La imagen dogmática del pensamiento aparece en tres tesis esenciales: 1º. Se nos dice que el pensador en tanto que pensador quiere y ama la verdad (veracidad del pensador); que el pensamiento como pensamiento posee o contiene formalmente la verdad (connaturalidad de la idea, a priori de los conceptos); que el pensar es el ejercicio natural de una facultad, que basta pues pensar «verdaderamente» para pensar con verdad (recta naturaleza del pensamiento, buen sentido, compartido universalmente); 2º. Se nos dice también que hemos sido desviados de la verdad, pero por fuerzas extrañas al pensamiento (cuerpos, pasiones, intereses sensibles). Porque no sólo somos seres pensantes, sino que caemos en el error, tomamos lo falso por lo verdadero. El error: éste sería el único efecto, en el pensamiento como tal, de las fuerzas exteriores que se oponen al pensamiento. 3º. Finalmente, se nos dice que basta un método para pensar bien, para pensar verdaderamente. El método es un artificio, pero gracias al cual encontramos la naturaleza del pensamiento, nos adherimos a esta naturaleza y conjuramos el efecto de las fuerzas extrañas que la alteran y nos distraen. Gracias al método conjuramos el error. Poco importa el lugar y la hora si aplicamos el método: éste nos introduce en el dominio de lo que vale en todo tiempo y lugar». Lo más curioso en esta imagen del pensamiento es la forma en que se concibe lo verdadero como un universal abstracto. Jamás se hace relación a las fuerzas reales que hacen el pensamiento, jamás se relaciona el propio pensamiento con las fuerzas reales que supone en tanto que pensamiento. Jamás se relaciona lo verdadero con lo que presupone. Y no hay ninguna verdad que antes de ser una verdad no sea la realización de un sentido o de un valor. La verdad como concepto se halla absolutamente indeterminada. Todo depende del valor y del sentido de lo que pensemos. Poseemos siempre las verdades que nos merecemos en función del sentido de lo que concebimos, del valor de lo que creemos. Porque un sentido pensable o pensado se realiza siempre en la medida en que las fuerzas que le corresponden en el pensamiento se apoderan también de algo, se apropian de alguna cosa fuera del pensamiento. Es evidente que el pensamiento no piensa nunca por sí mismo, como tampoco halla por sí mismo la verdad. La verdad de un pensamiento debe interpretarse y valorarse según las fuerzas o el poder que la determinan a pensar, y a pensar esto en vez de aquello. Cuando se nos habla de la verdad «a secas», de lo verdadero tal como es en sí, para sí o incluso para nosotros, debemos preguntar qué fuerzas se ocultan en el pensamiento de esta verdad, o sea, cuál es su sentido y cuál es su valor. Fenómeno turbador: lo verdadero concebido como universal abstracto, el pensamiento concebido como ciencia pura no ha hecho nunca daño a nadie. El hecho es que el orden establecido y los valores en curso encuentran constantemente en ello su mejor apoyo. «La verdad aparece como una criatura bonachona y amante de sus gustos, que concede incesantemente a todos los poderes establecidos la seguridad de que no causará nunca a nadie la menor incomodidad, ya que después de todo no es más que ciencia pura». He aquí lo que oculta la imagen dogmática del pensamiento: el trabajo de las fuerzas establecidas que determinan el pensamiento como ciencia pura, el trabajo de los poderes establecidos que se expresan idealmente en lo verdadero tal como es en sí. La extraña declaración de Leibznitz todavía pesa sobre la filosofía: producir nuevas verdades, pero sobre todo «sin invertir los sentimientos establecidos». Y desde Kant hasta Hegel, en suma, el filósofo se ha comportado como un personaje civil y piadoso, que se complacía en confundir los fines de la cultura con el bien de la religión, de la moral o del Estado. La ciencia se denominó crítica porque hacía comparecer a su presencia los poderes del mundo, pero a fin de restituirles lo que les debía, la sanción de lo verdadero, tal como es en sí, para sí o para nosotros. Una nueva imagen del pensamiento significa en primer lugar: lo verdadero no es el elemento del pensamiento. El elemento del pensamiento es el sentido y el valor. Las categorías del pensamiento no son lo verdadero y lo falso, sino lo noble y lo vil, lo alto y lo bajo, según la naturaleza de las fuerzas que se apoderan del propio pensamiento. De lo verdadero y de lo falso poseemos siempre la parte que merecemos: existen verdades de la bajeza, verdades del esclavo. Inversamente, nuestros pensamientos más elevados tiene en cuenta lo falso; más aún, no renuncian jamás a hacer de lo falso un poder elevado, un poder afirmativo y artista, que halla su realización, su verificación, su devenir verdadero, en la obra. De donde se desprende una segunda consecuencia: el estado negativo del pensamiento no es el error. La inflación del concepto error en filosofía testimonia la persistencia de la imagen dogmática. Según ésta todo lo que de hecho se opone al pensamiento como tal: inducirlo a error. El concepto de error expresaría, pues, por derecho, lo peor que pudiese sucederle al pensamiento, es decir, el estado de un pensamiento separado de lo verdadero. Aquí también Nietzsche acepta el problema tal como viene planteado por derecho. Pero precisamente el carácter más serio de los ejemplos invocados por los filósofos para ilustrar el error (decir buenos días Tepenepe cuando nos encontramos a Teodoro, decir 3 + 2 = 6) demuestra suficientemente que este concepto de error es sólo la extrapolación de situaciones de hecho en sí mismas pueriles, artificiales o grotescas. ¿Quién dice 3 + 2 = 6, sino un escolar? ¿Quién dice buenos días Tepenepe, sino el miope o el distraído? El pensamiento adulto y aplicado tiene otros enemigos, estados enemigos diversamente profundos. La estupidez es una estructura del pensamiento como tal: no es una forma de equivocarse, expresa por derecho el sinsentido del pensamiento. La estupidez no es un error ni una sarta de errores. Se conocen pensamientos imbéciles, discursos imbéciles construidos totalmente a base de verdades; pero estas verdades son bajas, son las de un alma baja, pesada y de plomo. La estupidez y, más profundamente, aquello de lo que es síntoma: una manera baja de pensar. He aquí lo que expresa por derecho el estado de un espíritu dominado por fuerzas reactivas. Tanto en la verdad como en el error, el pensamiento estúpido sólo descubre lo más bajo, los bajos errores y las bajas verdades que traducen el triunfo del esclavo, el reino de los valores mezquinos o el poder de un orden establecido. Nietzsche, en lucha contra su tiempo, no cesa de denunciar. ¡Cuánta bajeza para poder decir esto, para poder pensar aquello! El concepto de verdad se determina sólo en función de una tipología pluralista. Y la tipología empieza por una topología. Se trata de saber a qué región pertenecen ciertos errores y ciertas verdades, cuál es su tipo, quién las formula y las concibe. Someter lo verdadero a la prueba de lo bajo pero, al mismo tiempo, someter lo falso a la prueba de lo alto: ésta es la tarea realmente crítica y el único medio de reconocerse en la «verdad». Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene este uso: denunciar la bajeza del pensamiento bajo todas sus formas. ¿Existe alguna disciplina, fuera de la filosofía, que se proponga la crítica de todas las mixtificaciones, sea cual sea su origen y su fin? Denunciar todas las ficciones sin las que las fuerzas reactivas no podrían prevalecer. Denunciar en la mixtificación esta mezcla de bajeza y estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las víctimas y de los autores. En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hombres que no confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral o la religión. Combatir el resentimiento, la mala conciencia, que ocupan el lugar del pensamiento. Vencer lo negativo y sus falsos prestigios. ¿Quién, a excepción de la filosofía, se interesa por todo esto? La filosofía como crítica nos dice lo más positivo de sí misma: empresa de desmixtificación. Y, a este respecto, que nadie se atreva a proclamar el fracaso de la filosofía. Por muy grandes que sean, la estupidez y la bajeza serían aún mayores si no subsistiera un poco de filosofía que, en cada época, les impide ir todo lo lejos que querrían, que respectivamente les prohíbe, aunque sólo sea por el qué dirán, ser todo lo estúpida y lo baja que cada una por su cuenta desearía. No les son permitidos ciertos excesos, pero ¿quién, excepto la filosofía, se los prohíbe? ¿quién les obliga a enmascararse, a adoptar aires nobles e inteligentes, aires de pensador? Ciertamente existe una mixtificación específicamente filosófica; la imagen dogmática del pensamiento y la caricatura de la crítica lo demuestran. Pero la mixtificación de la filosofía empieza a partir del momento en que ésta renuncia a su papel desmixtificador, y tiene en cuenta los poderes establecidos: cuando renuncia a detestar la estupidez, a denunciar la bajeza. Es cierto, dice Nietzsche, que actualmente los filósofos se han convertido en cometas. Pero desde Lucrecio hasta los filósofos del siglo XVIII debemos observar estos cometas, seguirlos todo lo posible, hallar su camino fantástico Los filósofos-cometas supieron hacer del pluralismo un arte de pensar, un arte crítico. Supieron decir a los hombres lo que ocultaba su mala conciencia y su resentimiento. Supieron oponer a los valores y a los poderes establecidos aunque no fuera más que la imagen de un hombre libre.Después de Lucrecio ¿cómo es posible preguntar aún: para qué sirve la filosofía? Es posible preguntarlo porque la imagen del filósofo está constantemente oscurecida. Se hace de él un sabio, él que es sólo un amigo de la sabiduría, amigo en un sentido ambiguo, es decir el anti-sabio, el que debe disfrazarse de sabiduría para sobrevivir. Se hace de él un amigo de la verdad, él que somete lo verdadero a la más dura prueba, de donde la verdad sale tan descuartizada como Dionysos: la prueba del sentido y del valor. La imagen del filósofo se oscurece debido a todos sus disfraces necesarios, pero también debido a todas las traiciones que hacen de él el filósofo de la religión, el filósofo del Estado, el coleccionista de los valores en curso, el funcionario de la historia. La imagen auténtica del filósofo no sobrevive al que durante un tiempo supo encarnarlo en su época. Debe recuperarse, reanimarse, debe hallar un nuevo campo de actividad en la época siguiente. Si la labor crítica de la filosofía no se recupera activamente en cada época, la filosofía muere y con ella la imagen del filósofo, la imagen del hombre libre. La estupidez y la bajeza no cesan de formar nuevas alianzas. La estupidez y la bajeza son siempre las de nuestro tiempo, las de nuestros contemporáneos, nuestra estupidez y nuestra bajeza. A diferencia del concepto intemporal de error, la bajeza no se separa del tiempo, es decir del transporte del presente, de esta actualidad en la que se encarna y se mueve. Por eso la filosofía tiene con el tiempo una relación esencial: siempre contra su tiempo, crítico del mundo actual, el filósofo forma conceptos que no son ni eternos ni históricos, sino intempestivos e inactuales. La oposición en la que se realiza la filosofía es la de lo inactual con lo actual, de lo intempestivo con nuestro tiempo. Y lo intempestivo encierra verdades más duraderas que las verdades históricas y eternas reunidas: las verdades del porvenir. Pensar activamente, es «actuar de una forma inactual, o sea contra el tiempo, y a partir de ahí incluso sobre el tiempo, en favor (así lo espero) de un tiempo futuro». La cadena de los filósofos no es la eterna cadena de los sabios, y menos aún el encadenamiento de la historia, sino una cadena rota, la sucesión de cometas, su discontinuidad y su repetición que no se refieren ni a la eternidad del cielo que atraviesan, ni a la historicidad de la tierra que sobrevuelan. No hay ninguna filosofía eterna, ni ninguna filosofía histórica. Tanto la eternidad como la historicidad de la filosofía se reducen a esto: la filosofía, siempre intempestiva, intempestiva en cada época. Al colocar el pensamiento en el elemento del sentido y del valor, al hacer del pensamiento activo una crítica de la estupidez y de la bajeza, Nietzsche propone una nueva imagen del pensamiento. Y es que pensar no es nunca el ejercicio natural de una facultad. Nunca el pensamiento piensa sólo y por sí mismo; nunca tampoco viene simplemente turbado por fuerzas que serían siempre exteriores, Pensar depende de las fuerzas que se apoderan del pensamiento. Mientras nuestro pensamiento está ocupado por fuerzas reactivas, mientras halla su sentido en las fuerzas reactivas, hay que confesar que todavía no pensamos. Pensar designa la actividad del pensamiento; pero el pensamiento tiene sus propias formas de ser inactivo, y puede entregarse a ello totalmente y con todas sus fuerzas. Las ficciones por las que triunfan las fuerzas reactivas constituyen lo más bajo en el pensamiento, el modo en que permanece inactivo y se ocupa en no pensar. Cuando Heidegger anuncia: todavía no pensamos, un origen de este tema se halla en Nietzsche. Esperamos las fuerzas capaces de hacer del pensamiento algo activo, absolutamente activo, el poder capaz de hacer del pensamiento una afirmación. Pensar, como actividad, es siempre una segunda potencia del pensamiento, no el ejercicio natural de una facultad, sino un acontecimiento extraordinario para el propio pensamiento. Pensar es una nª... potencia del pensamiento.Y debe ser elevado a esta potencia para que se convierta en «el ligero», «el afirmativo», «el danzante». Y jamás alcanzará esta potencia si algunas fuerzas no ejercen sobre él una violencia. Debe ejercerse una violencia sobre él en tanto que pensamiento, un poder debe obligarle a pensar, debe lanzarle hacia un devenir-activo. Esta coacción, este adiestramiento, es lo que Nietzsche llama «Cultura». La cultura, según Nietzsche, es esencialmente adiestramiento y selección. Expresa la violencia de las fuerzas que se apoderan del pensamiento para hacer de él algo activo, afirmativo. Sólo se entenderá este concepto de cultura si se captan todas las formas en que se opone al método. El método supone siempre una buena voluntad de pensador, «una decisión premeditada». La cultura, al contrario, es una violencia sufrida por el pensamiento, una formación del pensamiento bajo la acción de fuerzas selectivas, un adiestramiento que pone en juego todo el inconsciente del pensador. Los griegos no hablaban de método, sino de paideia; sabían que el pensamiento no piensa a partir de una buena voluntad, sino en virtud de fuerzas que se ejercen sobre él para obligarlo a pensar. Incluso Platón distinguía lo que obliga a pensar y lo que deja el pensamiento inactivo; y en el mito de la caverna subordinaba la paideia a la violencia sufrida por un prisionero, sea para salir de la caverna, sea para volver a ella. Nietzsche encuentra esta idea griega de una violencia selectiva de la cultura en los textos célebres: «Considérese nuestra antigua organización penal y se advertirán las dificultades que hay en la tierra para erigir un pueblo de pensadores..»; hasta los suplicios son necesarios, «Aprender a pensar: en nuestras escuelas se ha perdido completamente la noción...» «Por muy extraño que pueda parecer, todo lo que existe y ha existido sobre la tierra, referente a libertad, delicadeza, audacia, danza y magistral seguridad, sólo ha podido florecer bajo la tiranía de leyes arbitrarias».
Sin duda estos textos están llenos de ironía: el «pueblo de pensadores» del que habla Nietzsche, no es el pueblo griego, sino que resulta ser el pueblo alemán. Sin embargo, ¿dónde está la ironía? No en la idea de que el pensamiento sólo llega a pensar bajo la acción de fuerzas que lo violentan. No en la idea de la cultura como adiestramiento violento. La ironía aparece más bien en una duda sobre el devenir de la cultura. Se comienza como los griegos, se acaba como los alemanes. En varios textos raros Nietzsche aplica la decepción de Dionysos o de Ariana: Hallarse con un alemán cuando se deseaba un griego. La actividad genérica de la cultura tiene un objetivo final: formar al artista, al filósofo. Toda su violencia selectiva se halla al servicio de este fin; Actualmente me ocupo de una especie de hombre para quien la teología lleva un poco más lejos que el bien de un Estado. Las principales actividades de las Iglesias y de los Estados constituyen más bien el largo martirologio de la propia cultura. Y cuando un Estado favorece la cultura «sólo la favorece para favorecerse a sí mismo y jamás concibe que haya un fin que sea superior a su bien y a su existencia». Por otra parte, sin embargo, la confusión de la actividad cultural con el bien del Estado se basa en algo real. A cada instante la labor cultural de las fuerzas activas corre el peligro de ser desviada de su sentido: ocurre precisamente que pasa al provecho de las fuerzas reactivas. Ocurre que la Iglesia o el Estado toman por su cuenta esta violencia de la cultura para realizar sus propios fines. Ocurre que las fuerzas reactivas desvían esta violencia de la cultura, y la convierten en una fuerza reactiva, en un medio de entontecer todavía más, de rebajar el pensamiento. Ocurre que confunden la violencia de la cultura con su propia violencia, su propia fuerza. Nietzsche llama a este proceso «degeneración de la cultura». En qué medida es inevitable, en qué medida evitable, por qué razones y por qué medios, lo sabremos más adelante. Sea lo que sea respecto a ello, Nietzsche subraya así la ambivalencia de la cultura: de griega pasa a ser alemana... Lo que equivale a decir una vez más hasta qué punto la nueva imagen del pensamiento implica relaciones de fuerzas extremadamente complejas. La teoría del pensamiento depende de una tipología de las fuerzas. Y aquí también la tipología empieza por una topología. Pensar depende de ciertas coordenadas. Tenemos las verdades que merecemos según el lugar al que llevamos nuestra existencia, la hora en que velamos, el elemento que frecuentamos. No hay idea más falsa que la de que la verdad salga de un pozo. Sólo hallamos verdades allí donde están, a su hora y en su elemento. Cualquier verdad es verdad de un elemento, de una hora y de un lugar: el minotauro no sale del laberinto. No pensaremos hasta que no se nos obligue a ir allí donde están las verdades que dan que pensar, allí donde se ejercen las fuerzas que hacen del pensamiento algo activo y afirmativo. No un método sino una paideia, una formación, una cultura. El método en general es un medio para evitarnos ir a tal lugar, o para conservar la posibilidad de salir de él (el hilo del laberinto). «Y nosotros, nosotros os rogamos encarecidamente, ¡agarraos a ese hilo!» Nietzsche dice: tres anécdotas bastan para definir la vida de un pensador. Indudablemente una para el lugar, otra para la hora y otra para el elemento. La anécdota es en la vida lo que el aforismo en el pensamiento: algo que interpretar. Empédocles y su volcán, ésta es una anécdota de pensador. Lo alto de las cimas y las cavernas, el laberinto; mediodía-medianoche; el elemento aéreo, alcioniano y también el elemento rarificado de lo subterráneo. A nosotros nos corresponde ir a los lugares más altos, a las horas extremas, donde viven y se alzan las verdades más elevadas, las más profundas. Los lugares del pensamiento son las zonas tropicales, frecuentadas por el hombre tropical. No las zonas templadas, ni el hombre moral, metódico o moderado.
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Sin duda estos textos están llenos de ironía: el «pueblo de pensadores» del que habla Nietzsche, no es el pueblo griego, sino que resulta ser el pueblo alemán. Sin embargo, ¿dónde está la ironía? No en la idea de que el pensamiento sólo llega a pensar bajo la acción de fuerzas que lo violentan. No en la idea de la cultura como adiestramiento violento. La ironía aparece más bien en una duda sobre el devenir de la cultura. Se comienza como los griegos, se acaba como los alemanes. En varios textos raros Nietzsche aplica la decepción de Dionysos o de Ariana: Hallarse con un alemán cuando se deseaba un griego. La actividad genérica de la cultura tiene un objetivo final: formar al artista, al filósofo. Toda su violencia selectiva se halla al servicio de este fin; Actualmente me ocupo de una especie de hombre para quien la teología lleva un poco más lejos que el bien de un Estado. Las principales actividades de las Iglesias y de los Estados constituyen más bien el largo martirologio de la propia cultura. Y cuando un Estado favorece la cultura «sólo la favorece para favorecerse a sí mismo y jamás concibe que haya un fin que sea superior a su bien y a su existencia». Por otra parte, sin embargo, la confusión de la actividad cultural con el bien del Estado se basa en algo real. A cada instante la labor cultural de las fuerzas activas corre el peligro de ser desviada de su sentido: ocurre precisamente que pasa al provecho de las fuerzas reactivas. Ocurre que la Iglesia o el Estado toman por su cuenta esta violencia de la cultura para realizar sus propios fines. Ocurre que las fuerzas reactivas desvían esta violencia de la cultura, y la convierten en una fuerza reactiva, en un medio de entontecer todavía más, de rebajar el pensamiento. Ocurre que confunden la violencia de la cultura con su propia violencia, su propia fuerza. Nietzsche llama a este proceso «degeneración de la cultura». En qué medida es inevitable, en qué medida evitable, por qué razones y por qué medios, lo sabremos más adelante. Sea lo que sea respecto a ello, Nietzsche subraya así la ambivalencia de la cultura: de griega pasa a ser alemana... Lo que equivale a decir una vez más hasta qué punto la nueva imagen del pensamiento implica relaciones de fuerzas extremadamente complejas. La teoría del pensamiento depende de una tipología de las fuerzas. Y aquí también la tipología empieza por una topología. Pensar depende de ciertas coordenadas. Tenemos las verdades que merecemos según el lugar al que llevamos nuestra existencia, la hora en que velamos, el elemento que frecuentamos. No hay idea más falsa que la de que la verdad salga de un pozo. Sólo hallamos verdades allí donde están, a su hora y en su elemento. Cualquier verdad es verdad de un elemento, de una hora y de un lugar: el minotauro no sale del laberinto. No pensaremos hasta que no se nos obligue a ir allí donde están las verdades que dan que pensar, allí donde se ejercen las fuerzas que hacen del pensamiento algo activo y afirmativo. No un método sino una paideia, una formación, una cultura. El método en general es un medio para evitarnos ir a tal lugar, o para conservar la posibilidad de salir de él (el hilo del laberinto). «Y nosotros, nosotros os rogamos encarecidamente, ¡agarraos a ese hilo!» Nietzsche dice: tres anécdotas bastan para definir la vida de un pensador. Indudablemente una para el lugar, otra para la hora y otra para el elemento. La anécdota es en la vida lo que el aforismo en el pensamiento: algo que interpretar. Empédocles y su volcán, ésta es una anécdota de pensador. Lo alto de las cimas y las cavernas, el laberinto; mediodía-medianoche; el elemento aéreo, alcioniano y también el elemento rarificado de lo subterráneo. A nosotros nos corresponde ir a los lugares más altos, a las horas extremas, donde viven y se alzan las verdades más elevadas, las más profundas. Los lugares del pensamiento son las zonas tropicales, frecuentadas por el hombre tropical. No las zonas templadas, ni el hombre moral, metódico o moderado.
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