La mañana siguiente llegó.
‑Bartleby ‑dije, llamándolo comedidamente.
Silencio.
‑Bartleby ‑dije en tono aún más suave‑, venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó silenciosamente.
‑¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?
‑Preferiría no hacerlo.
‑¿Quiere contarme algo de usted?
‑Preferiría no hacerlo.,
‑¿Pero qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unos quince centímetros sobre mi cabeza.
‑¿Cuál es su respuesta, Bartleby? ‑le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.
‑Por ahora prefiero no contestar ‑dijo, y se retiró a su ermita.
Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó.