Cabe concebir que dos lenguas se mezclen, con pasos incesantes de una a otra: aun así cada una sigue siendo un sistema homogéneo en equilibrio, y la mezcla se hace en palabras. Pero no es así como proceden los grandes escritores, pese a que Kafka sea un checo que escribe en alemán, y Beckett, un irlandés que escribe (a menudo) en francés, etc. No mezclan dos lenguas, ni siquiera una lengua menor y una lengua mayor, pese a que muchos de ellos estén vinculados a unas minorías como al signo de su vocación. Lo que hacen es más bien inventar una utilización menor de la lengua mayor en la que se expresan por completo: minoran esa lengua, como en música, donde el modo menor designa combinaciones dinámicas en perpetuo desequilibrio. Son grandes a fuerza de minorar: hacen huir la lengua, hacen que se enfile sobre una línea mágica, que se desequilibre continuamente, que se bifurque y varíe en cada uno de sus términos, siguiendo una incesante modulación. Cosa que excede las posibilidades del habla y accede al poder de la lengua e incluso del idioma. Lo que equivale a decir que un gran escritor se encuentra siempre como un extranjero en la lengua en la que se expresa, incluso cuando es su lengua materna. Llevando las cosas al límite, toma sus fuerzas en una minoría muda desconocida, que sólo le pertenece a él. Es un extranjero en su propia lengua: no mezcla otra lengua con su lengua, talla en su lengua una lengua extranjera y que no preexiste. Hacer gritar, hacer balbucir, farfullar, susurrar la lengua en sí misma.