En El ojo absoluto, último libro del psicoanalista francés Gerard Wajcman, el autor se pregunta qué clase de relaciones sociales escapan a la tiranía de la mirada o a la del exhibicionismo en tiempos de vigilancia electrónica y científicos que razonan como encuestadores.
“En tu lucha contra el resto del mundo, te aconsejo que te pongas del lado del resto del mundo”. Franz Kafka
Pasaron unos días desde el incidente que terminó con la vida de un funcionario de la secretaria de comercio exterior en el Uruguay, y más cerca de las especulaciones y el silencio acordado, con pericias forenses incluidas, nadie parece haberse preguntado por la intimidad del joven muerto en la pieza de un hotel cinco estrellas. Como nadie sabe qué pasó, mejor no preguntar, dejar que la justicia corra sus tiempos y olvidarse. Pero tampoco nadie sabe si sería mejor preguntar o investigar a qué clase de época está entrando el globo, porque todos –involucrados o no en ese episodio– se supone no ignoran que la intimidad o en idiolecto jurídico, la privacidad, en este momento, acaso sea la última fortaleza que resiste a la potencia del ojo y la mirada de la técnica.
La técnica es un complejo, un dispositivo, una materialidad usada sin discriminación por el poder para controlar disidencias, conocer hábitos, amistades, pasiones, vicios, deudas, saturar líneas de teléfono o correos electrónicos, recolectar datos susceptibles para extorsionar, provocar estados de ánimo de tensión suprema, redundar en deslocalizaciones, suicidios, desesperaciones, aumento de enfermedades urbanas, adicciones, paranoias de diseño o expulsiones de ese parnaso donde muchos imaginan se toman decisiones que orientan la política de un país, para el caso, la Argentina, que fácilmente, después de estar en el peor de los mundos, cuando levanta la cabeza medio milímetro, pareciera habitar el mejor, contra el beneficio secundario del consumo compulsivo y la defección selectiva de chivos expiatorios.
Si ese caso merece la atención de la prensa y el morbo es por la intimidad como concepto en la era de la visión absoluta; o por la privacidad de ese mismo sujeto, derecho arrasado cuando se descubre que por su singularidad, ese funcionario podría ser, supuestamente, riesgoso para la operatoria de un estado.
De esas y otras cuestiones relacionadas al ideal de un real que podría ser enteramente cognoscible, trata El ojo absoluto (editorial Manantial), el último libro del psicoanalista y especialista en estética Gerard Wajcman. Es un paso más sobre el de las sociedades de control, y dos más sobre las disciplinarias: resultan sociedades permisivas, módicas, previsibles, preventivas, sometidas a evaluación continua por encuestadores (los nuevos inquisidores).
Escribe Wajcman que “la sociedad de control de la que hablaba Deleuze es una sociedad en la que se controla a los inocentes (…) En el sentido de esa criminalidad creciente y generalizada de la sociedad podemos sacar a luz cientos de procedimientos actuales al servicio de la política definida como preventiva de la criminalidad. La prevención ha llegado a ser una consigna de nuestra época. Hasta tal punto que el díptico de Foucault que enunciaba ‘Vigilar y castigar’ ha sido sustituido por el de ‘Vigilar y prevenir’”.
Y por una serie de procedimientos. Los informes alertan sobre los ‘trastornos de conducta’ en el niño y el adolescente. “El informe precisa que estas conductas han de ser diferenciadas de lo que se llama ‘conductas normales’ (…) Estos médicos psiquiatras y psicólogos expertos no razonan sobre personas singulares, en términos de casos, sino en término de tipos, sobre seres estadísticos en lo que el sujeto como absoluta singularidad está reabsorbido, abolido, o en términos lacanianos: forcluido”. Estos médicos psiquiatras y psicólogos expertos razonan como encuestadores.
¿Es posible escapar a la mirada intrusiva del otro en la era de la vigilancia electrónica, los celulares, los satélites en el cielo, los radares, la digitalización de las compras en cuotas, la bancarización, las cédulas magnéticas, Google Earth? Wajcman se ve obligado a deconstruir y construir un nuevo estatuto para la intimidad.
“Es un lugar, al mismo tiempo arquitectónico y escópico: el espacio donde el sujeto puede estar y sentirse fuera de la mirada del Otro”. Es decir, el lugar donde el sujeto escapa a la suposición de ser observado. “La definición que propongo, de un lugar libre de toda mirada, implica una relación de poder, o más exactamente una separación de él. Se trata, efectivamente, de mantener un territorio fuera del poder siempre totalitario del Otro”. Es el presupuesto de lo íntimo, concepto que no tiene límite ni dique contra su invasión; al contrario de lo privado, resguardado por la ley.
Sin embargo, los investigadores del control social, de unos años a esta parte, registran que cada vez es menor la indignación acerca de la usurpación de datos, de la vigilancia, de los controles de seguridad generalizados. Esa servidumbre voluntaria es funcional a la destitución de la intimidad. Al igual que la exhibición consentida de contenidos “porno”, aunque se sepa -a esta altura- que la pornografía es un género cinematográfico para jardín de infantes.
Es el otro punto que toca el libro de Wajcman. “Y es que hay otra manera de pasar la frontera de lo íntimo. Es el que concierne a aquellos que, ajenos a cualquier límite, abren su intimidad, la confiesan o la exponen”. Decir “intimidad” es una convención. Se trata de exhibicionismo, fomentado por Internet, las redes sociales y los blogs. “Según ciertas opiniones eso es exactamente lo que marca hoy la exposición de lo que correspondería a la categoría de ‘imágenes vergonzosas’; es decir, que se expongan sin vergüenza. Corren malos tiempos para los pornógrafos. No puede analizarse al arte contemporáneo con los elementos propios de la subversión, el escándalo, la provocación o el ultraje”. La pornografía es un lugar común más. Y es en ese clivaje que el ensayista francés rescata al psicoanálisis como una práctica -política, sin dudas- que resguarda la intimidad y hasta cierto pudor, verdad del deseo.
Si retornamos al principio de este artículo, consideremos que las pasiones singulares pueden ser sociales o asociales pero no existe una normativa que pueda regularlas. En ese contexto, se entiende la razón de estado que pueda esgrimirse. Por supuesto, una cosa no anula la otra. Pero el objetivo del libro de Wajcman es menos -o no es- cuidar la reputación de nadie sino preguntarse qué clase de relaciones sociales escapan a la tiranía de la mirada o a la del exhibicionismo. Porque el sujeto capaz de ocultarse, sustraerse a la mirada del otro, a su cosificación, queda a la intemperie de sí mismo. En esa dimensión no existe la transparencia sino la opacidad, la intimidad es también el lugar en el que el sujeto se mira, se interroga, se hace enigma. Descubre que existe en él algo más interior que su intimidad. Eso que San Agustín llamaba Dios, y Freud podría haber llamado inconsciente: saber que no se sabe no habilita ejercicios de confesión, que es la expulsión del saber, los intrusos, la oscuridad y la parte maldita.
Así, algunos dirán que el psicoanálisis, liberado de las trabas religiosas, enfrentado a sí mismo (no a sus resultados) se convertiría en una de las últimas prácticas serias, junto al arte, de la civilización transparente de principios del siglo XXI.
Revista Ñ