El capital económico expresado en lenguaje monetario, contable, bursátil, etc., descansa siempre, en última instancia, en mecanismos de evaluación diferencial y dinámica de los poderes enfrentados en un terreno concreto. Un análisis exhaustivo de un capital, con independencia de su naturaleza, implicaría por ende la consideración de componentes extremadamente diversificadas, relativas tanto a prestaciones poco o nada monetarizadas, por ejemplo de orden sexual o doméstico —los regalos, las ventajas adquiridas, los «beneficios secundarios», el dinero de bolsillo, los peculios, etc.— como a gigantescas transacciones internacionales que -bajo la cobertura de operaciones de crédito, de inversión, de implantación industrial, de cooperación-no son otra cosa que enfrentamientos económico-estratégicos. Desde este punto de vista, toda referencia demasiado insistente al capital en relación a un equivalente general o en relación a sistemas de paridad fijos, no puede sino esconder la verdadera naturaleza de los procesos de sometimiento y de servidumbre capitalistas, esto es, la puesta en juego de relaciones de fuerza —sociales y microsociales—, de deslizamientos de poder, de avances y retrocesos de una formación social con respecto a otra, de comportamientos colectivos de fuga hacia delante de tipo inflacionista, encaminados a producir una pérdida de terreno o incluso tomas de poder imperceptibles que sólo saldrán a la luz en un momento determinado.