Escribir
es dar fe de la vida. Es dar fe de la vida, y por ende por, en el
sentido en el que decíamos por los animales que mueren. Es tartamudear
en la lengua. Hacer literatura, echar mano de la infancia, es la típica forma
de hacer de la literatura el pequeño asunto privado de uno. Es algo que te
revuelve las tripas, es de veras la literatura de Prisunic, de bazar, son los best-sellers,
es una verdadera mierda. Si uno no empuja el lenguaje hasta el punto en el que
empieza a tartamudear –porque no es fácil, no basta con tartamudear así:
«bé-bé-bé». Si uno no llega hasta ese punto, entonces, tal vez en la
literatura, al igual que en... a fuerza de empujar el lenguaje hasta un límite,
haya un devenir animal del lenguaje mismo, y del escritor, haya también un
devenir niño, pero no se trata de su infancia. Deviene niño, sí, pero no se
trata de su infancia, ya no se trata de la infancia de nadie: se trata de la
infancia del mundo, la infancia de un mundo. Entonces, los que se
interesan por su infancia, que se vayan a paseo, y luego que continúen, está
muy bien: harán literatura que merecen. Si hay alguien que no está interesado
en su infancia, ése es Proust, por ejemplo. En fin, las tareas del escritor no
consisten en rebuscar en los archivos familiares, no consisten en interesarse
por su infancia: nadie se interesa, nadie digno de cualquier cosa se interesa
por su infancia. Ésa es otra tarea: devenir niño mediante la escritura, ir
hacia una infancia del mundo, restaurar una infancia del mundo, ésa es una
tarea, son las tareas de la literatura.