Para que haya juego de preguntas y respuestas, es preciso que el tiempo conserve su estructura unitaria con sus tres variables. La preponderancia del presente como pensamiento y como vida (presente intemporal y presencia a sí misma en la distancia viva) está quizás aún más marcada por la casi imposibilidad de no retrotraer el pasado y el futuro a una actualidad acaecida o por venir, es decir, de no pensar ambos como un presente consumado o por consumar. El acabamiento de la historia sería esta recuperación, en un presente en lo sucesivo actual, de toda posibilidad historial: el ser se piensa y se dice siempre en (el) presente. Cuando la afirmación del eterno retorno de lo mismo se impone a Nietzsche en esa revelación que le fulmina, en primer lugar parece privilegiar, otorgándole los colores del pasado y los colores del porvenir, la exigencia temporal del presente: lo que vivo hoy abre el tiempo hasta el fondo, concediéndomelo en ese presente único como el doble infinito que vendría a reunirse en él; si lo he vivido infinitas veces, si estoy llamado a revivirlo infinitas veces, estoy, aquí, sentado ante mi mesa, para la eternidad y para escribirlo eternamente: todo es presente en ese único instante que se repite, sin que haya nada que no sea esa repetición del Ser en su ser mismo. Pero, enseguida, Nietzsche pensó de que no había nadie ante su mesa, ni ningún presente en el ser de lo mismo, ni ser alguno en su repetición. La afirmación del eterno retorno había provocado ya sea la ruina temporal, no dando pie a pensar más que la dispersión como pensamiento (el silencio ante los ojos abiertos del postrado hombre con camisa blanca), ya sea la ruina, quizá, aún más decisiva, del presente solo, aquejado en lo sucesivo por la prohibición y arrancada, asimismo, la raíz unitaria del conjunto. Como si la repetición del retorno no tuviera más función que poner entre paréntesis, al poner entre paréntesis el presente, el número 1 o la palabra ser, imponiendo de ese modo una alteración que ni nuestro lenguaje ni nuestra lógica son capaces de recibir. Pues, aun en el caso de que nos atreviésemos a designar, de forma convencional, el pasado dándole la cifra 0 y el futuro dándole la cifra 2, postulando la supresión, con el presente, de toda unidad, tendríamos todavía que marcar la potencia igual del 0 y del 2 en la distancia no marcada ni mensurable de su diferencia (tal como la concibe la exigencia por la cual futuro y pasado se afirmarían como mismos, si en la catástrofe del eterno retorno no hubiera desaparecido precisamente, con la forma del presente, todo denominador o numerador común) y marcar que dicha potencia igual no podría permitir identificarlos, ni siquiera pensarlos conjuntamente, pero tampoco excluirlos el uno del otro, ya que el eterno retorno dice también que uno sería el otro si, debido a una interrupción inadmisible, la unidad del ser no hubiera dejado justamente de regir las relaciones.
• El pasado fue escrito, el porvenir será leído. Esto podría expresarse de la forma siguiente: lo que fue escrito en (el) pasado será leído en el porvenir, sin que ninguna relación de presencia pueda establecerse entre escritura y lectura.
• «No puedo hacer nada mejor que confiar en su lealtad.» — «Sin embargo, hace algo mejor, y con todo el derecho, pues, incluso aunque yo sea leal, ¿cómo arreglarnos ambos con una lealtad sin ley?»
• No soy dueño del lenguaje. Lo escucho sólo en su borrarse, borrándome en él, hacia ese límite silencioso al que espera ser reconducido para hablar, allí donde falla la presencia lo mismo que falla allí donde el deseo conduce.
• El pasado fue escrito, el porvenir será leído. Esto podría expresarse de la forma siguiente: lo que fue escrito en (el) pasado será leído en el porvenir, sin que ninguna relación de presencia pueda establecerse entre escritura y lectura.
• «No puedo hacer nada mejor que confiar en su lealtad.» — «Sin embargo, hace algo mejor, y con todo el derecho, pues, incluso aunque yo sea leal, ¿cómo arreglarnos ambos con una lealtad sin ley?»
• No soy dueño del lenguaje. Lo escucho sólo en su borrarse, borrándome en él, hacia ese límite silencioso al que espera ser reconducido para hablar, allí donde falla la presencia lo mismo que falla allí donde el deseo conduce.