¿Qué buscamos cuando vamos a una exposición o a un concierto? Esperamos que suceda un encuentro, que lo que vemos u oímos nos presente un mundo que deseamos capturar y hacerlo nuestro. Anhelamos poder decir ante un cuadro o un ritmo hasta entonces desconocidos: “¡esto es para mí, es mío!”. Y la vida se amplía y se hace más hermosa, porque gracias al arte resistimos frente a las opiniones corrientes, escapamos a la vulgaridad y al aburrimiento.
Así hay que hacer cuando abrimos un libro de filosofía. No hay nada que entender, sólo hay que observar si se produce el encuentro, si nos contagiamos con sus conceptos, si gracias a esos conceptos nuestro pensamiento se mueve y nos permite acceder a una vida más intensa, más elevada. Y del mismo modo que no todos nos sentimos emocionados por los mismos perceptos, tampoco nos dejaremos atraer por los mismos conceptos. Buscaremos aquellos que se combinen con nosotros, que establezcan un encuentro positivo con nuestras fuerzas vitales.
Al igual que sucede en el terreno del arte, un experto podrá entender además de contagiarse, pero el entendimiento no mediatiza el acceso al arte. Tampoco a la filosofía. La filosofía es fundamentalmente para profanos. Deleuze propone que entremos a la filosofía dispuestos a encontrar lo que convenga a nuestras vidas. A la filosofía así concebida la llama “filosofía pop” y establece entre ella y la filosofía académica la misma relación que existe entre la música pop y la clásica. Hoy en día, en un concierto de música clásica se exige de los espectadores un comportamiento eminente pasivo: la atención se manifiesta en forma de silencio extremo y máxima quietud. Sería del todo reprobable que la gente oyera a Vivaldi, por ejemplo, siguiendo el ritmo con el pie. Pero este mismo comportamiento, trasladado a un concierto de música rock, determinaría su fracaso. La filosofía tiene que ser capaz de contagiar su propio movimiento, hacer que las ideas y las mentes se muevan, como los cuerpos se agitan al ritmo de la música popular que los invade.
Una puerta de entrada a la filosofía de Deleuze consiste en entenderla como una filosofía vitalista. Pero no basta pensar que un vitalista es alguien que ama la vida; es demasiado ambiguo, incluso trivial y anodino: a primera vista todos los humanos parecen amar la vida, puesto que se aferran a ella. Así que tomaremos prestada una idea de Nietzsche y definiremos a los vitalistas como aquellos que aman la vida no porque están acostumbrados a vivir, sino porque están acostumbrados a amar. Estar acostumbrado a vivir significa que la vida es algo ya conocido, que sus presencias o sus gestos o sus desarrollos se repiten y ya no sorprenden. Amar la vida porque estamos acostumbrados a vivir es un querer lo ya vivido. En cambio amar la vida porque estamos acostumbrados a amar no nos remite a una vida repetitiva. Lo que se repite es el impulso por el que nos unimos a las ideas, a las cosas y a las personas; no podemos vivir sin amar, sin desear, sin dejarnos arrastrar por el movimiento mismo de la vida. Amar la vida es aquí amar el cambio, la corriente, el perpetuo movimiento. El vitalista no ha domesticado la vida con sus hábitos, porque sabe que la vida es algo mucho más fuerte que uno mismo.La vida es aquello en lo que nos encontramos metidos, lo que nos empuja. Es más fuerte que cualquiera, porque nace más acá de nosotros y nos lleva más allá de nosotros. Un flujo, una corriente, un viento. La vida, así vivida, es una vida gozosa, es una vida que se mueve por deseos y por alegría. Una alegría del crecimiento, no edificada sobre el resentimiento, ni sobre el odio, ni sobre las desgracias ajenas; una alegría que no necesita la tristeza de los otros para existir.
Así hay que hacer cuando abrimos un libro de filosofía. No hay nada que entender, sólo hay que observar si se produce el encuentro, si nos contagiamos con sus conceptos, si gracias a esos conceptos nuestro pensamiento se mueve y nos permite acceder a una vida más intensa, más elevada. Y del mismo modo que no todos nos sentimos emocionados por los mismos perceptos, tampoco nos dejaremos atraer por los mismos conceptos. Buscaremos aquellos que se combinen con nosotros, que establezcan un encuentro positivo con nuestras fuerzas vitales.
Al igual que sucede en el terreno del arte, un experto podrá entender además de contagiarse, pero el entendimiento no mediatiza el acceso al arte. Tampoco a la filosofía. La filosofía es fundamentalmente para profanos. Deleuze propone que entremos a la filosofía dispuestos a encontrar lo que convenga a nuestras vidas. A la filosofía así concebida la llama “filosofía pop” y establece entre ella y la filosofía académica la misma relación que existe entre la música pop y la clásica. Hoy en día, en un concierto de música clásica se exige de los espectadores un comportamiento eminente pasivo: la atención se manifiesta en forma de silencio extremo y máxima quietud. Sería del todo reprobable que la gente oyera a Vivaldi, por ejemplo, siguiendo el ritmo con el pie. Pero este mismo comportamiento, trasladado a un concierto de música rock, determinaría su fracaso. La filosofía tiene que ser capaz de contagiar su propio movimiento, hacer que las ideas y las mentes se muevan, como los cuerpos se agitan al ritmo de la música popular que los invade.
Una puerta de entrada a la filosofía de Deleuze consiste en entenderla como una filosofía vitalista. Pero no basta pensar que un vitalista es alguien que ama la vida; es demasiado ambiguo, incluso trivial y anodino: a primera vista todos los humanos parecen amar la vida, puesto que se aferran a ella. Así que tomaremos prestada una idea de Nietzsche y definiremos a los vitalistas como aquellos que aman la vida no porque están acostumbrados a vivir, sino porque están acostumbrados a amar. Estar acostumbrado a vivir significa que la vida es algo ya conocido, que sus presencias o sus gestos o sus desarrollos se repiten y ya no sorprenden. Amar la vida porque estamos acostumbrados a vivir es un querer lo ya vivido. En cambio amar la vida porque estamos acostumbrados a amar no nos remite a una vida repetitiva. Lo que se repite es el impulso por el que nos unimos a las ideas, a las cosas y a las personas; no podemos vivir sin amar, sin desear, sin dejarnos arrastrar por el movimiento mismo de la vida. Amar la vida es aquí amar el cambio, la corriente, el perpetuo movimiento. El vitalista no ha domesticado la vida con sus hábitos, porque sabe que la vida es algo mucho más fuerte que uno mismo.La vida es aquello en lo que nos encontramos metidos, lo que nos empuja. Es más fuerte que cualquiera, porque nace más acá de nosotros y nos lleva más allá de nosotros. Un flujo, una corriente, un viento. La vida, así vivida, es una vida gozosa, es una vida que se mueve por deseos y por alegría. Una alegría del crecimiento, no edificada sobre el resentimiento, ni sobre el odio, ni sobre las desgracias ajenas; una alegría que no necesita la tristeza de los otros para existir.
El deseo según Gilles Deleuze
de Maite Larrauri, Editorial Tándem