MASSIMO CACCIARI
ENSAYO SOBRE LA INEXISTENCIA DE LA ESTÉTICA NIETZSCHEANA
Publicado en Desde Nietzsche.
Tiempo, arte, política. Trad. Mónica B. Cragnolini y A. Paternostro, Biblos, 1994, págs. 83-98.
1. Es conocida la afirmación de Nietzsche en El origen de la tragedia por la cual el arte aparece como la verdadera “actividad metafísica del hombre”. Aun en el Ensayo de una autocrítica de 1886 él recalca que aquella juvenil “metafísica de artista” contenía ya lo esencial de su pensamiento sucesivo. Es lícito, por lo tanto, considerar en términos sustancialmente unitarios la concepción nietzscheana del arte. Nietzsche no está interesado en la elaboración de una estética como un dominio filosófico ‘especial’; el arte es para él problema filosófico-metafísico: en la actividad artística está en juego una apertura al ser, una iluminación metafísica sobre el sentido del ente. Producción artística e interpretación del producto artístico son ambos problemas filosóficos. No existe ‘autonomía’ del arte respecto a lo filosófico, así como no existe ‘autonomía’ de lo filosófico respecto al arte. Arte y filosofía se presentan perennemente unidas en aquella deconstrucción de la tradición metafísica europea que constituye el objetivo de la total crítica nietzscheana.
Pero esta afinidad es revelable por diferencia. La consideración del hecho artístico es llevada a cabo filosóficamente, no porque el arte sea representación o se limite a ‘imaginar’ las ideas filosóficas. El arte es problema filosófico en tanto su estructura es problema para la filosofía; su presencia, la presencia de su palabra choca con la dimensión conceptual del trabajo filosófico. Arte y filosofía se unen polarmente, por oposición. De una vez Nietzsche supera, por esta vía, toda estética decadentista de la autonomía pura del hecho artístico, así como todo contenido ideológico. Arte y filosofía están indisolublemente conectados en tanto problema el uno con la otra. Aún más: el arte es siempre presencia amenazante-inquietante para la pura filosofía. Recordamos las páginas kantianas sobre el ‘disturbio’ que la música puede causar al filósofo inmerso en sus meditaciones. La consideración filosófica construye múltiples ‘estéticas’ para ordenar este inquietante material. Detrás de sus asegurantes imágenes de grados del Espíritu, también en Hegel arte y religión manifiestan tensiones irresueltas, contradictoriedad incurable frente al durus sermo filosófico. El trabajo del Espíritu consiste esencialmente en superarlas. Pero este encarnizado trabajo es explicable solamente por el hecho de que el arte está originariamente conectado al problema filosófico, donde interroga modalidades constitutivas. En cambio, aún en Frege, poesía-Dichtung es ‘desecho’, residuo ineliminable, frente a la forma lógica del lenguaje ‘maduro’ -un simple revelador de la finitud y precariedad de nuestra razón. No es éste, en absoluto, el modo nietzscheano de afrontar la “metafísica del artista”. Aquí el arte no reivindica ninguna ‘autonomía’. El arte denuncia explícitamente la inquietud filosófica en lo que a él respecta. No se sueña con aceptar la dimensión del ‘desecho’. Su forma es problema filosófico. Ella interviene en el juego filosófico y allí desordena los trayectos. ¿Cuáles son las razones de esta intervención?
El problema filosófico del arte se centraliza en la relación arte-mentira. En el prefacio a la segunda edición de La gaya ciencia, Nietzsche dice: “Nos ha fastidiado este mal gusto [...] querer la verdad a toda costa [...] esta fascinación de adolescentes por el amor a la verdad”. La artes son “excogitadas” como una especie de “culto de lo no-verdadero”. Estas indicaciones se articulan plenamente sólo en los Fragmentos póstumos sucesivos al Zaratustra. En el contexto de La gaya ciencia puede aún parecer que se trata simplemente de descubrir al “juglar” escondido “en nuestra pasión por el conocimiento” - y aquello que en el arte se limite a enfatizar la dimensión romántica del ejercicio interminable de la ironía, solamente deconstructiva, sobre el mundo-verdadero. En los Fragmentos póstumos, sobre todo en aquellos que pertenecen al período 87‑88, es evidente, en cambio, que Nietzsche no está interesado en una estética ‘especial’ -en el caso en cuestión, la irónico-romántica-, sino en la definición de las estructuras fundamentales del hecho artístico. En el arte él aprehende una facultad general, un poder-Kraft que tiene validez universal. En el arte está en juego una dimensión general del ser, una total facultad falsificante. El arte es la facultad -Kraft que niega la verdad- o, mejor dicho el arte es expresión de esta facultad universal, y por lo tanto activa en cualquier otro dominio. Pero en el arte el “genio de la mentira” resurge en su pureza -el poder de la mentira se muestra en toda su luz y belleza. Aquella voluntad de poder que nos permite reducir la cruel realidad, contradictoria y “sin sentido” del mundo a nuestra necesidad de “vivir” -aquella voluntad de poder que es la “gran creadora de la posibilidad de vivir”- pone sus nervios al desnudo en el arte. “Tenemos el arte para no perecer frente a la verdad”. El arte es por eso problema filosófico por excelencia, en tanto impone la presencia de una universal capacidad .falsificante, una facultad de mentira frente a la facultad de juicio y entretejida con ella, facultad del juicio que se auto-proclamaba fundada sobre la sólida roca de lo Verdadero y por eso poderoso sobre el mundo. Nada más simple que entender todo esto en modo ‘irracionalístico-vitalístico’. La facultad falsificante nietzscheana se transforma así en proceso de ‘liberación’ de los vínculos logocéntricos de lo Verdadero. El arte -que en estas interpretaciones absorbe en su dimensión el completo pensamiento de la voluntad de poder- expresaría así una fuerza meramente desestructurante, del todo indefinida en sus resultados. Pero las malas metafísicas de lo indefinido y de lo interminable se encuentran con elementos incontrovertibles del pensamiento nietzscheano. En un fragmento de 1887, Nietzsche ilustra en estos términos el operar de la voluntad de poder en el arte:
La razón por la cual la belleza tiene para el artista un valor más allá de toda jerarquía, es que en la belleza los contrastes son domados, que ya no es más necesaria ninguna violencia, que todo parece seguir y obedecer....
Lo que “deleita” a la voluntad de poder es la “armonía” alcanzada -no el ‘deconstuctivo’ en sí mismo, sino la facultad de quebrar confundir lo simple-inmediato, para alcanzar trágicas, complejas armonías, de heraclitea ascendencia. La voluntad de poder en el arte se expresa en el querer tornar-bellas las cosas. Esta afirmación de La gaya ciencia se explica ulteriormente en aquel fragmento de 1888, para el cual el vértice de la evolución se condensa en el concepto de “gran estilo”. El arte es para Nietzsche, un colmo, un exceso de poder plasmante-formante, una fuerza capaz de armonizar los contrastes más violentos, y por tanto, a fortiori, en grado de teorizarlos, de estar frente a ellos con ojo despejado. La completa Cuarta Parte de Humano, demasiado humano está inspirada en una análoga concepción del hacer artístico, no sólo exenta de toda sugestión ‘genial’, de toda idea ex-stática, sino extraña también a toda autonomía de la esfera estética respecto al problema total del conocer. Por las razones ya recordadas al inicio. el arte existe “como prepotente necesidad de conocimiento”. El arte es modalidad de apertura al ser, modalidad que problematiza las modalidades lógico-discursivas. Por lo tanto, no sólo el trabajo artístico no tiene nada que ver con los “deslizamientos” de la fantasía, sino que más bien consiste, en todo caso, en el “domar la propia fuerza fantástica”; pero él debe ser examinado según una perspectiva capaz de poner nuevamente en juego la total estructura, el total fundamento de la Ratio europeo occidental.
Existe una, fuerte conexión metafísica-arte, conocimiento-arte. En los fragmentos del así llamado Libro del filósofo, Nietzsche afirma que es tarea de la última filosofía demostrar la necesidad del arte -y aún, en los últimos Fragmentos, que el “filósofo artista” expresa el “concepto superior del arte”. Por consiguiente, un entrecruzarse de perspectivas: por un lado. la última filosofía posible es filosofía del arte en el sentido más pregnante de la expresión: filosofía de la necesidad del arte; por otro lado, el culmen del arte se alcanza en la ‘figura’ del filósofo artista- o sea, en una forma artística conocedora de la propia necesidad. El último arte es filosófico por excelencia, así como la última filosofía posible es ‘filosofía de artista’.
¿Cuál es el significado de este entrecruzamiento? Para comprenderlo, es necesario volver a considerar al arte como manifestación de una universal facultad falsificante. Las últimas proposiciones citadas demuestran, entre tanto, que esta facultad falsificante no debe ser entendida en una simple, inmediata oposición a ‘conocimiento’: el arte es directamente aprehendido en el ápice de la actividad filosófico-metafísica.
Por lo tanto: la filosofía última, llegando al reconocimiento de la necesidad del arte, llega al reconocimiento de esta facultad falsificante como una formula universal del conocer, como estructura del conocer. O, viceversa, el arte en cuanto actividad metafísica ‘en gran estilo’ torna visible una nueva unión entre conocimiento y mentira, una nueva relación ya no más de recíproca exclusión.
El problema que aquí sale a la luz tiene relación con un presupuesto vital de la tradición filosófica europea. En base a tal presupuesto, el mundo se nos abriría exclusivamente mediante pensamientos pro-ducidos lingüísticamente, o sea mediante un logos predicativo-discursivo. El mundo nos es dado exclusivamente a través de las formas de la discursividad lingüística, de las cuales siempre es posible afirmar verdad o falsedad. Ahora para tal tradición no tendría sentido interrogarse sobre la verdad o falsedad del arte. Por lo tanto, en el caso de un hecho artístico, no tendremos nunca nada que ver con pensamientos, con conocimiento sino con fantasías, del todo irrelevantes para el auténtico logos -o, como máximo, expresantes de los limites o de los necesarios días de descanso, o aún, de los lapsus de la actividad discursiva. El discurso nietzscheano parece dirigido al derribamiento de un planteamiento semejante: el arte demuestra la existencia de una facultad general capaz de falsificar la concepción metafísica de lo Verdadero. La facultad falsificante que el arte representa falsifica la concepción unívoco-reductiva de lo Verdadero, de la que la metafísica dispone, y por la cual no puede darse pensamiento o conocimiento si no es en la forma del logos, de la actividad predicativo-discursiva. El arte demuestra que la dimensión del pensar no es reductible a la categoría de la lógica, anuncia la posibilidad de pensar en formas diferentes de aquellas lógico-filosóficas. Por eso en La gaya ciencia el arte es llamado un “alegre mensajero”: sus formas no están en absoluto en inmediata, simple oposición a las formas lógicas, casi al punto de querer representar únicamente el ‘trabajo del negativo’, sino que expresan “una prepotente necesidad del conocimiento”. Su actividad falsificante conoce: conoce cabalmente, la no reductibilidad del conocer a la dimensión lingüístico-discursiva; conoce las nuevas formas en las cuales puede darse el pensar fuera de tal dimensión. Por eso el arte problematiza el espacio tradicional del logos, remueve sus fundamentos. Libera, si de él, pero en un sentido del todo opuesto a las metafísicas de la liberación: libera hacia formas nuevas y complejas de conocimiento, hacia armonías difíciles hacia un nuevo ‘gran estilo’.
Error recurrente, y de evidente influjo ‘vanguardistico’, es la lectura de este Nietzsche en clave ‘sígnica’. La deconstrucción de lo Verdadero lógico-metafísico tendría lugar en las formas del arte en tanto asumidas como meras ‘configuraciones signicas’. Pero el Signo de Nietzsche -como aquel de Hölderlin- es expresión de pensamientos - y de pensamientos últimos. En esta dirección van innumerables aforismos nietzscheanos. Es imposible reencontrar allí un solo indicio en favor de una interpretación ingenuamente dionisíaca de la ‘embriaguez’ artística, como de, un genérico hundimiento de la discursividad ‘normal’. Nietzsche subraya de continuo cómo las ‘configuraciones signicas’ que constituyen la obra de arte tienen valor cognoscitivo -expresan un saber- pero no en el sentido vetero-contenedor en el que la forma es un medio para la expresión del pensamiento y se trata, por eso, de buscar además de la forma, ‘que cosa se dice’. Aquí la forma es pensamiento. O, en otros términos, la configuración sígnica en cuanto tal demuestra cómo se dan pensamientos en forma no lógico discursiva.
La facultad falsificante se revela en el ‘gran estilo’, en la ‘fantasía domada’ de la obra de arte, en su fuerza organizadora-compositiva de configuraciones sígnicas. La extrema seriedad del signo nietzscheano exige que se sienta como “contenido” aquello que los “no artistas llaman ‘forma’” pero este amor por la forma, esta manía o embriaguez por la configuración sígnica es de una especie muy particular: quiere máxima precisión, sensibilidad, agudeza de toda la inteligencia y de todos los sentidos, quiere lucidez y claridad, atención a todos los elementos constitutivos del signo: color, línea, gradaciones tonales. La manía por la forma que se apodera del artista es manía por la diferencia, por lo distinto, por la gradación. La embriaguez artística es el colmo de la lucidez intelectual. No las retóricas decadentes del art pour l’art, sino las páginas de Benjamin sobre Baudelaire encuentran en Nietzsche su origen.
Los contra-movimientos tónicos-sensuales del arte, que Nietzsche enfatiza, valen ciertamente, contra la univocidad de la apertura al mundo propia de los sistemas lógico-discursivos, pero para un “estado de embriaguez” que se configura como búsqueda trágico-teórica de la forma en cuanto forma-pensamiento. No se trata del pensamiento de esto o aquello, sino de la actividad que pone: a) la polivocidad-complejidad de las posibles formas de apertura al mundo (que es algo bien distinto de la equivocidad); b) la ‘mentira’ implícita en el carácter reductivo de lo verdadero-falso-lógico; c) su misma ‘mentira’ a los ojos del reducionismo lógico-filosófico, en cuanto ella manifiesta como única verdad la ‘no-verdad’, la ‘apariencia’ de las propias configuraciones sígnicas, de los propios juegos. La actividad falsificante que es el arte no es por eso sólo critica con respecto al logos; ella exige nuevos criterios de conocimiento, un nuevo saber, que se basa justamente sobre aquello que para el logos es mentira: la forma, el signo, el juego de las apariencias. Pero forma y signo amados a tal punto, con tanta lúcida embriaguez, que pueden ser sentidos en verdad dionisíacamente; apariencia abismal, evento abismal, cósmico crear-destruir.
2. En el Zaratustra el laberinto de la concepción nietzscheana del arte se enriquece con nuevos elementos. En esta obra el acento no parece ponerse sobre la relación arte-mentira, sino sobre el hecho de que los poetas (“nosotros poetas”) mienten demasiado. Zaratustra dice que está cansado, nauseado ante este demasiado de mentira. La página contiene una larga lista de indicios que motivan este juicio, pero la razón central aparece inequívoca: el poeta miente demasiado porque se siente en consonantia con la naturaleza, comensal de los dioses, “por encima” del cielo. Los poetas asumen de buena gana las partes de intrigantes y mediadores, de aquellos que quieren acordar y conciliar, ‘más allá de las partes’ (vienen a la memoria las páginas de Musil sobre el Gran Literato), y por eso están obligados a buscar espectadores, “aún cuando fueran búfalos”. El demasiado que destruye el gran estilo, la forma, es afanosa búsqueda del significado comunicable, de comercio ideológico. El poeta miente demasiado cuando busca además de sus formas, más allá de ellas, sus pensamientos -cuando rompe el circulo mágico que encierra forma y pensamiento. Mintiendo demasiado se destruye el gran estilo de la mentira, la perfecta medida que puede alcanzar, en el producto artístico, la universal facultad falsificante. El poeta que miente demasiado, y que ya cansa y produce nausea, es pues, por un lado, aquel que le da forma a pensamientos sublimes, extremo y exangüe heredero del idealismo del logos, pero también, por otro lado, aquel que exalta más allá de la medida la potencia falsificante de su arte, aquel que ve en él el símbolo de la creatividad de la physis, y cuya embriaguez, por lo tanto, pierde lucidez intelectual. El arte se mueve entre las formas ‘humanas demasiado humanas’ de apertura al mundo -y aquí debe ser entendida su potencia falsificante, no como medio extático para salir de los limites de tales formas.
Contra toda mística del arte es violentísima la requisitoria nietzscheana. La esencia secreta de la naturaleza, aquello que está “por encima del cielo” no pertenece al arte. El poeta miente demasiado, no es más poeta, cuando no ama por sí mismas las formas de su arte. A este mentiroso se opone la auténtica mentira del gran poeta, de los poetas que Zaratustra ve transformados por esta mirada crítica sobre el arte del más allá, de lo profundo, de lo esencial que es, en fin, también el arte de la ‘fantasía libre’ (¡no domada!), del sueño creador. El arte de lo ‘profundo’ es del todo solidario con lo Verdadero de la metafísica. Para ambos la apariencia es mentira, y el signo no otra cosa que vestimenta-escritura del pensamiento. Este arte miente demasiado; en realidad, miente dos veces: la primera haciendo propia la mentira del Fundamentum metafísico; la segunda reduciendo las propias configuraciones sígnicas a seductores velos del logos. El poeta transformado opone a este ‘exceso’ de mentira la perfecta medida de su arte: existen múltiples modos de abrirse al mundo -el signo es una apertura al mundo; él afirma la verdad de la apariencia, el carácter abismal (ab-gründlich: sin fundamento, continuamente desfondante) de la apariencia, la verdad de aquello que para la metafísica es no-verdad, por lo tanto, mentira, y por otra parte, el carácter de velo, de ocultamiento de esta verdad de la apariencia que reviste la Verdad metafísica. Como Derrida ha explicado: la Verdad ‘falsificada’, deviene apariencia, o, mejor dicho, asume el rol que la apariencia tenía a sus ojos, y la apariencia deviene única verdad, no porque sustituya al antiguo Fundamento, sino porque indica la verdad de la ausencia de Fundamento, verdad de la no-Verdad.
El arte en cuanto juego de ‘configuraciones sígnicas’ es entonces, el pensamiento de la verdad de la apariencia, de la verdad de la no-verdad. El anti-Wagner nietzscheano debe ser leído también en este contexto: ningún ‘idealismo’ es lícito al ‘gran estilo’, el anhelo de ‘qué cosa’, del Sentido, traiciona la Forma -pero la Forma no tiene nada de formalístico: ella es universal facultad falsificante, pone la verdad como no-verdad. La Forma artística abre al mundo, es apertura al ser, en cuanto divina tirada de dados, abismo del Azar y de sus combinaciones, teoría trágica del eterno crear-destruir.
Este arte es, en Nietzsche, metáfora total del Anticristo. El arte que Zaratustra quiere es arte pagano. Este arte adora las apariencias, edifica un Olimpo de las apariencias: concibe a los dioses únicamente en su proceder en el mundo, por lo tanto, como felices azares o combinaciones, sujetos al cielo cósmico común. En este Olimpo, el pensamiento se da en formas, sonidos, palabras vivas. El artista adorador de la Forma, de quien se habla en La gaya ciencia, no cae en inefables ex-stasis ‘más allá’ del pensamiento -pero es aquél que piensa en tal modo. Su Forma no es sublimante, sino que por el contrario se refiere a la tierra y al carácter trágico de la vida, entendida la vida como ‘configuración sígnica’. El arte en Nietzsche es el contra-movimiento esencial respecto al ascetismo judeo-cristiano. Su naturaleza es esencialmente anti-pesimista. Su canto es aquel del Sí y Amén.
El escandaloso error de Schopenhauer: poner el arte al servicio de la negación de la vida.
El arte es irremediablemente pagano -dijo Savinio-, lo místico en arte es un arbitrio. Lo místico en arte es una falta de Forma, o, como diría Nietzsche, un demasiado de mentira. Sólo allí donde lo divino no es completamente intuible en la apariencia, dispara el anhelo, el ‘deber’. Pero los más nefastos intentos de misticizar el arte se esconden propiamente detrás de la representación naturalística, pues el naturalismo es expresión máxima de la tendencia del arte hacia el logos predicativo-discursivo, hacia lo ‘trascendente’ del Sentido.
“Creería sólo en un dios que supiese danzar” está escrito en el Zaratustra. El arte es en Nietzsche ficción de tales dioses. El arte en cuanto alcyónico, mediterráneo, ligero. El arte ligero es la facultad que derrota al espíritu de gravedad. A este último sabe responder solamente el poeta transformado -o bien, aquel filósofo artista que expresa el “concepto superior del arte”. En un Fragmento de 1887: mediterraneizar la música es mi consigna. Si se presta atención: no se escuche a Bizet en este punto, sino, como explicó Bortolotto, a los Lieder italianos y españoles de Wolf. El arte alcyónico quiere la “afirmación, bendición, divinización de la existencia”. El Canto del Sí y Amén está sin ‘sujeto’ si no se considera la concepción nietzscheana del arte, y a la vez, tal concepción desempeña en el pensamiento nietzscheano una función general, absolutamente no relegable al campo de la así llamada ‘estética’. En el gran Sí del arte a las formas como vida están implícitas la actividad y la potencia formantes-compositivas. Por eso, ningún ingenuo vitalismo. La Forma es composición, nace de la mirada de la tragedia sobre el mundo como totalidad de los azares. No es reflexión simple de esta totalidad, no es configuración casual, sino composición sígnica. En la composición el mundo como divina tirada de dados se expresa como Forma, cosmos -o bien: se da trágicamente, teorizado por la tragedia. La tragedia no se separa del mundo por un solo instante -pero ni siquiera por un instante se limita a reflexionar pasivamente sobre la casualidad. Ella quiere el mundo, este eterno ciclo cósmico. En cada instante, frente al espectáculo del mundo, ella repite el “así quise que fuera”. Este ápice de la voluntad de poder se alcanza en la voluntad de poder en cuanto arte, pero arte trágico. En él el pensamiento se reabre al cosmos como Gloria en sí mismo, autónoma plenitud de ser que abraza espíritu y Eros. Balthasar ha aprehendido con claridad esta dimensión del pensamiento nietzscheano, que hunde las propias raíces en Maquiavelo, Pomponazzi y Bruno. Acercamiento sólo aparentemente ilícito. La misma idea de voluntad de poder, por un lado, es metamorfosis extrema de Eros: el Hermes psicopompo despeja el terreno que nos arraiga a la tierra, en lugar de lo que sucede con los árboles de las nubes que impiden la epistrophé a la idea celeste. Un heroico furor domina la dimensión nietzscheana de la voluntad. Pero en Nietzsche se consuma también la secular vicisitud de la crisis del universo teofánico. En cuanto Gloria perfecta en sí mismo, el cosmos no es más escritura de nada. Sus leyes son inviolables, su necesidad inquebrantable. Pero mientras que la crisis del universo teofánico se manifiesta, en la tradición de la religiones históricas, como progresiva ociosidad de lo divino, en Nietzsche se expresa como divinización de la apariencia. El problema de la Gloria desaparece en el desarrollo de las religiones históricas: puede retornar solamente como Gloria del cosmos autónomo, como retorno del exilio de los dioses paganos, para Nietzsche. La influencia del gran debate renacentista es aquí evidente: Nietzsche se presenta como heredero de la ruptura del cosmos teofánico que se manifiesta ya prepotente en las páginas de un Pomponazzi, él es el heredero del Maquiavelo más clásico-trágico, pero a la vez también de aquel neo-platonismo aún vivo en Bruno: la existencia como solar-divina en sí, y no por ser ‘expresión’ de lo divino. Nietzsche ve en Goethe el último exponente de esta tradición. Su lectura de Goethe se desenvuelve enteramente en el signo contrastado del renacimiento pagano; Goethe aparece como el último gran contramovimiento frente al idealismo judeo-cristiano, como última, y ya por muchos lados desesperada, resistencia a la simple profanación del cosmos, que in hoc signo, parece destinada a triunfar.
Este renacimiento pagano parece, del mismo modo, a ciencia cierta paradójico. Como ya en Goethe, el ‘ojo solar’ para la existencia no se abre de par en par simplemente sobre el mundo como cosmos y armonía. La trágica paradojalidad de la concepción nietzscheana consiste en el hecho de que la voluntad divinizante de la existencia se manifiesta como voluntad analítico-intelectual. La manía, la embriaguez dionisíaca, que es el arte, se manifiestan en la severidad y claridad del principio compositivo. La Forma es composición, exenta de toda inmediatez intuitiva. El ‘gran estilo’ es resultado del trabajo intelectual de crítica-falsificación de lo Verdadero; su Sí a la existencia está totalmente mediado a través de este trabajo. El mismo derrumbe del universo teofánico deriva de tal mediación. El colmo de la voluntad de poder es querer que este derrumbe se transfigure en divinización de la existencia en cuanto tal. El arte es para Nietzsche precisamente esta transfiguración del vértice de la fuerza disolvente crítico-intelectual en Sí trágico a los juegos del mundo como juegos divinos.
Sólo al llegar a este punto es posible entender la pertinencia de ciertos reclamos nietzscheanos en los ensayos de Benjamin dedicados a Baudelaire y a la ‘filosofía’ de la lírica contemporánea. La manía dionisíaca en Nietzsche es ciertamente también manifestación del lírico intensificarse del Nervenleben metropolitano. Ella no puede entenderse como ex-stasis de la ‘espiritualización’ de la vida contemporánea. Eso que Nietzsche llama “pasión por los sonidos”, adoración de las formas, las máscaras del juglar que ocultan nuestro Eros por el conocimiento, la “gorra del bribonzuelo” que el conocimiento lleva consigo; en suma, el total Olimpo nietzscheano de la apariencia es también Metrópolis y Nervenleben. Pero dramática y simbólica nietzscheanas no se resuelven en esta dimensión -como aquella del eterno retorno no se resuelve en la -metáfora de la mercadería, del principio universal del cambio-: Nietzsche quiere también ver el fuego que quema la gran ciudad. Tal fuego aparece, en la forma artística, como la abismal contradicción entre dilatación máxima de la fuerza analítica del intelecto (aquella misma que hace descubrir en la gran ‘síntesis’ wagneriana -deconstruyéndola con esto, mostrando con esto su infundado-, un universo pululante, floreciente de contradicciones, transiciones mínimas, infinitesimales compases, lapsus geniales), y voluntad de mirar el mundo con ‘ojo solar’ -de divinizar la existencia en el momento mismo en el cual la hegeliana Vergeistung procede a la dialéctico-sistemática destrucción de todo cosmos teofánico. La lírica contemporánea -la gran Forma de la lírica contemporánea- manifiesta esta más escondida esencia de la concepción nietzscheana del arte: no Síntesis. no Poema, sino fragmento, composición de fragmentos por fragmentos, sensibles en cada fibra, agudísimos, de las percepciones maravillosamente dilatadas -capaces de recoger lo infinitésimo, justamente al precio, parece, de su miseria ‘genial’, de su impotencia ‘apolínea’ -y todavía abierta al Canto del Sí a la existencia, cuyos azares son vistos como juegos divinos.
Este pasaje conduce al problema de la relación entre arte y eterno retorno. La consideración del arte se despliega en Nietzsche entre los dos ejes lógico-metafísicos de su pensamiento: el crítico-negativo que ‘abisma’1a idea de un desocultamiento del mundo, dominio exclusivo de las formas de la discursividad predicativa, y el del “alegre mensajero”, del “gran mediodía”, que se afirma en el abgründlicher Gedanke del eterno retorno. No podemos aquí adentramos en el examen del eterno retorno (que hemos, por otra parte, ya esbozado en otro lugar), sino solamente indicar cómo la concepción trágicamente-paradójicamente pagana del arte que tiene Nietzsche se conecta con él inextricablemente.
En el pensamiento del eterno aquello que se destruye es la idea de un sentido del evento más allá de sí mismo. En esto el eterno retorno manifiesta su prima facies: el carácter antiteofánico del cosmos. La forma del evento, la forma que diversos eventos asumen combinándose ‘felizmente’, se opone, por un lado, a la Forma apolínea; por el otro, a la Historia providencial judeo-cristiana. Shiva-Dionysos ‘liberan’ las propias formas de la lógica del sentido: las formas devienen apariencias que nada ocultan. En este cosmos del eterno retorno, entonces, el ritmo está totalmente escandido sobre el valor del individuum - que nada esconde: ningún fundamento, sustancia, sujeto, más allá, que a nada alude - individuum en cuanto singular evento, individuum en cuanto kaírós, singular azar feliz, instante, individuum en cuanto ‘racimo’ de eventos o conjunto de instantes que quiebran las espiras de la duración, del tiempo como nihilística sucesión de momentos. El individuum es perfecto fragmento: idea del aforismo nietzscheano como, quizá, del Nervenleben de la lírica contemporánea. El arte pagano de Nietzsche es exaltación-divinización del individuum. La facultad artística desoculta un mundo ‘sin sentido’, en el cual la apariencia nada oculta, en el cual nada hay que buscar detrás de las formas, nada para amar más allá, y en el cual puede por esto aparecer el individuum - este Singular.
Este Singular asume, en el eterno retorno, un valor que no desaparece. Está sustraído al mero fluir. El arte lo imagina: allí donde parecen existir meros entes finitos, él ve al individuum. Y el individuum es Gleichnis del eterno retorno. En este juego, el arte diviniza la apariencia. Divinizar es lo opuesto de idealizar: significa teoría trágica del ente, necesidad de su ciclo. El ente, en su abisalidad, es transfigurado por el arte en individuum. La radical falta de fundamento del fluir de la muchedumbre metropolitana se transfigura en el instante desesperado de la Transeúnte.
3. Pero ni aún ésta puede ser asumida como la última palabra de la concepción nietzscheana del arte. ¿Cómo es posible este arte? ¿Dónde puede él ex-sistir en la complejidad de su forma? ¿No será ésta otra ‘idea’ del arte? ¿No será este arte alcyónico justamente lo opuesto de un arte pagano -es decir aún un arte ‘ideal’, más bien: arte ‘ideal’ por excelencia, impotente para ser?
Del conjunto de las reflexiones nietzscheanas, y en particular de ciertas páginas de Humano, demasiado humano, parece evidente que el lugar de este arte, símbolo (unidad efectual) de crítica del logos y juego del eterno retorno, es utopía. El arte europeo esta estrechamente ligado a una visión teofánica del cosmos. Teología y arte, gran arte y dimensión onto-teo-teleológica se presentan históricamente indisolubles. El arte contemporáneo no parece, por muchos lados, más que el negativo de tal visión. Sobre el término Idea es posible la construcción de la total ‘estética’ europea. La hegeliana muerte del arte -que Nietzsche retoma en Humano, demasiado humano- no es más que efecto de la disolución del cosmos teofánico.
Ahora bien, la grandiosidad del intento nietzscheano consiste precisamente en el definir las condiciones trascendentales de posibilidad podríamos decir, de un gran arte (afirmativo, o sea, “alegre mensajero”) que reconozca sin nostalgia la disolución de aquel cosmos -de un arte versus la Idea, versus toda sublimación ex-stática de la existencia, Zaratustra está cansado y nauseado de un arte que quisiera, hacer revivir la Gloria perdida, fingir un mito ya sepultado. En esta nostalgia consoladora consiste para él el demasiado de mentira de los poetas. Más allá de esta náusea se abre una alternativa decisiva: o la poesía deviene solamente repetición, arte meramente combinatorio, composición desesperadamente sígnica que justamente en la exhibición de su miseria indica la acontecida disolución del cosmos teofánico; o la poesía, atravesando el infierno de esta inteligencia logra existir como palabra viva dionisíaca que recoge el instante como individuum, que transfigura en individuum que no decae al ente infundado. Pero esta poesía deberá pertenecer a una nueva concepción del cosmos y del tiempo, radicalmente opuesta al nihilismo de la historia europea.
El lugar de este arte es utopía. En algunas de sus páginas sobre el desarrollo del pensamiento musical, Bloch ha revivido intensamente esta experiencia nietzscheana. De este arte no es posible ‘hacerse imágenes’. Su mito no puede renacer. Pero lo imposible puede ser oído. El sentido de lo imposible puede recuperarse en la forma musical. La atención de Nietzsche a la música es por eso necesaria. El arte del cual él habla no puede ser sino musical: figura invisible, lugar no-lugar. ¿Por qué es música el arte contemporáneo? ¿Por qué el Lacoonte contemporáneo es el problema de la música? Decadencia y ocaso del cosmos teofánico, de un arte teo-lógico, son vividos en él no sólo en el culmen de la inteligencia compositiva -como problema de nuevos órdenes, combinaciones, configuraciones signicas- sino también mostrando, en cada fibra del mismo lenguaje, la imposibilidad intuitiva, la inaferrabilidad del ente como individuum -la inaferrabilidad de un arte dionisíaco en el sentido auténtico nietzscheano: del arte como indicio de la posible superación del nihilismo en el extremo de la historia del nihilismo. El problema de este arte -la utopía de este arte va desde Hölderlin a Nietzsche, a Rilke, a quien Busoni llamó “músico en palabras”, hasta el silencio de Webern.
Justamente en este silencio se custodia la palabra viva. No siendo pro-ducida, no siendo canjeada en la economía general de la proposición, retrayéndose en la infinita dilatación de la pausa, la posibilidad de esta palabra, de esta Voz sustraída a su ‘necesario’ desarrollo discursivo-predicativo, parece conservarse intacta. Sólo así se responde en la música contemporánea al problema nietzscheano. Pero sólo en la música ha sido intentada tan rigurosa, desencantada respuesta, a este problema. El arte del desierto no puede ser más que aquel de la inteligencia máxima y del oído -pero este oído penetra hasta el silencio que abraza cada ‘feliz combinación’ de signos y desesperadamente indica el lugar no-lugar del gran arte de Dionysos
1. Es conocida la afirmación de Nietzsche en El origen de la tragedia por la cual el arte aparece como la verdadera “actividad metafísica del hombre”. Aun en el Ensayo de una autocrítica de 1886 él recalca que aquella juvenil “metafísica de artista” contenía ya lo esencial de su pensamiento sucesivo. Es lícito, por lo tanto, considerar en términos sustancialmente unitarios la concepción nietzscheana del arte. Nietzsche no está interesado en la elaboración de una estética como un dominio filosófico ‘especial’; el arte es para él problema filosófico-metafísico: en la actividad artística está en juego una apertura al ser, una iluminación metafísica sobre el sentido del ente. Producción artística e interpretación del producto artístico son ambos problemas filosóficos. No existe ‘autonomía’ del arte respecto a lo filosófico, así como no existe ‘autonomía’ de lo filosófico respecto al arte. Arte y filosofía se presentan perennemente unidas en aquella deconstrucción de la tradición metafísica europea que constituye el objetivo de la total crítica nietzscheana.
Pero esta afinidad es revelable por diferencia. La consideración del hecho artístico es llevada a cabo filosóficamente, no porque el arte sea representación o se limite a ‘imaginar’ las ideas filosóficas. El arte es problema filosófico en tanto su estructura es problema para la filosofía; su presencia, la presencia de su palabra choca con la dimensión conceptual del trabajo filosófico. Arte y filosofía se unen polarmente, por oposición. De una vez Nietzsche supera, por esta vía, toda estética decadentista de la autonomía pura del hecho artístico, así como todo contenido ideológico. Arte y filosofía están indisolublemente conectados en tanto problema el uno con la otra. Aún más: el arte es siempre presencia amenazante-inquietante para la pura filosofía. Recordamos las páginas kantianas sobre el ‘disturbio’ que la música puede causar al filósofo inmerso en sus meditaciones. La consideración filosófica construye múltiples ‘estéticas’ para ordenar este inquietante material. Detrás de sus asegurantes imágenes de grados del Espíritu, también en Hegel arte y religión manifiestan tensiones irresueltas, contradictoriedad incurable frente al durus sermo filosófico. El trabajo del Espíritu consiste esencialmente en superarlas. Pero este encarnizado trabajo es explicable solamente por el hecho de que el arte está originariamente conectado al problema filosófico, donde interroga modalidades constitutivas. En cambio, aún en Frege, poesía-Dichtung es ‘desecho’, residuo ineliminable, frente a la forma lógica del lenguaje ‘maduro’ -un simple revelador de la finitud y precariedad de nuestra razón. No es éste, en absoluto, el modo nietzscheano de afrontar la “metafísica del artista”. Aquí el arte no reivindica ninguna ‘autonomía’. El arte denuncia explícitamente la inquietud filosófica en lo que a él respecta. No se sueña con aceptar la dimensión del ‘desecho’. Su forma es problema filosófico. Ella interviene en el juego filosófico y allí desordena los trayectos. ¿Cuáles son las razones de esta intervención?
El problema filosófico del arte se centraliza en la relación arte-mentira. En el prefacio a la segunda edición de La gaya ciencia, Nietzsche dice: “Nos ha fastidiado este mal gusto [...] querer la verdad a toda costa [...] esta fascinación de adolescentes por el amor a la verdad”. La artes son “excogitadas” como una especie de “culto de lo no-verdadero”. Estas indicaciones se articulan plenamente sólo en los Fragmentos póstumos sucesivos al Zaratustra. En el contexto de La gaya ciencia puede aún parecer que se trata simplemente de descubrir al “juglar” escondido “en nuestra pasión por el conocimiento” - y aquello que en el arte se limite a enfatizar la dimensión romántica del ejercicio interminable de la ironía, solamente deconstructiva, sobre el mundo-verdadero. En los Fragmentos póstumos, sobre todo en aquellos que pertenecen al período 87‑88, es evidente, en cambio, que Nietzsche no está interesado en una estética ‘especial’ -en el caso en cuestión, la irónico-romántica-, sino en la definición de las estructuras fundamentales del hecho artístico. En el arte él aprehende una facultad general, un poder-Kraft que tiene validez universal. En el arte está en juego una dimensión general del ser, una total facultad falsificante. El arte es la facultad -Kraft que niega la verdad- o, mejor dicho el arte es expresión de esta facultad universal, y por lo tanto activa en cualquier otro dominio. Pero en el arte el “genio de la mentira” resurge en su pureza -el poder de la mentira se muestra en toda su luz y belleza. Aquella voluntad de poder que nos permite reducir la cruel realidad, contradictoria y “sin sentido” del mundo a nuestra necesidad de “vivir” -aquella voluntad de poder que es la “gran creadora de la posibilidad de vivir”- pone sus nervios al desnudo en el arte. “Tenemos el arte para no perecer frente a la verdad”. El arte es por eso problema filosófico por excelencia, en tanto impone la presencia de una universal capacidad .falsificante, una facultad de mentira frente a la facultad de juicio y entretejida con ella, facultad del juicio que se auto-proclamaba fundada sobre la sólida roca de lo Verdadero y por eso poderoso sobre el mundo. Nada más simple que entender todo esto en modo ‘irracionalístico-vitalístico’. La facultad falsificante nietzscheana se transforma así en proceso de ‘liberación’ de los vínculos logocéntricos de lo Verdadero. El arte -que en estas interpretaciones absorbe en su dimensión el completo pensamiento de la voluntad de poder- expresaría así una fuerza meramente desestructurante, del todo indefinida en sus resultados. Pero las malas metafísicas de lo indefinido y de lo interminable se encuentran con elementos incontrovertibles del pensamiento nietzscheano. En un fragmento de 1887, Nietzsche ilustra en estos términos el operar de la voluntad de poder en el arte:
La razón por la cual la belleza tiene para el artista un valor más allá de toda jerarquía, es que en la belleza los contrastes son domados, que ya no es más necesaria ninguna violencia, que todo parece seguir y obedecer....
Lo que “deleita” a la voluntad de poder es la “armonía” alcanzada -no el ‘deconstuctivo’ en sí mismo, sino la facultad de quebrar confundir lo simple-inmediato, para alcanzar trágicas, complejas armonías, de heraclitea ascendencia. La voluntad de poder en el arte se expresa en el querer tornar-bellas las cosas. Esta afirmación de La gaya ciencia se explica ulteriormente en aquel fragmento de 1888, para el cual el vértice de la evolución se condensa en el concepto de “gran estilo”. El arte es para Nietzsche, un colmo, un exceso de poder plasmante-formante, una fuerza capaz de armonizar los contrastes más violentos, y por tanto, a fortiori, en grado de teorizarlos, de estar frente a ellos con ojo despejado. La completa Cuarta Parte de Humano, demasiado humano está inspirada en una análoga concepción del hacer artístico, no sólo exenta de toda sugestión ‘genial’, de toda idea ex-stática, sino extraña también a toda autonomía de la esfera estética respecto al problema total del conocer. Por las razones ya recordadas al inicio. el arte existe “como prepotente necesidad de conocimiento”. El arte es modalidad de apertura al ser, modalidad que problematiza las modalidades lógico-discursivas. Por lo tanto, no sólo el trabajo artístico no tiene nada que ver con los “deslizamientos” de la fantasía, sino que más bien consiste, en todo caso, en el “domar la propia fuerza fantástica”; pero él debe ser examinado según una perspectiva capaz de poner nuevamente en juego la total estructura, el total fundamento de la Ratio europeo occidental.
Existe una, fuerte conexión metafísica-arte, conocimiento-arte. En los fragmentos del así llamado Libro del filósofo, Nietzsche afirma que es tarea de la última filosofía demostrar la necesidad del arte -y aún, en los últimos Fragmentos, que el “filósofo artista” expresa el “concepto superior del arte”. Por consiguiente, un entrecruzarse de perspectivas: por un lado. la última filosofía posible es filosofía del arte en el sentido más pregnante de la expresión: filosofía de la necesidad del arte; por otro lado, el culmen del arte se alcanza en la ‘figura’ del filósofo artista- o sea, en una forma artística conocedora de la propia necesidad. El último arte es filosófico por excelencia, así como la última filosofía posible es ‘filosofía de artista’.
¿Cuál es el significado de este entrecruzamiento? Para comprenderlo, es necesario volver a considerar al arte como manifestación de una universal facultad falsificante. Las últimas proposiciones citadas demuestran, entre tanto, que esta facultad falsificante no debe ser entendida en una simple, inmediata oposición a ‘conocimiento’: el arte es directamente aprehendido en el ápice de la actividad filosófico-metafísica.
Por lo tanto: la filosofía última, llegando al reconocimiento de la necesidad del arte, llega al reconocimiento de esta facultad falsificante como una formula universal del conocer, como estructura del conocer. O, viceversa, el arte en cuanto actividad metafísica ‘en gran estilo’ torna visible una nueva unión entre conocimiento y mentira, una nueva relación ya no más de recíproca exclusión.
El problema que aquí sale a la luz tiene relación con un presupuesto vital de la tradición filosófica europea. En base a tal presupuesto, el mundo se nos abriría exclusivamente mediante pensamientos pro-ducidos lingüísticamente, o sea mediante un logos predicativo-discursivo. El mundo nos es dado exclusivamente a través de las formas de la discursividad lingüística, de las cuales siempre es posible afirmar verdad o falsedad. Ahora para tal tradición no tendría sentido interrogarse sobre la verdad o falsedad del arte. Por lo tanto, en el caso de un hecho artístico, no tendremos nunca nada que ver con pensamientos, con conocimiento sino con fantasías, del todo irrelevantes para el auténtico logos -o, como máximo, expresantes de los limites o de los necesarios días de descanso, o aún, de los lapsus de la actividad discursiva. El discurso nietzscheano parece dirigido al derribamiento de un planteamiento semejante: el arte demuestra la existencia de una facultad general capaz de falsificar la concepción metafísica de lo Verdadero. La facultad falsificante que el arte representa falsifica la concepción unívoco-reductiva de lo Verdadero, de la que la metafísica dispone, y por la cual no puede darse pensamiento o conocimiento si no es en la forma del logos, de la actividad predicativo-discursiva. El arte demuestra que la dimensión del pensar no es reductible a la categoría de la lógica, anuncia la posibilidad de pensar en formas diferentes de aquellas lógico-filosóficas. Por eso en La gaya ciencia el arte es llamado un “alegre mensajero”: sus formas no están en absoluto en inmediata, simple oposición a las formas lógicas, casi al punto de querer representar únicamente el ‘trabajo del negativo’, sino que expresan “una prepotente necesidad del conocimiento”. Su actividad falsificante conoce: conoce cabalmente, la no reductibilidad del conocer a la dimensión lingüístico-discursiva; conoce las nuevas formas en las cuales puede darse el pensar fuera de tal dimensión. Por eso el arte problematiza el espacio tradicional del logos, remueve sus fundamentos. Libera, si de él, pero en un sentido del todo opuesto a las metafísicas de la liberación: libera hacia formas nuevas y complejas de conocimiento, hacia armonías difíciles hacia un nuevo ‘gran estilo’.
Error recurrente, y de evidente influjo ‘vanguardistico’, es la lectura de este Nietzsche en clave ‘sígnica’. La deconstrucción de lo Verdadero lógico-metafísico tendría lugar en las formas del arte en tanto asumidas como meras ‘configuraciones signicas’. Pero el Signo de Nietzsche -como aquel de Hölderlin- es expresión de pensamientos - y de pensamientos últimos. En esta dirección van innumerables aforismos nietzscheanos. Es imposible reencontrar allí un solo indicio en favor de una interpretación ingenuamente dionisíaca de la ‘embriaguez’ artística, como de, un genérico hundimiento de la discursividad ‘normal’. Nietzsche subraya de continuo cómo las ‘configuraciones signicas’ que constituyen la obra de arte tienen valor cognoscitivo -expresan un saber- pero no en el sentido vetero-contenedor en el que la forma es un medio para la expresión del pensamiento y se trata, por eso, de buscar además de la forma, ‘que cosa se dice’. Aquí la forma es pensamiento. O, en otros términos, la configuración sígnica en cuanto tal demuestra cómo se dan pensamientos en forma no lógico discursiva.
La facultad falsificante se revela en el ‘gran estilo’, en la ‘fantasía domada’ de la obra de arte, en su fuerza organizadora-compositiva de configuraciones sígnicas. La extrema seriedad del signo nietzscheano exige que se sienta como “contenido” aquello que los “no artistas llaman ‘forma’” pero este amor por la forma, esta manía o embriaguez por la configuración sígnica es de una especie muy particular: quiere máxima precisión, sensibilidad, agudeza de toda la inteligencia y de todos los sentidos, quiere lucidez y claridad, atención a todos los elementos constitutivos del signo: color, línea, gradaciones tonales. La manía por la forma que se apodera del artista es manía por la diferencia, por lo distinto, por la gradación. La embriaguez artística es el colmo de la lucidez intelectual. No las retóricas decadentes del art pour l’art, sino las páginas de Benjamin sobre Baudelaire encuentran en Nietzsche su origen.
Los contra-movimientos tónicos-sensuales del arte, que Nietzsche enfatiza, valen ciertamente, contra la univocidad de la apertura al mundo propia de los sistemas lógico-discursivos, pero para un “estado de embriaguez” que se configura como búsqueda trágico-teórica de la forma en cuanto forma-pensamiento. No se trata del pensamiento de esto o aquello, sino de la actividad que pone: a) la polivocidad-complejidad de las posibles formas de apertura al mundo (que es algo bien distinto de la equivocidad); b) la ‘mentira’ implícita en el carácter reductivo de lo verdadero-falso-lógico; c) su misma ‘mentira’ a los ojos del reducionismo lógico-filosófico, en cuanto ella manifiesta como única verdad la ‘no-verdad’, la ‘apariencia’ de las propias configuraciones sígnicas, de los propios juegos. La actividad falsificante que es el arte no es por eso sólo critica con respecto al logos; ella exige nuevos criterios de conocimiento, un nuevo saber, que se basa justamente sobre aquello que para el logos es mentira: la forma, el signo, el juego de las apariencias. Pero forma y signo amados a tal punto, con tanta lúcida embriaguez, que pueden ser sentidos en verdad dionisíacamente; apariencia abismal, evento abismal, cósmico crear-destruir.
2. En el Zaratustra el laberinto de la concepción nietzscheana del arte se enriquece con nuevos elementos. En esta obra el acento no parece ponerse sobre la relación arte-mentira, sino sobre el hecho de que los poetas (“nosotros poetas”) mienten demasiado. Zaratustra dice que está cansado, nauseado ante este demasiado de mentira. La página contiene una larga lista de indicios que motivan este juicio, pero la razón central aparece inequívoca: el poeta miente demasiado porque se siente en consonantia con la naturaleza, comensal de los dioses, “por encima” del cielo. Los poetas asumen de buena gana las partes de intrigantes y mediadores, de aquellos que quieren acordar y conciliar, ‘más allá de las partes’ (vienen a la memoria las páginas de Musil sobre el Gran Literato), y por eso están obligados a buscar espectadores, “aún cuando fueran búfalos”. El demasiado que destruye el gran estilo, la forma, es afanosa búsqueda del significado comunicable, de comercio ideológico. El poeta miente demasiado cuando busca además de sus formas, más allá de ellas, sus pensamientos -cuando rompe el circulo mágico que encierra forma y pensamiento. Mintiendo demasiado se destruye el gran estilo de la mentira, la perfecta medida que puede alcanzar, en el producto artístico, la universal facultad falsificante. El poeta que miente demasiado, y que ya cansa y produce nausea, es pues, por un lado, aquel que le da forma a pensamientos sublimes, extremo y exangüe heredero del idealismo del logos, pero también, por otro lado, aquel que exalta más allá de la medida la potencia falsificante de su arte, aquel que ve en él el símbolo de la creatividad de la physis, y cuya embriaguez, por lo tanto, pierde lucidez intelectual. El arte se mueve entre las formas ‘humanas demasiado humanas’ de apertura al mundo -y aquí debe ser entendida su potencia falsificante, no como medio extático para salir de los limites de tales formas.
Contra toda mística del arte es violentísima la requisitoria nietzscheana. La esencia secreta de la naturaleza, aquello que está “por encima del cielo” no pertenece al arte. El poeta miente demasiado, no es más poeta, cuando no ama por sí mismas las formas de su arte. A este mentiroso se opone la auténtica mentira del gran poeta, de los poetas que Zaratustra ve transformados por esta mirada crítica sobre el arte del más allá, de lo profundo, de lo esencial que es, en fin, también el arte de la ‘fantasía libre’ (¡no domada!), del sueño creador. El arte de lo ‘profundo’ es del todo solidario con lo Verdadero de la metafísica. Para ambos la apariencia es mentira, y el signo no otra cosa que vestimenta-escritura del pensamiento. Este arte miente demasiado; en realidad, miente dos veces: la primera haciendo propia la mentira del Fundamentum metafísico; la segunda reduciendo las propias configuraciones sígnicas a seductores velos del logos. El poeta transformado opone a este ‘exceso’ de mentira la perfecta medida de su arte: existen múltiples modos de abrirse al mundo -el signo es una apertura al mundo; él afirma la verdad de la apariencia, el carácter abismal (ab-gründlich: sin fundamento, continuamente desfondante) de la apariencia, la verdad de aquello que para la metafísica es no-verdad, por lo tanto, mentira, y por otra parte, el carácter de velo, de ocultamiento de esta verdad de la apariencia que reviste la Verdad metafísica. Como Derrida ha explicado: la Verdad ‘falsificada’, deviene apariencia, o, mejor dicho, asume el rol que la apariencia tenía a sus ojos, y la apariencia deviene única verdad, no porque sustituya al antiguo Fundamento, sino porque indica la verdad de la ausencia de Fundamento, verdad de la no-Verdad.
El arte en cuanto juego de ‘configuraciones sígnicas’ es entonces, el pensamiento de la verdad de la apariencia, de la verdad de la no-verdad. El anti-Wagner nietzscheano debe ser leído también en este contexto: ningún ‘idealismo’ es lícito al ‘gran estilo’, el anhelo de ‘qué cosa’, del Sentido, traiciona la Forma -pero la Forma no tiene nada de formalístico: ella es universal facultad falsificante, pone la verdad como no-verdad. La Forma artística abre al mundo, es apertura al ser, en cuanto divina tirada de dados, abismo del Azar y de sus combinaciones, teoría trágica del eterno crear-destruir.
Este arte es, en Nietzsche, metáfora total del Anticristo. El arte que Zaratustra quiere es arte pagano. Este arte adora las apariencias, edifica un Olimpo de las apariencias: concibe a los dioses únicamente en su proceder en el mundo, por lo tanto, como felices azares o combinaciones, sujetos al cielo cósmico común. En este Olimpo, el pensamiento se da en formas, sonidos, palabras vivas. El artista adorador de la Forma, de quien se habla en La gaya ciencia, no cae en inefables ex-stasis ‘más allá’ del pensamiento -pero es aquél que piensa en tal modo. Su Forma no es sublimante, sino que por el contrario se refiere a la tierra y al carácter trágico de la vida, entendida la vida como ‘configuración sígnica’. El arte en Nietzsche es el contra-movimiento esencial respecto al ascetismo judeo-cristiano. Su naturaleza es esencialmente anti-pesimista. Su canto es aquel del Sí y Amén.
El escandaloso error de Schopenhauer: poner el arte al servicio de la negación de la vida.
El arte es irremediablemente pagano -dijo Savinio-, lo místico en arte es un arbitrio. Lo místico en arte es una falta de Forma, o, como diría Nietzsche, un demasiado de mentira. Sólo allí donde lo divino no es completamente intuible en la apariencia, dispara el anhelo, el ‘deber’. Pero los más nefastos intentos de misticizar el arte se esconden propiamente detrás de la representación naturalística, pues el naturalismo es expresión máxima de la tendencia del arte hacia el logos predicativo-discursivo, hacia lo ‘trascendente’ del Sentido.
“Creería sólo en un dios que supiese danzar” está escrito en el Zaratustra. El arte es en Nietzsche ficción de tales dioses. El arte en cuanto alcyónico, mediterráneo, ligero. El arte ligero es la facultad que derrota al espíritu de gravedad. A este último sabe responder solamente el poeta transformado -o bien, aquel filósofo artista que expresa el “concepto superior del arte”. En un Fragmento de 1887: mediterraneizar la música es mi consigna. Si se presta atención: no se escuche a Bizet en este punto, sino, como explicó Bortolotto, a los Lieder italianos y españoles de Wolf. El arte alcyónico quiere la “afirmación, bendición, divinización de la existencia”. El Canto del Sí y Amén está sin ‘sujeto’ si no se considera la concepción nietzscheana del arte, y a la vez, tal concepción desempeña en el pensamiento nietzscheano una función general, absolutamente no relegable al campo de la así llamada ‘estética’. En el gran Sí del arte a las formas como vida están implícitas la actividad y la potencia formantes-compositivas. Por eso, ningún ingenuo vitalismo. La Forma es composición, nace de la mirada de la tragedia sobre el mundo como totalidad de los azares. No es reflexión simple de esta totalidad, no es configuración casual, sino composición sígnica. En la composición el mundo como divina tirada de dados se expresa como Forma, cosmos -o bien: se da trágicamente, teorizado por la tragedia. La tragedia no se separa del mundo por un solo instante -pero ni siquiera por un instante se limita a reflexionar pasivamente sobre la casualidad. Ella quiere el mundo, este eterno ciclo cósmico. En cada instante, frente al espectáculo del mundo, ella repite el “así quise que fuera”. Este ápice de la voluntad de poder se alcanza en la voluntad de poder en cuanto arte, pero arte trágico. En él el pensamiento se reabre al cosmos como Gloria en sí mismo, autónoma plenitud de ser que abraza espíritu y Eros. Balthasar ha aprehendido con claridad esta dimensión del pensamiento nietzscheano, que hunde las propias raíces en Maquiavelo, Pomponazzi y Bruno. Acercamiento sólo aparentemente ilícito. La misma idea de voluntad de poder, por un lado, es metamorfosis extrema de Eros: el Hermes psicopompo despeja el terreno que nos arraiga a la tierra, en lugar de lo que sucede con los árboles de las nubes que impiden la epistrophé a la idea celeste. Un heroico furor domina la dimensión nietzscheana de la voluntad. Pero en Nietzsche se consuma también la secular vicisitud de la crisis del universo teofánico. En cuanto Gloria perfecta en sí mismo, el cosmos no es más escritura de nada. Sus leyes son inviolables, su necesidad inquebrantable. Pero mientras que la crisis del universo teofánico se manifiesta, en la tradición de la religiones históricas, como progresiva ociosidad de lo divino, en Nietzsche se expresa como divinización de la apariencia. El problema de la Gloria desaparece en el desarrollo de las religiones históricas: puede retornar solamente como Gloria del cosmos autónomo, como retorno del exilio de los dioses paganos, para Nietzsche. La influencia del gran debate renacentista es aquí evidente: Nietzsche se presenta como heredero de la ruptura del cosmos teofánico que se manifiesta ya prepotente en las páginas de un Pomponazzi, él es el heredero del Maquiavelo más clásico-trágico, pero a la vez también de aquel neo-platonismo aún vivo en Bruno: la existencia como solar-divina en sí, y no por ser ‘expresión’ de lo divino. Nietzsche ve en Goethe el último exponente de esta tradición. Su lectura de Goethe se desenvuelve enteramente en el signo contrastado del renacimiento pagano; Goethe aparece como el último gran contramovimiento frente al idealismo judeo-cristiano, como última, y ya por muchos lados desesperada, resistencia a la simple profanación del cosmos, que in hoc signo, parece destinada a triunfar.
Este renacimiento pagano parece, del mismo modo, a ciencia cierta paradójico. Como ya en Goethe, el ‘ojo solar’ para la existencia no se abre de par en par simplemente sobre el mundo como cosmos y armonía. La trágica paradojalidad de la concepción nietzscheana consiste en el hecho de que la voluntad divinizante de la existencia se manifiesta como voluntad analítico-intelectual. La manía, la embriaguez dionisíaca, que es el arte, se manifiestan en la severidad y claridad del principio compositivo. La Forma es composición, exenta de toda inmediatez intuitiva. El ‘gran estilo’ es resultado del trabajo intelectual de crítica-falsificación de lo Verdadero; su Sí a la existencia está totalmente mediado a través de este trabajo. El mismo derrumbe del universo teofánico deriva de tal mediación. El colmo de la voluntad de poder es querer que este derrumbe se transfigure en divinización de la existencia en cuanto tal. El arte es para Nietzsche precisamente esta transfiguración del vértice de la fuerza disolvente crítico-intelectual en Sí trágico a los juegos del mundo como juegos divinos.
Sólo al llegar a este punto es posible entender la pertinencia de ciertos reclamos nietzscheanos en los ensayos de Benjamin dedicados a Baudelaire y a la ‘filosofía’ de la lírica contemporánea. La manía dionisíaca en Nietzsche es ciertamente también manifestación del lírico intensificarse del Nervenleben metropolitano. Ella no puede entenderse como ex-stasis de la ‘espiritualización’ de la vida contemporánea. Eso que Nietzsche llama “pasión por los sonidos”, adoración de las formas, las máscaras del juglar que ocultan nuestro Eros por el conocimiento, la “gorra del bribonzuelo” que el conocimiento lleva consigo; en suma, el total Olimpo nietzscheano de la apariencia es también Metrópolis y Nervenleben. Pero dramática y simbólica nietzscheanas no se resuelven en esta dimensión -como aquella del eterno retorno no se resuelve en la -metáfora de la mercadería, del principio universal del cambio-: Nietzsche quiere también ver el fuego que quema la gran ciudad. Tal fuego aparece, en la forma artística, como la abismal contradicción entre dilatación máxima de la fuerza analítica del intelecto (aquella misma que hace descubrir en la gran ‘síntesis’ wagneriana -deconstruyéndola con esto, mostrando con esto su infundado-, un universo pululante, floreciente de contradicciones, transiciones mínimas, infinitesimales compases, lapsus geniales), y voluntad de mirar el mundo con ‘ojo solar’ -de divinizar la existencia en el momento mismo en el cual la hegeliana Vergeistung procede a la dialéctico-sistemática destrucción de todo cosmos teofánico. La lírica contemporánea -la gran Forma de la lírica contemporánea- manifiesta esta más escondida esencia de la concepción nietzscheana del arte: no Síntesis. no Poema, sino fragmento, composición de fragmentos por fragmentos, sensibles en cada fibra, agudísimos, de las percepciones maravillosamente dilatadas -capaces de recoger lo infinitésimo, justamente al precio, parece, de su miseria ‘genial’, de su impotencia ‘apolínea’ -y todavía abierta al Canto del Sí a la existencia, cuyos azares son vistos como juegos divinos.
Este pasaje conduce al problema de la relación entre arte y eterno retorno. La consideración del arte se despliega en Nietzsche entre los dos ejes lógico-metafísicos de su pensamiento: el crítico-negativo que ‘abisma’1a idea de un desocultamiento del mundo, dominio exclusivo de las formas de la discursividad predicativa, y el del “alegre mensajero”, del “gran mediodía”, que se afirma en el abgründlicher Gedanke del eterno retorno. No podemos aquí adentramos en el examen del eterno retorno (que hemos, por otra parte, ya esbozado en otro lugar), sino solamente indicar cómo la concepción trágicamente-paradójicamente pagana del arte que tiene Nietzsche se conecta con él inextricablemente.
En el pensamiento del eterno aquello que se destruye es la idea de un sentido del evento más allá de sí mismo. En esto el eterno retorno manifiesta su prima facies: el carácter antiteofánico del cosmos. La forma del evento, la forma que diversos eventos asumen combinándose ‘felizmente’, se opone, por un lado, a la Forma apolínea; por el otro, a la Historia providencial judeo-cristiana. Shiva-Dionysos ‘liberan’ las propias formas de la lógica del sentido: las formas devienen apariencias que nada ocultan. En este cosmos del eterno retorno, entonces, el ritmo está totalmente escandido sobre el valor del individuum - que nada esconde: ningún fundamento, sustancia, sujeto, más allá, que a nada alude - individuum en cuanto singular evento, individuum en cuanto kaírós, singular azar feliz, instante, individuum en cuanto ‘racimo’ de eventos o conjunto de instantes que quiebran las espiras de la duración, del tiempo como nihilística sucesión de momentos. El individuum es perfecto fragmento: idea del aforismo nietzscheano como, quizá, del Nervenleben de la lírica contemporánea. El arte pagano de Nietzsche es exaltación-divinización del individuum. La facultad artística desoculta un mundo ‘sin sentido’, en el cual la apariencia nada oculta, en el cual nada hay que buscar detrás de las formas, nada para amar más allá, y en el cual puede por esto aparecer el individuum - este Singular.
Este Singular asume, en el eterno retorno, un valor que no desaparece. Está sustraído al mero fluir. El arte lo imagina: allí donde parecen existir meros entes finitos, él ve al individuum. Y el individuum es Gleichnis del eterno retorno. En este juego, el arte diviniza la apariencia. Divinizar es lo opuesto de idealizar: significa teoría trágica del ente, necesidad de su ciclo. El ente, en su abisalidad, es transfigurado por el arte en individuum. La radical falta de fundamento del fluir de la muchedumbre metropolitana se transfigura en el instante desesperado de la Transeúnte.
3. Pero ni aún ésta puede ser asumida como la última palabra de la concepción nietzscheana del arte. ¿Cómo es posible este arte? ¿Dónde puede él ex-sistir en la complejidad de su forma? ¿No será ésta otra ‘idea’ del arte? ¿No será este arte alcyónico justamente lo opuesto de un arte pagano -es decir aún un arte ‘ideal’, más bien: arte ‘ideal’ por excelencia, impotente para ser?
Del conjunto de las reflexiones nietzscheanas, y en particular de ciertas páginas de Humano, demasiado humano, parece evidente que el lugar de este arte, símbolo (unidad efectual) de crítica del logos y juego del eterno retorno, es utopía. El arte europeo esta estrechamente ligado a una visión teofánica del cosmos. Teología y arte, gran arte y dimensión onto-teo-teleológica se presentan históricamente indisolubles. El arte contemporáneo no parece, por muchos lados, más que el negativo de tal visión. Sobre el término Idea es posible la construcción de la total ‘estética’ europea. La hegeliana muerte del arte -que Nietzsche retoma en Humano, demasiado humano- no es más que efecto de la disolución del cosmos teofánico.
Ahora bien, la grandiosidad del intento nietzscheano consiste precisamente en el definir las condiciones trascendentales de posibilidad podríamos decir, de un gran arte (afirmativo, o sea, “alegre mensajero”) que reconozca sin nostalgia la disolución de aquel cosmos -de un arte versus la Idea, versus toda sublimación ex-stática de la existencia, Zaratustra está cansado y nauseado de un arte que quisiera, hacer revivir la Gloria perdida, fingir un mito ya sepultado. En esta nostalgia consoladora consiste para él el demasiado de mentira de los poetas. Más allá de esta náusea se abre una alternativa decisiva: o la poesía deviene solamente repetición, arte meramente combinatorio, composición desesperadamente sígnica que justamente en la exhibición de su miseria indica la acontecida disolución del cosmos teofánico; o la poesía, atravesando el infierno de esta inteligencia logra existir como palabra viva dionisíaca que recoge el instante como individuum, que transfigura en individuum que no decae al ente infundado. Pero esta poesía deberá pertenecer a una nueva concepción del cosmos y del tiempo, radicalmente opuesta al nihilismo de la historia europea.
El lugar de este arte es utopía. En algunas de sus páginas sobre el desarrollo del pensamiento musical, Bloch ha revivido intensamente esta experiencia nietzscheana. De este arte no es posible ‘hacerse imágenes’. Su mito no puede renacer. Pero lo imposible puede ser oído. El sentido de lo imposible puede recuperarse en la forma musical. La atención de Nietzsche a la música es por eso necesaria. El arte del cual él habla no puede ser sino musical: figura invisible, lugar no-lugar. ¿Por qué es música el arte contemporáneo? ¿Por qué el Lacoonte contemporáneo es el problema de la música? Decadencia y ocaso del cosmos teofánico, de un arte teo-lógico, son vividos en él no sólo en el culmen de la inteligencia compositiva -como problema de nuevos órdenes, combinaciones, configuraciones signicas- sino también mostrando, en cada fibra del mismo lenguaje, la imposibilidad intuitiva, la inaferrabilidad del ente como individuum -la inaferrabilidad de un arte dionisíaco en el sentido auténtico nietzscheano: del arte como indicio de la posible superación del nihilismo en el extremo de la historia del nihilismo. El problema de este arte -la utopía de este arte va desde Hölderlin a Nietzsche, a Rilke, a quien Busoni llamó “músico en palabras”, hasta el silencio de Webern.
Justamente en este silencio se custodia la palabra viva. No siendo pro-ducida, no siendo canjeada en la economía general de la proposición, retrayéndose en la infinita dilatación de la pausa, la posibilidad de esta palabra, de esta Voz sustraída a su ‘necesario’ desarrollo discursivo-predicativo, parece conservarse intacta. Sólo así se responde en la música contemporánea al problema nietzscheano. Pero sólo en la música ha sido intentada tan rigurosa, desencantada respuesta, a este problema. El arte del desierto no puede ser más que aquel de la inteligencia máxima y del oído -pero este oído penetra hasta el silencio que abraza cada ‘feliz combinación’ de signos y desesperadamente indica el lugar no-lugar del gran arte de Dionysos