Se decían inmortales (Blanchot-kahlo)

posted by Fernando Reberendo
La muerte: no estamos acostumbrados a ella.
La muerte, al ser aquello a lo que no estamos acostumbrados, nos acercamos a ella o bien como a lo inhabitual que maravilla, o bien como a lo no–familiar que horroriza. El pensamiento de la muerte no nos ayuda a pensar la muerte, no nos brinda la muerte como algo que hay que pensar. Muerte, pensamiento, tan próximos que, pensando, morimos, si al morir nos permitimos no pensar: todo pensamiento sería mortal; todo pensamiento, último pensamiento.
Tiempo, tiempo: el paso (no) más allá que no se cumple en el tiempo conduciría fuera del tiempo sin que dicho afuera fuese intemporal, sino allí donde el tiempo caería, frágil caída, según aquel «fuera de tiempo en el tiempo» hacia el cual escribir nos atraería, si nos estuviese permitido, tras desaparecer de nosotros mismos, escribir bajo el secreto del antiguo miedo.
El eterno retorno de lo mismo: como si el retorno, irónicamente propuesto cómo ley de lo mismo, donde lo mismo sería soberano, no convirtiese necesariamente al tiempo en un juego infinito con dos entradas (dadas como una pero nunca unificadas): porvenir ya siempre pasado, pasado siempre aún por venir, de donde la tercera instancia, el instante de la presencia, al excluirse, excluiría toda posibilidad idéntica.
Según la ley del retorno, allí donde, entre pasado y porvenir, nada se conjuga ¿cómo saltar del uno al otro, cuando la regla no permite el tránsito, ni siquiera el de un salto? Se dice que el pasado sería lo mismo que el porvenir. Lo que daría, por consiguiente, una sola modalidad, o una doble modalidad que funcionaría de forma tal que la identidad, diferida, regularía la diferencia. Pero la exigencia del retorno sería que, «bajo una falsa apariencia de presente», la ambigüedad pasado–porvenir separa de forma invisible el porvenir del pasado.
Sabían —según la ley del retorno— que sólo el nombre, el acontecimiento, la figura de la muerte otorgarían, en el momento de desaparecer en ella, un derecho de presencia.
Por eso, se decían inmortales.

Ya sea un pasado o un porvenir, sin que nada permita entre ambos el tránsito, de modo que la línea de demarcación los desmarcaría tanto más cuanto que ésta permanecería invisible: esperanza de un pasado, caducidad de un porvenir. Del tiempo sólo quedaría, entonces, esa línea que hay que franquear, ya siempre franqueada, infranqueable no obstante y, con respecto a «mí», no situable. La imposibilidad de situar dicha línea: quizás eso es lo único que denominaríamos el «presente».
Maurice Blanchot, de El paso (no) más allá.