EPÍLOGO
Al término de un viaje que nos ha hecho recorrer las regiones más diversas de la vida, la carrera y la obra de Foucault, indudablemente habrá lectores sorprendidos por la ausencia de algunos de sus “contemporáneos”.
Cada cual, con arreglo a sus propios centros de interés,
pensará que falta tal o cual nombre. Lo he dicho desde el comienzo: no me proponía hacer una historia exhaustiva por la sencilla razón de que se trata de una labor imposible.
Soy consciente, empero, de que falta un capítulo sobre Gilles Deleuze, quien es ciertamente un contemporáneo capital. Deleuze fue uno de los interlocutores filosóficos privilegiados de Foucault, y en momentos
tan diferentes, que sería totalmente apasionante reconstituir los
efectos de ese diálogo sobre sus obras respectivas. Pues no se trata meramente de una influencia recíproca, sino de una discusión permanente,
libro tras libro, artículo tras artículo. Por lo tanto, primero había
pensado —aunque no poseo ningún documento nuevo para producir—
que sería útil retrazar al menos los caminos, las diferentes etapas
de ese intercambio emplazado tanto bajo el signo de Nietzsche a
comienzos de los años sesenta, como marcado por la impronta de las
“luchas” y de la crítica del psicoanálisis en los años setenta. Finalmente
renuncié. La razón es sencilla: ya había tratado extensamente las
relaciones de Foucault y Deleuze en mi biografía. Había entrevistado a
Deleuze en varias ocasiones y había utilizado su testimonio para
construir mi trabajo. Pronto me di cuenta de que en el fondo no tenía
gran cosa para agregar a lo que ya había escrito, o que ya no fuera
conocido.
Volveré a considerar las relaciones entre Foucault y Deleuze en el
marco de una obra ulterior que tratará específicamente el debate
filosófico de los años sesenta y setenta.
A lo largo de todo este libro, evité entregarme al juego de las interpretaciones.
Quise describir una serie de procesos complejos en los
que la vida y la obra se hallan anudados en una apretada red de interconexiones.
En ella se puede ver tanto a un Foucault producido por su
tiempo (cuando adhiere al Partido Comunista, cuando se compromete
con la izquierda), cuanto a un Foucault que conmueve su época
(cuando se apoya en la misma dependencia para interrogar y hacer
vacilar las certidumbres: La voluntad de saber sigue siendo la mejor
ilustración al respecto). Dicho de otro modo, ante todo había tratado
de mostrar cómo surge una obra, cómo se elabora, se desarrolla, en
qué pertenece a los momentos que la vieron nacer y en qué se sustrae
de ellos y los supera.
Lo cual acaso nos permitirá comprender mejor por qué esta filosofía
—que se ha empeñado en pensar su presente— puede hoy
sobrevivir a sus condiciones de emergencia y constituir un elemento de
nuestra actualidad.
Cada cual, con arreglo a sus propios centros de interés,
pensará que falta tal o cual nombre. Lo he dicho desde el comienzo: no me proponía hacer una historia exhaustiva por la sencilla razón de que se trata de una labor imposible.
Soy consciente, empero, de que falta un capítulo sobre Gilles Deleuze, quien es ciertamente un contemporáneo capital. Deleuze fue uno de los interlocutores filosóficos privilegiados de Foucault, y en momentos
tan diferentes, que sería totalmente apasionante reconstituir los
efectos de ese diálogo sobre sus obras respectivas. Pues no se trata meramente de una influencia recíproca, sino de una discusión permanente,
libro tras libro, artículo tras artículo. Por lo tanto, primero había
pensado —aunque no poseo ningún documento nuevo para producir—
que sería útil retrazar al menos los caminos, las diferentes etapas
de ese intercambio emplazado tanto bajo el signo de Nietzsche a
comienzos de los años sesenta, como marcado por la impronta de las
“luchas” y de la crítica del psicoanálisis en los años setenta. Finalmente
renuncié. La razón es sencilla: ya había tratado extensamente las
relaciones de Foucault y Deleuze en mi biografía. Había entrevistado a
Deleuze en varias ocasiones y había utilizado su testimonio para
construir mi trabajo. Pronto me di cuenta de que en el fondo no tenía
gran cosa para agregar a lo que ya había escrito, o que ya no fuera
conocido.
Volveré a considerar las relaciones entre Foucault y Deleuze en el
marco de una obra ulterior que tratará específicamente el debate
filosófico de los años sesenta y setenta.
A lo largo de todo este libro, evité entregarme al juego de las interpretaciones.
Quise describir una serie de procesos complejos en los
que la vida y la obra se hallan anudados en una apretada red de interconexiones.
En ella se puede ver tanto a un Foucault producido por su
tiempo (cuando adhiere al Partido Comunista, cuando se compromete
con la izquierda), cuanto a un Foucault que conmueve su época
(cuando se apoya en la misma dependencia para interrogar y hacer
vacilar las certidumbres: La voluntad de saber sigue siendo la mejor
ilustración al respecto). Dicho de otro modo, ante todo había tratado
de mostrar cómo surge una obra, cómo se elabora, se desarrolla, en
qué pertenece a los momentos que la vieron nacer y en qué se sustrae
de ellos y los supera.
Lo cual acaso nos permitirá comprender mejor por qué esta filosofía
—que se ha empeñado en pensar su presente— puede hoy
sobrevivir a sus condiciones de emergencia y constituir un elemento de
nuestra actualidad.
Didier Eribon