A lo largo de esta filosofía de la historia y de la religión no vamos a encontrar ninguna cita, ni siquiera ninguna caricatura de las concepciones de Hegel. La relación es más profunda, la diferencia es más profunda. Dios ha muerto, Dios se ha hecho Hombre, el Hombre se ha hecho Dios: Nietzsche, a diferencia de sus predecesores, no cree en esta muerte. No apuesta sobre esta cruz. Es decir: no hace de esta muerte un acontecimiento que posea santidad en sí. La muerte de Dios tiene tanto sentido como fuerzas capaces de apoderarse de Cristo y de hacerlo morir; pero, precisamente, aún esperamos a las fuerzas o al poder que llevarían a esta muerte hasta su grado superior, y harían de esta muerte algo distinto a una muerte aparente y abstracta. Contra todo el romanticismo, contra toda la dialéctica, Nietzsche desconfía de la muerte de Dios. Con él desaparece la edad de la ingenua confianza, en la que tan pronto se celebraba la reconciliación del hombre con Dios, como la sustitución de Dios por el hombre. Nietzsche no tiene fe en los grandes hechos febriles. Un hecho requiere mucho silencio y tiempo hasta que halla finalmente las fuerzas que le proporcionan una esencia. Sin duda, también para Hegel, se requiere tiempo para que un hecho consiga su verdadera esencia. Pero este tiempo sólo es necesario para que el sentido, tal como es «en sí», se convierta también en «por sí». La muerte de Cristo interpretada por Hegel significa la oposición superada, la reconciliación de lo finito y de lo infinito, la unidad de Dios y del individuo, de lo inmutable y de lo particular; y la conciencia cristiana tendrá que pasar por otras figuras de la oposición hasta que esta unidad se convierta también por sí misma en lo que ya es en sí. El tiempo del que habla Nietzsche, al contrario, es necesario para la formación de fuerzas que concedan a la muerte de Dios un sentido que no poseía en sí, que le aporten una esencia determinada como el espléndido regalo de la exterioridad. En Hegel, la diversidad de los sentidos, la elección de la esencia, la necesidad del tiempo, son otras tantas apariencias. Universal y singular, inmutable y particular, infinito y finito, ¿qué es todo esto? Sólo síntomas. ¿Quién es este particular, este singular, este finito? y, ¿qué es este universal, este inmutable, este infinito? Uno es sujeto, pero, ¿quién es este sujeto, qué fuerzas? Otro es predicado u objeto, pero, ¿de qué voluntad es «objeto»? La dialéctica no llega ni siquiera a aflorar la interpretación, no sobrepasa jamás el ámbito de los síntomas. Confunde la interpretación con el desarrollo del síntoma no interpretado. Por eso, en materia de desarrollo y de cambio, no concibe nada más profundo que una permutación abstracta, en la que el sujeto se convierte en predicado, y el predicado pasa a ser sujeto. Pero el que es sujeto y el que es predicado no han cambiado, al final aparecen tan poco determinados como al principio, lo menos interpretados posible; todo ha sucedido en las regiones medias. No podemos asombrarnos de que la dialéctica proceda por oposición, desarrollo de la oposición o contradicción. La dialéctica ignora el elemento real del que proceden las fuerzas, sus cualidades y sus relaciones; de este elemento conoce tan sólo la imagen invertida que se refleja en los síntomas considerados en abstracto. La oposición puede ser la ley de la relación entre los productos abstractos, pero la diferencia es el único principio de génesis o de producción, el que produce la oposición como simple apariencia. La dialéctica se nutre de oposiciones porque ignora los mecanismos diferenciales diversamente sutiles y subterráneos: los desplazamientos topológicos, las variaciones tipológicas. En un ejemplo grato a Nietzsche se observa con mucha claridad: toda su teoría de la mala conciencia debe ser entendida como una reinterpretación de la conciencia infeliz hegeliana; esta conciencia, aparentemente destrozada, halla su sentido en las relaciones diferenciales de fuerzas que se ocultan bajo fingidas oposiciones. De igual modo, la relación del cristianismo con el judaísmo no deja subsistir la oposición, más que como cubierta y como pretexto. Destituida de todas sus ambiciones, la oposición deja de ser formativa, motriz y coordinadora: un síntoma, sólo un síntoma para interpretar. Destituida de su pretensión de rendir cuentas de la diferencia, la contradicción aparece tal cual es: perpetuo contrasentido sobre la propia diferencia, confusa inversión de la genealogía. En verdad, desde el punto de vista del genealogista, el trabajo de lo negativo es sólo una grosera aproximación a los juegos de la voluntad de poder. Al considerar los síntomas en abstracto, al hacer del movimiento de la apariencia la ley genética de las cosas, al no retener del principio más que una imagen invertida, toda la dialéctica opera y se mueve en el elemento de la ficción. ¿Cómo no van a ser ficticias sus soluciones, si los propios problemas son ficticios? De ninguna ficción deja de hacerse un momento del espíritu, uno de sus propios momentos. Andar con los pies en el aire no es algo que un dialéctico pueda reprochar a otro, es el carácter fundamental de la propia dialéctica. En esta posición, ¿cómo puede conservar una mirada crítica? La obra de Nietzsche va dirigida contra la dialéctica de tres maneras: la dialéctica desconoce el sentido, porque ignora la naturaleza de las fuerzas que se apropian concretamente de los fenómenos; desconoce la esencia, porque ignora el elemento real del que derivan las fuerzas, sus cualidades y sus relaciones; desconoce el cambio y la transformación, porque se contenta con operar permutaciones entre términos abstractos e irreales. Todas estas insuficiencias tienen un mismo origen: la ignorancia de la pregunta: ¿Quién? Siempre el mismo desprecio socrático por el arte de los sofistas. Se nos anuncia a la manera hegeliana que el hombre y Dios se reconcilian, y también que la religión y la filosofía se reconcilian. Se nos anuncia a la manera de Feuerbach que el hombre ocupa el lugar de Dios, que recupera lo divino como su propio bien o su esencia, y también que la teología se convierte en antropología. Pero, ¿quién es hombre y qué es Dios? ¿quién es particular, qué es lo universal? Feuerbach dice que el hombre ha cambiado, que se ha hecho Dios; Dios ha cambiado, la esencia de Dios se ha convertido en la esencia del hombre. Pero el que es Hombre no ha cambiado; el hombre reactivo, el esclavo, que no deja de ser esclavo por presentarse como Dios, siempre el esclavo, máquina de fabricar lo divino. Lo que es Dios tampoco ha cambiado: siempre lo divino, siempre el Ser supremo, máquina de fabricar esclavos. Lo que ha cambiado, o mejor dicho, lo que ha intercambiado sus determinaciones es el concepto intermediario, son los términos medios que lo mismo pueden ser sujeto o predicado uno de otro: Dios o el Hombre. Dios se hace Hombre, el Hombre se convierte en Dios. Pero, ¿quién es Hombre? Siempre el ser reactivo, el representante, el sujeto de una vida débil y depreciada. ¿Qué es Dios? Siempre el Ser supremo como medio de depreciar la vida, «objeto» de la voluntad de la nada, «predicado» del nihilismo. Antes y después de la muerte de Dios, el hombre sigue siendo «quién es» como Dios sigue siendo «lo que es»: fuerzas reactivas y voluntad de la nada. La dialéctica nos anuncia la reconciliación del Hombre con Dios. Pero, ¿qué es esta reconciliación, sino la vieja complicidad, la vieja afinidad de la voluntad de la nada con la vida reactiva? La dialéctica nos anuncia la sustitución de Dios por el Hombre. Pero, ¿qué es esta sustitución, sino la vida reactiva en el lugar de la voluntad de la nada, la vida reactiva produciendo ahora sus propios valores? En este punto, parece que toda la dialéctica se mueva en los límites de las fuerzas reactivas, que evolucione totalmente hacia la perspectiva nihilista. Precisamente, existe un punto de vista desde el que la oposición aparece como el elemento genético de la fuerza; es el punto de vista de las fuerzas reactivas. Visto desde el lado de las fuerzas reactivas, el elemento diferencial está invertido, reflejado al revés, convertido en oposición. Existe una perspectiva que opone la ficción a lo real, que desarrolla la ficción como el medio por el que triunfan las fuerzas reactivas; es el nihilismo, la perspectiva nihilista. El trabajo de lo negativo está al servicio de una voluntad. Basta preguntar: ¿cuál es esta voluntad? para presentir la esencia de la dialéctica. El descubrimiento grato a la dialéctica es la conciencia infeliz, el profundizamiento de la conciencia infeliz, la solución de la conciencia infeliz, la glorificación de la conciencia infeliz y de sus recursos. Las fuerzas reactivas son las que se expresan en la oposición, la voluntad de la nada la que se expresa en el trabajo de lo negativo. La dialéctica es la ideología natural del resentimiento, de la mala conciencia. Es el pensamiento en la perspectiva del nihilismo y desde el punto de vista de las fuerzas reactivas. Del principio al fin está fundamentalmente pensada como cristiana: impotente para crear nuevas formas de pensar, nuevas maneras de sentir. La muerte de Dios, gran acontecimiento dialéctico y ardiente; pero acontecimiento que se queda en el estrépito de las fuerzas reactivas, en el humo del nihilismo.
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