Título en español:
AGUIRRE: LA IRA DE DIOS
Títulos
alternativos:
AGUIRRE, LA CÓLERA DE DIOS
AGUIRRE: THE WRATH OF GOD (EE.UU.)
Director: Werner Herzog, nacido Werner Stipetic Munich 1942 (director, documentalista, guionista,productor y actor Alemán)
A los trece años lo llevaron a Munich para que iniciara sus estudios secundarios. Su familia se alojó provisionalmente en una pensión donde, casualmente, se alojaba Klaus Kinski, actor que en un futuro sería clave en su carrera cinematográfica. Kinski ni reparó en el Herzog de trece años, pero el futuro director sí lo hizo con el singular actor.
Klaus Kinski : actor (18 de octubre de 1926 - 23 de noviembre de 1991)
La fascinante historia de Lope de Aguirre, el desquiciado conquistador español del siglo XVI, quien luego de separarse de la expedición de Gonzalo Pizarro, intentó descubrir la mítica ciudad de El Dorado, perdida en la inmensidad del Amazonas. A medida que el explorador lleva a sus hombres a una muerte segura, el film enfrenta al espectador a perturbadores temas como el imperialismo y el fanatismo religioso... Este film, marcó la consagración internacional de Herzog y ayudó a consolidar el éxito de lo que se dio en llamar "el nuevo cine alemán". Joya de excepcional belleza y fuerza cinematográfica.
Aguirre, la ira de Dios es una recreación de la aventura equinoccial de Lope de Aguirre y su rebelión contra Felipe II, en la conquista española de América durante el siglo XVI. Filmada en la cuenca del río Amazonas a principios de los 70', es un relato de una verdadera epopeya que llega, incluso, a cuestionar la existencia de límites entre la realidad y la ficción. Herzog nos ilustra, a través de esta película, como la ambición por el oro se convirtió, para los españoles del período de la conquista, en una enfermedad de la sociedad cuyo peor síntoma fue llevar a muchos hombres a volverse locos de obsesión. Lope de Aguirre es, aparentemente, la cara enferma de la conquista. Un personaje cuyo prototipo, probablemente, se repitió en muchos otros conquistadores tanto o quizás más desequilibrados que él.
Así como existe en la película la imagen ambiciosa de Aguirre, existen, también muchas otras menos centrales pero no menos acertadas en su recreación como la del monje Gaspar de Carvajal, quien por miedo decide apoyar a Aguirre a sabiendas de que su proyecto es absolutamente inviable. Además, se encuentra la figura de un príncipe Inca, que pasó de ser dueño y señor de su pueblo a tener una vida de miserable esclavitud.Cada personaje, es una obra de arte, producto no solo de un gran esfuerzo imaginativo sino también de increíbles capacidades de percepción y sensibilidad.
Aguirre, la ira de Dios es una recreación de la aventura equinoccial de Lope de Aguirre y su rebelión contra Felipe II, en la conquista española de América durante el siglo XVI. Filmada en la cuenca del río Amazonas a principios de los 70', es un relato de una verdadera epopeya que llega, incluso, a cuestionar la existencia de límites entre la realidad y la ficción. Herzog nos ilustra, a través de esta película, como la ambición por el oro se convirtió, para los españoles del período de la conquista, en una enfermedad de la sociedad cuyo peor síntoma fue llevar a muchos hombres a volverse locos de obsesión. Lope de Aguirre es, aparentemente, la cara enferma de la conquista. Un personaje cuyo prototipo, probablemente, se repitió en muchos otros conquistadores tanto o quizás más desequilibrados que él.
Así como existe en la película la imagen ambiciosa de Aguirre, existen, también muchas otras menos centrales pero no menos acertadas en su recreación como la del monje Gaspar de Carvajal, quien por miedo decide apoyar a Aguirre a sabiendas de que su proyecto es absolutamente inviable. Además, se encuentra la figura de un príncipe Inca, que pasó de ser dueño y señor de su pueblo a tener una vida de miserable esclavitud.Cada personaje, es una obra de arte, producto no solo de un gran esfuerzo imaginativo sino también de increíbles capacidades de percepción y sensibilidad.
Aguirre es Kinski:
Le digo a Herzog que Aguirre tiene que ser un tullido, porque no tiene que parecer que su poder procede de su físico. Tendré una joroba. Mi brazo derecho será demasiado largo, como el brazo de un mono. El izquierdo en cambio, será demasiado corto, de manera que tenga que llevar sujeta a la parte derecha del pecho-soy zurdo- la vaina de mi espada, en lugar de en la cadera, como es habitual. Mi pierna izquierda será más larga que la derecha, de modo que tenga que arrastrarla. Caminaré de lado, como un cangrejo. Tendré el pelo largo, me lo dejaré crecer hasta los hombros antes de que empiece el rodaje. Para la joroba no necesitaré ninguna prótesis, ningún maquillador que me toquetee. Seré un tullido porque quiero serlo. Igual que soy guapo cuando quiero. Feo. Fuerte. Endeble Bajo y alto. Viejo y joven. Cuando quiero. Acostumbraré mi columna vertebral a la joroba. Con mi postura, sacaré los cartílagos de las articulaciones y manipularé su gelatina. Voy a ser un tullido hoy, ahora, inmediatamente.A partir de ahora, todo se hará en función de mi contrahechura: las ropas, la coraza, las sujeciones de las armas, las armas propiamete dichas, el casco, las botas, etcétera.
Establezco el vestuario, arranco unas cuántas páginas de libros con grabados antiguos, expongo las modificaciones que deseo, y, para encontrar la coraza y las armas, vuelo con Herzog a Madrid, donde, tras días de búsqueda, extraigo de las montañas de chatarra oxidada la espada, el puñal, el casco y la coraza, que hay que recortar adecuadamente debido a mis defectos físicos.
Le digo a Herzog que Aguirre tiene que ser un tullido, porque no tiene que parecer que su poder procede de su físico. Tendré una joroba. Mi brazo derecho será demasiado largo, como el brazo de un mono. El izquierdo en cambio, será demasiado corto, de manera que tenga que llevar sujeta a la parte derecha del pecho-soy zurdo- la vaina de mi espada, en lugar de en la cadera, como es habitual. Mi pierna izquierda será más larga que la derecha, de modo que tenga que arrastrarla. Caminaré de lado, como un cangrejo. Tendré el pelo largo, me lo dejaré crecer hasta los hombros antes de que empiece el rodaje. Para la joroba no necesitaré ninguna prótesis, ningún maquillador que me toquetee. Seré un tullido porque quiero serlo. Igual que soy guapo cuando quiero. Feo. Fuerte. Endeble Bajo y alto. Viejo y joven. Cuando quiero. Acostumbraré mi columna vertebral a la joroba. Con mi postura, sacaré los cartílagos de las articulaciones y manipularé su gelatina. Voy a ser un tullido hoy, ahora, inmediatamente.A partir de ahora, todo se hará en función de mi contrahechura: las ropas, la coraza, las sujeciones de las armas, las armas propiamete dichas, el casco, las botas, etcétera.
Establezco el vestuario, arranco unas cuántas páginas de libros con grabados antiguos, expongo las modificaciones que deseo, y, para encontrar la coraza y las armas, vuelo con Herzog a Madrid, donde, tras días de búsqueda, extraigo de las montañas de chatarra oxidada la espada, el puñal, el casco y la coraza, que hay que recortar adecuadamente debido a mis defectos físicos.
Aguirre, la ira de Dios forma parte del conjunto de las mejores películas de Herzog, al grado de ser ya un clásico de culto.
La acción heroica, la bajada de los rápidos, esta subordinada a la acción sublime, única adecuada en la inmensa selva virgen: el proyecto de Aguirre de ser el único Traidor y de traicionarlo todo a la vez, a Dios, al rey, a los hombres, para fundar una raza pura en la unión incestuosa con su hija, de tal modo que la historia se convertirá en la “Ópera” de la naturaleza. G. Deleuze
La acción heroica, la bajada de los rápidos, esta subordinada a la acción sublime, única adecuada en la inmensa selva virgen: el proyecto de Aguirre de ser el único Traidor y de traicionarlo todo a la vez, a Dios, al rey, a los hombres, para fundar una raza pura en la unión incestuosa con su hija, de tal modo que la historia se convertirá en la “Ópera” de la naturaleza. G. Deleuze
Kinski sobre la filmación:
Mi impedimenta de pesado cuero, mis largas botas, el casco, la coraza, la espada y el puñal pesan cerca de quince kilos. Si, gracias a los delirios de grandeza de Herzog, zozobra la balsa, no hay salvación para mí, pues no podría desprenderme de la coraza y del jubón de cuero, que van sujetos por la espalda. Además, los rápidos están cruzados por una larga cadena de arrecifes escarpados, cuyas puntas, afiladas como hojas de afeitar, acechan como pirañas a poca distancia del nivel del agua, y a veces incluso asoman de las aguas encrespadas.
Así nos desplazamos, como una bala, corriente abajo, mientras las olas rampantes asaltan nuestra balsa con la furia histérica de un toro y revientan a nuestra espalda, por encima de nuestras cabezas. El aire está colmado de blancos espumarajos.
De repente, como si las aguas desbocadas nos hubieran escupido en un acceso de rabia, vamos a parar, casi en silencio, a un brazo del río que fluye robusto pero calmoso. Estamos en medio de la selva y nos internamos cada vez más hondo en ella: ahí está la selva virgen. Se apodera de mí. Me absorbe, caliente y húmeda como el cuerpo desnudo y bañado en sudor de una mujer enferma de deseo, con todos sus misterios y prodigios. La miro con los ojos como platos y no paro de admirarla y adorarla...
Minhoi y yo cocinamos solos en nuestra balsa. Echamos tierra sobre la plataforma de madera y hacemos fuego. Cuando uno de nosotros salta al agua para bañarse y lavarse, el otro vigila que no vengan pirañas. Normalmente no tenemos nada que cocinar, y nos alimentamos de fantásticos frutos de la selva, que contienen suficiente líquido. Pero esos frutos paradisíacos son difíciles de conseguir, porque avanzamos casi sin interrupción rio abajo y a menudo pasamos largo tiempo sin poder bajar a la orilla a buscar fruta.
Con el tiempo empezamos a notar las consecuencias de la desnutrición. Nos debilitamos, se me hincha el vientre, y ya soy sólo piel y huesos. Los otros están aún peor.
Hoy, a las tres de la madrugada, nos despiertan brutalmente en nuestras balsas. Nos dicen que no hay tiempo para desayunar, ni siquiera para tomar un café, y que vamos a navegar sólo veinte minutos, hasta el próximo poblado indio a la orilla del río. Allí, dicen, nos darán de todo. Pero los supuestos veinte minutos se convierten en dieciocho horas. Como siempre, Herzog nos ha mentido.
Con las cabezas metidas en los pesados cascos de acero, que el sol lacerante calienta hasta tal punto que nos quemamos, pasamos el día entero sin techo y sin la menor sombra, sin comer ni beber, sometidos al calor más implacable. La gente va cayendo como moscas. Primero las chicas, luego los hombres, uno detrás de otro. La mayoría tienen las piernas llenas de pus e hinchadas hasta la desfiguración por culpa de las picaduras de mosquitos.
Cuando, al atardecer, llegamos por fin a un poblado indio, resulta que está en llamas. Herzog lo ha hecho incendiar, y hambrientos y medio muertos de sed, tambaleándonos de agotamiento de dieciocho horas de calor infernal, tenemos que atacar el poblado indio directamente desde las balsas, tal como ordena el estúpido guión.
Quizás es la primera vez que un bote se desliza por estas aguas; quizás en millones de años no ha puesto los pies aquí ningún ser humano. Ni siquiera un indio. Esperamos en silencio, largas horas. Siento cómo la selva se nos acerca, los animales, las plantas, que ya hace tiempo que nos han visto, pero no se nos muestran. Por primera vez en mi vida, no tengo pasado. El presente es tan intenso, que hace desvanecerce el pasado. Sé que soy libre, verdaderamente libre. Soy el pájaro que ha conseguido huir de la jaula, que extiende sus alas y se eleva hacia el cielo. Participo del Universo.
Al cabo de diez semanas rodamos la última escena de la película, en la que Aguirre, único superviviente, navega a la deriva río abajo, hacia el Atlántico, presa de la locura y rodeado de varios cientos de monos. La mayoría de los monos que han metido en la balsa saltan al agua y nadan de regreso a la selva. Habían sido capturados por una banda de traficantes de animales que iba a venderlos a laboratorios norteamericanos para experimentos. Herzog los ha alquilado.
Cuando ya sólo quedan unos cien monos, que están a punto de saltar al agua y recuperar su libertad, le exijo a Herzog que empiece a filmar inmediatamente. Sé que esa ocasión no se repetirá. Una vez filmada la toma, los últimos monos se tiran al río y nadan hacia la selva, que los acoge.
Minhoi y yo tenemos que quedarnos tres días en un hospital de Iquitos, para transfusiones de vitaminas.
Cuando el avión, en medio del estruendo bestial de sus turbinas, se alza tieso hacia el cielo, y veo a mis pies el verde mar de la selva, los ojos se me arrasan en un llanto incontenible. Mi alma está tan conmovida, y mi cuerpo se ve tan violentamente sacudido, que por un momento creo que va a partírseme el corazón. Oculto mi cara a los otros pasajeros apretándola contra la ventanilla, e intento sofocar mis sollozos. A un animal o persona que llora porque tiene que alejarse de la selva virgen, y que no está contento y agradecido de reencontrarse con la seguridad de los guetos de la civilización, donde ronda la locura, se le encierra en el manicomio o se le narcotiza.
Así nos desplazamos, como una bala, corriente abajo, mientras las olas rampantes asaltan nuestra balsa con la furia histérica de un toro y revientan a nuestra espalda, por encima de nuestras cabezas. El aire está colmado de blancos espumarajos.
De repente, como si las aguas desbocadas nos hubieran escupido en un acceso de rabia, vamos a parar, casi en silencio, a un brazo del río que fluye robusto pero calmoso. Estamos en medio de la selva y nos internamos cada vez más hondo en ella: ahí está la selva virgen. Se apodera de mí. Me absorbe, caliente y húmeda como el cuerpo desnudo y bañado en sudor de una mujer enferma de deseo, con todos sus misterios y prodigios. La miro con los ojos como platos y no paro de admirarla y adorarla...
Minhoi y yo cocinamos solos en nuestra balsa. Echamos tierra sobre la plataforma de madera y hacemos fuego. Cuando uno de nosotros salta al agua para bañarse y lavarse, el otro vigila que no vengan pirañas. Normalmente no tenemos nada que cocinar, y nos alimentamos de fantásticos frutos de la selva, que contienen suficiente líquido. Pero esos frutos paradisíacos son difíciles de conseguir, porque avanzamos casi sin interrupción rio abajo y a menudo pasamos largo tiempo sin poder bajar a la orilla a buscar fruta.
Con el tiempo empezamos a notar las consecuencias de la desnutrición. Nos debilitamos, se me hincha el vientre, y ya soy sólo piel y huesos. Los otros están aún peor.
Hoy, a las tres de la madrugada, nos despiertan brutalmente en nuestras balsas. Nos dicen que no hay tiempo para desayunar, ni siquiera para tomar un café, y que vamos a navegar sólo veinte minutos, hasta el próximo poblado indio a la orilla del río. Allí, dicen, nos darán de todo. Pero los supuestos veinte minutos se convierten en dieciocho horas. Como siempre, Herzog nos ha mentido.
Con las cabezas metidas en los pesados cascos de acero, que el sol lacerante calienta hasta tal punto que nos quemamos, pasamos el día entero sin techo y sin la menor sombra, sin comer ni beber, sometidos al calor más implacable. La gente va cayendo como moscas. Primero las chicas, luego los hombres, uno detrás de otro. La mayoría tienen las piernas llenas de pus e hinchadas hasta la desfiguración por culpa de las picaduras de mosquitos.
Cuando, al atardecer, llegamos por fin a un poblado indio, resulta que está en llamas. Herzog lo ha hecho incendiar, y hambrientos y medio muertos de sed, tambaleándonos de agotamiento de dieciocho horas de calor infernal, tenemos que atacar el poblado indio directamente desde las balsas, tal como ordena el estúpido guión.
Quizás es la primera vez que un bote se desliza por estas aguas; quizás en millones de años no ha puesto los pies aquí ningún ser humano. Ni siquiera un indio. Esperamos en silencio, largas horas. Siento cómo la selva se nos acerca, los animales, las plantas, que ya hace tiempo que nos han visto, pero no se nos muestran. Por primera vez en mi vida, no tengo pasado. El presente es tan intenso, que hace desvanecerce el pasado. Sé que soy libre, verdaderamente libre. Soy el pájaro que ha conseguido huir de la jaula, que extiende sus alas y se eleva hacia el cielo. Participo del Universo.
Al cabo de diez semanas rodamos la última escena de la película, en la que Aguirre, único superviviente, navega a la deriva río abajo, hacia el Atlántico, presa de la locura y rodeado de varios cientos de monos. La mayoría de los monos que han metido en la balsa saltan al agua y nadan de regreso a la selva. Habían sido capturados por una banda de traficantes de animales que iba a venderlos a laboratorios norteamericanos para experimentos. Herzog los ha alquilado.
Cuando ya sólo quedan unos cien monos, que están a punto de saltar al agua y recuperar su libertad, le exijo a Herzog que empiece a filmar inmediatamente. Sé que esa ocasión no se repetirá. Una vez filmada la toma, los últimos monos se tiran al río y nadan hacia la selva, que los acoge.
Minhoi y yo tenemos que quedarnos tres días en un hospital de Iquitos, para transfusiones de vitaminas.
Cuando el avión, en medio del estruendo bestial de sus turbinas, se alza tieso hacia el cielo, y veo a mis pies el verde mar de la selva, los ojos se me arrasan en un llanto incontenible. Mi alma está tan conmovida, y mi cuerpo se ve tan violentamente sacudido, que por un momento creo que va a partírseme el corazón. Oculto mi cara a los otros pasajeros apretándola contra la ventanilla, e intento sofocar mis sollozos. A un animal o persona que llora porque tiene que alejarse de la selva virgen, y que no está contento y agradecido de reencontrarse con la seguridad de los guetos de la civilización, donde ronda la locura, se le encierra en el manicomio o se le narcotiza.
Werner Herzog, mayo 1975:
“Tengo una profunda fascinación y una sensación muy precisa por los paisajes irregulares y alucinantes… Los paísajes no entran en mi obra con una función decorativa o exótica. Por ejemplo, los paisajes de Aguirre. Allí estos tienen una vida profunda, una sensación de fuerza, una intensidad que no se encuentra en las películas hollywoodenses en donde la naturaleza tiene algo de artificial. Lo que muestro en Aguirre es el transcurrir del tiempo que pasa en relación con el transcurrir del agua, es la inmovilización del tiempo. Muestra a la naturaleza en un coma prolongado y una tierra que todavía no ha despertado. Muestro el delirio de todo un paisaje, que se infiltra poco a poco en el interior de los personajes y que termina en un delirio humano”
La compleja (y fascinante) relación creativa entre Herzog y Kinski, llevó al director a realizar en 1999 el documental Mein Liebster Feind (Mi querido enemigo), donde se explican multitud de situaciones, algunas de ellas verdaderamente impresionantes.
Herzog, que casualmente había convivido con Klaus durante algunos meses de su niñez, supo ver en el actor el potencial que su Aguirre necesitaba, pero el rodaje de la pelicula se convirtió en una auténtica pesadilla. El proyecto (que conllevaba rodar en el mismo corazón de la Amazonia, y con escasísimos medios) era realmente arriesgado, pero nadie le había preparado para lidiar con el actor alemán. Las sucesivas discusiones, violentas y acaloradas, minaron el estado de ánimo de todo el equipo. Kinski, que no quiso adentrarse en la selva sin hacerse antes con un buen fusil, dijo delante de todos que odiaba a Herzog y que quería matarlo. Muy cerca del final del rodaje, y en un momento de gran tensión, Kinski se negó a rodar una escena. Herzog se marchó y volvió con una pistola (que según su versión estaba descargada), diciéndole a Klaus que contenía 9 balas: “Ocho son para ti, y la última para mí. Haz esa escena o disparo”.
Kinski declaraba que despreciaba a Herzog por encima de todas las cosas, y que lo consideraba desprovisto del más mínimo talento, pero es evidente que se necesitaban. Herzog aprendió a soportar la personalidad egomaníaca del actor, y éste hubo de reparar en que ningún otro director extraería de él las cosas que Herzog le exigía.
En las primeras secuencias del documental, Herzog habla de cómo fue filmada Aguirre, la ira de Dios, y los conflictos que surgieron con Kinski por las condiciones de la filmación. El cineasta habla a cámara con la impresionante escenografía de los Andes a sus espaldas y describe como se realizó una de las tomas más memorables de esa cinta. Se trata de una larga cadena de hombres que baja las montañas y se ven como hormigas. La cámara se vuelve hasta captar en primer plano a los hombres que encabezan la expedición de Gonzalo Pizarro, de la cual Aguirre forma parte.
Herzog describe las condiciones de filmación ese día, las dificultades del clima, la actitud rebelde y egocéntrica de Kinski que quería destacar en la pantalla mientras Herzog buscaba la imagen inédita y altamente significativa. Kinski no participó en la toma y Herzog se impuso.
En el momento en que Herzog calla, corta y mete en el documental la escena original y precisa de Aguirre, la ira de Dios que ha descrito, mientras suenan los acordes de la música del grupo Popol Vuh.
obsesividad conjunta de Herzog y Kinski, separados sólo por el método para llegar al objetivo artístico.
Esta diferencia en el método hacia casi imposible su colaboración (las visiones distintas de la naturaleza, las declaraciones viscerales del mutuo odio, las mentiras sobre las filmaciones) pero, a la vez, los atraía sin remedio para crear arte cinematográfico.
Así, no es extraño que al ver las escenas finales de Aguirre, la ira de Dios, donde vemos a un Aguirre - Kinski en la balsa rodeada de monos, quede muy claro al espectador que hay mucho de Kinski en el personaje y viceversa, que se rebela ante una autoridad -Herzog- que lo observa en acercamientos o gira una y otra vez su ojo - cámara alrededor de la balsa.
Pero tampoco es extraño que, para Herzog, la muerte de Kinski signifique la pérdida de una parte de si mismo. Por ello cierra su cinta con las imágenes que equiparan a Klaus Kinski con una mariposa, porque el documental termina por ser una declaración de amistad a pesar de todas las diferencias.
Kinski sobre Herzog:
…No entiendo en absoluto de qué está hablando, excepto que está enamorado de sí mismo sin motivo aparente y está fascinado por su propia osadía, que no es más que la ignorancia de un diletante. Cuando cree que ha llegado el momento de que yo haya comprendido lo cojonudo que él es, me confiesa, sin más preámbulos y con aire de estar de vuelta de todo, las condiciones de vida y de trabajo que me esperan; es como si estuviera leyéndome una merecida sentencia. Y afirma, con el mismo descaro y ramplonería (por decirlo así, relamiéndose los labios, como si se tratara de un bocado delicioso), que todos los que participan en el proyecto está dispuestos a aceptar con alegría las inimaginables fatigas y privaciones que les esperan, con tal de de seguirle los pasos a él, a Herzog. Es más: todos ellos incluso arriesgarían la vida por él sin pestañear. Por lo que respecta a él, está dispuesto a jugárselo todo a una carta para obtener su meta. Cueste lo que cueste: "Película o muerte", como dice él mismo con la insolencia de los estúpidos. Al mismo tiempo cierra los ojos, tolerante, ante los abortos de su delirio de grandeza, que él confunde con genialidad. Eso sí, confiesa sinceramente que a veces sus propias excentricidades le producen vértigo, pero se deja arrastrar por ellas…
Aunque estoy siempre huyendo de él, Herzog se me pega como una mosca cojonera. La simple idea de que él está aquí, en medio de la selva virgen, me pone enfermo. Cuando lo veo acercárseme de lejos, le grito que se pare. Le grito que apesta. Que me da asco. Que no quiero oír su mierdosa palabrería ¡Que no lo soporto!
Siempre tengo la esperanza de que me ataque. Entonces lo empujaré a un brazo del río cuyas aguas tranquilas están repletas de pirañas sedientas de sangre, y miraré cómo lo destrozan. Pero no lo hace, no me ataca. No parece que le afecte el hecho de que yo lo trate como a un trapo. Además, es un cobarde. Sólo pasa al ataque cuando cree que lleva las de ganar. Contra un nativo, un indio que ha aceptado un trabajo para que su familia no se muera de hambre, y que lo aguanta todo por miedo a perder el trabajo. O contra un estúpido actor sin talento, o contra los animales indefensos. Hoy, por ejemplo, ata una llama a una canoa y manda a tirar la canoa, con la llama dentro, a los rápidos, porque supuestamente lo exige el argumento de la película. ¡Que ha escrito él mismo! Cuando me entero, ya es demasiado tarde. La llama avanza ya hacia los remolinos, y nadie puede salvarla. Aún la veo encabritarse, presa del pánico, y tironear las cuerdas para escapar a la cruel ejecución; luego desaparece tras una curva del río, donde se destrozará contra los cortantes arrecifes y se ahogará entre sufrimientos.
Ahora detesto a muerte a ese asesino de Herzog. Le grito a la cara que tengo ganas de verle reventar como la llama que ha hecho ejecutar. ¡Que lo tiren vivo a los cocodrilos! ¡Que lo estrangule una anaconda! ¡Que la picadura de una araña venenosa le deje sin respiración! ¡Que le revienten los sesos por la mordedura de la serpiente más venenosa que exista! No quiero que las garras de una pantera le rajen el gaznate; eso sería demasiado bueno para él. No. ¡Prefiero que las grandes hormigas rojas se le meen en los ojos y se le coman los huevos y las tripas en vida! ¡Que coja la peste! ¡La sífilis! ¡La malaria! ¡La fiebre amarilla! ¡La lepra! Pero es en vano. Cuanto más le deseo la más cruel de las muertes, menos consigo librarme de él.