En los últimos tres años, me introduje cada vez en una investigación de la que sólo ahora comienzo a entrever el final y que se puede definir, con cierta aproximación, como una genealogía teológica de la economía. En los primeros siglos de la historia de la Iglesia –digamos entre los siglos segundo y sexto - el término griego oikonomía desempeñó una función decisiva en la teología. Ustedes saben que oikonomía significa, en griego, la administración del oikós, de la casa y, más generalmente, gestión, management. Se trata, como dice Aristóteles, no de un paradigma epistémico, sino de una regla, de una actividad práctica, que tiene que enfrentar, cada vez, un problema y una situación particular. ¿Por qué los padres sintieron la necesidad de introducir este término en la teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una economía divina? Se trató, precisamente, de un problema extremadamente delicado y vital, quizás, si me permiten el juego de palabras, de la cuestión crucial de la historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el curso del segundo siglo, se empezó a discutir de una Trinidad de figuras divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, hubo, como se podía esperar, una fuerte resistencia dentro de la iglesia por parte de personas razonables que pensaron con espanto que, de este modo, se corría el riesgo de reintroducir el politeísmo y el paganismo en la fe cristiana. Para convencer a estos obstinados adversarios (que fueron finalmente definidos como “monarquianos”, es decir, partidarios de la unidad), teólogos como Tertulliano, Hipólito, Irineo y muchos otros no encontraron nada mejor que servirse del término oikonomía. Su argumento fue más o menos el siguiente: “Dios, en cuanto a su ser y a su substancia, es, ciertamente, uno; pero en cuánto a su oikonomía, es decir, en cuanto al modo en que administra su casa, su vida y el mundo que ha creado, él es, en cambio, triple. Como un buen padre puede confiarle al hijo el desarrollo de ciertas funciones y determinadas tareas, sin perder por ello su poder y su unidad, así Dios le confía a Cristo la “economía”, la administración y el gobierno de la historia de los hombres. El término oikonomía se fue así especializando para significar, en particular, la encarnación del Hijo, la economía de la redención y la salvación (por ello, en algunas sectas gnósticas, Cristo terminó llamándose “el hombre de la economía”, ho ánthropos tês oikonomías. Los teólogos se acostumbraron poco a poco a distinguir entre un “discurso - o lógos - de la teología” y un “lógos” de la economía, y la oikonomía se convirtió así en el dispositivo mediante el cual fue introducido el dogma trinitario en la fe cristiana. Pero, como a menudo ocurre, la fractura, que, de este modo, los teólogos trataron de evitar y de remover de Dios en el plano del ser, reapareció con la forma de un cesura que separa, en Dios, ser y acción, ontología y praxis. La acción, la economía, pero también la política no tiene ningún fundamento en el ser. Ésta es la esquizofrenia que la doctrina teológica de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental.
A través de esta resumida exposición, pienso que se han dado cuenta de la centralidad y de la importancia de la función que desempeñó la noción de oikonomía en la teología cristiana. Ahora bien, ¿cuál es la traducción de este fundamental término griego en los escritos de los padres latinos? Dispositio. El término latino dispositio, del que deriva nuestro término “dispositivo”, viene pues a asumir en sí toda la compleja esfera semántica de la oikonomía teológica. Los “dispositivos” de los que habla Foucault están conectados, de algún modo, con esta herencia teológica. Pueden ser vinculados, de alguna manera, con la fractura que divide y, al mismo tiempo, articula, en Dios, el ser y la praxis, la naturaleza o esencia y el modo en que él administra y gobierna el mundo de las criaturas. A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivos foucaultianos adquieren una importancia todavía más decisiva, en un contexto en el que ellos no sólo se cruzan con la “positividad” del joven Hegel, sino también con la Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corresponde al latino ponere). Común a todos este términos es la referencia a una oikonomía, es decir, a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de instituciones, cuyo objetivo es administrar, gobernar, controlar y orientar, en un sentido que se supone útil, los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los hombres. Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente en mis investigaciones es localizar, en los textos y en los contextos en que trabajo, el punto de su Entwicklungsfähigkeit, como dijo Feuerbach, es decir, el punto en que ellos son susceptibles de desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos y desarrollamos en este sentido el texto de un autor, llega el momento en que empezamos a darnos cuenta de no poder ir más allá sin contravenir a las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el desarrollo del texto en cuestión ha alcanzado un punto de indecibilidad en el que se hace imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque, para el intérprete, sea un momento particularmente feliz, él sabe que éste es el momento para abandonar el texto que está analizando y para proceder por cuenta propia. Los invito, por ello, a abandonar el contexto de la filología foucaultiana en la que nos hemos movido hasta ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto. Les propongo nada menos que una repartición general y maciza de lo que existe en dos grandes grupos o clases: de una parte los seres vivientes o las substancias y, de la otra, los dispositivos en los que ellos están continuamente capturados. De una parte, esto es, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas y de la otra la oikonomía de los dispositivos que tratan de gobernarlas y conducirlas hacia el bien. Generalizándola ulteriormente la ya amplísima clase de los dispositivos foucaultianos, llamaré literalmente dispositivo cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. No solamente, por lo tanto, las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las computadoras, los celulares y – por qué no - el lenguaje mismo, que es quizás el más antiguo de los dispositivos, en el que millares y millares de años un primate –probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían – tuvo la inconciencia de dejarse capturar. Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre los dos, como un tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así decir, del cuerpo a cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las sustancias y los sujetos, como en la vieja metafísica, parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de celulares, el navegador en Internet, el escritor de cuentos, el apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa proliferación de dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una igualmente inmensa proliferación de procesos de subjetivación. Ello puede dar la impresión de que la categoría de subjetividad, en nuestro tiempo, vacila y pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o de una superación, sino de una diseminación que acrecienta el aspecto de mascarada que siempre acompañó a toda identidad personal.
A través de esta resumida exposición, pienso que se han dado cuenta de la centralidad y de la importancia de la función que desempeñó la noción de oikonomía en la teología cristiana. Ahora bien, ¿cuál es la traducción de este fundamental término griego en los escritos de los padres latinos? Dispositio. El término latino dispositio, del que deriva nuestro término “dispositivo”, viene pues a asumir en sí toda la compleja esfera semántica de la oikonomía teológica. Los “dispositivos” de los que habla Foucault están conectados, de algún modo, con esta herencia teológica. Pueden ser vinculados, de alguna manera, con la fractura que divide y, al mismo tiempo, articula, en Dios, el ser y la praxis, la naturaleza o esencia y el modo en que él administra y gobierna el mundo de las criaturas. A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivos foucaultianos adquieren una importancia todavía más decisiva, en un contexto en el que ellos no sólo se cruzan con la “positividad” del joven Hegel, sino también con la Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corresponde al latino ponere). Común a todos este términos es la referencia a una oikonomía, es decir, a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de instituciones, cuyo objetivo es administrar, gobernar, controlar y orientar, en un sentido que se supone útil, los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los hombres. Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente en mis investigaciones es localizar, en los textos y en los contextos en que trabajo, el punto de su Entwicklungsfähigkeit, como dijo Feuerbach, es decir, el punto en que ellos son susceptibles de desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos y desarrollamos en este sentido el texto de un autor, llega el momento en que empezamos a darnos cuenta de no poder ir más allá sin contravenir a las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el desarrollo del texto en cuestión ha alcanzado un punto de indecibilidad en el que se hace imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque, para el intérprete, sea un momento particularmente feliz, él sabe que éste es el momento para abandonar el texto que está analizando y para proceder por cuenta propia. Los invito, por ello, a abandonar el contexto de la filología foucaultiana en la que nos hemos movido hasta ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto. Les propongo nada menos que una repartición general y maciza de lo que existe en dos grandes grupos o clases: de una parte los seres vivientes o las substancias y, de la otra, los dispositivos en los que ellos están continuamente capturados. De una parte, esto es, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas y de la otra la oikonomía de los dispositivos que tratan de gobernarlas y conducirlas hacia el bien. Generalizándola ulteriormente la ya amplísima clase de los dispositivos foucaultianos, llamaré literalmente dispositivo cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. No solamente, por lo tanto, las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las computadoras, los celulares y – por qué no - el lenguaje mismo, que es quizás el más antiguo de los dispositivos, en el que millares y millares de años un primate –probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían – tuvo la inconciencia de dejarse capturar. Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre los dos, como un tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así decir, del cuerpo a cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las sustancias y los sujetos, como en la vieja metafísica, parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de celulares, el navegador en Internet, el escritor de cuentos, el apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa proliferación de dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una igualmente inmensa proliferación de procesos de subjetivación. Ello puede dar la impresión de que la categoría de subjetividad, en nuestro tiempo, vacila y pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o de una superación, sino de una diseminación que acrecienta el aspecto de mascarada que siempre acompañó a toda identidad personal.