I/Mov. Segunda tesis de Bergson.












La evolución creadora aporta una segunda tesis que, en lugar de reducirlo todo a una misma ilusión sobre el movimiento, distingue al menos dos ilusiones muy diferentes. Lo erróneo está siempre en reconstruir el movimiento con instantes o posiciones, pero hay dos maneras de hacerlo: la antigua y la moderna. Para la antigüedad, el movimiento remite a elementos inteligibles, Formas o Ideas que son ellas mismas eternas e inmóviles. No cabe duda, para reconstruir el movimiento habrá que captar esas formas en el punto más cercano a su actualización en una materia-flujo. Son potencialidades que no pasan al acto más que encarnándose en la materia. Pero, inversamente, el movimiento no hace más que expresar una «dialéctica» de las formas, una síntesis ideal que le da orden y medida. El movimiento así concebido será, pues, el paso regulado de una forma a otra, es decir, un orden de las poses o de los instantes privilegiados, como en una danza. Las formas o ideas « caracterizarían un período cuya quintaesencia expresarían, y todo el resto de ese período se cumpliría por el paso, desprovisto de interés en sí mismo, de una forma a otra forma... Se consigna el término final o el punto culminante (télos, acmé), se lo erige en momento esencial, y este momento, que el lenguaje ha escogido para expresar el conjunto del hecho, basta también a la ciencia para caracterizarlo. La revolución científica moderna consistió en referir el movimiento no ya a instantes privilegiados sino al instante cualquiera. Aun si se ha de recomponer el movimiento, ya no será a partir de elementos formales trascendentes (poses), sino a partir de elementos materiales inmanentes (cortes J. En lugar de hacer una síntesis inteligible del movimiento, se efectúa un análisis sensible de éste. Así se constituyeron la astronomía moderna, determinando una relación entre una órbita y el tiempo invertido en recorrerla (Kepler), la física moderna, vinculando el espacio recorrido al tiempo de la caída de un cuerpo (Galileo), la geometría moderna, despejando la ecuación de una curva plana, es decir, la posición de un punto sobre una recta móvil en un momento cualquiera de su trayecto (Descartes), y por último, el cálculo infinitesimal, en cuanto se vio la posibilidad de considerar cortes infinitamente aproximables (Newton y Leibniz). En todas partes, la sucesión mecánica de instantes cualesquiera reemplazaba el orden dialéctico de las poses: «La ciencia moderna debe definirse sobre todo por su aspiración a considerar el tiempo como variable independientes. El cine parece sin duda el hijo último de este linaje sacado a luz por Bergson. Se podría concebir una serie de medios de translación (tren, automóvil, avión... ) y paralelamente una serie de medios de expresión (gráfica, fotografía, cine): la cámara se aparecería entonces como un intercambiador, o más bien como un equivalente generalizado de los movimientos de translación. Así se muestra en las películas de Wenders. Cuando uno se pregunta por la prehistoria del cine, cae a veces en consideraciones confusas, porque no sabe desde dónde hacer arrancar ni cómo definir el linaje tecnológico que lo caracteriza. Entonces siempre cabe invocar las sombras chinescas o los sistemas de proyección más arcaicos. Pero, en realidad, las condiciones determinantes del cine son las siguientes: no sólo la fotografía, sino la fotografía iinstantánea (la de pose pertenece a la otra estirpe); la equidistancia de las instantáneas; el reenvío de esa equidistancia a un soporte que constituye el «film» (los que perforan la película son Edison y Dickson); un mecanismo de arrastre de las imágenes (las uñas de Lumíere). En este sentido es que el cine constituye el sistema que reproduce el movimiento en función del momento cualquiera, es decir, en función de instantes equidistantes elegidos de tal manera que den impresión de continuidad. Cualquier otro sistema que reprodujera el movimiento por un orden de poses proyectadas en forma que pasen unas a otras o que se «transformen», es ajeno al cine. Y esto se comprueba cuando se intenta definir el dibujo animado: si pertenece plenamente al cine, es porque aquí el dibujo ya no constituye una pose o una figura acabada, sino la descripción de una figura que siempre está haciéndose o deshaciéndose por un movimiento de líneas y puntos tomados en instantes cualesquiera de su trayecto. El dibujo animado remite a una geometría cartesiana, no euclidiana. No nos presenta una figura descrita en un momento único, sino la continuidad del movimiento que la figura describe. Con todo, el cine parece alimentarse de instantes privilegiados. Se suele decir que Eisenstein extrae de los movimientos o de las evoluciones ciertos momentos de crisis de los que hace por excelencia el objeto del cine. Incluso esto es lo que él llamaba lo «patético»: él selecciona culminaciones y gritos, lleva las escenas a su paroxismo, y las pone en colisión una con la otra. Pero ésta no es en modo alguno una objeción. Volvamos a la prehistoria del cine y al célebre ejemplo del galope de caballo: sólo pudo ser descompuesto con exactitud por los registros gráficos de Marey y las instantáneas equidistantes de Muybridge, que remiten el conjunto organizado del paso a un punto cualquiera. Si se eligen bien los equidistantes, forzosamente se cae en momentos señalados, es decir, aquellos en que el caballo apoya una pata sobre el suelo, y después tres, dos, tres, una. Se los puede llamar instantes privilegiados; pero de ninguna manera en el sentido de las poses o de las posturas generales que caracterizarían al galope en las formas antiguas. Estos instantes ya no tienen nada que ver con poses, e inclusive, como poses, serían formalmente imposibles. Si son instantes privilegiados es por su carácter de puntos señalados o singulares que pertenecen al movimiento, y no a título de momentos de actualización de una forma trascendente. La noción ha cambiado por completo de sentido. Los instantes privilegiados de Eisenstein, o de cualquier otro autor, son también instantes cualesquiera; lo que sucede, simplemente, es que el instante cualquiera puede ser regular o singular, ordinario o señalado. El que Eisenstein seleccione instantes señalados no impide que los extraiga de un análisis inmanente del movimiento, en absoluto de una síntesis trascendente. El instante señalado o singular sigue siendo un instante cualquiera entre los demás. Esta es incluso la diferencia entre la dialéctica moderna, por la que Eisenstein se pronuncia, y la dialéctica antigua. La antigua es el orden de formas trascendentes que se actualizan en un movimiento, mientras que la moderna es la producción y confrontación de los puntos singulares inmanentes al movimiento. Ahora bien, esta producción de singularidades (el salto cualitativo) se cumple por acumulación de ordinarios (proceso cuantitativo), hasta el punto de que lo singular es obtenido en lo cualquiera, él mismo es un cualquiera simplemente no-ordinario o no-regular. El propio Eisenstein declaraba que «lo patético» suponía «lo orgánico», como conjunto organizado de instantes cualesquiera en donde se han de efectuar los cortes. El instante cualquiera es el instante que equidista de otro. Así pues, definimos el cine como un sistema que reproduce el movimiento refiriéndolo al instante cualquiera. Pero aquí reaparece la dificultad. ¿Qué interés puede presentar un sistema de estas características? Desde el punto de vista de la ciencia, casi ninguno. Porque la revolución científica era una revolución de análisis. Y si para efectuar el análisis de ese sistema había que referir el movimiento al instante cualquiera, se hacía difícil distinguir el interés de una síntesis o de una reconstrucción basada en el mismo principio, salvo un vago interés de confirmación. Por eso ni Marey ni Lumíere depositaban mayor confianza en la invención del cine. ¿Al menos tenía el cine un interés artístico? También esto era improbable, pues el arte parecía sustentar los derechos de una más elevada síntesis del movimiento, y permanecer ligado a las poses y formas que la ciencia había repudiado. Estamos en el meollo mismo de la ambigua situación del cine como «arte industrial»: no era ni un arte ni una ciencia. Sin embargo, los contemporáneos podían ser sensibles a una evolución que arrastraba a las artes consigo y cambiaba el estatuto del movimiento, inclusive en la pintura. Con mayor razón, la danza, el ballet, el mimo abandonaban las figuras y las poses para liberar valores no de pose, no pulsadas, que referían el movimiento al instante cualquiera. Con ello, la danza, el ballet, el mimo pasaban a ser acciones capaces de responder a accidentes del medio, es decir, a la repartición de los puntos de un espacio o de los momentos de un acontecer. Todo esto comulgaba con el cine. Desde la aparición del sonoro, el cine será capaz de hacer de la comedia musical uno de sus grandes géneros, con el «baile-acción» de Fred Astaire desplegándose en cualquier sitio, en la calle, en medio de los coches, a lo largo de la acera! Pero ya en el cine mudo Chaplin había arrebatado al mimo del arte de las poses para convertirlo en mimo-acción. A quienes acusaban a Charlot de servirse del cine en vez de servir al cine, Mitry les contestaba que Charlot ofrecía al mimo un nuevo modelo, función del espacio y del tiempo, continuidad construida en cada instante que ya no era posible descomponer más que en sus elementos inmanentes señalados, en lugar de remitir a unas formas previas que se había de encarnar. Que el cine pertenece de lleno a esta concepción moderna del movimiento, Bergson lo demostró tajantemente. Pero a partir de aquí parece titubear entre dos vías posibles, una que lo devuelve a su primera tesis y otra que, en cambio, abre un problema nuevo. Según la primera. las dos concepciones pueden ser muy diferentes desde el punto de vista de la ciencia y, sin embargo. su resultado ser prácticamente idéntico. En efecto, da igual recomponer el movimiento con poses eternas o con cortes inmóviles: en ambos casos se yerra con el movimiento. porque se concibe un Todo, se supone que «todo está dado», mientras que el movimiento no se realiza más que si el todo ni está dado ni puede darse. En cuanto uno concibe el todo como dado en el orden eterno de las formas y de las poses, o en el conjunto de los instantes cualesquiera, entonces el tiempo ya no es sino, o bien la imagen de la eternidad, o bien la consecuencia del conjunto: no hay ya lugar para el movimiento real,? Sin embargo, ante Bergson parecía abrirse una vía diferente. Porque si la concepción antigua corresponde cabalmente a la filosofía antigua que se propone pensar lo eterno, la concepción moderna, la ciencia moderna, reclama otra filosofía. Cuando uno refiere el movimiento a momentos cualesquiera, tiene que ser capaz de pensar la producción de lo nuevo, es decir, lo señalado y lo singular, en cualquiera de esos momentos: se trata de una conversión total de la filosofía, y es lo que Bergson se propone hacer finalmente, dar a la ciencia moderna la metafísica que le corresponde, que le falta, como a una mitad le falta su otra mitad. Pero ¿es posible detenerse en esta vía? ¿Puede negarse que las artes también deberán cumplir esta conversión? ¿Y que el cine no es, en este aspecto, un factor esencial, e incluso que no tenga un papel que desempeñar en el nacimiento y la formación de ese nuevo pensamiento, de esa nueva manera de pensar? Así pues, Bergson ya no se contenta con confirmar su primera tesis sobre el movimiento. Aunque ésta se detenga en el camino, la segunda tesis de Bergson hace posible otro punto de vista sobre el cine, el cual ya no sería el aparato perfeccionado de la más vieja ilusión, sino, por el contrario, el órgano de la nueva realidad, un órgano que habrá que perfeccionar.