Bacon y el arte como obsesión de vida



Un sujeto estremecido, desgarrado, que el pintor vive desde dentro, con el que se funde, en el que se adentra (y tampoco aquí se trata de una simple metáfora), en el que hurga con el pincel. Al que le mete los dedos.
Para pintar, los pinceles y los músculos tienen que ir acordes.
Cuadros como huellas, ferozmente pintados, pintados cuerpo a cuerpo, con brochas cargadas de pintura, más allá de lo hermoso y de lo feo, más allá del bien y del mal. Con la verdad cruda. Pintar es mi verdad, afirma Bacon.
Rostros demudados, alterados, arcadas, migrañas, el ojo fuera de su sitio, la boca torcida, las mucosas del revés, como quien le da la vuelta a un guante, túnica de Neso.
Cósmica resaca tras la borrachera, sin orden ni concierto, con pasmoso vigor.
Ni rastro de melancolía.
A lo vivo, en vivo, en movimiento, como el remolino que se traga el agua de un lavabo.