se ofrece al consumo en un solo tipo. Lo que se le puede negar a uno es la posibilidad material de comprarlo. Pero lo que se le da a uno a priori , en nuestra sociedad industrial, como una gracia colectiva y como signo de una libertad formal, es la elección. En esta disponibilidad descansa la “personalización”. En la medida en que toda una gama se le ofrece, el comprador rebasa la estricta necesidad de la compra y personalmente se compromete más allá. Por lo demás, no tenemos siquiera la posibilidad de no elegir y de comprar simplemente un objeto en función del uso, pues ningún objeto se propone hoy en día al “grado cero” de la compra. De grado o por fuerza, la libertad de elegir que tenemos nos obliga a entrar en el sistema cultural. Esta elección, por consiguiente, es específica: si la resentimos como libertad, resentimos menos que se nos imponga como tal y que a través de ella sea la sociedad global la que se imponga a nosotros. Elegir un coche en vez de otro lo personaliza a uno quizá, pero el hecho de elegir, sobre todo, lo asigna a uno al conjunto del orden económico. “El simple hecho de elegir tal o cual objeto para distinguirse de los demás es en sí mismo un servicio social” (Stuart Mill). Al multiplicar los objetos la sociedad deriva hacia ellos la facultad de elegir y neutraliza, de tal manera, el peligro que constituye siempre para ella esta exigencia personal. A partir de esto, es claro que la noción de “personalización” es algo más que un argumento publicitario: es un concepto ideólogico fundamental de una sociedad que, al “personalizar” los objetos y las creencias, aspira a integrar mejor las personas.
La diferencia marginal
El corolario de que todo objeto nos llegue a través de una elección es que, en el fondo, ningún objeto se propone como objeto de serie, sino que todos se nos ofrecen como modelos. El menos importante de los objetos se distinguirá de los demás por una diferencia: color, accesorio, detalle. Esta diferencia será dada siempre como específica: “Este cubo de la basura es absolutamente original,Gilac Décor lo ha adornado con flores para usted.” “Este refrigerador es revolucionario: tiene un nuevo congelador y un calentador para la mantequilla.” “Esta rasuradora eléctrica va a la vanguardia del progreso: es hexagonal y antimagnética.” De hecho, esta diferencia es una diferencia marginal (según la expresión de Riesman) o, más bien, una diferencia inesencial. En efecto, al nivel del objeto industrial y de su coherencia tecnológica, la exigencia de personalización no puede satisfacerse más que en lo inesencial. Para personalizar los automóviles, el productor no puede sino tomar un chasis de serie, un motor de serie y modificar algunos caracteres exteriores o añadir algunos accesorios. El automóvil, en calidad de objeto técnico esencial no puede ser personalizado, sólo pueden serlo los aspectos inesenciales. Naturalmente, cuanto más debe satisfacer el objeto exigencias de personalización, tanto más sus caracteres esenciales se ven recargados de servidumbres exteriores. La carrocería se colma de accesorios, las formas contravienen las normas técnicas de fluidez y de movilidad que son las de un vehículo. La diferencia “marginal”, por consiguiente, no es sólo marginal, sino que contraría la esencia del ser técnico. La función de personalización no es solamente un valor añadido, es un valor parasitario. Tecnológicamente, no se puede concebir en un sistema industrial un objeto personalizado que no pierda, por eso mismo, su óptima tecnicidad. Pero, a este respecto, es el orden de producción el que carga con la más grave responsabilidad, pues juega sin reservas con lo inesencial para fomentar el consumo. De tal manera, cuarenta y dos combinaciones de colores, de una o dos tintas, permiten elegir el PROPIO Ariane, e incluso el embellecedor ultraespecial está en venta, en el concesionario, al mismo tiempo que el automóvil, pues, entiéndase bien, todas estas diferencias “específicas” son recuperadas a su vez y señalizadas en la producción industrial. Es esta serialidad secundaria la que constituye la moda. Finalmente, todo es modelo y ya no hay modelos. Pero en el fondo de las series limitadas sucesivas hay una transición discontinua hacia series cada vez más limitadas, fundadas en diferencias cada vez más íntimas y más específicas. Ya no hay modelos absolutos a los cuales se opongan categóricamente objetos de serie despojados de valor. Pues entonces ya no habría fundamento psicológico de la elección, y por consiguiente tampoco un posible sistema cultural. O por lo menos no habría sistema cultural capaz de integrar la sociedad industrial moderna en su conjunto.
El sistema de los objetos
Jean Baudrillard