Si el Yo determina nuestra existencia como la de un yo pasivo y
cambiante en el tiempo, el tiempo es esta relación formal según la cual
la mente se afecta a sí misma, o la manera según la cual estamos
interiormente afectados por nosotros mismos. El tiempo por lo tanto
podrá ser definido como el Afecto de uno mismo por sí mismo, o
cuando menos como la posibilidad formal de ser afectado por uno
mismo. En este sentido el tiempo como forma inmutable, que ya no
podía seguir siendo definido por la mera sucesión, surge como la
forma de interioridad (sentido íntimo), mientras que el espacio, que ya
no podía seguir siendo definido por la coexistencia o la simultaneidad,
surge por su lado como forma de exterioridad, posibilidad formal de
ser afectado por otra cosa en tanto que objeto externo. Forma de
interioridad no significa meramente que el tiempo es interno a la
mente, puesto que el espacio también lo es. Forma de exterioridad
tampoco significa que el espacio suponga «otra cosa», puesto que él
hace posible por el contrario cualquier representación de objetos como
otros o exteriores. Pero significa que la exterioridad comporta tanta
inmanencia (puesto que el espacio permanece interior a mi espíritu)
como la trascendencia comporta interioridad (puesto que mi espíritu
respecto al tiempo resulta representado como otro distinto de mí). El
tiempo no nos es interior, o por lo menos no nos es especialmente
interior, sino que nosotros somos interiores al tiempo, y en este
sentido estamos siempre separados por él de lo que nos determina
afectándole. La interioridad no cesa de cavarnos a nosotros mismos, de
escindirnos a nosotros mismos, de desdoblarnos, pese a que nuestra
unidad permanezca. Un desdoblamiento que no se produce hasta el
final, porque el tiempo no tiene final, pero un vértigo, una oscilación
que constituye el tiempo, como un deslizamiento, una flotación
constituye el espacio ilimitado.