El tiempo deja de estar curvado por un Dios que lo hace depender del movimiento. Deja de ser cardinal y se vuelva ordinal, orden del tiempo vacío. En el tiempo ya no queda nada originario ni derivado que dependa del movimiento. El laberinto ha cambiado de aspecto: ya no es un círculo o una espiral, sino un hilo, una mera línea recta, tanto más misteriosa cuanto que es sencilla, inexorable, terrible.