Lo que me desagrada del uso que las ciencias sociales hacen de la noción de energía no es, por supuesto, que se la piense como intensidad, sino la recuperación que se hace de esa noción, sobre todo la aplicación metafórica del segundo principio de termodinámica y de todo lo que gira en torno a la idea de entropía. Esa idea está presente en el psicoanálisis y en otros campos, en particular en la teoría de la información; la imagen de una suerte de infraestructura indiferenciada, una base energética que viene a desordenar el sistema. Desde esa perspectiva, todas las operaciones que hablan de la vida social y la comunicación de los afectos consisten en ordenar ese desorden. Energía, pulsión, instinto y deseos forman parte de un mundo sospechoso, peligroso y aterrador, que debería ser lidiado de la misma forma que un domador que entrase en una jaula de circo repleta de animales salvajes.
Da lo mismo que las pulsiones sean directamente remitidas a instintos de tipo etológico; que sean definidas como pulsiones más elaboradas desde el punto de vista semiótico de la perspectiva freudiana; o determinadas en sistemas estructuralistas que sitúan lo imaginario en relación a lo simbólico; o incluso que sean situadas en relación a sistemas de coacción en el sistemismo. En cualquier caso volvemos siempre a la misma idea: oponer, necesariamente, a ese mundo bruto del deseo un universo de orden social, un universo de razón, de juicio, de yo. Es precisamente este tipo de oposición lo que debemos rechazar, desde que decidimos tomar en consideración los verdaderos componentes creadores de subjetividad. Si hay algo fundamentalmente nuevo y válido en la fenomenología freudiana, en su nacimiento, es exactamente haber descubierto que en el nivel de los supuestos procesos primarios siempre se está lidiando con procesos altamente diferenciados, cualesquiera que sean las teorizaciones posteriores en las que Freud usó las categorías energéticas de equivalencia, como la de libido.