De la intensidad

 El estado vivido no es algo subjetivo, o al menos no necesariamente. Tampoco es individual. Es el flujo, y la interrupción del flujo, ya que cada intensidad está necesariamente en relación con otra intensidad cuando pasa algo. Eso es lo que sucede bajo los códigos, lo que escapa de ellos y lo que los códigos quieren traducir, convertir, canjear. Pero Nietzsche, con su escritura de intensidades, nos dice: no cambiéis la intensidad por representaciones. La intensidad no remite a significados, que serían como representaciones de cosas, ni a significantes, que serían como representaciones de palabras. ¿Cuál es entonces su consistencia, como agente y a la vez como objeto de descodificación? Esto es lo más misterioso de Nietzsche. La intensidad tiene que ver con los nombres propios, y éstos no son ni representaciones de cosas (o de personas) ni representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los presocráticos, los romanos, los judíos, Jesucristo, el Anticristo, César Borgia, Zaratustra, todos esos nombres propios que aparecen y reaparecen en los textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino designaciones de intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del libro, pero también el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres de la historia… Hay una especie de nomadismo, de desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas por los nombres propios, que penetran unas en otras a la vez que son experimentadas por un cuerpo pleno. La intensidad sólo puede vivirse por la relación entre su inscripción móvil en un cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre propio es siempre una máscara, la máscara de un agente.