A los veintisiete años, Artaud envía algunos poemas a una
revista. El director de ésta los rechaza con cortesía. Artaud trata
entonces de explicar por qué tiene apego a esos poemas deficientes;
y es que sufre de tal abandono de pensamiento, que no puede
abandonar las formas, aunque sean insuficientes, conquistadas sobre
esa inexistencia central. ¿Qué valen los poemas de esa manera
obtenidos? Sigue luego un intercambio de cartas y, Jacques Rivière,
el director de la revista, le propone de repente publicar las cartas
escritas en relación con esos poemas impublicables (pero esta vez
admitidos en parte, y que aparecerán como ejemplo y testimonios).
Artaud acepta, con la condición de no manipular la realidad. Se trata
de la célebre correspondencia con Jacques Rivière, un acontecimiento
de gran importancia.
¿Se dio cuenta Jacques Rivière de esa anomalía? Poemas que
considera insuficientes a indignos de ser publicados, dejan de serlo
cuando son completados por el relato de la experiencia de su
insuficiencia. Como si lo que les faltara, su defecto, se convirtiera en
plenitud y acabamiento por la expresión abierta de esa falta y la
profundización de su necesidad. Jacques Rivière se interesa, más que
por la obra misma, por la experiencia de la obra, por el movimiento
que conduce hasta ella, y por el rastro anónimo, oscuro que ella
representa con torpeza. Más aún, el fracaso, que sin embargo no lo
atrae tanto como atraería luego a quienes escriben y a quienes leen,
se convierte en el signo sensible de un acontecimiento central del
espíritu sobre el cual las explicaciones de Artaud arrojan una luz
sorprendente. Nos encontramos, pues, en los comienzos de un
fenómeno al cual parecen estar vinculadas la literatura y aun el arte:
la existencia de un poema que no tenga por "sujeto" tácito o
manifiesto su realización como poema, y el hecho de que el
movimiento del cual proviene la obra sea aquello con vistas a lo cual
la obra es a veces realizada y a veces sacrificada.
Recordemos aquí la carta de Rilke, escrita unos quince años
antes: "Cuanto más lejos vamos, más personal, más única se vuelve
la vida. La obra de arte es la expresión necesaria, irrefutable,
definitiva para siempre, de esa realidad única [...I En ello reside la
ayuda prodigiosa que ofrece a quien se ve obligado a producirla [...]
Ello nos explica en forma segura que debemos entregamos a las
pruebas más extremas, pero también, según parece, no pronunciar
una palabra antes de hundirnos en nuestra obra, no aminorarlas
hablando de ellas; pues lo único, lo que nadie podría comprender y
no tendría el derecho de comprender, esa especie de extravío que
nos es propio, sólo podría resultar válido si se insertara en nuestro
trabajo para revelar su ley, único dibujo original que torna visible la
transparencia del arte".
Rilke entiende, pues, que jamás se debe comunicar en forma
directa la experiencia de donde nos viene la obra, esa prueba
extrema que sólo posee valor y verdad cuando se encuentra hundida
en la obra en que aparece, visible-invisible bajo la luz distante del
ante. ¿Pero el propio Rilke mantuvo siempre esa reserva? ¿Y no la
formuló precisamente para quebrarla a la vez que la protegía, sabiendo,
además, que ni él ni nadie tenían el poder de quebrarla, sino
sólo el de mantenerse en relación con ella? Esa especie de extravío
que nos es propio...
La imposibilidad de pensar qué es el pensamiento
La comprensión, la atención, la sensibilidad de Jacques Rivière
son perfectas. Pero en el diálogo, la parte de malentendido se
mantiene evidente, aunque difícil de delimitar. Artaud, en esa época
todavía muy paciente, vigila constantemente el malentendido. Ve que
su corresponsal trata de tranquilizarlo prometiéndole para el futuro la
coherencia que le falta, o mostrándole que la fragilidad del espíritu es
necesaria para el espíritu. Pero Artaud no desea que lo tranquilicen.
Se encuentra en contacto con algo tan grave, que no puede sufrir que
se lo atenúen. Y es que también siente la relación extraordinaria, y
para él casi increíble, entre el derrumbe de su pensamiento y los poemas
que logra escribir, a pesar de esa "verdadera disminución". Por
una parte, Jacques Rivière desconoce el carácter de excepción del
suceso y, por la otra, desconoce lo que hay de extremo en esas obras
del espíritu, producidas a partir de la ausencia de espíritu.
Cuando escribe a Rivière con una serena penetración que llama la
atención de su corresponsal, Artaud no se sorprende de tener en ese
caso dominio sobre lo que quiere decir. Sólo los poemas lo exponen a
la pérdida central del pensamiento de que sufre, angustia que más
tarde recuerda con agudas expresiones y, por ejemplo, con esta
forma: "Hablo de la ausencia de agujero, de una especie de
sufrimiento frío y sin imágenes, sin sentimiento, y que es como un
choque indescriptible de abortos". ¿Por qué, entonces, escribe
poemas? ¿Por qué no conformarse con ser un hombre que utiliza su
idioma para los fines corrientes? Todo indica que la poesía, vinculada
para él "a esa especie de erosión, a la vez esencial y fugaz, del
pensamiento", y comprometida, por lo tanto, esencialmente, en esa
pérdida central, le proporciona también la certidumbre de ser la única
expresión posible de ese pensamiento, y en cierta medida le promete
salvar esa pérdida, salvar su pensamiento en la medida en que está
perdido. Y así dirá, con un movimiento de impaciencia y soberbia:
"Soy quien mejor ha sentido el desconcierto anonadador de su lengua
en sus relaciones con el pensamiento [...] En verdad, me pierdo en
mi pensamiento tal como cuando se sueña, como cuando se vuelve a
entrar súbitamente en el pensamiento. Soy el que conoce los
rincones de la pérdida".
No le importa "pensar justo, ver justo", tener pensamientos bien
eslabonados, adecuados, bien expresados, aptitudes, todas, que está
seguro de poseer. y se muestra irritado cuando los amigos le dicen:
piensas muy bien, pero es un fenómeno muy corriente que le falten a
uno las palabras. ("A veces se me ve demasiado brillante en la expresión
de mis insuficiencias, de mi deficiencia profunda y de la
impotencia que acuso, para creer que no sea imaginaria y fabricada
en todas sus piezas.") Sabe, con la profundidad que le da la
experiencia del dolor, que pensar no es tener pensamientos, y que los
pensamientos que tiene le hacen sentir que "todavía no ha
comenzado a pensar". Ese es el grave tormento en que se retuerce.
Parece como si hubiera tocado, a despecho de sí mismo y por un
error patético del cual provienen sus gritos, el punto en el cual pensar
es ya, siempre, no poder pensar todavía: "impoder", según su
palabra, que es como esencial del pensamiento, pero que hace de
éste una falta de extremo dolor, un incumplimiento que irradia en
seguida a partir de ese centro y que, al consumar la sustancia física
de lo que él piensa, se subdivide en todos los planos en muchas
imposibilidades particulares.
Que el pensamiento se encuentre vinculado a esa imposibilidad
de pensar que es el pensamiento, he ahí la verdad que no se puede
descubrir, pues siempre se desvía y lo obliga a experimentarla por
debajo del punto en que verdaderamente la experimentaría. No se
trata sólo de una dificultad metafísica, sino que es el embeleso de un
dolor, y la poesía es ese perpetuo dolor, es "la sombra" y "la noche
del alma", "la ausencia de voces para gritar".
En una carta escrita una veintena de años después, cuando ha
pasado por pruebas que han hecho de él un ser difícil y ardiente, dice
con la mayor sencillez: "Me inicié en la literatura escribiendo libros
para decir que en modo alguno podía escribir. Cuando tenía algo que
escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba". Y luego:
"Nunca escribí como no fuese para decir que jamás había hecho nada
y nada podía hacer, y que si hacía algo, en realidad nada hacía. Toda
mi obra fue construida sobre la nada, y era imposible que no fuera
así..." El sentido común preguntará entonces: ¿pero por qué, si nada
tiene que decir, no dice, en efecto, nada? Y es que resulta posible
conformarse con decir nada cuando nada es sólo casi nada, pero aquí
parece que se trata de una nulidad tan radical que, por la desmesura
que representa, el peligro al cual conduce y la tensión que provoca,
exige, como para liberarse de todo ello, la formación de una palabra
inicial por medio de la cual se aparten las palabras que dicen algo.
Quien nada tiene que decir, ¿cómo no se esforzaría en comenzar a
hablar y expresarse? "¡ Pues bien, mi debilidad y mi absurdo consisten
en querer escribir y expresarme a cualquier precio! Soy un hombre
que sufrió mucho del espíritu, y con ese título tengo el derecho de
hablar."
Descripción de un combate
A ese vacío que su obra -por supuesto, no es una obra - exaltará
y denunciará, atravesará y conservará, Artaud se aproximará por
medio de un movimiento cuya autoridad le es propia. Al comienzo,
frente a ese vacío, trata todavía de recuperar cierta plenitud de la
cual cree estar seguro, y que lo pondría en contacto con su riqueza
espontánea, con la integridad de su sentimiento y con una adhesión
tan perfecta a la continuidad de las cosas, que en él ya se cristaliza
en poesía. Tiene, cree tener esa "facilidad profunda", así como la
abundancia de formas y de palabras propias para expresarla. Pero
"en el momento en que el alma se apresta a organizar su riqueza, sus
descubrimientos, esa revelación, en el inconsciente minuto en que la
cosa está a punto de emanar, una voluntad superior y maligna ataca
el alma como un vitriolo, ataca la masa palabra-e-imagen, ataca la
masa del sentimiento, y me deja jadeando como en las puertas
mismas de la vida".
Es posible decir que Artaud es aquí víctima de la ilusión de lo
inmediato; es fácil decirlo; pero todo comienza con la manera en que
resulta apartado de ese inmediato que él llama "vida"; no por un
nostálgico desvanecimiento o por el abandono insensible de un
sueño. Muy al contrario, por una ruptura tan evidente, que introduce
en el centro de él mismo la afirmación de una perpetua sustracción
que se convierte en lo que tiene de más propio, y en algo así como la
sorpresa atroz de su verdadera naturaleza.
Y así, por medio de una profundización segura y dolorosa, llega a
invertir los términos de ese movimiento y a colocar en primer lugar la
desposesión, y no ya la "totalidad inmediata" de la cual esa
desposesión aparecía al comienzo como la simple falta. Lo primero no
es la plenitud del ser, sino la grieta y la fisura, la erosión y el
desgarramiento, la intermitencia y la privación corrosiva; el ser no es
el ser, sino esa falta del ser, falta viviente que hace que la vida sea
inacabada, inaprehensible a inexpresable, a no ser por el grito de una
feroz abstinencia.
Quizá cuando creía poseer la plenitud de "la realidad
inseparable", Artaud no hizo otra cosa que discernir el espesor de la
sombra proyectada a sus espaldas por ese vacío, pues era la plenitud
total, único testimonio en él de la formidable potencia que la niega,
negación desmesurada, siempre en funciones y capaz de una infinita
proliferación de vacío. Presión tan terrible, que lo expresa, a la vez
que exige que se consagre por entero a producirla y a mantener su
expresión.
Y sin embargo, en la época de la correspondencia con Jacques
Rivière, y cuando todavía escribe poemas, conserva manifiestamente
la esperanza de hacerse igual a sí mismo, igualdad que los poemas
están destinados a restaurar en el momento en que la arruinan. Dice
entonces que "piensa en una tasa inferior"' "estoy por debajo de mí,
lo sé y sufro por ello". Y más tarde dirá: "Esa antinomia entre mi
facilidad profunda y mi dificultad exterior es la que me crea el
tormento de que muero". Si en ese instante se siente ansioso y
culpable, es por pensar por debajo de su pensamiento, que por lo
tanto mantiene detrás de sí, en la certidumbre de su integridad ideal,
de tal modo, que si la expresara, aunque sólo fuese con una única
palabra, se revelaría en su grandeza verdadera, testigo absoluto de sí
mismo. El tormento proviene de que no puede librarse de su
pensamiento, y la poesía se conserva en él como la esperanza de
saldar esa deuda que sin embargo no tiene más remedio que
extender mucho más allá de los límites de su existencia. A veces se
tiene la impresión de que la correspondencia con Jacques Rivière, el
escaso interés de éste por las poesías y su interés por el problema
central que Artaud es llevado a describir en exceso, desplazan el
centro de la escritura. Artaud escribía contra el vacío y para
esquivarlo. Ahora escribe exponiéndose a él y tratando de expresarlo
y de extraer expresión de él.
Ese desplazamiento del centro de gravedad (que representan
L'Ombilic des Limbes y Le pèse-nerfs) es la exigencia dolorosa que lo
obliga -abandonando toda ilusión - a prestar atención a un solo
punto. "Punto de ausencia y de inanidad" en tomo del cual vaga con
una especie de lucidez sarcástica, de buen sentido astuto, y luego
empujado por movimientos de sufrimiento en los cuales se escucha
gritar a la desdicha, como antes sólo Sade supo gritar, y sin
embargo, también como Sade, sin aceptar jamás, y con una fuerza
combatiente que no deja de tener la medida de ese vacío que él
abraza. "Querría superar ese punto de ausencia, de inanidad. Ese
pataleo que me debilita, me vuelve inferior a todo y a todos. ¡ No
tengo vida, no tengo vida! Mi efervescencia interna está muerta [...]
No consigo pensar. ¿Comprende lo que es ese hueco, esa intensa y
durable nada? [...] No puedo avanzar ni retroceder. Estoy clavado,
localizado en tomo de un punto que es siempre el mismo y que todos
mis libros traducen."
No hay que cometer el error de leer, como si se tratara de los
análisis de un estado psicológico, las descripciones precisas, seguras
y minuciosas que nos propone. Son descripciones, pero las de un
combate. El combate le es impuesto en parte. El “vacío" es un "vacío
activo". El "no puedo pensar, no consigo pensar" es un llamado a un
pensamiento más profundo, presión constante, olvido que, aunque no
sufre de ser olvidado, exige, sin embargo, un olvido más perfecto. En
adelante, pensar es siempre ese paso que se debe dar hacia atrás. El
combate en que siempre resulta vencido se reanuda siempre más
abajo. La impotencia no es nunca lo bastante impotente, lo imposible
no es imposible. Pero al mismo tiempo, el combate es también el que
Artaud quiere llevar a cabo, pues en esa lucha no renuncia a lo que
llama la "vida" (ese brote, esa vivacidad fulgurante), cuya pérdida no
puede tolerar, que quiere unir a su pensamiento; que, por una
obstinación grandiosa y terrible, se niega en absoluto a distinguir del
pensamiento, cuando éste no es otra cosa que la "erosión" de esa
vida, la "demacración" de esa vida, la intimidad de ruptura y de
perdición en la cual no hay vida ni pensamiento, sino el suplicio de
una falta fundamental por la cual se afirma ya la exigencia de una
negación más decisiva. Y todo vuelve a comenzar. Pues Artaud no
aceptará jamás el escándalo de un pensamiento separado de la vida,
inclusive cuando se entrega a la experiencia más directa y salvaje
que nunca se haya hecho de la esencia del pensamiento entendida
como separación, de esa imposibilidad que el pensamiento afirma
contra sí mismo como límite de su infinita potencia.
Sufrir, pensar
Sería tentador comparar lo que nos dice Artaud con lo que nos
dicen Hölderlin, Mallarmé: que la inspiración es ante todo ese punto
puro en que nos falta. Pero es preciso resistirse a esa tentación de las
afirmaciones demasiado generales. Cada poeta dice lo mismo, y sin
embargo no es lo mismo; es lo único; lo sentirnos. La parte de Artaud
le es propia. lo que dice es de una intensidad que no deberíamos
respaldar. Aquí habla de un dolor que niega toda profundidad, toda
ilusión y toda esperanza, pero que en ese rechazo ofrece al
pensamiento el "éter de un nuevo espacio". Cuando leemos esas
páginas, aprendemos lo que no llegamos a saber: que el hecho de
pensar no puede por menos de ser trastornador; que lo que hay que
pensar es, en el pensamiento, lo que se aparta de él y se agota
inagotablemente en él; que sufrir y pensar se encuentran vinculados
de manera secreta, pues si el sufrimiento -cuando se vuelve extremo
- es tal que destruye la capacidad de sufrir, y destruye siempre, por
delante de sí, en el tiempo, el tiempo en que podría ser recuperado y
acabado como sufrimiento, es posible que lo mismo suceda con la
poesía. Extrañas relaciones. ¿Es posible que el extremo pensamiento
y el sufrimiento extremo abran el mismo horizonte? ¿Es posible que
sufrir sea, en definitiva, pensar?
MAURICE BLANCHOT
Traducción de Floreal Mazía
Blanchot Sobre Artaud.
Zona Erógena. Nº 17. 1994.
Este documento ha sido descargado de
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revista. El director de ésta los rechaza con cortesía. Artaud trata
entonces de explicar por qué tiene apego a esos poemas deficientes;
y es que sufre de tal abandono de pensamiento, que no puede
abandonar las formas, aunque sean insuficientes, conquistadas sobre
esa inexistencia central. ¿Qué valen los poemas de esa manera
obtenidos? Sigue luego un intercambio de cartas y, Jacques Rivière,
el director de la revista, le propone de repente publicar las cartas
escritas en relación con esos poemas impublicables (pero esta vez
admitidos en parte, y que aparecerán como ejemplo y testimonios).
Artaud acepta, con la condición de no manipular la realidad. Se trata
de la célebre correspondencia con Jacques Rivière, un acontecimiento
de gran importancia.
¿Se dio cuenta Jacques Rivière de esa anomalía? Poemas que
considera insuficientes a indignos de ser publicados, dejan de serlo
cuando son completados por el relato de la experiencia de su
insuficiencia. Como si lo que les faltara, su defecto, se convirtiera en
plenitud y acabamiento por la expresión abierta de esa falta y la
profundización de su necesidad. Jacques Rivière se interesa, más que
por la obra misma, por la experiencia de la obra, por el movimiento
que conduce hasta ella, y por el rastro anónimo, oscuro que ella
representa con torpeza. Más aún, el fracaso, que sin embargo no lo
atrae tanto como atraería luego a quienes escriben y a quienes leen,
se convierte en el signo sensible de un acontecimiento central del
espíritu sobre el cual las explicaciones de Artaud arrojan una luz
sorprendente. Nos encontramos, pues, en los comienzos de un
fenómeno al cual parecen estar vinculadas la literatura y aun el arte:
la existencia de un poema que no tenga por "sujeto" tácito o
manifiesto su realización como poema, y el hecho de que el
movimiento del cual proviene la obra sea aquello con vistas a lo cual
la obra es a veces realizada y a veces sacrificada.
Recordemos aquí la carta de Rilke, escrita unos quince años
antes: "Cuanto más lejos vamos, más personal, más única se vuelve
la vida. La obra de arte es la expresión necesaria, irrefutable,
definitiva para siempre, de esa realidad única [...I En ello reside la
ayuda prodigiosa que ofrece a quien se ve obligado a producirla [...]
Ello nos explica en forma segura que debemos entregamos a las
pruebas más extremas, pero también, según parece, no pronunciar
una palabra antes de hundirnos en nuestra obra, no aminorarlas
hablando de ellas; pues lo único, lo que nadie podría comprender y
no tendría el derecho de comprender, esa especie de extravío que
nos es propio, sólo podría resultar válido si se insertara en nuestro
trabajo para revelar su ley, único dibujo original que torna visible la
transparencia del arte".
Rilke entiende, pues, que jamás se debe comunicar en forma
directa la experiencia de donde nos viene la obra, esa prueba
extrema que sólo posee valor y verdad cuando se encuentra hundida
en la obra en que aparece, visible-invisible bajo la luz distante del
ante. ¿Pero el propio Rilke mantuvo siempre esa reserva? ¿Y no la
formuló precisamente para quebrarla a la vez que la protegía, sabiendo,
además, que ni él ni nadie tenían el poder de quebrarla, sino
sólo el de mantenerse en relación con ella? Esa especie de extravío
que nos es propio...
La imposibilidad de pensar qué es el pensamiento
La comprensión, la atención, la sensibilidad de Jacques Rivière
son perfectas. Pero en el diálogo, la parte de malentendido se
mantiene evidente, aunque difícil de delimitar. Artaud, en esa época
todavía muy paciente, vigila constantemente el malentendido. Ve que
su corresponsal trata de tranquilizarlo prometiéndole para el futuro la
coherencia que le falta, o mostrándole que la fragilidad del espíritu es
necesaria para el espíritu. Pero Artaud no desea que lo tranquilicen.
Se encuentra en contacto con algo tan grave, que no puede sufrir que
se lo atenúen. Y es que también siente la relación extraordinaria, y
para él casi increíble, entre el derrumbe de su pensamiento y los poemas
que logra escribir, a pesar de esa "verdadera disminución". Por
una parte, Jacques Rivière desconoce el carácter de excepción del
suceso y, por la otra, desconoce lo que hay de extremo en esas obras
del espíritu, producidas a partir de la ausencia de espíritu.
Cuando escribe a Rivière con una serena penetración que llama la
atención de su corresponsal, Artaud no se sorprende de tener en ese
caso dominio sobre lo que quiere decir. Sólo los poemas lo exponen a
la pérdida central del pensamiento de que sufre, angustia que más
tarde recuerda con agudas expresiones y, por ejemplo, con esta
forma: "Hablo de la ausencia de agujero, de una especie de
sufrimiento frío y sin imágenes, sin sentimiento, y que es como un
choque indescriptible de abortos". ¿Por qué, entonces, escribe
poemas? ¿Por qué no conformarse con ser un hombre que utiliza su
idioma para los fines corrientes? Todo indica que la poesía, vinculada
para él "a esa especie de erosión, a la vez esencial y fugaz, del
pensamiento", y comprometida, por lo tanto, esencialmente, en esa
pérdida central, le proporciona también la certidumbre de ser la única
expresión posible de ese pensamiento, y en cierta medida le promete
salvar esa pérdida, salvar su pensamiento en la medida en que está
perdido. Y así dirá, con un movimiento de impaciencia y soberbia:
"Soy quien mejor ha sentido el desconcierto anonadador de su lengua
en sus relaciones con el pensamiento [...] En verdad, me pierdo en
mi pensamiento tal como cuando se sueña, como cuando se vuelve a
entrar súbitamente en el pensamiento. Soy el que conoce los
rincones de la pérdida".
No le importa "pensar justo, ver justo", tener pensamientos bien
eslabonados, adecuados, bien expresados, aptitudes, todas, que está
seguro de poseer. y se muestra irritado cuando los amigos le dicen:
piensas muy bien, pero es un fenómeno muy corriente que le falten a
uno las palabras. ("A veces se me ve demasiado brillante en la expresión
de mis insuficiencias, de mi deficiencia profunda y de la
impotencia que acuso, para creer que no sea imaginaria y fabricada
en todas sus piezas.") Sabe, con la profundidad que le da la
experiencia del dolor, que pensar no es tener pensamientos, y que los
pensamientos que tiene le hacen sentir que "todavía no ha
comenzado a pensar". Ese es el grave tormento en que se retuerce.
Parece como si hubiera tocado, a despecho de sí mismo y por un
error patético del cual provienen sus gritos, el punto en el cual pensar
es ya, siempre, no poder pensar todavía: "impoder", según su
palabra, que es como esencial del pensamiento, pero que hace de
éste una falta de extremo dolor, un incumplimiento que irradia en
seguida a partir de ese centro y que, al consumar la sustancia física
de lo que él piensa, se subdivide en todos los planos en muchas
imposibilidades particulares.
Que el pensamiento se encuentre vinculado a esa imposibilidad
de pensar que es el pensamiento, he ahí la verdad que no se puede
descubrir, pues siempre se desvía y lo obliga a experimentarla por
debajo del punto en que verdaderamente la experimentaría. No se
trata sólo de una dificultad metafísica, sino que es el embeleso de un
dolor, y la poesía es ese perpetuo dolor, es "la sombra" y "la noche
del alma", "la ausencia de voces para gritar".
En una carta escrita una veintena de años después, cuando ha
pasado por pruebas que han hecho de él un ser difícil y ardiente, dice
con la mayor sencillez: "Me inicié en la literatura escribiendo libros
para decir que en modo alguno podía escribir. Cuando tenía algo que
escribir, mi pensamiento era lo que más se me negaba". Y luego:
"Nunca escribí como no fuese para decir que jamás había hecho nada
y nada podía hacer, y que si hacía algo, en realidad nada hacía. Toda
mi obra fue construida sobre la nada, y era imposible que no fuera
así..." El sentido común preguntará entonces: ¿pero por qué, si nada
tiene que decir, no dice, en efecto, nada? Y es que resulta posible
conformarse con decir nada cuando nada es sólo casi nada, pero aquí
parece que se trata de una nulidad tan radical que, por la desmesura
que representa, el peligro al cual conduce y la tensión que provoca,
exige, como para liberarse de todo ello, la formación de una palabra
inicial por medio de la cual se aparten las palabras que dicen algo.
Quien nada tiene que decir, ¿cómo no se esforzaría en comenzar a
hablar y expresarse? "¡ Pues bien, mi debilidad y mi absurdo consisten
en querer escribir y expresarme a cualquier precio! Soy un hombre
que sufrió mucho del espíritu, y con ese título tengo el derecho de
hablar."
Descripción de un combate
A ese vacío que su obra -por supuesto, no es una obra - exaltará
y denunciará, atravesará y conservará, Artaud se aproximará por
medio de un movimiento cuya autoridad le es propia. Al comienzo,
frente a ese vacío, trata todavía de recuperar cierta plenitud de la
cual cree estar seguro, y que lo pondría en contacto con su riqueza
espontánea, con la integridad de su sentimiento y con una adhesión
tan perfecta a la continuidad de las cosas, que en él ya se cristaliza
en poesía. Tiene, cree tener esa "facilidad profunda", así como la
abundancia de formas y de palabras propias para expresarla. Pero
"en el momento en que el alma se apresta a organizar su riqueza, sus
descubrimientos, esa revelación, en el inconsciente minuto en que la
cosa está a punto de emanar, una voluntad superior y maligna ataca
el alma como un vitriolo, ataca la masa palabra-e-imagen, ataca la
masa del sentimiento, y me deja jadeando como en las puertas
mismas de la vida".
Es posible decir que Artaud es aquí víctima de la ilusión de lo
inmediato; es fácil decirlo; pero todo comienza con la manera en que
resulta apartado de ese inmediato que él llama "vida"; no por un
nostálgico desvanecimiento o por el abandono insensible de un
sueño. Muy al contrario, por una ruptura tan evidente, que introduce
en el centro de él mismo la afirmación de una perpetua sustracción
que se convierte en lo que tiene de más propio, y en algo así como la
sorpresa atroz de su verdadera naturaleza.
Y así, por medio de una profundización segura y dolorosa, llega a
invertir los términos de ese movimiento y a colocar en primer lugar la
desposesión, y no ya la "totalidad inmediata" de la cual esa
desposesión aparecía al comienzo como la simple falta. Lo primero no
es la plenitud del ser, sino la grieta y la fisura, la erosión y el
desgarramiento, la intermitencia y la privación corrosiva; el ser no es
el ser, sino esa falta del ser, falta viviente que hace que la vida sea
inacabada, inaprehensible a inexpresable, a no ser por el grito de una
feroz abstinencia.
Quizá cuando creía poseer la plenitud de "la realidad
inseparable", Artaud no hizo otra cosa que discernir el espesor de la
sombra proyectada a sus espaldas por ese vacío, pues era la plenitud
total, único testimonio en él de la formidable potencia que la niega,
negación desmesurada, siempre en funciones y capaz de una infinita
proliferación de vacío. Presión tan terrible, que lo expresa, a la vez
que exige que se consagre por entero a producirla y a mantener su
expresión.
Y sin embargo, en la época de la correspondencia con Jacques
Rivière, y cuando todavía escribe poemas, conserva manifiestamente
la esperanza de hacerse igual a sí mismo, igualdad que los poemas
están destinados a restaurar en el momento en que la arruinan. Dice
entonces que "piensa en una tasa inferior"' "estoy por debajo de mí,
lo sé y sufro por ello". Y más tarde dirá: "Esa antinomia entre mi
facilidad profunda y mi dificultad exterior es la que me crea el
tormento de que muero". Si en ese instante se siente ansioso y
culpable, es por pensar por debajo de su pensamiento, que por lo
tanto mantiene detrás de sí, en la certidumbre de su integridad ideal,
de tal modo, que si la expresara, aunque sólo fuese con una única
palabra, se revelaría en su grandeza verdadera, testigo absoluto de sí
mismo. El tormento proviene de que no puede librarse de su
pensamiento, y la poesía se conserva en él como la esperanza de
saldar esa deuda que sin embargo no tiene más remedio que
extender mucho más allá de los límites de su existencia. A veces se
tiene la impresión de que la correspondencia con Jacques Rivière, el
escaso interés de éste por las poesías y su interés por el problema
central que Artaud es llevado a describir en exceso, desplazan el
centro de la escritura. Artaud escribía contra el vacío y para
esquivarlo. Ahora escribe exponiéndose a él y tratando de expresarlo
y de extraer expresión de él.
Ese desplazamiento del centro de gravedad (que representan
L'Ombilic des Limbes y Le pèse-nerfs) es la exigencia dolorosa que lo
obliga -abandonando toda ilusión - a prestar atención a un solo
punto. "Punto de ausencia y de inanidad" en tomo del cual vaga con
una especie de lucidez sarcástica, de buen sentido astuto, y luego
empujado por movimientos de sufrimiento en los cuales se escucha
gritar a la desdicha, como antes sólo Sade supo gritar, y sin
embargo, también como Sade, sin aceptar jamás, y con una fuerza
combatiente que no deja de tener la medida de ese vacío que él
abraza. "Querría superar ese punto de ausencia, de inanidad. Ese
pataleo que me debilita, me vuelve inferior a todo y a todos. ¡ No
tengo vida, no tengo vida! Mi efervescencia interna está muerta [...]
No consigo pensar. ¿Comprende lo que es ese hueco, esa intensa y
durable nada? [...] No puedo avanzar ni retroceder. Estoy clavado,
localizado en tomo de un punto que es siempre el mismo y que todos
mis libros traducen."
No hay que cometer el error de leer, como si se tratara de los
análisis de un estado psicológico, las descripciones precisas, seguras
y minuciosas que nos propone. Son descripciones, pero las de un
combate. El combate le es impuesto en parte. El “vacío" es un "vacío
activo". El "no puedo pensar, no consigo pensar" es un llamado a un
pensamiento más profundo, presión constante, olvido que, aunque no
sufre de ser olvidado, exige, sin embargo, un olvido más perfecto. En
adelante, pensar es siempre ese paso que se debe dar hacia atrás. El
combate en que siempre resulta vencido se reanuda siempre más
abajo. La impotencia no es nunca lo bastante impotente, lo imposible
no es imposible. Pero al mismo tiempo, el combate es también el que
Artaud quiere llevar a cabo, pues en esa lucha no renuncia a lo que
llama la "vida" (ese brote, esa vivacidad fulgurante), cuya pérdida no
puede tolerar, que quiere unir a su pensamiento; que, por una
obstinación grandiosa y terrible, se niega en absoluto a distinguir del
pensamiento, cuando éste no es otra cosa que la "erosión" de esa
vida, la "demacración" de esa vida, la intimidad de ruptura y de
perdición en la cual no hay vida ni pensamiento, sino el suplicio de
una falta fundamental por la cual se afirma ya la exigencia de una
negación más decisiva. Y todo vuelve a comenzar. Pues Artaud no
aceptará jamás el escándalo de un pensamiento separado de la vida,
inclusive cuando se entrega a la experiencia más directa y salvaje
que nunca se haya hecho de la esencia del pensamiento entendida
como separación, de esa imposibilidad que el pensamiento afirma
contra sí mismo como límite de su infinita potencia.
Sufrir, pensar
Sería tentador comparar lo que nos dice Artaud con lo que nos
dicen Hölderlin, Mallarmé: que la inspiración es ante todo ese punto
puro en que nos falta. Pero es preciso resistirse a esa tentación de las
afirmaciones demasiado generales. Cada poeta dice lo mismo, y sin
embargo no es lo mismo; es lo único; lo sentirnos. La parte de Artaud
le es propia. lo que dice es de una intensidad que no deberíamos
respaldar. Aquí habla de un dolor que niega toda profundidad, toda
ilusión y toda esperanza, pero que en ese rechazo ofrece al
pensamiento el "éter de un nuevo espacio". Cuando leemos esas
páginas, aprendemos lo que no llegamos a saber: que el hecho de
pensar no puede por menos de ser trastornador; que lo que hay que
pensar es, en el pensamiento, lo que se aparta de él y se agota
inagotablemente en él; que sufrir y pensar se encuentran vinculados
de manera secreta, pues si el sufrimiento -cuando se vuelve extremo
- es tal que destruye la capacidad de sufrir, y destruye siempre, por
delante de sí, en el tiempo, el tiempo en que podría ser recuperado y
acabado como sufrimiento, es posible que lo mismo suceda con la
poesía. Extrañas relaciones. ¿Es posible que el extremo pensamiento
y el sufrimiento extremo abran el mismo horizonte? ¿Es posible que
sufrir sea, en definitiva, pensar?
MAURICE BLANCHOT
Traducción de Floreal Mazía
Blanchot Sobre Artaud.
Zona Erógena. Nº 17. 1994.
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