De la estructura 1
Lévi-Strauss indica una paradoja análoga a la de Lacan, en forma de antinomia: dadas dos series, una significante y otra significada, una presenta un exceso y otra un defecto, por los cuales se remiten una a otra en eterno desequilibrio, en perpetuo desplazamiento. Como dice el héroe de Cosmos siempre hay demasiados signos significantes. Y es que el significante primordial es del orden del lenguaje; ahora bien, sin tener en cuenta el modo como se adquiera el lenguaje, los elementos del lenguaje han debido darse todos a la vez, de un golpe, porque no existen independientemente de sus relaciones diferenciales posibles. Pero el significado en general es del orden de lo conocido; ahora bien, lo conocido está sometido a la ley de un movimiento progresivo que va de parte en parte, partes extra partes. Y sean cuales fueren las totalizaciones que opere el conocimiento, siguen siendo asíntotas a la totalidad virtual de la lengua o del lenguaje. La serie significante organiza una totalidad previa mientras que la significada ordena totalidades producidas. «El Universo ha significado mucho antes de que se comenzara a saber lo que significaba... El hombre dispone desde su origen de una integralidad de significante que es muy difícil asignar a un significado, dado como tal sin ser por ello conocido. Siempre hay una inadecuación entre los dos.» Esta paradoja podría ser llamada paradoja de Robinson. Porque es evidente que Robinson en su isla desierta no puede reconstruir un análogo de sociedad si no es dándose de una vez todas las reglas y leyes que se implican recíprocamente, aun cuando todavía éstas no tengan objetos. Por el contrario, la conquista de la naturaleza es progresiva, parcial, parte a parte. Una sociedad cualquiera tiene todas las reglas a la vez, jurídicas, religiosas, políticas, económicas, del amor y del trabajo del parentesco y del matrimonio, de la servidumbre y de la libertad, de la vida y de la muerte, mientras que su conquista de la naturaleza sin la cual dejaría de ser una sociedad, se hace progresivamente, de fuente en fuente de energía, de objeto en objeto. Por ello, la ley pesa con todo su peso, incluso antes de que se sepa cuál es su objeto, y sin que pueda saberse nunca exactamente. Este desequilibrio es lo que hace posible las revoluciones: y no porque las revoluciones estén determinadas por el progreso técnico sino porque las hace posibles esta distancia entre las dos series, que exige reajustes de la totalidad económica y política en función de las partes de progreso técnico. Hay pues dos errores, en realidad el mismo: el del reformismo o la tecnocracia, que pretende promover o imponer ajustes parciales de las relaciones sociales según el ritmo de las adquisiciones técnicas; el del totalitarismo, que pretende constituir una totalización de lo significable y lo conocido sobre el ritmo de la totalidad social existente en tal momento. Por esto el tecnócrata es el amigo natural del dictador, ordenadores y dictadura, pero el revolucionario vive en la distancia que separa el progreso técnico de la totalidad social, inscribiendo allí su sueño de revolución permanente. Pero este sueño es por sí mismo acción, realidad, amenaza efectiva sobre cualquier orden establecido, y hace posible aquello en lo que sueña.