El platonismo funda todo el ámbito que la filosofía reconocerá como suyo: el ámbito de la representación lleno de copias-íconos, y definido no en relación extrínseca a un objeto sino en relación intrínseca al modelo o fundamento. El modelo platónico es lo Mismo, en el sentido en que Platón dice que la Justicia no es otra cosa que justa, la Valentía, valiente, etc.: la determinación abstracta del fundamento como lo que posee en primer lugar. La copia platónica es lo Semejante: el pretendiente que recibe en segundo término. A la identidad pura del modelo o del original corresponde la similitud ejemplar; a la pura semejanza de la copia, la similitud llamada imitativa. No se puede decir, sin embargo, que el platonismo desarrolle aún esta potencia de la representación por sí misma: se limita a señalar su dominio, es decir, fundarlo; seleccionarlo, excluir de él todo lo que viniese a alterar sus límites. Empero, el despliegue de la representación como bien fundada y limitada, como representación acabada, es más bien objetivo de Aristóteles; en él la representación recorre y cubre todo el dominio que va desde los más altos géneros a las especies más pequeñas, y el método de división toma entonces su sesgo tradicional de especificación que no tenía en Platón. Podemos asignar un tercer momento cuando, bajo la influencia del cristianismo, ya no se busca solamente fundar la representación, hacerla posible, ni especificarla o determinarla como finita, sino hacerla infinita, hacer que valore una pretensión sobre lo ilimitado, que conquiste tanto lo infinitamente grande como lo infinitamente pequeño, abriéndola en el Ser, más allá de los más grandes géneros, y en lo singular, más acá de las especies más pequeñas.
La estética sufre de una dualidad desgarradora.
La estética sufre de una dualidad desgarradora.
Invertir el platonismo significa entonces: mostrar los simulacros, afirmar sus derechos entre los iconos o las copias. El problema ya no concierne a la distinción Esencia-Apariencia, o Modelo-copia. Esta distinción opera enteramente en el mundo de la representación; se trata de introducir la subversión en este mundo, «Crepúsculo de los ídolos». El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción. De las dos series divergentes, al menos, interiorizadas en el simulacro, ninguna puede ser asignada como original, ninguna como copia. Tampoco resulta suficiente invocar un modelo de lo Otro, porque ningún modelo resiste al vértigo del simulacro. Ya no hay punto de vista privilegiado ni objeto común a todos los puntos de vista. No hay jerarquía posible: ni segundo, ni tercero... La semejanza subsiste, pero es producida como el efecto exterior del simulacro en cuanto que se construye sobre las series divergentes y las hace resonar. La identidad subsiste, pero es producida como la ley que complica todas las series y las hace volver a todas sobre cada una en el curso del movimiento forzado. En la inversión del platonismo, la semejanza se dice de la diferencia interiorizada; y la identidad, de lo Diferente como potencia primera. Lo mismo y lo semejante sólo tienen ya por esencia el ser simulados, es decir, expresar el funcionamiento del simulacro.