Dicen los geógrafos que hay dos especies de islas. Se trata de un dato valioso para la imaginación, ya que en él encuentra confirmado lo que ya sabía por otros medios. Y no se trata del único caso en que la ciencia hace de la mitología algo más material y la mitología transforma a la ciencia en algo más animado. Las islas continentales son islas accidentales, islas derivadas: se separan de un continente, nacen de una desarticulación, de una erosión, de una fractura; sobreviven a la sumersión de lo que las retenía. Por el contrario, las islas oceánicas son islas originarias, esenciales: ora aparecen constituidas por corales y nos presentan un verdadero organismo, ora surgen de erupciones submarinas, transmitiendo hasta el aire libre un movimiento de las profundidades. Algunas emergen con lentitud, otras desaparecen y reaparecen sin que haya tiempo para anexarlas.
Esas dos especies de islas, originarias o continentales, atestiguan una profunda oposición entre el océano y la tierra. Las unas nos recuerdan que el mar está sobre la tierra, aprovechando el menor hundimiento de las más altas estructuras; las otras, en cambio, se encargan de que no olvidemos que la tierra está aún ahí, bajo el mar, haciendo acopio de sus fuerzas para reventar en superficie.
Hay que reconocer la repulsa que anima a los elementos en general: se detestan siempre los unos a los otros, circunstancia en la cual no encontramos nada capaz de inspirar tranquilidad. Y, del mismo modo, el hecho de que una isla esté desierta debe parecernos algo normal filosóficamente hablando. El hombre sólo puede vivir bien y en seguridad, suponiendo finito (o al menos dominado) el combate viviente de la tierra y el agua. A esos dos elementos gusta en llamarlos padre y madre distribuyendo los sexos según el capricho de su ensoñación, ya sea para persuadirse de que no hay entre ellos combate, ya sea para asegurar que nunca más lo habrá. Pero la existencia misma de las islas es de un modo o de otro la negación de tales puntos de vista, esfuerzos o convicciones. El hombre sólo puede vivir en una isla a condición de olvidar lo que la misma isla representa: nunca dejará de ser sorprendente el hecho de que Inglaterra esté poblada. Las islas existen antes que el hombre o después de él.
Mas todo lo que la geografía nos había dicho sobre aquellas dos suertes de islas, la imaginación lo sabía ya de suyo y de otro modo. El impulso que arrastra al hombre hacia las islas retoma el doble movimiento que produce las islas mismas. Soñar con las islas –con angustia o alegría, qué más da– es soñar que uno se separa, que ya está separado, lejos de los continentes, solo y perdido –o bien es soñar que partimos de cero, capaces de recrear, de recomenzar. Había islas derivadas, sí, pero la isla es también aquello hacia lo cual se deriva, y había islas originarias, sí, pero la isla es también el origen, origen radical y absoluto.
Separación y recreación tal vez no se excluyen: hay que estar ocupado cuando se está separado y más vale separarse cuando se quiere volver a crear, pero siempre dominará una de ambas tendencias. Así, el movimiento de la imaginación de las islas retoma el movimiento de su producción, pero no tiene el mismo objeto. Se trata del mismo movimiento, pero no del mismo móvil. Ya no es la isla separada del continente, sino el hombre separado del mundo y habitando la isla. Ya no es la isla creándose desde el fondo de la tierra a través de las aguas, sino el hombre recreando el mundo a partir de la isla y por encima de las aguas. Retoma entonces el hombre, por su cuenta, entrambos movimientos de la isla, y puede asumirlos en una isla que precisamente carece de tales movimientos: podemos orientar nuestra deriva hacia una isla sin embargo original, y podemos crear únicamente en una isla derivada. Bien pensadas las cosas, en esto encontraremos una nueva razón para afirmar que toda isla es y sigue siendo teóricamente desierta.
Y es que, en efecto, para que una isla deje de ser desierta no basta con que se encuentre habitada. Si es cierto que el movimiento del hombre hacia y sobre la isla retoma el movimiento prehumano de la isla, entonces, por más hombres que la ocupen, la isla sigue aún desierta, o más desierta todavía, en la medida en que sus habitantes existan suficientemente, es decir absolutamente separados: suficientemente,2 es decir absolutamente creadores. Sin duda, en el plano de los hechos, las cosas nunca suceden así, aunque el naufragio se aproxima a semejante tesitura; pero para que así suceda todo, basta con impulsar en la imaginación el movimiento que transporta al hombre hasta la isla. Semejante movimiento sólo rompe en apariencia lo desierto de la isla, pues en verdad no hace sino retomar y prolongar el impulso que produce la isla en cuanto isla desierta: lejos de obstaculizarlo, lo lleva a su perfección, lo transporta hasta su colmo. Bajo ciertas condiciones que lo vinculan con el movimiento mismo de las cosas, el hombre no rompe con lo desierto, sino que lo sacraliza. Los hombres que llegan a la isla la ocupan y la pueblan realmente; pero en verdad, si estuvieran separados lo bastante, si fueran suficientemente creadores, tan sólo aportarían a la isla una imagen dinámica de sí, una conciencia del movimiento que la produjo, hasta tal punto que entonces, a través de los hombres, cobraría la isla conciencia de sí misma como isla desierta y sin hombres. La isla sería entonces sueño del hombre, y el hombre pura conciencia de la isla. Pero para todo ello, una vez más, haría falta una sola condición: sería preciso que el hombre se remita al movimiento que lo lleva hasta la isla, movimiento que retoma y prolonga el impulso que produjera a la isla misma. Entonces la geografía y lo imaginario serían indiscernibles.
La pregunta a la que tan afectos se muestran los exploradores antiguos (¿qué seres existen en una isla desierta?) recibiría como única respuesta la siguiente: el hombre ya existe ahí, pero se trata de un hombre poco común, un hombre absolutamente separado, absolutamente creador, o sea una Idea de hombre, un prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería una diosa, un gran Amnésico, un puro Artista, conciencia de la Tierra y del Océano, un enorme ciclón, una bella bruja, una estatua de la Isla de Pascua. Ahí tenemos al hombre precediéndose a sí mismo. Semejante criatura en la isla desierta vendría a ser la mismísima isla desierta imaginada y reflejada3 en su primigenio movimiento. Conciencia de la tierra y del océano: tal es la isla desierta, dispuesta a recomenzar el mundo. Pero pues que los hombres, inclusive los voluntarios, no son idénticos al movimiento que los deposita sobre la isla, tampoco pueden sumarse al impulso que la produce: siempre se encuentran con la isla desde afuera, y su presencia de hecho se contradice con lo desierto. La unidad que vincula a la isla desierta con su habitante no es por ende real, sino imaginaria, algo así como la idea de ver algo tras el telón cuando no se está detrás. Y más aún: es muy dudoso el hecho de que la imaginación individual pueda por sí sola elevarse hasta tan admirable identidad: para ello hace falta la imaginación colectiva en lo que atesora de más profundo, en los ritos y las mitologías.
Una confirmación –al menos negativa– de todo esto, puede encontrarse en los hechos mismos si reparamos en lo que una isla desierta es real y geográficamente. Desde el punto de vista de la geografía, la isla (y con mayor razón la isla desierta) es noción en extremo pobre o débil, provista de muy escasa envergadura científica. Pero esa circunstancia viene a ser una honra, ya que no existe ninguna unidad objetiva en el conjunto de las islas, ni mucho menos en las islas desiertas. Tal vez la isla desierta tenga un suelo paupérrimo: bien puede ser que, siendo desierta, sea a su vez un desierto, pero no es necesario. Si el auténtico desierto está inhabitado, es tan sólo en la medida en que no presenta las condiciones de derecho que harían posible la vida, ya sea vegetal, animal o humana. Pero por el contrario, si la isla desierta permanece inhabilitada, ello depende de un hecho puro debido a las circunstancias, es decir a los alrededores. La isla es aquello que la mar circunda, aquello que rodea: la isla es como un huevo. Huevo redondo del mar. Todo sucede como si hubiera puesto su desierto en derredor, fuera de ella.
Lo desierto es el océano que la rodea por doquier. En virtud de las ajenas circunstancias, por razones que en nada dependen del principio que la origina, pasan los navíos sin detenerse, lejos de la isla. Más que desierta, es objeto de deserción. Por eso puede contener en sí misma las fuentes más vivas, la más ágil fauna, la flora más colorida, los alimentos más sorprendentes, los salvajes más vivos, y hasta el náufrago como su más apreciado fruto, o aún por un instante el barco que viene a buscarlo. Pero a pesar de todo, aún sigue siendo la isla desierta, ya que para modificar esta situación hacía falta operar una redistribución general de los continentes, del estado de los mares, de las líneas de navegación.
Conviene, pues, decirlo de nuevo: la esencia de la isla desierta es imaginaria y no real, mitológica y no geográfica. Por lo cual aparece su destino uncido a las condiciones que hacen posible una mitología. Pero la mitología nunca nace de una simple voluntad: los pueblos dejan muy pronto de comprender sus mitos. La literatura comienza, precisamente, en el momento que consuma tal incomprensión. La literatura es el intento ingeniosísimo de interpretar los mitos que ya no entendemos, en el justo instante en que caen fuera de nuestro entendimiento por no saber soñarlos ni reproducirlos. La literatura es la concurrencia de todos los contrasentidos que la conciencia pone natural y necesariamente en jaque sobre los temas del inconsciente: un concurso con premios, como cualquier concurso.
Convendría mostrar alguna vez cómo la mitología se desmorona en tal sentido y muere en dos novelas clásicas de la isla desierta: Robinson y Susana. Suzanne et le Pacifique4 hace hincapié en el aspecto separado de las islas y en la separación de la muchacha que allí se encuentra; Robinson, en cambio, resalta el otro aspecto: la creación, el recomienzo. Cierto es que en ambos casos el desmoronamiento de la mitología es muy distinto. Con la Susana de Giraudoux la mitología conoce la más bonita y agraciada muerte, mientras que con Robinson sufre la más pesada. Difícilmente se imaginará una novela más aburrida, y hasta da tristeza ver que los niños aún la leen. La visión del mundo de Robinson reside exclusivamente en la propiedad: nunca se habrá visto un propietario tan moralizante como él. La recreación mítica del mundo a partir de la isla desierta cede su lugar a la recomposición de la vida cotidiana burguesa a partir de un capital. Todo sale del barco, nada se inventa, todo es aplicado trabajosamente sobre la isla. El tiempo es únicamente el tiempo necesario para que el capital consiga un beneficio a resultas de un trabajo. La función providencial de Dios sólo consiste en garantizar los ingresos. Dios reconoce a los suyos, a la gente honrada, en la medida en que tienen hermosas propiedades; a los malos, en cambio, pertenecen las malas propiedades, mal mantenidas. La compañía de Robinson no corre a cargo de Eva sino de Viernes, dócil en el trabajo, dichoso de ser esclavo, demasiado pronto asqueado de la antropofagia. Cualquier sano lector soñaría con verlo comerse al fin a Robinson. Sin duda esta novela representa una óptima ilustración de la tesis que afirma el vínculo del capitalismo con el protestantismo. Robinson Crusoe desarrolla la bancarrota y muerte de la mitología en el puritanismo.
Mas con Susana todo cambia. Con ella la isla desierta se transforma en una reserva de objetos rematados y lujosos. La isla contiene de manera inmediata aquello que la civilización tardó siglos en producir, en perfeccionar, en madurar. Pero con Susana la mitología también muere, bien es verdad que a la usanza parisina. Susana nada tiene que recrear: la isla desierta le entrega el doble de todos los objetos citadinos, de todos los escaparates de los comercios: doble inconsistente, separado de lo real, ya que no goza de la solidez ordinariamente otorgada a los objetos por las relaciones humanas de compraventa, intercambios o regalos. Se trata de una muchachita insípida: no la acompaña Adán, sino cadáveres jóvenes, y cuando llegue a encontrarse con los hombres vivientes, los amará con uniforme amor, a guisa de los curas, como si el amor fuese el umbral mínimo de su percepción.
Tratábamos de encontrar la vida mitológica de la isla desierta. Sin embargo, en el mismo seno de la bancarrota, Robinson nos aporta una indicación: necesitaba primero un capital. Y Susana, por su parte, estaba ante todo separada. En cualquier caso, ni el uno ni la otra podrían ser elementos de una pareja. Pero restituyamos esas tres indicaciones a su pureza mitológica; volvamos al movimiento de la imaginación que hace de la isla desierta un modelo, un prototipo del alma colectiva. Por de pronto es cierto que la isla desierta no opera nunca su propia creación, sino la re-creación; nunca el comienzo sino el re-comienzo. Si es el origen, será por ser el segundo origen.5 A partir de la isla todo vuelve a empezar: es el mínimo necesario para un nuevo comienzo, el material que sobrevive al primer origen, el núcleo o huevo irradiante que basta para re-producirlo todo.
Ello supone obviamente que la formación del mundo se da en dos tiempos, en un doble nivel –nacimiento y renacimiento–, siendo el segundo tan necesario y esencial como el primero, lo que significa que el primero se encuentra necesariamente comprometido, nacido para una recuperación y re-negado de antemano en una catástrofe. No acontece un segundo nacimiento porque se haya producido una catástrofe, sino a la inversa: la catástrofe viene tras el origen porque tiene que darse, desde el origen mismo, un segundo nacimiento. De semejante tema podemos encontrar en nosotros la fuente: de la vida esperamos menos la producción que la reproducción. Hasta la fecha no parece contarse entre los vivos ningún animal cuyo modo de reproducción ignoremos. Y es que no basta con que todo comience, sino que hace falta a su vez que todo se repita, una vez agotado el ciclo de las combinaciones posibles.
El segundo momento no es aquel que sucede al primero, sino la reaparición del primero cuando el ciclo de los demás momentos se ha agotado. Y así el origen segundo es más esencial que el primero, porque manifiesta la ley de la serie, la ley de la repetición, de la cual el primer origen nos ofrecía tan sólo momentos. Pero mejor aún que en nuestras ensoñaciones, se manifiesta tal tema en todas las mitologías. Bien conocido es el mito del diluvio. El arca se detiene en el único lugar de la tierra no sumergido, lugar redondo y sagrado en el que vuelve a principiar el mundo. Isla, montaña o ambas cosas a un tiempo; la isla es una montaña marina y la montaña una isla todavía seca. Ahí tenemos a la creación primigenia enganchada en una recreación, concentrada ésta en una tierra santa en medio del océano. Se trata de la isla santa: segundo origen del mundo, más importante que el primero. Muchos mitos nos dicen que allí se encuentra un huevo, un huevo cósmico. Y como quiera que configura un segundo origen, tal isla es confiada a los hombres, pues no a los dioses.
Isla separada, separada por todo el espesor del diluvio. Pues en efecto el océano y el agua son el principio de una segregación tan poderosa, que en las santas islas se constituyen comunidades exclusivamente femeninas, como las de Circe o de Calipso. Porque después de todo, el comienzo arrancaba de Dios y de una pareja; pero el recomienzo parte de un huevo, y la maternidad mitológica es con frecuencia una partenogénesis. La idea de un segundo origen dota de todo su sentido a la isla desierta, sobrevivencia de la santa isla en un mundo que tarda en recomenzar. Hay en el ideal del recomienzo algo que precede al mismísimo comienzo, algo que lo retoma para profundizarlo y hacerlo retroceder en el tiempo. La isla desierta es la materia de eso tan inmemorial y profundo. LC
Notas
* Texto manuscrito de los años 50, destinado inicialmente a un número especial consagrado a las islas desiertas por la revista Nouveau Fémina. Texto nunca publicado que sin embargo figura en la bibliografía esbozada por Deleuze en 1998 bajo la rúbrica de “Diferencia y repetición”.1 El propio David Lapoujade ignora la fecha exacta de la redacción de este artículo, si bien la sitúa alrededor de 1953, es decir el año en que aparece Empirisme et subjectivité, el gran ensayo de Deleuze sobre Hume. Aclaremos que hasta ahora la antología preparada por Lapoujade abarca el periodo comprendido entre 1953 y 1974. (L´île déserte et autres textes, Les éditions de Minuit, París, 2002.)
Esas dos especies de islas, originarias o continentales, atestiguan una profunda oposición entre el océano y la tierra. Las unas nos recuerdan que el mar está sobre la tierra, aprovechando el menor hundimiento de las más altas estructuras; las otras, en cambio, se encargan de que no olvidemos que la tierra está aún ahí, bajo el mar, haciendo acopio de sus fuerzas para reventar en superficie.
Hay que reconocer la repulsa que anima a los elementos en general: se detestan siempre los unos a los otros, circunstancia en la cual no encontramos nada capaz de inspirar tranquilidad. Y, del mismo modo, el hecho de que una isla esté desierta debe parecernos algo normal filosóficamente hablando. El hombre sólo puede vivir bien y en seguridad, suponiendo finito (o al menos dominado) el combate viviente de la tierra y el agua. A esos dos elementos gusta en llamarlos padre y madre distribuyendo los sexos según el capricho de su ensoñación, ya sea para persuadirse de que no hay entre ellos combate, ya sea para asegurar que nunca más lo habrá. Pero la existencia misma de las islas es de un modo o de otro la negación de tales puntos de vista, esfuerzos o convicciones. El hombre sólo puede vivir en una isla a condición de olvidar lo que la misma isla representa: nunca dejará de ser sorprendente el hecho de que Inglaterra esté poblada. Las islas existen antes que el hombre o después de él.
Mas todo lo que la geografía nos había dicho sobre aquellas dos suertes de islas, la imaginación lo sabía ya de suyo y de otro modo. El impulso que arrastra al hombre hacia las islas retoma el doble movimiento que produce las islas mismas. Soñar con las islas –con angustia o alegría, qué más da– es soñar que uno se separa, que ya está separado, lejos de los continentes, solo y perdido –o bien es soñar que partimos de cero, capaces de recrear, de recomenzar. Había islas derivadas, sí, pero la isla es también aquello hacia lo cual se deriva, y había islas originarias, sí, pero la isla es también el origen, origen radical y absoluto.
Separación y recreación tal vez no se excluyen: hay que estar ocupado cuando se está separado y más vale separarse cuando se quiere volver a crear, pero siempre dominará una de ambas tendencias. Así, el movimiento de la imaginación de las islas retoma el movimiento de su producción, pero no tiene el mismo objeto. Se trata del mismo movimiento, pero no del mismo móvil. Ya no es la isla separada del continente, sino el hombre separado del mundo y habitando la isla. Ya no es la isla creándose desde el fondo de la tierra a través de las aguas, sino el hombre recreando el mundo a partir de la isla y por encima de las aguas. Retoma entonces el hombre, por su cuenta, entrambos movimientos de la isla, y puede asumirlos en una isla que precisamente carece de tales movimientos: podemos orientar nuestra deriva hacia una isla sin embargo original, y podemos crear únicamente en una isla derivada. Bien pensadas las cosas, en esto encontraremos una nueva razón para afirmar que toda isla es y sigue siendo teóricamente desierta.
Y es que, en efecto, para que una isla deje de ser desierta no basta con que se encuentre habitada. Si es cierto que el movimiento del hombre hacia y sobre la isla retoma el movimiento prehumano de la isla, entonces, por más hombres que la ocupen, la isla sigue aún desierta, o más desierta todavía, en la medida en que sus habitantes existan suficientemente, es decir absolutamente separados: suficientemente,2 es decir absolutamente creadores. Sin duda, en el plano de los hechos, las cosas nunca suceden así, aunque el naufragio se aproxima a semejante tesitura; pero para que así suceda todo, basta con impulsar en la imaginación el movimiento que transporta al hombre hasta la isla. Semejante movimiento sólo rompe en apariencia lo desierto de la isla, pues en verdad no hace sino retomar y prolongar el impulso que produce la isla en cuanto isla desierta: lejos de obstaculizarlo, lo lleva a su perfección, lo transporta hasta su colmo. Bajo ciertas condiciones que lo vinculan con el movimiento mismo de las cosas, el hombre no rompe con lo desierto, sino que lo sacraliza. Los hombres que llegan a la isla la ocupan y la pueblan realmente; pero en verdad, si estuvieran separados lo bastante, si fueran suficientemente creadores, tan sólo aportarían a la isla una imagen dinámica de sí, una conciencia del movimiento que la produjo, hasta tal punto que entonces, a través de los hombres, cobraría la isla conciencia de sí misma como isla desierta y sin hombres. La isla sería entonces sueño del hombre, y el hombre pura conciencia de la isla. Pero para todo ello, una vez más, haría falta una sola condición: sería preciso que el hombre se remita al movimiento que lo lleva hasta la isla, movimiento que retoma y prolonga el impulso que produjera a la isla misma. Entonces la geografía y lo imaginario serían indiscernibles.
La pregunta a la que tan afectos se muestran los exploradores antiguos (¿qué seres existen en una isla desierta?) recibiría como única respuesta la siguiente: el hombre ya existe ahí, pero se trata de un hombre poco común, un hombre absolutamente separado, absolutamente creador, o sea una Idea de hombre, un prototipo, un hombre que sería casi un dios, una mujer que sería una diosa, un gran Amnésico, un puro Artista, conciencia de la Tierra y del Océano, un enorme ciclón, una bella bruja, una estatua de la Isla de Pascua. Ahí tenemos al hombre precediéndose a sí mismo. Semejante criatura en la isla desierta vendría a ser la mismísima isla desierta imaginada y reflejada3 en su primigenio movimiento. Conciencia de la tierra y del océano: tal es la isla desierta, dispuesta a recomenzar el mundo. Pero pues que los hombres, inclusive los voluntarios, no son idénticos al movimiento que los deposita sobre la isla, tampoco pueden sumarse al impulso que la produce: siempre se encuentran con la isla desde afuera, y su presencia de hecho se contradice con lo desierto. La unidad que vincula a la isla desierta con su habitante no es por ende real, sino imaginaria, algo así como la idea de ver algo tras el telón cuando no se está detrás. Y más aún: es muy dudoso el hecho de que la imaginación individual pueda por sí sola elevarse hasta tan admirable identidad: para ello hace falta la imaginación colectiva en lo que atesora de más profundo, en los ritos y las mitologías.
Una confirmación –al menos negativa– de todo esto, puede encontrarse en los hechos mismos si reparamos en lo que una isla desierta es real y geográficamente. Desde el punto de vista de la geografía, la isla (y con mayor razón la isla desierta) es noción en extremo pobre o débil, provista de muy escasa envergadura científica. Pero esa circunstancia viene a ser una honra, ya que no existe ninguna unidad objetiva en el conjunto de las islas, ni mucho menos en las islas desiertas. Tal vez la isla desierta tenga un suelo paupérrimo: bien puede ser que, siendo desierta, sea a su vez un desierto, pero no es necesario. Si el auténtico desierto está inhabitado, es tan sólo en la medida en que no presenta las condiciones de derecho que harían posible la vida, ya sea vegetal, animal o humana. Pero por el contrario, si la isla desierta permanece inhabilitada, ello depende de un hecho puro debido a las circunstancias, es decir a los alrededores. La isla es aquello que la mar circunda, aquello que rodea: la isla es como un huevo. Huevo redondo del mar. Todo sucede como si hubiera puesto su desierto en derredor, fuera de ella.
Lo desierto es el océano que la rodea por doquier. En virtud de las ajenas circunstancias, por razones que en nada dependen del principio que la origina, pasan los navíos sin detenerse, lejos de la isla. Más que desierta, es objeto de deserción. Por eso puede contener en sí misma las fuentes más vivas, la más ágil fauna, la flora más colorida, los alimentos más sorprendentes, los salvajes más vivos, y hasta el náufrago como su más apreciado fruto, o aún por un instante el barco que viene a buscarlo. Pero a pesar de todo, aún sigue siendo la isla desierta, ya que para modificar esta situación hacía falta operar una redistribución general de los continentes, del estado de los mares, de las líneas de navegación.
Conviene, pues, decirlo de nuevo: la esencia de la isla desierta es imaginaria y no real, mitológica y no geográfica. Por lo cual aparece su destino uncido a las condiciones que hacen posible una mitología. Pero la mitología nunca nace de una simple voluntad: los pueblos dejan muy pronto de comprender sus mitos. La literatura comienza, precisamente, en el momento que consuma tal incomprensión. La literatura es el intento ingeniosísimo de interpretar los mitos que ya no entendemos, en el justo instante en que caen fuera de nuestro entendimiento por no saber soñarlos ni reproducirlos. La literatura es la concurrencia de todos los contrasentidos que la conciencia pone natural y necesariamente en jaque sobre los temas del inconsciente: un concurso con premios, como cualquier concurso.
Convendría mostrar alguna vez cómo la mitología se desmorona en tal sentido y muere en dos novelas clásicas de la isla desierta: Robinson y Susana. Suzanne et le Pacifique4 hace hincapié en el aspecto separado de las islas y en la separación de la muchacha que allí se encuentra; Robinson, en cambio, resalta el otro aspecto: la creación, el recomienzo. Cierto es que en ambos casos el desmoronamiento de la mitología es muy distinto. Con la Susana de Giraudoux la mitología conoce la más bonita y agraciada muerte, mientras que con Robinson sufre la más pesada. Difícilmente se imaginará una novela más aburrida, y hasta da tristeza ver que los niños aún la leen. La visión del mundo de Robinson reside exclusivamente en la propiedad: nunca se habrá visto un propietario tan moralizante como él. La recreación mítica del mundo a partir de la isla desierta cede su lugar a la recomposición de la vida cotidiana burguesa a partir de un capital. Todo sale del barco, nada se inventa, todo es aplicado trabajosamente sobre la isla. El tiempo es únicamente el tiempo necesario para que el capital consiga un beneficio a resultas de un trabajo. La función providencial de Dios sólo consiste en garantizar los ingresos. Dios reconoce a los suyos, a la gente honrada, en la medida en que tienen hermosas propiedades; a los malos, en cambio, pertenecen las malas propiedades, mal mantenidas. La compañía de Robinson no corre a cargo de Eva sino de Viernes, dócil en el trabajo, dichoso de ser esclavo, demasiado pronto asqueado de la antropofagia. Cualquier sano lector soñaría con verlo comerse al fin a Robinson. Sin duda esta novela representa una óptima ilustración de la tesis que afirma el vínculo del capitalismo con el protestantismo. Robinson Crusoe desarrolla la bancarrota y muerte de la mitología en el puritanismo.
Mas con Susana todo cambia. Con ella la isla desierta se transforma en una reserva de objetos rematados y lujosos. La isla contiene de manera inmediata aquello que la civilización tardó siglos en producir, en perfeccionar, en madurar. Pero con Susana la mitología también muere, bien es verdad que a la usanza parisina. Susana nada tiene que recrear: la isla desierta le entrega el doble de todos los objetos citadinos, de todos los escaparates de los comercios: doble inconsistente, separado de lo real, ya que no goza de la solidez ordinariamente otorgada a los objetos por las relaciones humanas de compraventa, intercambios o regalos. Se trata de una muchachita insípida: no la acompaña Adán, sino cadáveres jóvenes, y cuando llegue a encontrarse con los hombres vivientes, los amará con uniforme amor, a guisa de los curas, como si el amor fuese el umbral mínimo de su percepción.
Tratábamos de encontrar la vida mitológica de la isla desierta. Sin embargo, en el mismo seno de la bancarrota, Robinson nos aporta una indicación: necesitaba primero un capital. Y Susana, por su parte, estaba ante todo separada. En cualquier caso, ni el uno ni la otra podrían ser elementos de una pareja. Pero restituyamos esas tres indicaciones a su pureza mitológica; volvamos al movimiento de la imaginación que hace de la isla desierta un modelo, un prototipo del alma colectiva. Por de pronto es cierto que la isla desierta no opera nunca su propia creación, sino la re-creación; nunca el comienzo sino el re-comienzo. Si es el origen, será por ser el segundo origen.5 A partir de la isla todo vuelve a empezar: es el mínimo necesario para un nuevo comienzo, el material que sobrevive al primer origen, el núcleo o huevo irradiante que basta para re-producirlo todo.
Ello supone obviamente que la formación del mundo se da en dos tiempos, en un doble nivel –nacimiento y renacimiento–, siendo el segundo tan necesario y esencial como el primero, lo que significa que el primero se encuentra necesariamente comprometido, nacido para una recuperación y re-negado de antemano en una catástrofe. No acontece un segundo nacimiento porque se haya producido una catástrofe, sino a la inversa: la catástrofe viene tras el origen porque tiene que darse, desde el origen mismo, un segundo nacimiento. De semejante tema podemos encontrar en nosotros la fuente: de la vida esperamos menos la producción que la reproducción. Hasta la fecha no parece contarse entre los vivos ningún animal cuyo modo de reproducción ignoremos. Y es que no basta con que todo comience, sino que hace falta a su vez que todo se repita, una vez agotado el ciclo de las combinaciones posibles.
El segundo momento no es aquel que sucede al primero, sino la reaparición del primero cuando el ciclo de los demás momentos se ha agotado. Y así el origen segundo es más esencial que el primero, porque manifiesta la ley de la serie, la ley de la repetición, de la cual el primer origen nos ofrecía tan sólo momentos. Pero mejor aún que en nuestras ensoñaciones, se manifiesta tal tema en todas las mitologías. Bien conocido es el mito del diluvio. El arca se detiene en el único lugar de la tierra no sumergido, lugar redondo y sagrado en el que vuelve a principiar el mundo. Isla, montaña o ambas cosas a un tiempo; la isla es una montaña marina y la montaña una isla todavía seca. Ahí tenemos a la creación primigenia enganchada en una recreación, concentrada ésta en una tierra santa en medio del océano. Se trata de la isla santa: segundo origen del mundo, más importante que el primero. Muchos mitos nos dicen que allí se encuentra un huevo, un huevo cósmico. Y como quiera que configura un segundo origen, tal isla es confiada a los hombres, pues no a los dioses.
Isla separada, separada por todo el espesor del diluvio. Pues en efecto el océano y el agua son el principio de una segregación tan poderosa, que en las santas islas se constituyen comunidades exclusivamente femeninas, como las de Circe o de Calipso. Porque después de todo, el comienzo arrancaba de Dios y de una pareja; pero el recomienzo parte de un huevo, y la maternidad mitológica es con frecuencia una partenogénesis. La idea de un segundo origen dota de todo su sentido a la isla desierta, sobrevivencia de la santa isla en un mundo que tarda en recomenzar. Hay en el ideal del recomienzo algo que precede al mismísimo comienzo, algo que lo retoma para profundizarlo y hacerlo retroceder en el tiempo. La isla desierta es la materia de eso tan inmemorial y profundo. LC
Notas
* Texto manuscrito de los años 50, destinado inicialmente a un número especial consagrado a las islas desiertas por la revista Nouveau Fémina. Texto nunca publicado que sin embargo figura en la bibliografía esbozada por Deleuze en 1998 bajo la rúbrica de “Diferencia y repetición”.1 El propio David Lapoujade ignora la fecha exacta de la redacción de este artículo, si bien la sitúa alrededor de 1953, es decir el año en que aparece Empirisme et subjectivité, el gran ensayo de Deleuze sobre Hume. Aclaremos que hasta ahora la antología preparada por Lapoujade abarca el periodo comprendido entre 1953 y 1974. (L´île déserte et autres textes, Les éditions de Minuit, París, 2002.)