Hasta después, por la tarde, cuando me encuentro en la galería de arte de la rue de Sèze, rodeado por hombres y mujeres de Matisse, no vuelvo a estar dentro de los límites auténticos del mundo humano. En el umbral de esa gran sala cuyas paredes están ahora en llamas, me detengo un momento para recobrarme de la conmoción que experimenta uno cuando el gris habitual del mundo se desgarra y el color de la vida salta y salpica en canciones y poemas. Me encuentro en un mundo tan natural, tan completo, que me siento perdido. Tengo la sensación de estar inmerso en el plexo mismo de la vida, en el centro, cualquiera que sea el lugar o posición en que me sitúe o la actitud que adopte. Perdido como cuando en cierta ocasión me hundí en las profundidades de un bosquecillo en flor y, sentado en el comedor de ese mundo gigantesco de Balbec, capté por primera vez el profundo significado de esos silencios interiores que manifiestan su presencia mediante el exorcismo de la vista y del tacto. Parado en el umbral de ese mundo que Matisse ha creado, vuelvo a experimentar el poder de esa revelación que permitió a Proust deformar la imagen de la vida de tal modo, que quienes, como él, son sensibles a la alquimia del sonido y de los sentidos, son capaces de transformar la realidad negativa de la vida en las formas sustanciales y significativas del arte. Sólo quienes pueden admitir la luz en sus entrañas pueden expresar lo que hay en el corazón. Ahora recuerdo claramente que el fulgor y el centelleo de la luz que reflejaban las imponentes arañas se desintegraba en gotas de sangre, veteando las puntas de las olas que azotan monótonamente el oro empañado del exterior. En la playa, mástiles y chimeneas entrelazados y, como una sombra fuliginosa, la figura de Albertine deslizándose a través del oleaje, fundiéndose en la profundidad misteriosa y en el prisma de un reino protoplasmático, uniendo su sombra al sueño y presagio de la muerte. Con el fin del día, el dolor alzándose de la tierra como bruma, la pena cercando todo, tapando la infinita perspectiva del mar y el cielo. Dos manos de cera reposando indolentemente sobre la cama y a lo largo de las pálidas venas el murmullo aflautado de una concha que repite la leyenda de su nacimiento.
En todos los poemas de Matisse figura la historia de una partícula de carne humana que rechazó la consumación de la muerte. Toda la extensión de carne, desde el cabello hasta las uñas, expresa el milagro de la respiración, como si el ojo interior, en su anhelo de una realidad más grandiosa, hubiera convertido los poros de la carne en bocas hambrientas y dotadas de vista. Sea cual fuere la visión por la que pasemos, percibimos el olor y el sonido del viaje. Es imposible contemplar ni siquiera un rincón de sus sueños sin sentir el ascenso de la ola y el frescor de las salpicaduras. Va al timón mirando con sus azules ojos fijos la carpeta del tiempo. ¿En qué rincones distantes no ha echado su larga y oblicua mirada? Desde lo alto del vasto promontorio de su nariz ha contemplado todo: las cordilleras que caen en el Pacífico, la historia de la
Diáspora escrita en pergamino, los postigos que aflautan el susurro de la playa, el piano arqueado como una caracola, corolas que emiten diapasones de luz, camaleones que se retuercen bajo la prensa, serrallos que expiran en océanos de polvo, música que brota como fuego de la cromosfera oculta del dolor, espora y madrépora que fructifican la tierra, ombligos que vomitan sus brillantes semillas de angustia... Es un sabio brillante, un adivino danzarín que, de una pincelada, elimina el terrible cadalso al que el cuerpo del hombre está encadenado por los hechos incontrovertibles de la vida.